Ensayo

Pandemia, influencers y desconfianza científica


Es más que vibrar alto

La pandemia nos deja un mundo más desigual, modos de distancia corporal más lejanas e intimidades digitales más intensas. Nuestras redes sociales están colmadas de posteos e influencers que nos invitan a vivir una vida más espiritual, a soltar viejos patrones y reorientar la mirada a uno mismo y al propio crecimiento. En sus versiones más exageradas llaman a no confiar en las políticas de cuidado y dudar de la eficacia de las vacunas. ¿Cuál es la relación entre pandemia, estilos de vida alternativos y modos de vivir el propio cuidado? ¿Cuál es su relación con las desconfianzas científicas?

La vida en pandemia transcurrió -en gran parte- en un living digital: una especie de nueva democracia de las pequeñas cosas donde convivimos con las reflexiones de una enorme cantidad de personas que se resguardan en múltiples y diversos modos de pensar y vivir la salud, los contagios y las formas de sobrellevar la crisis sanitaria y vital. Nuestras redes están entramadas de influencers, posteos y declaraciones sobre la necesidad de un cambio, la “crisis civilizatoria”, el “autocuidado” y la necesidad de una vida “más espiritual”. En sus versiones más exageradas estas posiciones -que podríamos llamar alternativas- afirman no creer en las vacunas o no confiar en las políticas de cuidado. 

¿Cuál es la relación entre pandemia, estilos de vida alternativos y modos de vivir el cuidado de uno mismo? ¿Cuál es su relación con las desconfianzas científicas?

Desde hace décadas, algunas encuestas afirman a gritos el proceso de secularización a partir de una desafiliación masiva de las religiones tradicionales, mostrando que serían mayoría las personas “sin religión”. En realidad, sabemos aun muy poco sobre lo que implica esa categoría. En concreto, muchas de las personas identificadas como tales reivindican sistemáticamente modos de vida, filosofías y prácticas que aun rechazando el término “religión” movilizan cotidianamente variadas formas y lenguajes religiosos de vínculo con fuerzas no estrictamente humanas, incluso muchas de ellas localizadas en la “naturaleza” y en lo más profundo de “uno mismo”. 

Nuestras redes sociales están entramadas de influencers, posteos y declaraciones sobre la necesidad de un cambio, la “crisis civilizatoria”, el “autocuidado” y la necesidad de una vida “más espiritual”. En sus versiones más exageradas estas posiciones afirman no creer en las vacunas o no confiar en las políticas de cuidado.

Los practicantes de gimnasias orientales, de terapias alternativas, los vegetarianos y quienes se muestran preocupados por el calentamiento global ya no son sólo los simpatizantes de la contracultura de la década de 1970. Hoy son legiones diversas y plurales que van desde el hipismo cool del mundo empresarial preocupado por el autocuidado y la conciencia ambiental, hasta la militancia ecofeminista y las espiritualidades Nueva Era que reivindican a GAIA, la Pachamama y el equilibrio cósmico. Tanto su versión adaptada al mundo empresarial como la que se piensa disidente, traccionan a dos zonas de las clases medias que declinan ese imaginario de modo diverso. Esta sensibilidad holística no es algo definido de una vez y para siempre: es un campo de disputa y la radicalidad eventual de estas posiciones no debe llevarnos a asumir su excepcionalidad. Quienes la profesan son, en general, amigos, parientes e incluso nosotros mismos cuando asumimos (aunque sea parcialmente) algunas de esas miradas críticas sobre el mundo médico y las políticas de salud, o reivindicamos alguna práctica de cuidado inmersa en esa zona indefinida del mundo alternativo.

Ni tan alternativo, ni tan novedoso

La medicina oficial contemporánea no es el resultado de una lucha victoriosa de la razón contra la ignorancia, sino la consecuencia de complejos procesos de delimitación y de estabilización de lo que se considera científico, legítimo o eficaz. Por lo menos desde finales del siglo XIX y comienzos del XX, ya encontramos ideas terapéuticas inspiradas en formas no mecanicistas de entender a la salud que convivieron con los modelos médicos que se consolidaron como dominantes. El vegetarianismo o las terapias que promovían un cambio en el modo de vida como el naturismo llegaron a Argentina de la mano de la inmigración europea, trayendo ideas y prácticas que se inspiraban en la tradición romántica del siglo XIX, su valorización de la “naturaleza” y su énfasis en la necesidad de entender a la persona de un modo integral. La homeopatía, la hidroterapia y los “baños saludables” -que analiza muy bien Sebastián Stavisky- para las primeras décadas del siglo XX rioplatense, estaban asociadas a un nuevo modelo cultural. Por ello, fueron importantes dentro del modo de vida anarquista y de los socialismos utópicos, proponiendo no sólo una terapia sino un proyecto de vida basado en otra definición de las relaciones terapéuticas entre humanidad, organismo y naturaleza.

