Ensayo

El Reino


El diablo es la política

El Reino no es una serie sobre cristianos protestantes ni sobre la fe. Es una trama sobre homicidios, espías, candidatos “antipolítica” y operaciones judiciales. Entonces, ¿por qué lo que trasciende es sólo la representación evangélica? Pablo Nardi la analiza desde estas dos aristas: por qué la ficción es un músculo que se entrena y por qué la política le golpea la puerta a la religión.

Fotos: Prensa Netflix

En el escenario de una iglesia grande, con paredes de mármol, en algún lugar de Buenos Aires un pastor habla fuerte, gesticula con la cara, mueve las manos. Es un pastor raro: tiene cuello romano, esa cinta que usan los sacerdotes católicos; usa trajes exóticos, parece más una estrella de televisión que un líder protestante. El reino, serie original de Netflix y escrita por Claudia Piñeiro y Marcelo Piñeyro, levanta la temperatura de una audiencia que ya venía caldeada por el enfrentamiento entre pañuelos verdes y celestes por la despenalización del aborto.

 

La serie causó revuelo en las comunidades evangélicas (o protestantes, el término refiere a lo mismo) y produjo intervenciones públicas para explicar “cómo son realmente los evangélicos”. La iglesia aparece como un cenáculo lujoso que esconde millones de dólares en sus paredes, se hacen exorcismos a falsos endemoniados que tienen el torso desnudo (en un ritual que remite más a una secta satánica que a una iglesia protestante). El pastor (Diego Peretti) y  la pastora (Mercedes Morán) son seres sombríos, ocultan secretos y son autoritarios hasta con los miembros de su congregación. Un verdadero pastor nunca es autoritario, lo sé porque crecí en una comunidad evangélica. Al contrario: es agradable, organiza asados y hace bromas si ganó Independiente. Si esconde algo no lo revela en su mirada. En cambio, en El reino, el pastor Emilio dice cosas como: “No tengo respuesta para tanto odio”. 

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Nadie debería negar que las autoridades de una iglesia puedan encubrir o incurrir en crímenes, del mismo modo que pueden hacerlo políticos, dirigentes sociales y empresarios. Si nos limitamos a entender la serie en una dimensión documental, el problema es otro. Simone de Beauvoir decía que en una novela donde hay un solo personaje judío, se está diciendo “los judíos” por más que el autor se esmere en explicar que ese personaje en particular es así. Para evitarlo, Abelardo Castillo aconsejaba incorporar al menos otro personaje de la misma minoría que fuese distinto: “En una novela debería haber por lo menos otro, o por lo menos algo, que pusiera en cuestión ese arquetipo. Entonces sí: me da una cierta medida de la condición humana y tengo, incluso, el derecho de decidir cuál es, para mí, el judío o el negro esencial”. En El reino, para sostener la idea de que hay creyentes genuinos existe el personaje de Tadeo (Peter Lanzani), una especie de monje medieval, pacífico y lleno de amor que vive en el hogar de niños. El problema es que no hay ninguna autoridad, ninguna figura de peso que represente si no la honestidad, al menos un matiz menos sospechoso. Por ejemplo, un ex compañero de seminario, pastor en una iglesia chica, que le pregunte a Emilio en qué se convirtió. 

 

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El mundo eclesiástico que construye la serie es una combinación entre la iglesia evangélica y la Iglesia Universal, movimiento de origen brasileño que hasta hace unos años se podía ver en programas de trasnoche que invitaban a “tocar el manto de la fe”. Las diferencias entre una y otra son muchísimas. También sobrevuela el fantasma de la iglesia católica, sobre todo en alusión al caso del padre Grassi. 

 

¿Cómo se explica la ambigüedad? 

 

En redes sociales y medios de comunicación circuló la hipótesis de que El reino es un ardid del progresismo para socavar las sólidas bases de la moral social y promover el aborto. Otra, más optimista: se hizo un mix de religiones justamente para no estigmatizar a una en específico; cualquier evangélico podría pensar que la parte “mala” de los pastores se debe a la influencia de la otra vertiente religiosa. Una tercera lectura es que simplemente se trata de una obra ficticia, y que cada historia es un microcosmos libre de la obligación de representar ninguna realidad.

 

Una última opción está asociada al mercado. En su ensayo sobre Terminator II, David Foster Wallace explica que cuanto más cara es una producción audiovisual, más obligada está a ser exitosa porque los inversores quieren un retorno grande y seguro. Quizás, para vender la serie a otros continentes, Netflix necesitaba el gancho de mostrar las extrañas comunidades religiosas latinoamericanas que ganan cada vez más protagonismo en la agenda política. Había que trazar grueso. 

 

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El rol de la ficción dista de lo que enunciaba Stendhal. En la segunda parte de Rojo y Negro se lee que el novelista lleva colgado en su espalda un espejo, y que la sociedad lo culpa por lo que ve reflejado. Pero, precisamente porque la ficción tiene y debe tener libertad absoluta, su rol no es documentar (además de imposible sería demasiado pobre) sino más bien interrogar. ¿interrogar qué? A fin de cuentas, y acá es donde se activa el músculo de la ficción, la clave de lectura la elige el lector. En principio, es verdad que nadie podría -ni tiene por qué- entender el avance evangélico en el espacio público por ver El reino. Pero en la serie hay un punto que funciona si se invierte la fórmula: no se trata de cómo ingresa la religión en la política, sino de cómo ingresa la política en la religión.

