Crónica

Barrios populares en Colombia


Casas para hoy y un proyecto para el futuro

El barrio Altos del Pino, en la zona montañosa del departamento de Soacha, al sur de Bogotá, se formó como un asentamiento comunitario a finales del siglo XX. Gracias a la colaboración de los vecinos, hoy es una zona organizada con biblioteca, un cine y distintos proyectos que mejoran la vida en comunidad. Cómo funciona el Proyecto Escape, que persiste en el cuidado de la comunidad.

Hoy se puede llegar al barrio Altos del Pino por varios caminos que aprovechan la cercanía de Soacha con Bogotá, al ser cada ciudad el límite de la otra. Una forma es usando TransMilenio para ir hasta al extremo de la localidad bogotana de Bosa, que conecta con el municipio vecino. Si uno se baja en la estación León XIII, debe cruzar la calle para tomar uno de los buses que tienen la misión de subir la montaña. A veces se forman largas filas a la espera de uno de estos vehículos que se convierten en uno solo con sus conductores para ir subiendo, dando recovecos y domando una cantidad inacabable de curvas pronunciadas. Luego de unos pocos minutos de recorrido, el pavimento se termina y las calles empiezan a verse como la tierra propia de la montaña, de un color entre amarillo y café y aparece más el verde, junto con varios ranchos de esos que llevan años en la zona y una que otra casa más moderna de ladrillos y cemento, pocas veces pintadas de color. 

Subir la montaña en el bus es vertiginoso. No hay una sola silla donde no se sientan los saltos que da al pasar por el terreno irregular. Por eso cuando llueve es más difícil transitar la montaña. Los buses dejan de bajar, o se toman más tiempo haciendo los recorridos. En el trayecto cuesta arriba, todas las cabezas se sacuden con fuerza mientras las manos se aferran a la silla de adelante o a algún tubo para no caer o golpearse. Cuando se encuentran dos buses de frente, el que baja y el que sube, frenan los dos y hacen una coreografía lenta y retorcida para poder esquivarse y seguir. Se saludan de un bocinazo después de que cada uno logra retomar su curso. 

Al llegar al barrio, se siente cómo el sol cae con fuerza sobre la calle de tierra, y deja ver el polvo que se levanta con cada paso de transeúnte, con cada giro de llanta. A un lado y otro se ven casas de ladrillo, intercaladas con ranchos de madera o láminas, amontonadas sin un plano definido. En algunas, las fachadas cuentan historias de ampliaciones improvisadas, techos añadidos sobre techos, paredes que parecen sostenerse por voluntad propia y estructuras que aparentan desafiar la gravedad. En una mañana cualquiera, el barrio despierta con su bullicio habitual. En las esquinas, la gente se detiene en los pequeños comercios a comprar lo necesario para el almuerzo y conversan con sus vecinos. Los niños corren entre los charcos de luz y sombra que dejan los techos salientes, sus risas se mezclan con el ronquido de los buses que serpentean por las calles con una destreza que sólo podría tener quien ha vivido toda una vida aquí.

Hay partes del barrio tan empinadas que es difícil afirmar bien los pies. Siempre aconsejan a los forasteros llevar buen calzado. Subiendo y bajando por esas pendientes de Altos del Pino, se puede llegar a una casa que parece casa de todos, donde vive la familia Zambrano Guerrero. Allí nació la Fundación Proyecto Escape, que hoy funciona entre estantes con libros usados, carteles hechos a mano y mesas compartidas por niños, madres, jóvenes y vecinos que llegan a conversar, estudiar o pasar el rato.

Pero este recorrido que hoy parece cotidiano no siempre fue así. Antes de las casas y de los caminos de tierra, antes de los niños corriendo y el traqueteo de los buses, aquí había apenas familias que llegaron intentando empezar nuevas vidas en un paisaje que era solo montaña desnuda. 

Una casa para-hoy

Cuatro palos y una tela asfáltica como cubierta para hacer frente a la humedad. Así era como se veían las viviendas de los primeros habitantes de Altos del Pino hace unos 30 años. Eran casas de paroy, que viene de “para-hoy”. Estos materiales eran una forma rápida y relativamente sencilla para asentarse en el lugar, que en ese entonces era una montaña con unos pocos caminos que abrían paso entre los matorrales. Con el tiempo, más casas de paroy empezaron a erguirse en el empinado terreno y luego fueron creciendo y transformándose. Así, lo que antes era una gran sábana de color verde sobre la enorme roca que brota de la tierra, hoy se ve como una constelación de casas y ranchos que apuntan en todas las direcciones y forman hileras sinuosas sobre la montaña. Altos del Pino hace parte del asentamiento informal más grande de Colombia. 

