Crónica

Robo del siglo


Es más fácil robar un banco que guardar un secreto

El 13 de enero de 2006, en la zona norte del Gran Buenos Aires, una banda robó un banco ejecutando un plan perfecto. Huyeron sin que nadie los viera con 19 millones de dólares y 80 kilos de joyas. Nadie se obsesionó tanto con el caso como Rodolfo Palacios. Investigó durante ocho años y logró hablar con seis integrantes de la banda para reconstruir la génesis del asalto y el derrotero de sus autores. Un fragmento de “Sin armas ni rencores” (Planeta), a nueve años del “robo del siglo”.

Los siete tipos no tienen nombre ni cara. Afuera hay dos. Adentro hay cinco. Son siluetas camufladas, pasos ágiles y decididos, voces claras  que ordenan y amenazan si es necesario.  Ahora, en este  banco  de Acassuso, partido de San Isidro, no pueden ser otra cosa que eso: hombres invisibles que están  en acción. Espectros del delito. O entes  sumergidos en la imaginería  del teatro,  el oficio que  permite al ser  humano  ser  otro:  perder hasta  su propia  personalidad y esencia,  como quien  se pone una máscara  durante una hora  y media  y ni sus padres pueden descubrir, desde la platea, ni un rasgo que los identifique. Nadie, desde  la más torpe  de las víctimas hasta  el más hábil de los policías, puede reconocer alguna marca personal (un tic, una cicatriz, una muletilla)  que los delate.  Casi no hay centímetros de piel que se expongan  a la mirada  de los otros: no dejan al desnudo ni las manos, siempre enguantadas y precisas. Algunos rehenes, tirados en el piso, solo ven pies que van y vienen. Otros apenas  pueden  verles los ojos, que son los ojos bien abiertos de hombres que en dos horas serán  millonarios y van a desaparecer como por arte de magia. En silencio. Porque  los grandes robos son como el buen sexo: la clave es hacer mucho y hablar poco. Estos hombres no pueden  dar ni un paso en falso. El lugar es de ellos: son una especie de actores  entrenados.

Un elenco que representa por única vez una obra en funciones simultáneas que  ocupan  tres  planos.  En el primer  piso y en la planta  baja, dos grupos  toman  rehenes. En la bóveda, en el subsuelo,  ocurre  lo más importante; lo único real. El resto  es simulado, una ficción. Allí, otros  miembros de la banda  vacían las cajas de seguridad.  Callados y serios, llenan las bolsas con billetes y joyas. Estos hombres disfrazados y enmascarados deben  actuar  como máquinas perfectas: los sentimientos, las dudas y las pasiones las han dejado afuera.

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Pero  afuera,  otros  hombres,  algunos  enmascarados y uniformados, que juntos forman un ejército que no puede fracasar, rodean  la manzana.  Hombres  corpulentos, fuertes,  ágiles, expertos en irrumpir en lugares  inexpugnables, francotiradores fríos, detectives pensantes que analizan planos  y ensayan  estrategias. Hombres que nadie, por más rudo e inconsciente que sea, querría tener  de enemigos.  En sus despachos, los funcionarios  exigen una solución feliz: salir en la tapa de los diarios como héroes, que las víctimas sean rescatadas sanas y salvas, y que la banda  termine presa, probablemente en ese orden. Los comisarios confían en ganar  la batalla: son trescientos contra siete. Imposible perder ante un puñado de asaltantes. Salvo que esos siete hombres corrieran la suerte del disminuido ejército griego contra el poderío numérico de los persas en la batalla de las Termópilas.

Todos, en la calle, creen  que es un violento  robo frustrado devenido  en toma de rehenes. Suponen que esos tipos son ladrones  de medio pelo que pensaban robar en minutos las cajas de atención  al público del banco, pero que las cosas se les fueron de las manos. Los cerebros policiales creen  que los delincuentes  están  desesperados, que hay dos finales posibles: que sea una masacre  o que los tipos  salgan con las manos  arriba pidiendo clemencia.

Pero  aunque  haya más de cuarenta policías por  cada uno de estos hombres encapuchados, ellos tienen el golpe letal. No piensan disparar ni un solo tiro. Uno de ellos ha pensado la clave para burlar  a todos. Ninguno de los policías de la Bonaerense pudo adelantarse a la jugada.


Acassuso, que está veinte kilómetros al norte de Buenos Aires, es uno de los barrios más pintorescos de San Isidro. Allí casi todas  las casas tienen  alarma,  cámaras de seguridad o perros guardianes. En las esquinas hay garitas con custodios  privados y todos  los mediodías  algunos  jardineros salen  a la vereda  a tomar  sol después de una mañana  agotadora. En una misma manzana,  conviven  árboles  con moras,  naranjos o quinotos y parques con rosas  blancas. Si se respira profundo,  es posible sentir  cada fragancia. En las calles Perú y Fernández Espiro, el aroma que predomina es el del tilo. Es un paseo placentero: circulan pocos autos  y el canto de los pájaros  se oye con nitidez. Pero si se caminan cuatro cuadras hacia el sur, del otro lado de las vías del tren,  esa belleza desaparece en forma abrupta: la calle se ensancha y desemboca en un desagüe  pluvial. En esas aguas viscosas, de movimiento constante y con un sonido similar al de una pequeña cascada, los bagres  esquivan  las ramas que flotan sin rumbo  y devoran  la basura que encuentran a su paso.

