El rastro

Por: Darío Flores

 

El padre ha descubierto la debilidad emocional de su hijo y lo entretenido que puede ser aprovecharse de ella. Usa de pretexto la necesidad de un castigo para el niño que atormenta gratuitamente a su hermana día y noche. Se ha dado cuenta del poder que tiene su palabra y no duda en ejercerlo. Sujeta al niño de los brazos, le clava la mirada y comienza. Llorá, dice con voz sorda, ligeramente regocijada. Llorá, insiste, y no puede evitar sonreír cuando empiezan a asomar las primeras lágrimas. Has visto cómo te hago llorar sin pegarte, le susurra al oído como si el niño alguna vez lo hubiera planteado todo como un desafío. Ante las visitas el número se repite sin sobresaltos, como corresponde a una prueba sencilla.

 

Estábamos solos en casa, él y yo. Él se valía de su taladro eléctrico para perforar unas chapas. Yo estaba leyendo en mi pieza y el ruido de la faena me llegaba con una claridad irritante. Oí que me llamaba. El ruido del taladro había cesado. Mi padre acostumbraba pedirme ayuda sólo cuando sus dos manos no le bastaban. Pensé que se trataba de tomar unas medidas o sostener algo para que él lo perforara. Me calcé lentamente. Volví a oír su llamado. No era común que mi padre me apurara cuando me necesitaba, más bien mostraba cierta incomodidad al interrumpir mis lecturas, y el tono en que solía hablarme delataba el temor a una respuesta desfavorable. Llegué al comedor y lo vi sentado, con la cabeza gacha y el torso plegado, como si hubiera recibido una puñalada. Eso mismo debí pensar cuando vi el rastro de sangre en el piso: venía desde la puerta que daba al patio y terminaba entre las patas de la silla en la que él estaba sentado. Ya se había formado un charco importante: mi dilación lo había formado, mi necesidad de hacerlo esperar siempre. Apretame la nuca, dijo. Entendí que quería subirse la presión para evitar el desmayo. Más fuerte, indicó. Creí que su vida estaba en mis manos. Agua con azúcar, dijo, y me costó dejar aquel combate en que mis brazos se medían con los músculos de su cuello y les llevaban cómoda ventaja. Revolví el azúcar a toda velocidad y le extendí el vaso. Lo recibió con la mano derecha y recién entonces reparé en la herida del pulgar izquierdo: perfectamente circular, profunda. Me enterré la mecha, explicó entre tragos de agua dulce. Creo que le ofrecí llamar a una ambulancia; él sólo quería vendarse. Le llevé gasas, alcohol y cinta adhesiva. Él mismo lo hizo. Mientras le daba vueltas a la cinta alrededor del dedo confesó miedo. Estaba pálido, la voz quebrada, como si se hubiera topado por primera vez con la fragilidad humana. Asomaron lágrimas a sus ojos, lo mínimo para afirmar que estaba llorando. Yo estaba de pie; él, sentado, tembloroso aún. No tuve fuerzas para sonreír, pero pude decirle, casi con un hilo de voz: llorá. Levantó una mirada acuosa, desencajada, y se puso de pie. Penosamente erguido, trastabillando, se volvió sobre las costras del rastro que yo habría de seguir por el resto de mi vida.