Todas esas casas de paroy capturan bien la esencia del lugar: vivir en condiciones de precariedad, pero tener esa cualidad de persistir y resistir problemas como la ausencia estatal o la violencia, así como la tela asfáltica aguanta la humedad y el sol. 

Treinta años atrás, solo cinco o seis familias que venían del campo eran las que poblaban Altos del Pino, uno de los hoy 300 barrios que conforman la comuna de Altos de Cazucá en Soacha, Colombia. En una de aquellas casas de paroy vivía Nohora Guerrero con su esposo, Miguel Zambrano, y su hija de un año, Wendy. Era 1993 y habían llegado al lugar poco tiempo atrás. 

Nohora y Miguel venían del Huila, un departamento en el suroccidente de Colombia. Ambos campesinos, habían viajado hasta Bogotá luego de casarse, cuando Nohora ya estaba embarazada de Wendy. “Como campesino uno cree que va para la ciudad a estar mejor, a encontrar empleo, a ganar dinero, a vivir mejor. Esa es la promesa que uno cree antes de venirse”. Para Nohora, irse a vivir en la ciudad representaba nuevas oportunidades. Mientras tanto, Miguel recuerda que, además de buscar oportunidades, quedarse a trabajar en el campo era complicado. “Mi mamá tiene un terreno, pero es un terreno muy pequeño. Y nosotros somos varios hermanos, somos muchos. Entonces para tantas personas no... no alcanza.” Como Miguel lo relata, no había una forma sencilla de organizar el trabajo en las tres hectáreas que tenía su mamá con el resto de su familia: si uno estaba trabajando o cultivando, no habría espacio suficiente para los demás. Por eso, para él pareció una mejor alternativa buscar una vida nueva en la ciudad, más aún con Nohora y Wendy, que venía en camino. 

En Bogotá llegaron al barrio La Peña, al sur del centro histórico de la ciudad y en el pie de los Cerros Orientales. Vivieron por un año en un inquilinato, donde sintieron un cambio drástico frente a su vida en el campo. La expectativa que tenían de la vida en la ciudad estaba alejada de la realidad que enfrentaron. “Fue bastante difícil porque fue pagando arriendo, pero era compartir todo: la cocina, el baño y éramos muchos inquilinos”. Así recuerda Nohora el tiempo en el inquilinato, que también era difícil por la convivencia con las personas de la ciudad, distintas a lo que estaban acostumbrados: “Aquí la gente era muy indiferente, mientras que en el campo todos saludan, lo invitan a uno a un tinto”. Mientras que Nohora cuidaba de su niña recién nacida, Miguel empezó a hacer ventas ambulantes en el centro de Bogotá. Allí conoció a otro vendedor que le contó sobre unos lotes que estaban vendiendo en Soacha, en Cazucá. Para la pareja esto sonó como una buena oportunidad. 

En ese momento, lo más importante para Nohora era tener algo propio, “así fuera un ranchito”, dice ella. Llegar al lugar fue todo un reto para la familia, pero mantenían la aspiración de construir su casa. Cuando se asentaron en Altos del Pino, se encontraban muy pocas familias y no contaban con servicios públicos. “No había absolutamente nada y existían todas las necesidades”, así describe Nohora la situación del barrio a su llegada. Como no había agua, tenían que ir hasta uno de los barrios que quedaba más abajo en Soacha, en la parte que conecta con Bogotá, y allí algunos habitantes les regalaban agua para que llevaran hasta sus casas. A medida que fueron llegando más personas a poblar la zona, se conformaron Juntas de Acción Comunal en los barrios y así los vecinos empezaron a organizarse. Policías bachilleres empezaron a ir a la comuna para alfabetizar a los niños y niñas. En ese contexto, la comunidad de Altos del Pino construyó la primera escuela del barrio, que fue hecha con lata. No fue sino hasta mucho tiempo después que las Juntas de Acción Comunal empezaron a buscar a la Secretaría de Educación de Soacha para que llevaran docentes y construyeran más colegios con mejores condiciones. 