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En ese barrio, el día había comenzado como cualquier  otro. Para los ladrones todo empezó con una serie de actos simples, automáticos y coordinados. En distintos lugares de la ciudad, se habían levantado de sus camas a las seis en punto. Se vistieron con la ropa que habían  preparado la noche anterior y salieron a la calle con bolsos y mochilas. Esa mañana lo sabían; ahora lo saben mucho mejor: nunca más volverían  a ser los mismos. Al otro día los esperaba una vida nueva.

Todo, en la vida de esos siete hampones, era futuro. Un futuro imperfecto. Iban a hacer algo que los marcaría para siempre. Ninguno lo ignoraba. Ahí estaban estos hombres.  Vistos desde arriba, desde un mapa satelital, por ejemplo, mezclados  con la muchedumbre y la monotonía de una ciudad, no eran más que puntitos negros  que se cruzaban con otros  puntitos negros. Puntitos inofensivos, meros estorbos en el ir y venir de la rutina de un barrio.  Una canilla que gotea en el océano. Como hacer silencio en medio de cientos de gritos. Nadie sabía, salvo ellos, que iban por la epopeya. ¿Quiénes eran estos siete hombres?

Hasta ese día eran hombres grises. Esos que buscan en Buenos Aires una paz deseada, sin saber  que Buenos Aires puede convertirse en un manjar cocinado por el diablo, un chef capaz de hervir  a fuego lento  hasta  las almas  más luminosas.  Cada uno a su manera,  no encajaba  en la sociedad: no eran  piezas perfectas que caben  en los recovecos  y pliegues  de este  caos llamado  mundo.  Eran ambiciosos  y habían  tropezado más de una vez: sabían  que la vida puede  tender las peores  trampas. Como creer  que se sube  una escalera  que conduce  al cielo, y en realidad no se hace otra cosa que bajar al sótano  de la existencia. Allí donde encontrar el pasaje de vuelta es una quimera. Estos hombres que se mezclaban  en la multitud y parecían di- luirse  en la nada, fueron  capaces  de romper la chatura de un día que iba a ser intrascendente, como muchos días. Su gloria, o salvación, hubiese  sido que sus nombres y sus caras pasaran al olvido. O todo lo contrario: que su acto fracasara y sufrieran la sucesión maldita de espejos que se rompen cada siete años.

Pero no ocurrió nada de eso: el secreto  que los unía aquella mañana  en la que salieron  de sus casas como autómatas, está a punto de develarse. Como un truco de magia que se descubre con el paso del tiempo, ahora se sabe que esos hombres actuaban hasta  los gestos, aun los de torpeza o casualidad.  Se sabe que estaban unidos  por el artificio del simulacro,  la minuciosidad del detalle, la lucha contra  el azar o el fantasma  ingobernable de la delación. Se sabe que tenían  ojos acostumbrados a la oscuridad,  y que habían entrenado sus cuerpos y sus mentes como un afinador en busca de la perfección de un Stradivarius. También se sabe que no necesitaban tener  una pistola para ser rudos, aunque sabían cómo usarlas. Y que habían elegido hasta las palabras necesarias para  no arruinar lo que se proponían hacer. Tenían un plan y un juramento.

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Salieron a la calle vestidos  como si fueran  a una cita: saco, camisa, pantalón de vestir, zapatos. El más elegante  llevaba un traje gris planchado y estrenado para la ocasión. Usaba lentes, bigote y se veía como un hombre de otro tiempo, parecido  a un cantor  estable  de la orquesta de Osvaldo Fresedo. Solo uno de ellos desentonaba con el resto: esa mañana apareció disfrazado con un delantal,  una peluca de color castaño  que era de su es- posa y una gorra, lo que causó risotadas entre sus compañeros. Pretendía disfrazarse de médico,  pero  cualquiera lo hubiese confundido  con un recién  salido de una fiesta de casamiento o un payaso  del montón,  a medio  vestir  o que había  perdido en el camino  la nariz  de plástico  roja, esos que cargosean en Lavalle o Florida vendiendo cartas, chascos o globos con forma de perro  salchicha.

Ahora se sabe todo eso, pero aquella mañana de verano, una mañana  de cielo color plomizo y probabilidad de chaparrones, no se sabía nada de esos puntitos que parecían intrascendentes pero eran hombres que entraron con decisión en ese banco. Lo hicieron con estilo, sin llamar la atención, con naturalidad; sin que nadie notase  o pudiese  adivinar  que las primeras palabras que pronunciaron fueron las mismas que se dicen en las películas cuando los ladrones de bancos entran en acción.

