Crónica

El Hospital Posadas


Eterna emergencia

Más grande que el estadio de River, el Hospital Posadas es una mole que oscila entre la medicina de vanguardia y la decadencia. Único hospital de la Argentina donde se hacen cirugías de Parkinson gratuitas, durante la dictadura funcionó como un campo de concentración. Ericka Díaz lo visitó durante más de seis meses para contar sus historias diarias. Desde las falta de camas, la gente durmiendo en las salas de espera, las guardias y cómo los médicos y enfermeros hacen lo imposible. La realidad de la salud argentina en un solo lugar.

Vicenta Torres Aquino no recuerda cuándo empezaron los temblores. El día que Pedro, su esposo, la conoció en el vagón del  tren, hace casi cuarenta años, ella ya no controlaba todos sus movimientos, estaba acostumbrada y él los acepto. Fue hasta que impidieron que Vicenta sea una persona independiente. Hace 20 años, a los 55, le diagnosticaron Parkinson.

Los dos están cansados. Llegaron muy temprano al Hospital Nacional Alejandro Posadas, ubicado en la localidad del Palomar. Vicenta se hizo los estudios pre quirúrgicos. En dos días es la operación que esperó ansiosa desde hace seis meses cuando se enteró de que existía la posibilidad de mejorar su calidad de vida. Ahora mira el cielo a través de la ventana, pensativa. Sus manos se mueven como si estuvieran mojadas y las sacudiera para secarlas.

—Todo esto nos tomó por sorpresa  —dice Pedro mientras empuja la silla de ruedas—. Ninguno esperaba esta operación. Hace un año, antes de conocer al doctor Fernando Laiguarda, mi mujer estaba tirada en la cama, sin poder hacer nada.

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El Posadas es el único hospital público en la Argentina que realiza este tipo de operación y de manera totalmente gratuita porque cuenta con la tecnología necesaria gracias a un convenio que tiene con Cuba. Ellos aportan los equipos y los médicos sus conocimientos para mejorarlos.

En el segundo piso, la pareja busca un ascensor que funcione entre varios que están fuera de servicio mientras un hombre con delantal blanco habla con las personas que viven temporalmente en los pasillos. Algunos están días, semanas o meses, esperando por un familiar internado en terapia intensiva.

—Vamos a tratar de conseguir más sillones—, les dice.

Las paredes están escritas con mensajes de aliento para los internados, mensajes de esperanza, oraciones religiosas y agradecimientos.

“Alan recuperate mi vida te extraño mucho me haces mucha falta en casa. Te amamos, bebé. Dios te ama y te va a sacar de esta”.

“Dios te protege Valentina. Sos el sol de nuestros días. Te queremos tener pronto en nuestros brazos”.

Desde la ventana se ve a un micro de Policía estacionado.


El edificio original del Hospital Posadas tiene 56 mil metros cuadrados, siete pisos, dos subsuelos, un entrepiso técnico en un octavo piso, cuatro “peines” o sectores que se comunican entre ellos A/B y C/D, 370 metros de largo y 12 de ancho. Una infraestructura gigantesca, casi cuatro veces el largo de una cancha profesional, más grande que el estadio de River Plate.

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En el cruce de la Avenida Marconi y presidente Illia, en el Palomar, las paredes con ladrillo a la vista reflejan la fortaleza del lugar. Desde su nacimiento en 1957 y pese a los golpes que sufrió, la dictadura, la falta de presupuesto, el abandono y la privatización de algunos de los servicios en la década del 90, sigue en pie y a pesar de tener un nuevo sector inaugurado en noviembre de 2015 y llamado “Puerto Madero” por los trabajadores, continúa en crisis.

—Este edificio se construyó como una réplica del instituto Karolinska de Suecia —recuerda Lucrecia Raffo, médica, ex directora del Posadas y actual coordinadora de consultorios externos—. Fue pensado como un sanatorio de internación de larga estancia, gratuito y nacional, para que los más humildes pudieran acceder a los mismos tratamientos a los que la aristocracia o los ricos del país accedían.

Son casi las ocho de la mañana y en los pasillos del Posadas es imposible caminar por la gente que hay. Un hombre dormido espera su turno; una mujer cubierta de ropa que apenas deja ver sus ojos, le da la teta a su bebé; una joven con mirada cansada y piel quemada, tal vez, por el frío, examina una radiografía y un  hombre con las líneas de los años en la cara, ceba mate. Los pacientes pertenecen a una misma clase social: las personas más desamparadas del conurbano bonaerense.