Además, la zona no había sido urbanizada y se disputaba entre distintos actores. Parte del territorio de Altos de Cazucá había sido ocupado por la guerrilla del M-19 antes de su desmovilización. Pretendían dar esas tierras a población vulnerable, como era común en las dinámicas de urbanización informal. Sin embargo, aparecieron luego los terreros, personas que invadían grandes extensiones de tierra para lotearla y luego venderla y competir con otros urbanizadores piratas. Los terreros ya no tenían una presencia tan fuerte cuando Nohora y Miguel llegaron al barrio, pero hicieron parte del inicio del sector. 

Cuando Cazucá empezó a poblarse, Colombia vivía una intensa escalada de la violencia que enfrentaba a las guerrillas, los grupos paramilitares y el ejército, a la par que se consolidaban los grandes carteles del narcotráfico. Muchas personas que sobrevivieron a esta enredadera de violencias tuvieron que dejar sus lugares de origen y llegaron a Cazucá. Otras no se encontraron con el conflicto armado de frente, pero llegaron al centro del país con el anhelo de conseguir un mejor techo, un mejor trabajo, una vida nueva, como Nohora y Miguel. Las casas y ranchos en la montaña fueron construidas por personas que llegaron de todas partes del país. Personas que llevan a sus hombros esa estela del conflicto armado y la desigualdad que históricamente han golpeado a Colombia: desplazados que huyeron sin poder regresar a su tierra; familias que lloran las ausencias que les dejó el conflicto; trabajadores que apostaron al trabajo en la ciudad como una esperanza que no termina de llegar.

Primero se asentaban los desplazados, luego familiares y conocidos de sus lugares de origen venían con ellos. “Aquí se encontraban personas de todos los lugares. Se encuentran aún. Del Tolima, del Chocó, del Amazonas, de todos lados”, dice Nohora al recordar cómo se fue armando el sector,. En Altos del Pino se concentraron familias que venían del Huila y del Tolima, departamentos en el centro y el suroccidente de Colombia. En otros barrios aledaños, como El Oasis, se asentaron familias provenientes del departamento del Chocó, por lo cual parte de ese barrio hoy se conoce como Chocoasis. En el barrio El Arroyo, la mayoría de sus pobladores venían del Cauca. Cada persona, cada familia traía su historia, casi siempre ligada a la grave situación de violencia que vivía el país y que se ha extendido hasta hoy: “había mucha gente, muchísima gente en ese momento que venía huyéndole al conflicto”.

Para sobrevivir, las personas del lugar se dedican a toda una variedad de oficios: son empleadas domésticas, albañiles y obreros, cocineras, tenderos. Y, a la vez, “son personas que entregan mucho de sí para ayudar a otros”. Así es como retrata Nohora a los habitantes del barrio y al mismo tiempo es una frase con la que podría describirse a sí misma. Ella es parte de esas personas con voluntades inamovibles y esperanzas del tamaño de la montaña que habitan. Esto fue lo que la llevó a crear la Fundación Proyecto Escape, para ayudar a los niños, niñas y jóvenes del lugar.

Crecer en los ranchos 

Luego de las casas de paroy llegaron los ranchos a la comuna, esa imagen que tanto recuerda a los barrios marginales en América Latina. Aunque pueden ser muy parecidos, no hay dos ranchos iguales. Todos han sido construidos a retazos, con materiales reciclados de todo tipo: latas, puertas viejas, láminas, cartones y muchas otras piezas que tienen su propia historia y se acomodan en sentidos que solo comprende quien hizo la construcción. Las familias que vivían en los ranchos traían a sus pequeños y por eso Nohora decidió hacer parte de un proyecto del Instituto Colombiano de Bienestar Familiar (ICBF): Madres comunitarias, que era otra de las pocas expresiones del estado que llegaban a la comuna.  En este proyecto, madres colombianas reciben apoyo del ICBF para tener un ‘Hogar Comunitario de Bienestar’ en sus casas y atender de 12 a 14 niños. Pero con el rápido crecimiento del barrio, muchas familias empezaron a necesitar el cuidado de sus hijos mientras iban a trabajar y Nohora empezó a recibir más niños de los que estaba permitido. En algunos casos, incluso, dejaron a los niños dos o tres días en casa de Nohora. 

