Piroceno: incendios, la adaptación al cambio climático


Cómo parar el fuego

Arde Argentina, desde las Sierras de Córdoba al Delta del Paraná o las provincias del Norte. Arden Siberia y California. Por el calentamiento global y por la pérdida de cobertura forestal, el fuego redefine la superficie terrestre, se autorregula frente al cambio. Esta realidad nos obliga a repensar las estrategias políticas históricas. ¿Cómo nos desarrollamos y qué hacemos para que el fuego no nos coma vivos? En otras palabras: cómo nos adaptamos. Y por qué es necesario defender la Ley de Bosques.

El fuego es parte integral de la historia del mundo. Contribuyó, por ejemplo, a regular la proporción de oxígeno que existe en la Tierra, permitiendo el desarrollo de la vida misma. Pero lo que estamos viendo, ya no tiene nada que ver con procesos naturales, ni simples ni complejos. En cambio, es el resultado de una intervención brutal tanto sobre la atmósfera como en la composición física y biológica de los territorios. Arde Argentina, desde las Sierras de Córdoba al Delta del Paraná o las provincias del Norte. Pero también arde Siberia, donde unos incendios llamados zombies aparecen en la primavera después de haber estado escondidos inadvertidamente debajo de un manto de nieve de metros de espesor. Ni que hablar de California, que ya lleva cuatro años con eventos devastadores, con zonas completamente destruidas, trauma y miles de millones de dólares en daños. O de Australia, cuyos incendios produjeron columnas de humo de hasta 35 kilómetros de altura, mucho más alto que la erupción de cualquier volcán.

 

Los ingredientes de los grandes incendios son cuatro, igual que cuatro son los jinetes del Apocalipsis. Pero no son el hambre, la guerra, la conquista y la muerte, como indica la tradición bíblica. La receta para este acabose terrenal demanda que haya vegetación (el combustible), que su grado de humedad sea muy bajo, que exista un factor de ignición y que esté dada la meteorología adecuada. El cambio climático pone un acelerador en esas condiciones. 

 

Víctor Resco de Dios, un especialista español en plantas e incendios, explica que el calor y la sequedad atmosférica se chupan hasta la última gota de la humedad de las plantas y así cualquier factor de ignición contribuye a crear un aquelarre. Luego el viento hace su trabajo y el fuego se convierte en bestia. Y a veces la bestia de fuego genera su propios vientos y sus propias nubes. Tormentas de fuego: no es una metáfora.

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No todos los incendios son iguales ni tienen una única razón. Algunos tienen culpables claros. En la Amazonía, por ejemplo, las quemas son directamente inducidas por bandas criminales, luego de una temporada feroz de tala. Esos episodios no son hijos del cambio climático pero lo fomentan con entusiasmo. El fuego se prende para deshacerse del material biológico excedente y reconvertir el uso de suelo para ganadería. Lo mismo pasa en Chaco, Santiago del Estero, Formosa o Salta, después de desmontes. Las prácticas de quemar tierras en barbecho para permitir el rebrote se hacen en todas partes, lo que no significa que no tengan impactos.

 

Pero este año sucede algo más, por lo menos, en el territorio de la Argentina, en el Sur de Brasil (donde una región llamada Pantanal no para de quemarse) y en Paraguay. Y tiene que ver con unas condiciones de sequía excepcionales, según explica Leandro Díaz, climatólogo del Centro del Mar y la Atmósfera de la UBA. “Las temperaturas que se están dando en el Pantanal o el grado de sequía de Argentina son récords históricos, no están en el contexto de la variabilidad más típica sino dentro de los extremos. Tener temperaturas más altas, como olas de calor más frecuentes, es algo que esperamos con el calentamiento global”, dice. Pero esta atmósfera loca, que hemos recargado con gases cuando quemamos combustibles fósiles, te puede dar más de una cachetada. Hoy te seca, mañana te inunda con lluvias torrenciales que destruyen aún más la superficie cuando caen sobre un territorio que acaba de ser arrasado por el fuego.