—Hicimos un estudio a lo largo de una década y el 90 por ciento de las personas que egresan de una cama de este lugar viven en diez municipios del Oeste donde en total hay siete millones y medio de habitantes —informa Raffo. Esto quiere decir que la influencia se hace sentir hasta un área que es dos veces la ciudad de Buenos Aires, de casi tres millones.

La luz que entra por las ventanas, algunas sucias y otras rotas, iluminan gran parte de este lugar que desborda de gente.

—No hay indicadores precisos respecto a cuantas camas tiene que haber por habitante, pero la Organización Mundial de la Salud (OMS)  y la Organización Panamericana de la Salud (OPS) estiman que debería haber entre tres o cuatro camas por mil habitantes. Y el Ministerio de Salud define que en la Provincia por cada mil habitantes hay sólo 0,06 camas —explica Raffo desde su oficina en planta baja, uno de los pocos lugares donde no llega la luz del día.

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Lucrecia Raffo, con el pelo largo y suelto, parece una persona relajada, pero cuando empieza a hablar, eso desaparece.

—Hay una brecha, un núcleo duro entre la cantidad de camas y en la cantidad de habitantes. Y no se resuelve comprando el mueble porque por cada uno de ellos tiene que haber enfermeros, médicos, soporte de mantenimiento, de alimentación, administrativo, de laboratorio, de farmacia, de hemoterapia. Nosotros teníamos 450 camas y en estos diez años logramos llegar casi a 500 cuando la mayoría de los hospitales que nos rodean tienen entre 150 y 220.

A pocos metros, afuera de la oficina, la fila para el baño de mujeres es larga, nueve personas afuera y tres o cuatro esperan adentro. Dos policías pasean por el pasillo.


Una noche, un paciente psiquiátrico de 37 años, llegó a la guardia del hospital con un diagnóstico de delirio agudo. Fue examinado y enviado al séptimo piso, al sector de psiquiatría. Cuando lo trasladaron se puso nervioso y al llegar empezó a correr. Vio unas escaleras, una puerta abierta y subió a la terraza. Un médico, dos camilleros y los familiares fueron detrás. El hombre quería suicidarse, pero el enfermero Emanuel García le habló e intentó convencer de no hacerlo.

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—Me convenciste, pibe. No me quiero matar —le dijo el hombre a García mientras los familiares y el psiquiatra miraban con atención.

—Me da miedo bajar. ¿No me das una mano? —, le pidió.

Y el camillero lo tomó de la mano.

—¿Sabés qué, pibe? Ahora somos dos —, dijo Morisse sujetándolo y se tiró al vació con él.

Al día siguiente, las paredes aparecieron llenas de carteles que decían “A Emanuel lo mató la desidia”.

La historia del camillero habla del Posadas y del compromiso de los empleados. La institución te moldea. Si tenés una exposición directa a ese lugar, cambiás. Es como cuando te ponés al sol y tomás otro color. Hay una irradiación que hace que te comprometas mucho, genera una cuestión de pertenencia muy fuerte —dice el escritor Jorge Consiglio, quien escribió una novela donde el hospital es el protagonista.

—La carga simbólica del edificio es brutal y tiene una relación directa del país. Es como si fuera un termómetro. Parece una especie de pústula por la que se hilvana los tiempos de Argentina.


En el hall principal de techo alto, puertas con bordes dorados y pisos de cerámica y madera, una pared tiene pegada desde marzo la lista con los nombres de los 641 despedidos. Personal de seguridad, limpieza, administrativos y médicos. Hay también muros con carteles de denuncias, anuncios de paros, fotos con la cara de Alberto Díaz Legaspe, ex director del hospital y responsable de los despidos y otras con la de Malena Lobo, actual encargada de prensa. A él lo llaman saboteador y a ella ñoqui. Afuera, en el estacionamiento delantero, un micro de policías.

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En un costado del hall hay una frase El futuro habita en la memoria y abajo la foto en blanco y negro de once personas, cuatro mujeres y siete hombres. Ese rincón fue elegido por los despedidos para hacer un acampe abrasando la idea de recuperar su trabajo. En la otra punta, varios pacientes esperan ser atendidos sentados en sillas.

Las barandas doradas brillan naturalmente; las paredes y los escalones de mármol, que no parecen de casi sesenta años son un pantallazo de lo que fue. Un lugar pensado en la época de Perón como un sanatorio para enfermedades pulmonares como la Tuberculosis, muy próximo a la ciudad de Buenos Aires, con cortinas de voile, jardines bien cuidados, con una orientación con respecto al sol y grandes balcones ya que en esa época el tratamiento para esta enfermedad se basaba en baños de sol, en aislamiento y en internaciones prolongadas. Todavía no había aparecido o recién lo estaba haciendo, el tratamiento con medicamentos. Y como siempre estaban los que se salvaban y los que no.