“Era muy fuerte porque, ¿yo qué hacía con estos niños? Entonces también empecé, unos añitos después, a validar mi bachillerato y con las guías que a mí me daban, yo empecé a enseñarle a las mamás”. Nohora cuenta que muchas de las madres no sabían leer ni escribir, por lo que era difícil para ellas apoyar a sus hijos con las tareas escolares.  Por eso, empezó a contribuir a la formación de las madres y de los niños. Desde tiempo atrás, por el reducido número de escuelas y su baja calidad, el bajo logro educativo persiste como un problema en la comuna de Cazucá. En esta situación, Nohora inició su propio jardín infantil para poder cuidar y enseñar a todos los niños que llegaran y lo llamó ‘Semillas Forjadores de Paz’. A medida que seguía abriendo las puertas de su hogar para cuidar a los hijos de sus vecinas, sentía algo de preocupación. ¿Sería suficiente lo que podía ofrecerles? Pero cuando los niños comenzaron a llenar su casa con risas y preguntas, supo que andaba el camino en la dirección correcta.

Altos del Pino no escapaba a la precariedad y las problemáticas de inseguridad y violencia que surgen en los barrios informales. Por eso, para Nohora cuidar a los hijos de otras familias era cuidar también de los suyos. Su iniciativa empezó a extenderse también hacia los jóvenes, pensando en que había que cuidar todo el entorno del barrio. En este lugar de personas que entregan parte de sí mismas para ayudar a los demás, Nohora fue una de las primeras en hacerlo. “En ese momento, sentí que era lo que yo podía dar. Y empezamos a traer a los jóvenes. Hacíamos manillas, pero hablábamos de educación sexual, de valores, de drogadicción. Esos temas que son fuertes pero que los hogares no los tocan por temor”.

El esfuerzo de Nohora pronto atrajo la atención de otros actores que vieron el potencial de su trabajo. Al barrio empezaron a llegar organizaciones no gubernamentales (ONG) tanto nacionales como extranjeras que apoyaban procesos como los que llevaba Nohora. En muchos casos, estas organizaciones llegaban porque las Juntas de Acción Comunal se organizaban para buscar apoyos por fuera del estado para suplir sus necesidades. “En el 2005 llegaron Techo y Diakoni, unas ONGs que traían sus proyectos. En ese momento, me enteré de que lo que yo hacía no se llamaba refuerzo escolar ni nada de eso, sino educación popular”. Nohora empezó a entender su tarea de manera más profunda y se formó en la educación popular a la vez que hacía contactos con otras organizaciones. Nuevas ONGs llegaban al barrio y traían proyectos más grandes. Por ejemplo, hubo un proyecto de agricultura urbana del que hicieron parte con la Red Agroalimentaria de Soacha. “Llegamos a tener más de 250 cultivadores urbanos aquí”. Recorriendo estos caminos, el jardín infantil Semillas forjadoras de paz empezó a convertirse en una semilla forjadora de comunidad en el barrio.

Como Nohora lo cuenta, se trataba de “hablar con amigos de amigos”. Los amigos eran voluntarios de las ONGs o fundaciones que venían a trabajar en el barrio y que empezaban a quedarse en casa de Nohora. También eran personas que habían visitado el lugar antes como parte de un voluntariado y que regresaban con personas de otras organizaciones para mostrarles el barrio y llevar más proyectos. Así, en la sala de la casa de Nohora empezaban a nacer nuevas ideas y propuestas para desarrollar con la comunidad. 

Fabricar sueños en casas prefabricadas

Con el paso de ONGs como Techo llegaron sus proyectos de vivienda y las casas prefabricadas al barrio. Las calles polvorientas y los improvisados senderos empezaron a tomar un poco más de forma con las nuevas estructuras de madera que empezaban a ocupar algunos de los rincones de Altos del Pino. Las casas se multiplicaron ofreciendo a muchas familias una sensación de mayor seguridad, aunque todavía frágil. Eran viviendas mejor armadas que las anteriores, pero seguían siendo frías en las noches y sofocantes en los días de sol intenso. Desde lejos, el barrio parecía más consolidado, pero dentro de cada hogar persistía la incertidumbre del día a día y la lucha constante por mejorar lo que se tenía.