— ¡Arriba las manos!  Quietitos.  Todos  al piso. Esto es un asalto.

Con el “¡arriba las manos!” hubiese sido suficiente. Está claro que es un asalto, pero el latiguillo de todo inicio de robo recae siempre en esas palabras,  con leves variaciones.  El que lo dijo, eso de que era un asalto, fue el de la peluca ridícula, pistola en mano. Pero nadie se rió. Esos hombres no estaban para bromas. Los rehenes y empleados del banco les temían  porque  daba la sensación de que estaban dispuestos a cualquier  cosa. A matar a todo aquel que se les cruzara  en el camino. Pero ero lo que se sabía en ese momento: ahora se sabe que esos ladrones habían ensayado todo, cómo ser violentos y confundir a la Policía y a las víctimas para que pensaran que era un robo exprés que estaba  por fracasar  y podía tener  el peor desenlace.  Gritaban, actuaban la furia, la desesperación que lleva a cometer  locuras. Apuntaban con sus armas  a las víctimas, pero esas armas  eran de juguete. Eran más inofensivas que las pistolas de agua.

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Los rehenes y la Policía ignoraban que esos hombres eran incapaces  de matar  una mosca, estudiosos de los detalles, que se trasladaban como harían  los bailarines sobre  un escenario de terciopelo.  Se movían  armoniosamente, como si hubiesen cometido ese robo decenas de veces: era difícil —hasta imposible— descubrir cuál de todos ellos era el líder. ¿El de la peluca comprada en un negocio de Once?, ¿el de traje gris y bigote que negociaba con la Policía?, ¿algunos de los que abría las cajas de seguridad?, ¿el líder entró en el banco o controló todo mientras fumaba un habano en su mansión?

En la Argentina, no son pocos los que piensan que robar un banco sin lastimar a nadie puede llegar a ser un acto de justicia o rebeldía. La repetida frase de Bertolt Brecht (“Es mayor delito fundar  un banco que haberlo  robado”),  tiene  sus adeptos.  En las cárceles, este tipo de asaltantes gozan del mayor respeto de sus compañeros. Hay grupos  de Facebook que los elogian: los llaman genios, revolucionarios, émulos de Robin Hood.

Ese sentimiento de resistencia contra  los bancos  se fortaleció en plena crisis de 2001, cuando el llamado “corralito” impuesto  por el gobierno  de Fernando de la Rúa, con el supuesto de evitar  un colapso financiero,  impidió a los ahorristas sacar su dinero de los bancos. Cuando mejoró la situación económica, los bancos recuperaron su fortaleza, pero miles de personas se quedaron sin su dinero  o por  la devaluación  se tuvieron que conformar con pesos  en lugar  de los dólares  que habían  depositado.  Hubo jubilados  que nunca  recuperaron los ahorros de toda su vida y enfermos que murieron sin poder  pagar sus tratamientos.


Mientras  eran  buscados  y los canales  de noticias  informaban que de un momento a otro iban a ser detenidos y trasladados a la comisaría, los ladrones estaban lejos del banco. Lógica pura: no podían  estar  en dos lugares  al mismo tiempo. Para la Policía, estaban en el banco. Pero en realidad se habían reunido en un galpón a repartir el millonario botín y ver por televisión lo que decían  los policías y los periodistas. Poco tiempo  después, la banda fue detenida y enjuiciada.

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Esos hombres tuvieron algo gordo  entre  manos.  Algo que ensayaron día y noche. Algo que se les metió en el cuerpo como un virus. Pero no son actores.  Nunca leyeron  a Shakespeare y lo único que pueden  memorizar cuando  están  en acción son frases cortas. Como “esto es un asalto”, “las manos arribas”, “no se muevan o disparo” o “todos al piso”. Estos tipos no son actores. Son ambiciosos, delirantes, intrépidos y soñadores. De otro modo no se podría robar un banco.

Si el destino  hubiese  sido como ellos soñaban,  estos  rufianes podrían estar acostados en un colchón de dinero, en alguna playa del Caribe, rodeados de mujeres  y botellas  de champán. Los fracasos terminan siendo a medida de los sueños. Grandes sueños, grandes fracasos. Y estos pistoleros tenían un gran sueño. Estuvieron a punto de cumplirlo. En todo este tiempo dicen que han aprendido tres  lecciones. Una: no existe el plan perfecto. Dos: es más fácil robar un banco que guardar un secreto. Tres: no hay que confiar en las mujeres.

Hasta ahora, ninguno de los delincuentes contó detalles del robo ni confesó la autoría. En este libro lo harán  por primera vez. Ya no habrá  secretos ni trucos  de magia. Estos hombres que antes  eran  invisibles  dejarán  caer sus máscaras,  una por una.