Ensayo

Gaza en primera persona


El aullido del hambre

Mientras buena parte de los gobiernos del mundo lo niegan o miran para otro lado, más de 500 mil personas están al borde de la hambruna absoluta en Gaza. Un millón de niños con desnutrición severa. Más de un centenar de muertos por no comer. La destrucción de infraestructura y el bloqueo a la ayuda internacional motivó críticas del propio Trump a Netanyahu en las últimas horas. La escritora Alaa Alquaisi, que está tratando de salir de Gaza, cuenta en primera persona los efectos del hambre y las formas que quedan de resistencia al genocidio.

Mucho antes de reclamar el cuerpo, el hambre afloja los andamios del lenguaje. Borra la claridad, desmantela el ritmo y deja atrás los escombros frágiles del pensamiento. Lo que comienza como un párrafo coherente, pronto se disuelve en fragmentos. Hasta que todo lo que queda es el temblor involuntario de una mente tan muerta de hambre que no puede sostener el significado. Es por ello que escribo esto, antes de que mi lenguaje me abandone por completo. No tanto para ser entendida, sino para permanecer trazable, para dejar atrás la forma del pensamiento, antes de que se escabulla hacia el silencio.

Trato de perderme en el trabajo para olvidar, al menos momentáneamente, este dolor que se enrosca alrededor de nuestra pequeña ciudad asediada. No es simplemente el dolor del espíritu o del duelo, aunque hay bastante de los dos; es un hambre física e implacable que roe por dentro, creciendo con un aullido bajo y constante, que reverbera a través del cuerpo como un segundo latido del corazón. Se aferra a mis costillas como una maldición susurrada, ya demasiadas veces, como para ser deshecha. No importa cómo intente distraerme —doblando la misma camisa de vuelta, traduciendo una línea familiar, mezclando sal en agua hirviente, como si eso pudiese cambiarlo— el hambre resurge con autoridad silenciosa, como humo filtrándose a través de rajas invisibles en el piso. Las letras en mi pantalla se ponen borrosas. Las palabras que una vez blandí con facilidad ahora me evaden. Se escurren fuera de mi alcance, como si ellas también estuviesen tratando de escapar de este lugar. Me paro a rezar, pero el momento en que me paro, el mareo se apodera de mí, agudo y repentino, envolviendo sus dedos alrededor de mi garganta. Mis piernas tiemblan debajo de mí y me pregunto si me he quedado demasiado vacía como para pararme frente a Dios.

Mucho antes de reclamar el cuerpo, el hambre afloja los andamios del lenguaje.

El hambre desarrolla su propia lengua, silenciosa y corrosiva. No llega con drama o ruido, pero se filtra dentro del cuerpo y la mente, hasta que los dos son suavizados, doblados, gastados. Se acuesta como polvo: en pensamientos, en memorias, en el caparazón frágil de la piel. George Orwell, cuyas palabras en algún momento parecieron pertenecer a otro tiempo y lugar, ahora le habla directamente al vértigo privado detrás de mis ojos: “El hambre lo reduce a uno a una condición totalmente invertebrada y descerebrada… como si uno se hubiese transformado en una medusa.” Esta metáfora, alguna vez grotesca y abstracta, ahora parece precisa. Es en esto en lo que me he convertido: sin estructura, a la deriva, incapaz de anclar pensamiento con intención. Me extiendo hacia una idea y se disuelve antes de que la pueda agarrar, dejando atrás solo una impresión débil de lo que una vez vivió en la claridad.

Hay momentos en los que Gaza se siente menos como una ciudad y más como el residuo de una pesadilla que le pertenece a alguien más, algún espectador lejano que lo soñó y luego olvidó despertarse. No se siente como parte del mundo, no de la manera en que las ciudades están conectadas con ríos, o naciones, o al tiempo. Se siente como si estuviéramos suturados en un guión paralelo, un mito recreado infinitamente para el beneficio de aquellos que miran sin consecuencias. Pero a diferencia de los mitos, este no tiene ningún arco moral, ninguna catarsis. No hay fin del horror, ningún fundido al negro. Aquí los niños continúan envejeciendo sin jamás crecer. Los ancianos hablan del pan de la manera en la que otros hablan de amores perdidos. Y en alguna parte, siempre, hay una audiencia preguntando cómo acaba esta historia. Pero para nosotros que lo vivimos, no hay final, solamente la posibilidad que se aleja con cada día de silencio.