Muchas de esas definiciones de la enfermedad y el bienestar atravesaron concepciones vitalistas sobre los significados del “estar enfermo” y el “estar sano”. Asimismo, la llamada medicina naturista desconfió de los sistemas de vacunación públicos y de los modelos homogeneizadores de la vacunación masiva, mostrando ya a comienzos del siglo XX argumentos contra la vacunación antivariólica. A pesar de la centralidad de la medicina oficial, las imágenes de los tónicos y las hierbas especializadas atravesaron la imaginación del sentido común hasta bien entrado el Siglo XX. Esta se basaba en modelos científicos “naturalistas” que veían en ciertas hierbas y en una mirada no mecanicista de la persona, la posibilidad de la profilaxis. Un modelo que confiaba más en el auto tratamiento que en la acción estatal. Ejemplo de ello fue el uso del alcanfor durante la epidemia de polio a mediados de la década de 1950.

Aquel imaginario terapéutico alternativo persiste hasta hoy en versiones aggiornadas de la homeopatía y de las actuales terapias alternativas basadas en modelos médicos no hegemónicos. Sin embargo, desde la década de 1960 y 1970 a las concepciones vitalistas de la salud se sumaron nuevos recursos de gestión del bienestar personal vinculados con las gimnasias orientales (Yoga, tai chi, etc.) e influenciados por la contracultura. Se mantuvieron allí varios elementos de las viejas terapias naturistas incorporando con mayor énfasis el trabajo con uno mismo de las técnicas psico-emocionales. Es así que, en pocos años las sensibilidades holísticas, en conjunto con otras técnicas que asumen una definición “integral” de la persona, pasaron de ser un recurso heterodoxo a ocupar cada vez mayor centralidad en la vida cotidiana. La utopía del cambio de vida se hacía realidad, pero a costa de un proceso de masificación y de capilaridad social inesperado, que implicó la apropiación mediática y espectacular de algunas de esas sensibilidades.

Algunas encuestas afirman que serían mayoría las personas “sin religión”. Poco se sabe de esto, ya que, muchas personas identificadas como tales reivindican sistemáticamente modos de vida, filosofías y prácticas que movilizan variadas formas y lenguajes religiosos de vínculo con fuerzas no estrictamente humanas.

La espectacularización de lo alternativo

La crisis del Covid-19 estalló justo en medio de un contexto de amplia difusión de recursos no convencionales para pensar y vivir el padecimiento y la salud. El imaginario terapéutico alternativo se convirtió así en uno de los acervos posibles para interpretar y gestionar los cuidados, estipular las causas del contagio y desarrollar una serie de interpretaciones sobre el origen de la pandemia. En su nivel más masivo, y en clara continuidad con ese registro histórico que venimos referenciando, encontramos una ilustración de la dimensión actual de esas sensibilidades en el mundo influencer, por ejemplo en la voz de Ivana Nadal, Marcia Olmedo o Dana Nasso. 

En el caso de Nadal, desde hace algún tiempo la ex modelo utiliza las redes sociales para dar a conocer la evolución de su crecimiento personal y difundir aprendizajes en torno a cómo “vivir mejor y con menos sufrimiento”. Con más de dos millones y medio de followers en Instagram, sus historias y vivos suelen tener títulos como “Miedo a ser feliz”, “La víctima” o “Amor propio”. También se destacan algunas pocas notas autobiográficas combinadas con un modo imperativo de interpelación a sus seguidores: “Soltá el control”, “Ocupate de experimentar” o “Sos amor, equilibrio, paz”. Desde sus redes, Nadal expresa un mensaje en sintonía con el repertorio mainstream de las técnicas de la espiritualidad Nueva Era para el buen vivir: suspender el juicio, reconocerse parte de un todo mayor, buscar el propio centro o ser interior, soltar viejos patrones, reorientar la mirada a uno mismo y al propio crecimiento, dejar de buscar la felicidad en eventos externos, reconocer aprendizajes en todas las experiencias. 

La pandemia estalló en medio de un contexto de amplia difusión de recursos no convencionales para pensar y vivir el padecimiento y la salud. El imaginario terapéutico alternativo se convirtió así en uno de los acervos posibles para gestionar los cuidados y desarrollar interpretaciones sobre el origen del Covid-19.

Pero podríamos decir, que su figura trascendió un poco más al visibilizarse como una ferviente negacionista de la pandemia. Tanto así que, además de sus recurrentes cuestionamientos a las políticas de cuidados, en abril de este año participó de un evento en vivo junto a miembros de Epidemiólogos Argentinos Metadisciplinarios. Esta agrupación reúne a “expertos” médicos, virólogos e inmunólogos que disputan el confinamiento y la evidencia científica en torno a la gravedad del Covid-19, difundiendo información falsa sobre las consecuencias negativas del uso del barbijo, la falta de contagio de los asintomáticos y la cantidad de muertes por coronavirus versus las muertes por neumonía.