 

Todo esto sucede en el marco de una bajante del río Paraná que también es extrema. No se registraba algo así desde hacía casi un siglo. El río bajo expone gran cantidad de materia seca que se puede quemar hasta la raíz, que es directamente comida para las llamas. La deforestación del Gran Chaco Americano, tanto del lado de la Argentina como del Paraguay, que ostenta el récord dudoso de ser uno de los países más desmontados de la tierra entera, le agrega sal a las heridas de nuestro querido río, fuente de vida y cultura: como la vegetación nativa no está más, las raíces tampoco transportan agua a los acuíferos. Ya no pueden cumplir la función ecológica que tenían porque los árboles añosos han sido reemplazados como si fueran muebles que se corren de lugar, sin función específica. 

 

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La destrucción de la Amazonia también podría estar afectando al transporte de humedad atmosférica que generalmente cae en sobre el litoral y la pampa húmeda. Quién iba decirlo: ese fuego viene como producto de exportación, cortesía de Jair Bolsonaro. Los incendios en los humedales “queman muy lentamente porque tiene una combustión completa. Los gases que emiten son más contaminantes”, dice Resco de Dios. Es así que en medio de la pandemia de covid, enfrentamos una crisis doble: ecológica y sanitaria.

 

Por el calentamiento global y por la pérdida de cobertura forestal, el fuego está redefiniendo la superficie terrestre. Incluso hay gente que ya está hablando del “Piroceno”, explica Resco de Dios. “La tierra es como un organismo. Tiene mecanismos de autorregulación y cuando las condiciones cambian se reajusta a esos cambios. Los incendios son una forma de adaptarse al cambio climático, de acelerar la transición hacia nuevas formas. Quizás la vegetación ya no forme bosques sino arbustos, sabanas. Ese proceso se puede producir de forma natural por muerte de la vegetación o se acelera porque viene un incendio. Y como se tiene que regenerar ya y las condiciones son más áridas, la tierra pasa a ese nuevo estado.”

El experto dice que se están viendo siniestros espectaculares como los incendios de Australia de principios de este año. Normalmente, se quema el 1 por ciento de la superficie boscosa en ese país, pero este año llegó al 21. En Siberia arde el permafrost, que es un suelo congelado compuesto de materia orgánica que no se ha pudrido porque estaba como encerrada en el freezer. Ahora, que se derrite aceleradamente -el Ártico es tal vez la región del mundo en donde más se notan los efectos del cambio climático-, también se quema, aun en el invierno. Esas quemas son casi imposibles de combatir. Este año hubo miles de focos.

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En California, el fuego tiene tanta energía que crea unas nubes llamadas pirocúmulos, que son capaces de engendrar sus propias condiciones climáticas. Son los incendios que se llaman convectivos. Se comportan casi como seres inteligentes. “Son capaces de autodirigirse. Deciden ellos a dónde van a quemar. Si ve una masa forestal apetitosa, la irá secando; cuando esté disponible, va a girar para quemar”. 

 

Santiago Gassó es un argentino que trabaja en la Universidad de Maryland y en la NASA. El puede ver en los satélites cómo las plumas de los incendios del Chaco se desplazan hacia el Atlántico sin tocar nunca el suelo. Y cuenta que cuando los incendios son muy voraces tienen mucho combustible para quemar, generan unas nubes que se congelan al llegar a las zonas más frías de la atmósfera. “Son tan poderosos que te inyectan humo a una altura en que pueden viajar muy lejos. Cuanto más alto llegan, más impactos climáticos tienen. Inyectan tanto humo arriba que se quedan por meses o años. Esos aerosoles tan altos no bajan.”

 

Los incendios son particularmente intensos cuando hay mucho material combustible en el soto bosque y las llamas llegan a las copas de los árboles. Son comunes en plantaciones abandonadas de monocultivo de pino, como sucedió en Chile en 2017 y en Córdoba en 2013, que ese año tuvo incendios de extensiones récord (en 2020, sin embargo, la superficie quemada ya es el doble). Por eso las plantaciones de árboles no constituyen una solución al cambio climático, como dicta el imaginario colectivo: además de competir con especies nativas por el agua, el balance de carbono desaparece y hasta empeora, cuando arden.

