El cierre del Zoológico


Desde Plaza Italia no se ve

En vacaciones de invierno, el zoológico porteño recibía unas 30 mil visitas diarias. En su mayoría familias del Gran Buenos Aires y otras provincias. Un ex trabajador del parque plantea las contradicciones del cierre: por un lado, el bienestar de los animales; y por otro, el profundo efecto social y cultural del zoo en las clases populares.

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Texto: Santiago Aonek

Foto: Eduardo Carrera

 

Cuando se apagan los reflectores y se va el último visitante, comienza un curioso ritual entre los animales y sus cuidadores. Nunca me había detenido a pensar sobre la difícil tarea de convencer a un hipopótamo de tres toneladas para que saliera de la pileta donde durmió -panza al sol- toda la tarde, para meterse en el pequeño recinto donde lo obligaban a pasar la noche. Un tire y afloje de juegos y alimentos donde se deja entrever el cariño mutuo y también cierta complicidad: ni el animal ni el laburante disfrutan de vivir y trabajar en esas condiciones.

 

Trabajé cinco años en el zoológico de Buenos Aires. Forjé con el lugar y los animales un vínculo extraño. ¿Quién no querría dejar una oficina del centro de Buenos Aires para trabajar rodeado de animales entre los bosques de Palermo? La pregunta es una ilusión: la desidia y la desinversión a los que fue sometido el parque durante tantos años sólo fue parcialmente compensada por el esfuerzo de los cuidadores, biólogos, veterinarios y trabajadores en general que hicieron mucho más de lo que tenían a su alcance por resguardar a esos animales, frente a una concesionaria a la que solo le importó vender la mayor cantidad de entradas posibles, invirtiendo lo menos posible.

 

Me tomó por sorpresa la primera vez que leí que entre las reivindicaciones de los delegados gremiales, figuraban medidas que afectan exclusivamente el bienestar de los animales, como modificaciones en los recintos y terminar con la endogamia que produce malformaciones genéticas. Un compromiso difícil de ver entre tantos puestos de fast food y merchandising. Pocos saben que el parque alberga en una de sus islas un proyecto de recuperación del cóndor andino, donde se reciben aves heridas que son curadas y luego liberadas en su hábitat natural. También funcionan otros programas de protección de especies en peligro de extinción. Decir que están sostenidos a pulmón es poco.

 

Hay un mundo oculto en la parte posterior de los recintos donde descansan los animales luego de largas jornadas de gritos, golpes contra el cristal y lanzamiento de proyectiles comestibles -o no tanto-. Aquí los animales se retiran a descansar. Es digno de ver cuando el león adulto se restriega como un gato al ver a su cuidador y recibe un conejo vivo de cena. O conocer a la jirafita bebé o a los cachorros de tigre blanco, antes de que sean presentados al público. También es importante saber que muchos de esos animales provienen de los decomisos a cazadores furtivos, de colecciones privadas ilegales, intercambios con otros establecimientos o incluso -como las elefantas- de circos itinerantes donde eran maltratados.

 

El concepto del zoológico está permanentemente cuestionado. Es indiscutible que el cautiverio forzoso de animales para exhibirlos -tan alejados de su hábitat natural como un pingüino en el caluroso verano porteño- no está muy lejos de la vieja idea victoriana de ostentar los “trofeos” obtenidos en las conquistas de nuevos territorios para deleite de la nobleza. Y sin embargo nos genera una fuerte atracción la idea de conocer en vivo y en directo a la jirafa, el león y la cebra de los que Discovery Channel se ocupó que conozcamos más que al yaguareté, el huemul o la ballena franca.

 

Para gran parte de los hombres y mujeres de a pie, habitantes de la populosa provincia de Buenos Aires o turistas del interior, se trata de una oportunidad única de conocer a esos simpáticos animalitos, ignorando -más o menos conscientemente- sus condiciones de vida.

 

Durante las vacaciones de invierno el parque recibe unas 30 mil visitas diarias. La inmensa mayoría viene de lejos. Familias enteras acarreando montones de hijos, sobrinos y amiguitos que llegan desde el conurbano profundo en tren o colectivo, armados con viandas para pasar el día. El Zoo está ubicado en una de las zonas más exclusivas de la Capital Federal, pero su público es profundamente popular. Para muchos de estos visitantes el zoológico representa un paseo por el mundo a través de su fauna. Quizás nunca conocieron -y tal vez muchos nunca conocerán- otros países ni otras provincias. Y acá es donde entra en contradicción el bienestar de los animales -suponiendo que se pudieran superar las deplorables condiciones actuales- con el profundo efecto social y cultural para quienes tienen escaso acceso a la cultura, al ocio, a los viajes y al entretenimiento en general.

 

“Mirá mamá, el elefante!”, dijo un niño mientras salía disparado a hacerse un lugar entre los que se apiñaban para arrojarle una galletita dulce, vendida con el nombre de “alimento especial para animales” a precios exorbitantes. La fascinación de los niños con los animales convierte a este tipo de salidas en una de las preferidas. No solo los niños. Tengo que confesar que pese a que siento una pena profunda por el calamitoso estado de las condiciones en las que son forzados a vivir los animales, disfruté mucho de la compañía de algunos de ellos. Tomarme la hora de almuerzo para ir a visitar a la jirafa o el hipopótamo desde lugares privilegiados y restringidos al público se convirtió en uno de mis entretiempos preferidos. Deseo que encuentren mejor suerte en su próximo destino y puedan descansar del ruido y la exposición, tanto como espero que se garantice la continuidad laboral de todos los trabajadores que se cargaron al hombro el establecimiento, a pesar de la concesionaria explotadora.