El triunfo de Macri


El candidato no es el proyecto

La estrategia electoral fue determinante para el resultado del balotaje. El sociólogo Gabriel Vommaro, autor de MundoPro, sostiene que una campaña se puede analizar por lo que las fuerzas políticas le exigen a sus votantes. El Frente para la Victoria les pidió cada vez más: que eligieran candidatos que no les gustaban, que defendieran lo conquistado, que se movilizaran para conseguir el voto. El PRO, por el contrario, propuso que los electores sigan con su vida familiar y económica y sólo pidió que lo acompañen con su voto.

La política en general, y la política electoral en particular, pueden ser pensadas en relación a las promesas de los candidatos y de sus fuerzas políticas. Esto permite explorar el horizonte que los políticos profesionales proponen a los ciudadanos, el tipo de diagnóstico de la realidad y de sus problemas que realizan, así como el vínculo político que construyen con sus electores. Esa mirada se puede complementar con lo que le piden a sus votantes. Es decir, no sólo con lo que ofrecen, sino también con lo que demandan los políticos, con sus acciones y discursos, a las porciones de la sociedad a las que se dirigen. Esas dos preguntas permiten iluminar parte de la disputa electoral de este año entre el Frente para la Victoria (FPV) y Propuesta Republicana (PRO).

Demasiados pedidos en nombre del proyecto

La victoria electoral en las presidenciales de 2011, como ya se dijo en muchos sitios, fue interpretada de manera rápida y forzada por buena parte del kirchnerismo: parecía que, en consonancia con una antigua creencia peronista, erosionada en 1983, se había constituido una mayoría, por así decirlo, natural. De esta manera, reconocía su liderazgo y su interpretación en la voz del líder y de su tropa, y ya no era presa de la fragilidad de los vínculos políticos que deben confirmarse y reforzarse de manera recurrente. Dos años después, la derrota en las legislativas de 2013 y la aparición del Frente Renovador fueron tomadas con cierto desdén. Exageración, en un momento; minimización, en el otro.

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El peronismo en el gobierno siempre había dejado un resto: algo que en su aparente inagotable capacidad de integración quedaba por fuera, y que era compensado con creces por aquello que incorporaba. Digámoslo más rápidamente: el menemismo había sumado buena parte del centro-derecha no peronista y había perdido buena parte de su propio centro-izquierda, que siguió el camino del Frepaso; el kirchnerismo logró atraer parte del centro-izquierda no peronista, pero perdió en esa operación una parte de sus sectores liberales y conservadores. En 2013, sin embargo, se trataba de otra cosa: ¿el Frente Renovador representaba el inicio de la pelea por la sucesión o podía constituir un nuevo grupo político que había que entender y atender? Un fenómeno y otro parecen conectados: la perdurabilidad del espacio renovador da cuenta de la difícil absorción de sus votantes en un peronismo kirchnerista que tenía dificultades para hablarle –y atraer– a quienes no eran tropa propia.

Lo cierto es que, si algunos sectores abrigaban esperanzas de lograr la habilitación de una nueva reelección de Cristina Fernández de Kirchner –lo que, hay que decir, nunca fue públicamente explicitado por el kirchnerismo–, aquella derrota de 2013 las volvió vanos deseos. De eso se tomó nota: la jefa política del movimiento no podía ser candidata a presidente en 2015.

Desde el momento en que Néstor Kirchner comprendió que la transversalidad no alcanzaba, el FPV gobernó con el PJ. Sin embargo, el kirchnerismo desbordó al peronismo. Lo hizo por izquierda, y hegemonizó ese espacio político en la última década. Desde luego, tuvo competidores, pero no fue por izquierda que llegaron los mayores desafiantes: el escenario 2015 dio cuenta de la marginalidad electoral de las opciones de ese lado del espectro político.

La alquimia política había sido trabajosamente construida. Mientras nuevos sectores del peronismo desertaban de la coalición kirchnerista a partir de 2013, los apoyos de centro-izquierda parecían mantenerse. El desafío de diseñar la sucesión no era sencillo: ¿cómo volver a combinar progresismo y peronismo tradicional en un solo candidato? Las figuras representativas del kirchnerismo que parecían capaces de encarnar esa síntesis no tenían intención de voto elevada, y las encuestas suelen pesar en esas coyunturas de definición de candidatos: los políticos buscan datos para sustentar sus decisiones; movilizan números para operar sobre sus competidores. Así las cosas, tampoco podían atraer a dirigentes que son adeptos a todo, menos a jugar a perdedor. Podría haber habido una interna que pusiera a competir a kirchneristas contra peronistas tradicionales, y que el ganador fuera capaz de sintetizar ambos espacios, pero, para su círculo cercano, la presidenta no podía perder. Quizá por aquello interpretado a partir de 2011, que la veía como naturalmente ganadora.