 

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En una escena clave, el pastor Emilio anuncia desde el púlpito que se va a postular como presidente de la Nación. Al principio, la congregación celebra. Pero Elena finge tener una epifanía. Hace ruido, se revuelca en el piso y grita como si fuese una revelación del Espíritu Santo: el demonio es la política. Y los fieles repiten: “El demonio es la política”. 

 

En el mundo evangélico, como en tantos otros sectores de la sociedad, la política en su sentido estrecho siempre se vio como una práctica corrupta, impura, deshonesta. Mutatis mutandis, a la universidad se va a estudiar, no a hacer política. Pero en los últimos años se volvió un mal necesario: hay que detener el aborto y la “ideología de género”, entonces se lucha por ocupar bancas legislativas que defiendan los valores conservadores. Pero al margen de la disputa sobre los derechos no reproductivos y de género, pocos evangélicos se alegrarían si el pastor de su iglesia anunciara desde el púlpito que se postula como intendente. Un pasaje muy citado es el que se lee en 2 Corintios 10: 3-4, cuando el apóstol Pablo escribe: “Es verdad que vivimos en este mundo, pero no actuamos como todo el mundo, ni luchamos con las armas de este mundo”. 

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Entonces, ¿cómo ingresa la política en la religión? Cada vez más candidatos buscan aval en los pastores por su poder de influencia; hay quienes dicen honrar la Palabra de Dios para encontrar aliados en las filas cristianas. Y entre los pastores que tienen participación política activa, que suelen ser de congregaciones muy grandes, nunca queda del todo despejada la sospecha de que la política, en el peor sentido de la palabra, los absorba. 

 

Renunciá a la política, volvé con nosotros le dice Elena a su marido, en la intimidad del cuarto.

Tengo compromisos que honrar responde el pastor.

Tu compromiso más grande es con la iglesia, no con la política — agrega la pastora. 

 

El diálogo es verosímil y podría ser parte de cualquier discusión matrimonial. 

 

Buena parte de El reino va en ese sentido. Osorio (Joaquín Furriel) es agente de inteligencia de Estados Unidos y busca al pastor Emilio para captar sus votos y lo catapulta como presidente. El recurso funciona porque la idea de la fuerza externa, que opera sobre la voluntad de Emilio e interpela sus instintos más bajos, se replica en varios niveles. Emilio no quería, la postulación sucedió por razones ajenas a él, tal como lo invaden otras fuerzas externas que lo llevan al peor de los comportamientos y que me reservo para evitar el spoiler

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El rol de Osorio termina de convertir a El reino en lo que Ricardo Piglia llama una ficción paranoica: hay un complot, todo lo que se ve es una pantalla y la verdad queda inaccesible para el común de los mortales. Nadie sospecha que Osorio -asesor del compañero de fórmula de Emilio (Barajoz)- mueve las fichas para sacar del juego al propio Barajoz y sustentar la influencia de los Estados Unidos con los votos de la iglesia evangélica. De nuevo: en un sentido documental, es una exageración. Pero el personaje de Furriel resulta interesante en un sentido figurado: ¿qué es esa fuerza externa que logra meter a los sectores antipolítica dentro de la cancha? Es un outsider, alguien que convoca a la participación política desde afuera de ella. Pero, a diferencia de los sectores ultraliberales de la realidad, no lo hace con frases explosivas en redes sociales ni propone hacer volar el Banco Central. Como Arquímedes, Osorio encontró la palanca que mueve el mundo. 

 

Pero cuando la política se mete en la iglesia, hay un costo que pagar. En otra escena capital, cuando ya no hay vuelta atrás, Elena toma una decisión irrevocable: si Emilio se dedica a la política, entonces debe dejar la conducción de la iglesia. La escena es fuerte y podría leerse como metáfora. Al fin y al cabo, una mujer establece la separación entre la iglesia y el Estado, aunque en los peores términos: el pastor se aleja de la congregación para ocupar íntegramente el nuevo rol. 

 

Emilio no podía quedarse con el pan y con la torta y, dato no menor, la determinación surgió desde adentro de la iglesia.

 

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El reino no es una serie sobre cristianos protestantes ni sobre la fe. Es una trama de homicidios, espías, hijos pródigos, incidencias políticas, operaciones judiciales y la desaparición de un adolescente del hogar de niños. Todos aspectos que pasan casi desapercibidos por lo llamativa que resulta la representación evangélica. ​​Es más: nadie se indigna ni espanta por el retrato que se construye del mundo judicial con sus trabas, operaciones y conflictos, en donde la fiscal (Nancy Dupláa) y su asistente nerd son los únicos eslabones del poder judicial que no están corrompidos. 

 

La ficción es un músculo que se entrena. Como espectadores, nos acostumbramos desde hace años a ver series policiales, y también a leer noticias de corrupción, entongues y aprietes. Lo mismo pasa con el mundo católico: ¿por qué a nadie le horroriza ni sorprende que en tantas ficciones los curas aparezcan siempre como pedófilos o enamorados de una mujer imposible?  Porque tenemos entrenado el músculo de la ficción y podemos establecer otros pactos de lectura: sabemos que la representación de policías, ladrones y curas no se condice con la realidad de un modo tan directo ni tiene por qué hacerlo. 

 

Las comunidades evangélicas, un cuerpo heterogéneo que comparte las premisas básicas pero no se pone de acuerdo en muchas otras, son actores sociales y políticos con una visibilidad y representatividad relativamente nuevas. Quiérase o no van a ser metabolizadas por la ficción. Si pretendemos entender algo más del mundo, sobre todo si es un mundo en el que estos nuevos grupos tienen cada vez más lugar, habrá que superar la idea del espejo en la espalda.