En medio de ese proceso, la familia Zambrano Guerrero también creció, y con ella, la semilla de lo que algún día sería Proyecto Escape. Además de Wendy, la hija con la que llegaron a Cazucá, Nohora y Miguel tuvieron otro hijo: Miguel Ángel. Aprender a hablar y a caminar para ellos coincidió con ver el trabajo de sus padres, involucrándose muy de cerca en las actividades que organizaba Nohora. Ya como adultos jóvenes, empezaron a tomar un rol mucho más activo en la iniciativa de su madre. “Yo hacía los talleres de tareas, de lectura, talleres de mujeres. Wendy hacía taller de break dance, Miguel Ángel de música, Miguel de siembra. Toda la familia estaba implicada ahí y así lo hacíamos”. En este momento fue cuando nació la Fundación Proyecto Escape, cuyo lema es “Otra perspectiva”. Como cuenta Nohora, ese momento tuvo mucho impulso de sus hijos: “los jóvenes ya no querían llamarse Semillas forjadoras de paz, sino que se identificaron con Proyecto Escape. La llamaron así porque ellos decían que estar en este lugar, en la casa y en los talleres, era escapar de los problemas, de las drogas, de la violencia en el barrio y en los hogares… Era un lugar en el que podían ser ellos mismos y mirar su entorno de manera distinta, desde otra perspectiva”. Miguel Ángel le sugirió su mamá que llevaran este proyecto a un siguiente nivel y constituyeron Proyecto Escape legalmente como una fundación sin ánimo de lucro.

La constitución legal de la Fundación fue mucho más que un trámite. Fue la llave que abrió la puerta a nuevas y alianzas y sueños más grandes. Desde entonces, la casa de los Zambrano Guerrero dejó de ser el único refugio: empezaron a imaginar y, luego, a construir espacios que cambiarían la vida en el barrio. Uno de esos espacios fue El Cine. La idea era levantar un segundo piso sobre una estructura anterior, el llamado Salón de Botellas, para crear un aula amplia y luminosa donde se pudieran proyectar películas, hacer talleres y reunir a la comunidad. 

“El Cine lo empezó Miguel Ángel a escondidas”, recuerda Nohora entre risas. El joven era quien se encargaba en buena parte de relacionarse con otras organizaciones y buscar apoyos. Así fue como encontró una convocatoria para proyectos con el Consejo Noruego de Refugiados y decidió llevar la idea del Cine, un espacio con el que siempre habían soñado en Altos del Pino. Le decía a su mamá que se iba a tomar unos talleres, pero en realidad estaba reuniéndose con arquitectos para diseñar la propuesta. 

Miguel Ángel consiguió una beca para estudiar urbanismo en Alemania y, luego de irse, llamó un día a Nohora para darle la sorpresa de que el proyecto del Cine había sido seleccionado. Finalmente, El Cine parecía algo más que una idea, pero la emoción inicial pronto dio paso a uno de los momentos más complejos de Proyecto Escape. 

En barrios como este, que han sido levantados por las manos de sus habitantes, hacer un espacio sin la participación de la comunidad no es solo raro. Es hasta incómodo. Para la construcción del nuevo lugar, el Consejo Noruego de Refugiados, además de financiar el proyecto, asumió toda la labor técnica y de construcción. “No hubo un trabajo comunitario. Todo se hizo a través de contratistas” recuerda Kevin, uno de los voluntarios que lleva más tiempo en Proyecto Escape.

Las primeras piezas de guadua llegaron como impuestas y se sentían ajenas. El saber especializado de los arquitectos encargados del proyecto empezó a chocar constantemente con la experiencia práctica que tenían los vecinos que habían forjado el barrio entero desde cero.  Al principio, varios de ellos acudían a ver la construcción y encontraron errores técnicos. Algunos incluso decían que no iban a dejar entrar a los hijos al lugar porque “en cualquier momento podría caerse”. Lo que empezó como un proyecto de encuentro, se convirtió en una grieta y la desconfianza no era solo con los arquitectos, sino con la idea de que un sueño compartido como El Cine se materializara sin la mirada de quienes lo habían imaginado desde un principio.

Fue Miguel Ángel quien tuvo que mediar. Explicó, tradujo, insistió. El Consejo Noruego reconoció la situación, cambió a su equipo y finalizó la construcción del espacio. La historia de Proyecto Escape ha seguido ese ritmo: aunque ha tenido muchos éxitos, también ha enfrentado los gajes de trabajar con organizaciones de distintos tipos y ha luchado por reafirmar el lugar de su comunidad en su propia gestación. Y de esta forma también han llegado otros espacios, como el Salón de Botellas que hoy aloja la biblioteca comunitaria del barrio, o la Casa de la mujer que se encuentra en una pequeña casa prefabricada que la familia tuvo tiempo atrás.