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Cristina Fernández y su grupo más cercano decidieron entonces llamar a un “baño de humildad” a la dirigencia propia. Es decir, que todas las candidaturas fueran puestas a disposición de la voluntad presidencial. Se decía que el peronismo de candidato único aseguraba triunfo electoral. La composición de la fórmula aseguraba que la alquimia kirchnerista se respetara.

Si en virtud de la lógica interna la fórmula parecía una genialidad de la ingeniería política, otra vez el problema estaba en la construcción de apoyos electorales. Se pedía a los electores kirchneristas que votaran a un candidato a presidente a quien, hasta entonces, durante años, sus propios dirigentes les habían enseñado a desdeñar. O, al menos, a no valorar. Y en la institucionalidad política argentina el que manda es el presidente. En la provincia de Buenos Aires, en tanto, las definiciones obligaban a elegir entre opciones también incómodas para votantes peronistas y kirchneristas. Para los progresistas era un tanto repulsivo el discurso de Fernando Espinoza; algunos peronistas rechazaban la figura de un Martín Sabbatella otrora abanderado de la lucha contra los barones del conurbano. A unos y otros se les pedía que apoyaran candidatos que no sentían como propios. De un solo golpe, entonces, se tenía una candidatura presidencial que no provocaba entusiasmo y dos candidaturas provinciales poco atractivas.

Hay más: los mismos que habían designado a Daniel Scioli como candidato se ocuparon de volver a dejar claro durante casi toda la campaña que no era el candidato kirchnerista que hubiesen querido. “El candidato es el proyecto”, decían, pero al mismo tiempo pedían a sus votantes que lo apoyaran. Todo en pos de ese bien colectivo que administraban los dirigentes. En definitiva, pedían a sus votantes que no votaran por el candidato que los líderes habían designado, sino por la candidata que no podía postularse. Y además exigían movilizarse, estar atentos para defender lo conquistado. El candidato Scioli no podía pedir nada a sus votantes –se trataba de recuperar algo de la mayoría perdida en 2013– sin chocar con esa cerrada defensa del proyecto. Quiso ser el candidato kirchnerista con un discurso que no estaba a la altura. No era ni el heredero del proyecto ni el intérprete de los peronistas no kirchneristas, que ya habían encontrado cobijo en el Frente Renovador.

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Recién con el golpe de los magros resultados de la primera vuelta del 25 de octubre el kirchnerismo pareció admitir que era imposible que el candidato que habían elegido se les pareciera. Y que la presidencia de la líder del movimiento terminaba el 10 de diciembre. Paradójicamente, lejos de alejarse, fue entonces que Scioli, como si hubiese comprendido que ya no le quedaba otra que ser el candidato del proyecto, construyó un discurso de contornos más definidos: quiso ser el heredero. Una movilización social desorganizada, aunque de gran magnitud, decidió en las últimas semanas salir de la encerrona y aceptar lo que el candidato tenía para decirles. A veces seguía sin nombrarlo. “Macri no”, se decía. La propuesta era modesta, la razón se dirigía al pasado.

En el cambio, yo te cuido

Macri y su grupo decidieron fundar un partido. Decidieron también defender sus contornos de los intentos del peronismo por arrastrarlo a su interna. Esos contornos estaban hechos de un proyecto político nuevo, que sostiene que la política debía ser más eficiente y más transparente, y que para eso es necesario que los cuadros de los mundos sociales en los que campean esos valores –al menos en la percepción de los líderes de PRO– se “metan en política”. Se pedía ese sacrificio a los nuevos cuadros, que venían del mundo de las empresas corporativas y del mundo de las ONG a dar algo de su tiempo a la Ciudad. Una donación biográfica para inyectar virtud en el mundo público. Esa fue parte de la lectura de la crisis de 2001.

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Los noventa habían enseñado que la sociedad de mercado no podía ser llevada a cabo de manera exitosa sin un Estado a medida, que cumpliera funciones de pacificación y seguridad, pero también de facilitador de las energías emprendedoras. En la ciudad de Buenos Aires, en condiciones históricas propicias, PRO encontró también los cuadros políticos que aseguraron votos y gobernabilidad: en los barrios populares, en los barrios de clases medias, en el mundo de las corporaciones sindicales y profesionales. Los “equipos” –los que saben gobernar y traerían el saber de esos otros mundos sociales virtuosos– se encargaron de gobernar, a los votantes sólo se les pidió que acompañaran con su voto, pero luego podían volver a su vida familiar y económica. Después de todo, para Macri y sus colaboradores eso es lo más importante.

