Ensayo

Ángel Di María, del estigma al heroísmo


El prócer tardío

Bien temprano, César Luis Menotti advirtió a los dirigentes de Central que en sus alforjas relumbraba una joya. Con el tiempo muchos se dieron cuenta. Mientras los grandes clubes de Europa se rendían a sus pies, en la Selección Argentina parecía condenado a los estigmas: acumuló subcampeonatos y lesiones que lo dejaron afuera de partidos clave. Pero los desafió, a los estigmas y a los estigmatizadores. Y años más tarde llegaron las disculpas. Porque pocos hicieron tantísimo con la selección como Di María, muy pocos fueron tan criticados y muchos menos migraron tan fuerte de la crítica a la heroicidad.

Sin que se le acobarde la lengua, Fernando Signorini asegura que Ángel Di María es un superdotado. Esa lengua lo detalla: "En 2009, perdimos 6 a 1 con Bolivia en la altura por las Eliminatorias. Los muchachos estaban lógicamente demolidos. Él, en cambio, no: corría más que en el llano. Me sorprendió su respuesta. Un superdotado. Es muy delgado pero muy fibroso. Por algo le dicen Fideo. Y dispone de unos recursos extraordinarios para jugar: usa el engaño del fútbol, o sea las gambetas y los amagues, a favor de la eficacia. Hoy hay pocos que hacen eso en el más alto nivel. A Diego le encantaba". Diego, en la lengua sincera de ese profe, es Maradona, de quien fue preparador físico personal, tan preparador físico como con la Selección Argentina en el Mundial de Sudáfrica en 2010, el del estreno para Di María. Fue en esa experiencia compartida que lo impactó un atributo más poderoso que toparse con un superpoderoso: la ternura. "Sí, la ternura -enfatiza-, la enorme ternura con la que Angelito recordaba cómo ayudaba a su papá a llenar bolsitas con carbón para después salir a venderlas y que, con eso, la familia comiera". Tal cual. Las crónicas del planeta acostumbran ahondar en mil dimensiones de una trayectoria futbolística superior a las fábulas. Di María no. Una y otra y otra vez prefiere hablar de las raíces. Acaso eso explica todo lo que llegó después.

"Le veías ese trabajo en las manos, las manos con huellas del carbón", rememora Ignacio Bogino, quien todavía estaba lejos de ser jugador de Primera, más lejos de atreverse a pintar cuadros que maravillan y mucho más lejos de soñarse como el cuentista y novelista que ya es. Lo que sí tenía a mano, muy chico, con los colores de Central envolviéndole la esperanza y en algún escalón de los equipos más jóvenes del club, era capacidad de asombro. Y esa vez se asombró: en uno de los espacios del Predio Cosecha, donde germinaban los proyectos de una de las dos identidades futboleras mayores de Rosario, registró cómo un entrenador le ofrendaba sus disculpas a un pibito de huesos salientes por no haberlo fichado para los torneos de la Asociación del Fútbol Argentino, dejándolo en el umbral un poco más bajo de la liga local. 

No hay certezas sobre las razones de aquella marginación: puede que haya sido a causa de que los huesos salientes acaparaban la imagen de ese pibito o quizás fuera el efecto de que un presunto formador lo tratara de "cagón" porque prefería no cabecear. Para el caso, ya no importa. Lo que importa es que, una brevedad después, los huesos salientes de Di María, el pibito que recibía las disculpas, brillaban en el fútbol grande y que, de allí en más, brillaron delante y a través del mundo.

Pocos tipos hicieron tantísimo con la Selección Argentina, pocos tipos fueron tan criticados y pocos tipos migraron tan fuerte de la crítica a la heroicidad.

Si además de oficiar de crack Di María necesitara otro empleo, podría ejercer ese que Bogino -36 años, hoy defensor del Central Córdoba- detectó en su corto contacto con el flaco que escalaría a estrella: recolector de disculpas. Un veteranísimo hincha de Central, uno de esos que no está claro si rememora o fantasea los pormenores de la breve actuación de Di María en su equipo fundacional (39 partidos y 6 goles entre 2005 y 2007), asevera que es un caso que prueba que nacer el Día de los Enamorados no garantiza ser querido sin vaivenes. Irrefutable: la biografía del muchacho al que parieron el 14 de febrero de 1988 devela que pocos tipos hicieron tantísimo con la Selección Argentina, pocos tipos fueron tan criticados y pocos tipos migraron tan fuerte de la crítica a la heroicidad. 