El Cine fue solo uno de tantos proyectos que siguieron transformando el barrio. La consolidación de Proyecto Escape como fundación también atrajo la atención de otras iniciativas que buscaban trabajar de la mano con la comunidad y aportar al fortalecimiento del barrio. Una de ellas fue Casa Raíz.

Cielo, una de las vecinas de Altos del Pino, siempre había soñado con tener una tienda. Durante años, imaginó cómo sería tener su propio negocio, un espacio donde pudiera vender cosas, conversar con la gente, levantar algo propio. Pero el estado de su casa, que era una vivienda pequeña, con materiales deteriorados y sin divisiones internas, hacía que ese sueño pareciera cada vez más lejano. Hasta que llegó Casa Raíz.

El proyecto, impulsado por la Universidad de La Salle, consistía en que estudiantes universitarios, tanto colombianos como extranjeros, vivieran durante una o dos semanas en el barrio. Allí convivían con las familias, aprendían sobre sus formas de habitar y, junto a ellas, diseñaban mejoras para sus viviendas según las necesidades que identificaran. Casa Raíz trascendía la remodelación de las viviendas y era un ejercicio de escuchar y entender el contexto del barrio. En el caso de Cielo, eso significó poder reforzar su casa y crear el espacio necesario para iniciar su tienda, que hoy funciona y es parte de su sustento. Y así ocurrió para varios de los habitantes. Nelly, otra de ellas, vivía desde hace años con su familia en uno de los ranchos de lata. Gracias al acompañamiento de Casa Raíz, pudo construir una cocina y, con el tiempo, ampliar su vivienda. Hoy tiene incluso un segundo piso que renta y que le permite mejorar su economía familiar. Las huellas que dejó este proyecto no fueron solo físicas en las construcciones. También buscó empoderar a los vecinos, mostrarles que, incluso en medio de la precariedad, era posible mejorar, soñar con una vida más digna. 

Nohora relata cómo iba creciendo la fundación y una sonrisa va dibujándose en su rostro mientras mira con cariño a través de la ventana de su sala que da hacia el Salón de Botellas y El Cine. Proyecto Escape llegó, en algún punto, a estar en cinco comunidades incluyendo Altos del Pino, con proyectos que muchas veces eran liderados por voluntarios habitantes de esos lugares con el apoyo de Nohora y su familia. Sin embargo, no todo ha sido fácil. “Siempre está el factor dinero. Los voluntarios también tienen que comer y consiguen trabajos”. Desde su creación, Proyecto Escape ha dependido de la solidaridad de la familia Zambrano Guerrero, de la comunidad y, especialmente, de los voluntarios, que en el principio eran sobre todo jóvenes del barrio que habían hecho parte de las iniciativas de la Fundación y los “amigos de amigos” que habían llegado por distintos caminos al barrio. Para Nohora, los voluntarios son amigos que nunca han dejado sola a la Fundación, pero depender de ellos también hace que sea difícil dar continuidad a los procesos y sostener los proyectos en el tiempo por las limitaciones financieras. Nohora trabaja ocasionalmente como cocinera para recepciones en eventos sociales, su hija Wendy también tiene un empleo en Bogotá y Miguel se dedica de forma esporádica a la albañilería, la construcción y otros oficios. Además, Nohora suele cuidar a sus nietos mientras Wendy trabaja. Todo esto hace que la familia no pueda trabajar exclusivamente en Proyecto Escape, como ocurría hace años.

Proyecto Escape hoy

Cuando cae la tarde, empiezan a escucharse las voces de los niños que rebotan entre las calles del barrio luego de salir del colegio. Algunos llegan corriendo a la puerta de la casa Zambrano Guerrero y saludan a Nohora mientras cargan sus mochilas gastadas. Ella los saluda con la alegría y calidez de siempre y toma las llaves para ir a abrir el Salón de botellas. Un niño deja su cuaderno sobre una de las mesas y se sienta sin esperar indicaciones. Otro saca un libro ilustrado y empieza a hojearlo mientras Nohora le pregunta qué historia eligió esta vez. Los más pequeños se agrupan en torno a ella cuando comienza a leer en voz alta. Su tono cambia con cada personaje, y los niños la siguen con los ojos atentos, como si cada palabra tejiera un puente hacia otros mundos.