Me paro a rezar, pero el momento en que me paro, el mareo se apodera de mí, agudo y repentino, envolviendo sus dedos alrededor de mi garganta. Mis piernas tiemblan debajo de mí y me pregunto si me he quedado demasiado vacía como para pararme frente a Dios.

El asedio pesa considerablemente sobre el lenguaje mismo. Incluso mis oraciones sufren. La sintaxis falla bajo la presión de estómagos vacíos. La gramática no puede competir con la desesperanza. Me siento frente a mi teclado y trato de invocar lo que alguna vez me llegaba naturalmente, pero las palabras se dispersan a mitad de camino, como pájaros sobresaltados que olvidaron cómo se vuela. No es cuestión del olvido, sino de erosión, un destejido constante de todo lo que creía me pertenecía. Y aun así, persisto. Hablo. Escribo. Porque el silencio sería una forma más profunda de derrota. El testimonio, incluso si está quebrado o inseguro, es la única ofrenda que puedo dar. Mantenerlo bajo llave dentro de mí sería dejar que este hambre consumiera incluso la voz que la nombra.

Vivir en Gaza ahora requiere una coreografía de ausencia. No caminamos; estamos a la deriva. No comemos; buscamos. No dormimos; seguimos alerta, oídos afinados al sonido que nos hará correr. La supervivencia es un ritual de adaptación en un mundo que no la ofrece. Y aún así, en mitad de todas estas rutinas rotas, todavía me encuentro con momentos que me recuerdan a nuestra humanidad terca. Una mujer rompe su último trozo de pan sin levadura por la mitad y se lo ofrece a su vecino. Un niño dibuja flores luminosas sobre una pared ennegrecida por el fuego y el hollín. Una abuela recita Al-Fatiha sobre agua hirviente, aunque sabe que no hay nada para agregar. Estos gestos no son ilusiones. Son actos de resistencia. En un lugar donde las instituciones y sistemas han colapsado, es el gesto humano —dado libremente— que preserva lo sagrado.

El hambre desarrolla su propia lengua, silenciosa y corrosiva. No llega con drama o ruido, pero se filtra dentro del cuerpo y la mente, hasta que los dos son suavizados, doblados, gastados.

El hambre revela verdades que nadie busca. Quita toda ilusión reconfortante y muestra lo que queda cuando no hay nada que perder. He aprendido que la dignidad no es una posesión, sino una práctica: emerge de la manera en la que uno perdura, no en lo que uno posee. He llegado a entender que la memoria también es una forma de resistencia. Nombrar el dolor, registrarlo fielmente, es rechazar el borro. No busco lástima. La lástima aplana. Transforma a Gaza en un objeto, en un relato con moraleja, en un titular casi siempre repetido para provocar una reacción. Lo que busco —en lo que insisto— es la remembranza. No solo del hambre, sino de las mentes que nubló, las manos que tiemblan sobre una última taza de té, los ojos que examinan el cielo, no en busca de las estrellas, sino de las señales de fuego.

Aquí las metáforas están rotas. Incluso la belleza, en este lugar, llega con una herida. Aun así, el ciprés en nuestra callejuela continúa floreciendo en rojo desafiante. Aun así, una niña canturrea mientras salta sobre charcos de cenizas. Aún así, escribo. Porque en algún lugar en esta devastación, el significado sobrevive. No el significado como explicación —no hay justificación para esto— pero el significado como registro, como presencia, como rechazo de ser olvidados. Estuvimos aquí. Amamos, estuvimos de luto, pensamos. Construimos el lenguaje de las ruinas, formamos historias de las cenizas y nos aferramos a la memoria incluso cuando se escurría a través de nuestras manos como agua.

Hay momentos en los que Gaza se siente menos como una ciudad y más como el residuo de una pesadilla que le pertenece a alguien más (...). No hay fin del horror, ningún fundido al negro.

Y cuando el mundo finalmente pase la página —si esto alguna vez ocurre— que no digan que Gaza guardó silencio. Que no imaginen que desaparecimos sin hablar. Hablamos con las bocas llenas de polvo. Cantamos, incluso con los dientes rotos. Rezamos con las rodillas fracturadas. Y aunque el mundo haya mirado hacia el otro lado, que esto quede como recuerdo: nombramos el hambre. La aguantamos. Perduramos. Que eso quede.

* La revista Arab Literature Quarterly publicó la versión original en inglés de este texto el miércoles 23 de julio y eligió a Anfibia para publicar su versión en español. La traducción es de Magdalena Arias.