Siempre recubierto en la ropa celeste y blanca, en 2008 le metió el golazo a Nigeria en Beijing que valió el oro olímpico; en 2014 insistió en lo de dibujar golazos y trazó uno frente a Suiza para depositar a Argentina en los cuartos de final del Mundial de Brasil; en 2018 persistió en la costumbre y rompió el arco de Francia en los octavos de final frustrantes del Mundial de Rusia; en 2022 se posgraduó en la especialidad al convertirle a Italia en la Finalissima de Wembley. Podría suscribirse que había patentado el hábito en el Mundial Sub 20 y campeón de Canadá en 2007, con su definición poética en la semifinal ante Chile. Y, golazo entre los golazos, con el pincel de muchas de sus intervenciones artísticas, acarició, de zurda y a la red, la pelota con la que mucha argentinidad redescubrió en 2021 qué es ser campeón de América y nada menos que contra Brasil y en el Maracaná.

Cierto es que le tocó cabalgar su carrera en una edad en la que no se perdona no salir primero y en la que se sospechan flojedades absurdas ante más de un percance físico. Di María acumuló dos subcampeonatos continentales y uno mundial con Argentina y, encima, sufrió lesiones que le impidieron participar de la final del Mundial 2014 y de otras instancias claves. En más de una ocasión pareció condenado a los estigmas. Pero los desafió. No sólo a los estigmas: también a los estigmatizadores. 

Con el pincel de sus intervenciones artísticas, acarició la pelota con la que mucha argentinidad redescubrió en 2021 qué es ser campeón de América. Nada menos que contra Brasil y en el Maracaná.

En su casa, sitúan el comienzo del rasgo en un hito familiar. Porque Di María es hincha de Central por parte de madre, pero a su papá -Miguel, ambidiestro, futbolista hábil- se le acelera el corazón por Newell's y por eso un día cargó a su niño y a una de sus dos niñas hacia el fútbol rojinegro. Brava experiencia: uno y otra se extraviaron. La recuperación fue posible a través de un pedido por los altoparlantes del estadio. Un susto. Y un aprendizaje: nunca hay que sentirse enteramente perdido.

Hay pocos jugadores manejados por sus madres. En el caso de Ángel y en la primera etapa, ese dato es tal cual. Contra lluvias y calores, de rostro a los males del clima o a los de la economía, a favor de las buenas ilusiones y en contra de los técnicos despreciativos, Diana lo llevaba a las prácticas sobre el manubrio de su bicicleta. Lo sostuvo firme como pocas cosas permanecen firmes. Lógico: el afincamiento de Di María en ese hogar surge irrompible. Cuando, en 2007, marchó por un poco más de 8 millones de dólares al Benfica portugués, llamaba a sus hermanas a Rosario para pedirles que estuvieran con él. Esa semilla surca todos los orígenes: al universo ya le contaron que, en su brazo izquierdo, reluce tatuada la frase "Todo lo que aprendí en la vida fue en la Perdriel", un tributo a su cuadra primera. Un gran gesto de homenaje. Tan grande como resultó la devolución a ese gesto. El talento de la Perdriel se forjó en el club El Torito, del norte de la ciudad, una entidad de barrio atenta a los pelotazos y al compromiso social, que exhibe un mural con la efigie de su máxima figura. El 11 de julio de 2021, horas después de que la Selección de Lionel Scaloni cincelara su hazaña en Río de Janeiro, la población de la zona se arrimó hasta ese rincón que el resto de la Tierra olvida: portaba velas y, de cara al mural de Di María, modeló un altar.

Cuenta Signorini que, tempranito, César Luis Menotti les advirtió a los dirigentes de Central que en sus alforjas relumbraba una joya. Afirma Santiago Garat, periodista, cuentista e infaltable en las tribunas canallas: "La primera imagen era la de un flaquito que corría tan rápido que sospechábamos que se iba a ir a la fosa. Después, te dabas cuenta de que no lo podían parar". 

En la primera fecha del Calcio, demoró 26 minutos del tercer lunes del agosto de 2022 en inaugurar su estancia en la Juventus con un golazo frente al Sassuolo.

La historia evidencia que muchos se fueron dando cuenta. Flor de itinerario: Benfica, Real Madrid, Manchester United, París Saint-Germain y Juventus. Complejo localizar en la ensalada de cuerpos que van y vienen en el fútbol mercantil a un señor que se haya sentado en las mesas más resonantes de todas las grandes ligas y que haya alimentado con sabores de jerarquía a los públicos de cada geografía. ¿Qué tiene Di María?, ¿cómo hace?, ¿por qué acumula una colección de temporadas en las que se la pasa viajando del centro de la escena al centro de la escena? 

Responde Jorge Valdano, un erudito en la materia: "Tiene las posibilidades de un buen delantero y cumple con todas las obligaciones de un buen mediocampista. Su punto de partida es la banda, pero siempre preserva al arco como objetivo". Fascinación flamante: zurdo y a la derecha, en la banca pero con el "arco como objetivo", en la primera fecha del Calcio, demoró 26 minutos del tercer lunes del agosto de 2022 en inaugurar su estancia en la Juventus con un golazo frente al Sassuolo.  