A veces llegan madres. Algunas también aprendieron a leer aquí o continuaron y terminaron su bachillerato con la ayuda de Nohora. Otras buscan entender mejor los cuadernos de sus hijos, para ayudarles en casa cuando el trabajo les deja un respiro. Muchos habitantes en Altos del Pino trabajan en Bogotá, lo que significa salir de casa temprano en la madrugada y volver tarde en la noche por los tiempos de los trayectos. Varias son empleadas domésticas, meseros, cocineros, albañiles o realizan otros oficios, pero siempre implican un desplazamiento que, muy a la colombiana, se mide más en tiempo que en distancia.

El sol desciende lentamente y las sombras se alargan en las paredes de la biblioteca. La jornada termina cuando los niños empiezan a recoger sus cosas, algunos a regañadientes. “Mañana seguimos”, dice Nohora, mientras apila los libros usados del día. Afuera, las risas se pierden entre las calles del barrio, donde el bullicio de la tarde empieza a cambiar de ritmo. Mientras la biblioteca se vacía, las luces del barrio comienzan a encenderse de a poco. No todas las casas pueden hacerlo. Algunas familias dependen de conexiones irregulares de electricidad o pasan noches enteras a oscuras. Esas mismas calles donde los niños juegan en la tarde pueden volverse intransitables cuando cae la noche.

Los logros de la fundación contrastan con esa realidad persistente. El acceso a servicios públicos como el agua, la electricidad o el gas siguen siendo un problema, como cuando Nohora y su familia recién llegaban al barrio. En una ocasión se dañó una tubería muy vieja en el barrio y el Estado solo dio los tubos. Fue labor de la comunidad organizarse para reemplazarla y hacer que el sistema de acueducto funcionara otra vez.  Aun así, mes a mes llegan las facturas para cobrar por estos servicios. Incluso cuando en ocasiones el barrio pasa más de una semana sin agua, cuando la mayoría de la zona no tiene alumbrado público y cuando muchas familias todavía no cocinan en estufas a gas. Lo mismo sucede con la salud, pues las condiciones de acceso al barrio dificultan, por ejemplo, que llegue una ambulancia. “A veces parece que el barrio se estancó en el tiempo. Los problemas de hoy son los mismos que había cuando se fundó hace treinta años” dice el voluntario Kevin cuando habla sobre la situación del lugar. 

Estos y otros problemas se agravan en momentos de crisis. Cuando llegó la pandemia del COVID-19, el trabajo de Proyecto Escape se complicó. La montaña entera se apagó. Los caminos polvorientos donde jugaban los niños y se saludaban los vecinos quedaron vacíos. El encierro no era solo físico: en Altos del Pino la mayoría de la gente vivía del rebusque diario y no salir era no comer. Desde Proyecto Escape intentaron responder. Consiguieron alimentos, papas, arroz, mercados donados por conocidos y organizaciones que los ubicaban desde antes. Pero no era suficiente. “Nos enfrentamos en esa época a amenazas” recuerda Nohora y Miguel completa la memoria: “No podíamos suplir la necesidad total, había muchísima gente. Si teníamos mil mercados y había tres mil familias, ¿cómo le dábamos mil a tres mil? Hay gente que no entiende eso. Entonces se ponían agresivos y venían a formar problemas”. El lío no era solo la escasez. Eran la frustración, el hambre, el encierro. Fue uno de los momentos más duros para la familia y para Proyecto Escape, que tampoco pudo seguir trabajando como siempre. No sabían si seguir o cerrar la puerta. Pero aun con miedo, siguieron. No por héroes. Por costumbre y convicción.

Los obstáculos no han detenido el ímpetu. La Fundación busca constantemente recursos externos para desarrollar sus actividades y, en los últimos años, se ha convertido en, como dicen ellos, un “satélite”: articulan otras iniciativas de personas interesadas en trabajar en el barrio, desde ONGs hasta iglesias y universidades. Los apoyan y ponen a disposición los espacios que ha construido Proyecto Escape para llevar actividades a la comunidad. 

Así como es difícil afirmar los pies en la empinada montaña donde se encuentra Altos del Pino, también parece difícil que un barrio se sostenga por tanto tiempo en las condiciones en las que viven. Y más aún que lo haga una organización como Proyecto Escape. Pero lo ha hecho. Como dice Nohora “Yo creo que el logro más grande que hemos tenido es aún permanecer”.