Otras influencers, como Marcia Olmedo y Dana Nasso, han sido menos explícitas en su invitación a rechazar las recomendaciones de prevención durante la pandemia, en algunos casos “codificando” el mensaje para no ser filtradas por los algoritmos de Internet. Sin embargo, sus formas de entender la salud y la enfermedad, el origen del sufrimiento, el rol de la medicina oficial y la naturaleza (en su opinión distorsionada) de los mensajes mediáticos sobre salud, pandemia y bienestar tienen fuertes resonancias con las de Nadal. En ellas se observan semejantes llamamientos a cuestionar el paradigma médico imperante, dejar de delegar el poder terapéutico en otros, experimentar con y sobre el propio cuerpo para saber qué nos cura, activar la capacidad propia de sanar, dejar de ser pacientes pasivos. 

Frente a estos casos de espectacularización de lo alternativo, las miradas seculares y pro-científicas oscilan entre la condena a la banalidad del espectáculo, amplificada por la pregnancia cada día mayor de las redes sociales y el mundo digital, y la crítica incendiada frente al riesgo que suponen para el modelo biomédico y sus campañas de vacunación. Sin embargo, trascender este esquematismo implica considerar no sólo el potencial de estas influencers de repercutir en decisiones sobre la prevención del Covid-19, sino también, hacerse otras preguntas: ¿Estas posiciones afloran como modas sin más sustento que la búsqueda de likes o emanan por el contrario de una lógica propia cercana a sensibilidades alternativas?

Las posturas anti-vacunas, los tratamientos alternativos contra el Covid como el dióxido de cloro, y el rechazo a seguir las recomendaciones de salud durante la pandemia, son muchas veces consistentes con lógicas específicas de comprensión de la relación entre patología y emoción, donde el cuerpo es entendido como algo distinto de un mecanismo, y de concepciones holistas sobre la salud donde la relación con uno mismo juega un rol clave. En estas formas de vivir y explicar el bienestar, el sustrato biológico de la persona no es en modo alguno la dimensión última y más importante de la salud (como tiende a considerar, aunque con amplia heterogeneidad, la biomedicina), y el cuerpo no es entendido como un conjunto de relaciones fisicoquímicas que procesan estímulos externos y producen resultados. Para estas visiones, la inmunidad es antes bien un efecto de la integración armoniosa de dos estratos separados, el cuerpo y el alma, y no una respuesta mecánica a la inserción de un agente material (como la vacuna) en el organismo físico. Lo anterior nos permite comprender que, por ejemplo, cuando Ivana Nadal dijo en Instagram: “confío más en mi sistema inmunológico que en cualquier político o vacuna del mundo”, está movilizando otro tipo de ideas sobre el origen de la enfermedad y la posibilidad de prevenir y de curar, que difieren mucho del régimen biomédico.

Algunas influencers no compatibilizan con las sensibilidades científicas y sus mensajes pueden ser una amenaza para la salud pública. Pero sus posturas no son un proyecto político desestabilizador o una aspiración mediática de likes. Son en todo caso una consecuencia lógica de una sensibilidad de larga duración, de la cual todos participamos con mayor o menor intensidad.

Nadal, Olmedo y Nasso pueden no compatibilizar bien con las sensibilidades científicas, y sus mensajes pueden incluso ser en algunos casos extremos una seria amenaza para la salud pública tal como la conocemos. Pero el punto clave es comprender que sus posturas no son en modo alguno un exabrupto ex nihilo, un proyecto político desestabilizador, o una aspiración mediática de likes y ventas digitales. Son en todo caso una consecuencia lógica de una sensibilidad de larga duración y ampliamente extendida, de la cual todas y todos participamos con mayor o menor intensidad.

La desconfianza silvestre

La crisis de creencia en la evidencia científica oficial, que se despliega en las terapias alternativas y los estilos de vida Nueva Era, no debería llevarnos a asociarla con sus extremos, aumentados mediáticamente y exagerados por una opinión pública atemorizada. Esto nos puede ayudar a entender el proceso de desconfianza contemporáneo como un sentido común dentro del cual todos podemos transitar, al menos parcialmente, y no sólo como el resultado de agitadores y provocadores públicos.

En primer lugar, puede mostrarnos que las desconfianzas son resultado de procesos de construcción social basados en códigos o gramáticas culturales específicas, que poseen su historia y hacen a la diversidad de racionalidades que componen nuestro mundo social, sin que ello se convierta necesariamente en una amenaza pública. En segundo lugar, una mirada más atenta podría revelar que las desconfianzas científicas movilizadas por las sensibilidades y los modos de vida alternativos no son sólo desconfianzas, sino otras formas de confianza y cuidado, con sus propias reglas y criterios de evidencia (incluso los que puedan parecernos descabellados). Por último, podríamos detenernos en el rechazo como parte de procesos identitarios. Disentir con un sistema de ideas y de prácticas, con una definición del mundo y con significados más mainstream sobre qué es enfermar y sanar, es también una forma de sentirse parte de algo.

La vida durante la pandemia tal vez nos deje, además de un mundo más desigual, modos de distancia corporal más lejana y, al mismo tiempo, intimidades digitales más intensas; una nueva conciencia sobre la debilidad de nuestras certezas, sobre la delgada línea de la que penden nuestras confianzas cotidianas en el cuidado y el bien común. Todo indica que de aquí en adelante, nuestra vida será más precaria y que deberemos asumir más raudamente la incertidumbre como nuestro hábito.