Los desmenuzadores del juego corroboran la perspectiva de Valdano. El antropólogo Matías Conde, prestigioso analista de los datos del fútbol, destaca que en el PSG, ese show hecho de solistas que integró desde 2015 y hasta casi ayer, el rosarino ingresó en los archivos por su generosidad: fue el máximo asistidor del equipo con 111 en 295 presentaciones. Su ciclo de despedida en el club de la capital francesa saldó otra cifra que lo retrata: con 150 cesiones, en la segunda mitad de 2021 y la inicial de 2022, fue quien más le dio la pelota a Lionel Messi. Una coherencia, al cabo: desde que Scaloni conduce a la Selección, el ránking de entregas al mejor futbolista del globo también lo lidera su socio histórico, con 126 pases. En cualquier vereda de cualquier parte se coincidirá en que es alguien que decide bien.

Justo a Scaloni se le elogia desde hace un par de vueltas al almanaque que decide bien. No obstante, en el principio, la senda de sus decisiones no desembocaba en Di María. Las estadísticas de Conde lo certifican: bajo el comando del entrenador de la Selección, eslabonó 13 partidos sin meter goles pero apenas en uno de esos sudó durante más que 45 minutos. El de la final mágica frente a los brasileños fue el partido 14. Decidir bien es, entre otras cosas, alterar las decisiones que, en una de esas, no iban bien. Más fácil: tras ese arranque en el que se lo percibía prescindible, Scaloni se convenció y Di María regresó a su rol medular en la Argentina que anda parpadeando miradas con foco en Qatar. "Este cuerpo técnico tuvo la capacidad de ubicar a Di María por la derecha, en el espacio donde se siente más cómodo y es más eficiente. Tal vez, antes se lo valoraba mucho pero se lo subordinaba a los esquemas pensados para el equipo. En su mejor lugar y con una sensación de libertad notoria, estamos viendo su versión más alta", evalúa alguien que se mueve con frecuencia en el campo de la AFA en Ezeiza. Eso es real, pero exige una salvedad que bordea lo indispensable. Magnético arriba de cada césped de Europa, Di María, como muchos colegas de antes y de ahora, condensa una tradición que ninguna transculturación vulneró hasta el momento, un sueño de pibe que ni las billeteras gruesas ni otras consagraciones logran demoler: nada como vestirse con la pilcha nacional.

Desde que Scaloni conduce a la Selección, el ránking de asistencias a Messi también lo lidera su socio histórico, con 126 pases.

Hay quienes ubican como la más clara de esas determinaciones de compromiso a los cincuenta minutos de danza hoy olvidada con los que Argentina mareó a Alemania en 2014, unos meses después del desenlace del Mundial de Brasil, en un duelo etiquetado como una revancha. Con Messi ausente, Di María capturó la batuta de una orquesta a la que el Tata Martino empezaba a concederle su sello, sentó germanos por el piso, abasteció a compañeros en cada cachito de verde y llevó el marcador a 4 a 0 (ahí puso pausa y acabó 4 a 2). En un rato, demostró que era uno de los más grandes futbolistas de esta era y que, aunque lo enchastraran con especulaciones y con falacias, siempre le obsequiaría a la Selección todas las guirnaldas que sabe encender con sus tobillos finitos. 

Hay quienes retrucan que, más descuidados todavía, se diluyen los detalles de una victoria argentina sobre Chile en la fase de grupos de la Copa América de 2016. En Santa Clara, California, celebró el primero de los goles exponiendo una remera con la leyenda "Abuela te voy a extrañar muchísimo". Le habían transmitido unas horas antes la tristeza de una muerte próxima, pero omitió comentárselo a los responsables del plantel para que no consideraran sacarlo. Si así sucedía, otra vez lo apuntarían. Si así sucedía, sobre todo, sentiría que hacía algo que a su abuela, habitualmente orgullosa por verlo en la Selección, la hubiera enojado.

Insistió en jugadas muy suyas en todos los instantes pero sólo una -el gol a Brasil- le concedió el pasaporte a ser prócer.

Como casi todo lo que existe, el fútbol es un albergue de contradicciones. Di María jugó bien valiente de manera consecutiva durante lustros pero recién en el tramo penúltimo de su carrera las multitudes advirtieron que era un corajudo, deslumbró en los estadios más globales de la edad más global pero accedió a la mayor aprobación cuando una de sus obras notables alegró a la hinchada de su patria, insistió en jugadas muy suyas en todos los instantes pero sólo una de esas incontables jugadas idénticas -el gol a Brasil- le concedió el pasaporte a ser prócer. 

Entendido o desentendido de todo eso, explorando en su galera de imaginador sin fronteras, con su cuarto Mundial a centímetros y su envase finito invariable, él continúa su ruta. "El fútbol es la recuperación semanal de la infancia" anotó el escritor español Javier Marías. Ya sin carbón en las manos y sin que lo transporte una mamá en bicicleta, con los huesos siempre salientes, a eso se dedica Di María.