Para dar el salto a la política nacional, PRO tuvo que tomar atajos. ¿Cómo hacerlo sin perder esos contornos propios? El radicalismo fue el socio ideal. Complementario en cuanto a necesidades –llegar al poder en 2015–, ofrecía una estructura nacional aún de peso, sin candidato propio y sin la capacidad de fagocitar a un partido nuevo. La llegada de Elisa Carrió terminó de cerrar el dique de los votos no peronistas: casi nada quedaba por fuera, excepto la izquierda trotskista. Fue una política de alianzas ajustada a sus necesidades que permitió que, en las elecciones, juntara todos los votos que precisaba. Eso fue clave en la provincia de Buenos Aires, más aún ante las debilidades de la oferta kirchnerista que ya mencionamos.

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En la construcción de su propuesta, se apropió del cambio. Sin embargo, a poco de andar, reconoció que no podía pedirle un cambio muy profundo a los electores. La centro-derecha pragmática prefiere ganar antes que tener razón: en un giro que molestó a militantes y cuadros, pero que buscó moderar lo que se pedía a la sociedad, el candidato presidencial aceptó medidas económicas y realidades políticas que se habían convertido en bienes colectivos. Con ese giro buscó desplazar esos tópicos del debate, para poner en el centro el discurso de la agenda “republicana” –institucional, de transparencia y división de poderes–, en la que PRO era fuerte, y en la que el FPV tenía más déficit y menos programa. La agenda que, por otra parte, había abierto el año con la oscura muerte del fiscal Alberto Nisman.

En ese movimiento, abandonó definitivamente los debates ideológicos para concentrarse en hacer del candidato alguien en quien confiar. Sensatez y sentimientos. Un Macri cercano que podía hacer promesas vagas. Tenía los equipos que sabían gestionar y proponía a los electores una política más lejana, menos demandante de sus energías. Volver a las familias y a los negocios. La estética festiva traía el ethos emprendedor a la campaña sin necesidad de hablar de política. Permitía poner en escena los equipos y las ganas de hacer sin definir una agenda. A fuerza de imaginería y de mercadotecnia, pero también de un discurso preciso y cuidado, Macri logró transformarse en alguien capaz de cuidarnos. “Si me equivoco, no tengo ningún problema en dar marcha atrás”, pareció decir con el cambio discursivo. Pidió a los votantes que creyeran en esa capacidad más que en sus ideas. “Mago no soy pero prometo armar el mejor equipo de las últimas décadas”.

La gran oportunidad histórica

El triunfo en el balotaje mostró lo ajustado del éxito macrista, pero también colocó a PRO ante la gran oportunidad de ejercer el poder a partir de un proyecto político propio. Con la modestia discursiva de un partido pragmático, PRO también tiene un proyecto refundador. En la ciudad de Buenos Aires oponía el hacer de su gestión a la ineficiencia progresista. Llamaba a ese pasado el “progresismo del discurso”. Ahora, en cambio, hereda un gobierno al que nadie puede achacar no haber hecho cosas. Al mismo tiempo, se encuentra ante algunas áreas en las que tiene poca experiencia de gobierno y definiciones ideológicas más pronunciadas, como la política monetaria y financiera, de un lado, y la política internacional, del otro.

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El nuevo gabinete da cuenta del peso del proyecto PRO en el gobierno que asume en pocos días. Los CEOS que dominan muchos de los puestos relevantes no expresan tanto la influencia directa de las corporaciones empresarias como la centralidad del ethos managerial con el que quieren refundar la Argentina. Lentamente, sin grandes discursos. El modo en que este proyecto se combinará con el pragmatismo es una incógnita. Junto a esos CEOS, hay políticos de larga data –radicales, peronistas, de derecha– que podrán desplegar el arte de la negociación. También economistas fogueados en los experimentos económicos de los años noventa. Domingo Cavallo los elogia, pero el recuerdo de su derrotero final también funciona como señal de prevención de lo que puede suceder si vuelven a aplicar al pie de la letra las recetas de los libros con que se formaron.

PRO sabe –y dice– que debe combinar gobernabilidad con reforma, y que puede dar marcha atrás cada vez que se equivoca sin perder capital político. Lo que no dice –y sabe– es que se verá confrontado a definir ganadores y perdedores con buena parte de sus medidas económicas, y que una porción importante de ese electorado al que le pide que permanezca en la vida familiar y emprendedora puede revelarse más díscolo de lo esperado si siente que están amenazadas las conquistas de la Argentina plebeya –estatalista, movilizada, silvestre– que la nueva fuerza de gobierno quiera dejar atrás.