 

Pero los incendios también suceden en sistemas naturales mal gestionados, luego de mucho tiempo de suprimir artificialmente el fuego. Es que las llamas también son mecanismos reguladores naturales. Los pueblos originarios de California, por ejemplo, usaban las quemas como manera de controlar desastres como los que están ocurriendo ahora, que sin duda alguna están exacerbados por el grado de sequedad de la atmósfera, alimentada por el cambio climático. Desde que llegaron los europeos, se suprimieron los fuegos y así se acumuló tanta masa seca que ahora se le está volviendo en contra. Las emisiones de gases de efecto invernadero son impresionantes, particularmente este año. Y el hollín resultante puede ir a parar a lugares tan lejanos como el Ártico, donde el glaciólogo Jason Box lo encontró pegado en el hielo de Groenlandia. Cuando se oscurece el hielo, se derrite más fácil. Y así entramos en una calesita de calentamiento y de efectos que se retroalimentan a sí mismos, perversa e indetenible. 

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En Córdoba no cae ni una gota de lluvia desde hace meses. Con tanta vegetación seca, con un potencial ignífugo aterrador, podría haberse esperado un desastre. Este se declaró precisamente el 22 de septiembre, cuando se cayó un cable de electricidad entre La Cumbre y el camino a Cuchi Corral (así también empezaron los incendios en Paradise, California, en 2018, que fueron devastadores por su intensidad y tamaño). Mientras los bomberos esperaban que la empresa de luz cortara el suministro -porque el cable seguía vivo-, el viento les jugó una mala pasada. Y antes que pudieran avanzar sobre las llamas el fuego se había empezado a esparcir de manera descontrolada. Así comenzó el infierno del valle de Punilla que ya se quemó seis veces desde 1988. El fuego fue formando distintos frentes que continúan devorando territorios hasta el día de hoy. 

 

Nicolás Mari es el que relata todo esto. Es experto del INTA en aplicaciones de sensores remotos y sistemas de información geográfica para el estudio de la ocurrencia de incendios a nivel regional. Habla con pena porque se están quemando los últimos bosques nativos que quedaban en pie. Está agotado. Y lo confiesa. 

 

Un mundo que se calienta inexorablemente, que traza nuevas realidades y nuevos escenarios nos obliga a repensar estrategias históricas sobre el fuego y plantearnos dos preguntas: cómo nos desarrollamos para evitar un espiral de temperatura indominable y qué hacemos para enfrentar estos nuevos desafíos, como sequías que se agudizan, para que el fuego no nos coma vivos. Es lo que comúnmente se denomina adaptación. 

 

“En Córdoba, los incendios empiezan más temprano y terminan más tarde.  Tiene que ver con lo que conocemos como cambio climático”, reafirma el experto. Por eso, indica Mari, hay que trazar una ruta de trabajo que contemple el antes, el durante y el post de una gran quema porque este escenario va a volver a repetirse una y otra vez. El antes consiste en un sistema nacional coordinado, del que Argentina carece. Este debe utilizar herramientas satelitales que permita generar alertas precisas. Además se necesita una red de vigías desplazados en todo el territorio. 

 

El durante es el refuerzo del régimen de bomberos forestales y contar con los fierros necesarios para hacer frente al fuego. Hoy la provincia de Córdoba tiene solo aviones alquilados; cuando se termina el número de horas contratadas se estacionan en la pista aunque las llamas sigan. 

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Y el después es la evaluación de daños y la restauración ecológica. Ya la ley de bosques prohíbe el cambio de uso de la tierra después de un incendio, por lo que la herramienta legal existe. No necesita ser modificada. Este enfoque, además, obliga a repensar cuáles son los servicios ecosistémicos de los ambientes naturales, cuáles son los lugares que necesitan contar con un alto grado de conservación. Esto es fundamental porque la transformación del uso del suelo nos ha demostrado que redunda en una baja evidente de la disponibilidad del agua: para la naturaleza, los sistemas productivos, la gente y para apagar el fuego. 

 

Mari explica que los arroyos tienen agua en épocas secas porque se alimentan de los árboles que la han estado captando con sus raíces. Sucede lo mismo con el pastizal, que acumula micro gotas en sus briznas, trasladándolas de manera sutil al suelo. Así se alimenta un ciclo virtuoso que el ojo no capta a simple vista. Eso produce una ceguera que nos lleva a arrasar todo en nombre del supuesto progreso y de la necesidad de divisas. Pero ahora sabemos: esa concepción sobre los ambientes naturales no nos lleva a ningún lado. Solo le abre las puertas del infierno.