—El proyecto comenzó con fuerza porque estuvo hecho de residentes recién formados, gente ávida de leer y completamente concentrados en lo que tenían que hacer. En otros sanatorios había médicos de la vieja escuela, personas sin títulos que operaban un enfermo cada tanto, pero acá había mucho corazón para hacer cosas, todo el mundo quería ir por más. Había mucho fuego y mucha preocupación por los pacientes. Todo funcionaba- recuerda Juan Manuel Zorraquín,  actual jefe de proctología que trabaja en el Posadas hace más de cuarenta años.


El 28 de marzo de 1976, cuatro días después del golpe de Estado, Canievsky llegó al hospital en su auto, vio dos tanques, un helicóptero y decidió irse. Ese día, el Posadas fue intervenido por los militares a cargo del general Reynaldo Bignone. Más de cien soldados controlaban el ingreso y la salida de los trabajadores.

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—Volví 15 días después. En mi época universitaria había sido militante por eso tenía miedo que me llevaran- recuerda Canievsky-. El clima era de terror. Veía hombres con armas corriendo por los pasillos todo el tiempo. Metieron presos a muchos trabajadores, pero eso no fue lo peor, después transformaron El chalet en un centro de torturas. En 1984 todavía había manchas de sangre en las tablas del piso.

El día de la intervención, Zorraquín entró sin saber muy bien lo que sucedía.

—En las entradas habían hombres robustos e intimidantes vestidos de verde y con botas grandes. No establecían ninguna relación con nosotros. Revisaban los lockers y algunos compañeros, por inocencia, ocultaban sus revistas pornográficas. Muchos no éramos conscientes de lo que pasaba. De un lugar híper activo, con asambleas y reuniones pasó a ser uno silencioso. Fue raro verlo así. Después de eso nada fue normal, pero seguimos trabajando.

Una de las supuestas causas de la intervención fue que se operaba a guerrilleros heridos en forma clandestina, excusa que años después fue desestimada en la causa judicial Juicio Hospital Posadas por el Tribunal Oral Criminal Federal N° 2 y por un informe del director de seguridad del Ministerio de Salud.

—El único motivo para intervenir es que teníamos un modelo de medicina social. Lo querían decapitar porque iba en contra de lo que ellos querían para el pueblo. Ahora, sabemos lo que es una campaña mediática. En 1976, no —dice Lucrecia Raffo.


Detrás de la mole original, una casa ocupa parte del parque. Fue construida para ser el hogar del director y su familia, pero luego se convirtió en el centro clandestino de detención, El chalet.

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Después del estacionamiento de atrás, un camino de tierra, que luego de varios días de lluvia, se convirtió en un mapa de huellas, deja ver tres pilares que dicen Memoria, Verdad, y Justicia y, a pocos metros, el centro clandestino El chalet y en frente, en un terreno que antes le perteneció al hospital, la entrada a un complejo de monoblocks. Atrás, la villa Carlos Gardel.

La casa blanca de dos pisos, con techo de tejas, ventanas con las persianas bajas y rejas negras tiene en su puerta un cartel que dice Escuela de enfermería. En el pequeño hall de entrada, atrás de una puerta, se escucha hablar a una mujer. Los alumnos de primer año de la carrera están pasando clases. El piso está limpio y húmedo. Las pisadas quedan en él. Un aula, un pizarrón que informa la fecha y el horario de la inscripción a las materias y a un posgrado, muebles de madera con bordes trabajados y una habitación para el personal del colegio es todo lo que hay abajo. Una escalera angosta, de madera que chilla y tiembla con cada paso, obliga a subir despacio y deja leer dos cuadros con la historia del lugar. Arriba, un pasillo con metales y baldes intentan obstaculizar el camino, pero no lo logran.

Un dibujo del plano original del Chalet, deja ver que el lugar ha sido modificado. Dos salas: una de segundo año y la otra de tercero, terminan de mostrar toda la escuela de enfermería. Luego, un cuarto lleno de archivos bien ordenados, es la oficina de Derechos Humanos. En el pasillo, una puerta con una ventana que permite ver una pequeña habitación llamada El placard que guarda papeles y accesorios de librería. Un lugar oscuro donde Gladys Cuervo, enfermera del Posadas, estuvo encerrada.

Desde la casa de su hija Andrea en Mercedes, la mujer recuerda su historia en el hospital donde trabajó antes y después de tener a sus hijos.

—En ese momento yo no era consciente de lo que estaba pasando-, dice Cuervo mientras arregla el mantel de la mesa.

El 25 de noviembre de 1976, como todos los días, se había tomado dos colectivos y llegó a su trabajo temprano. Comenzó con la rutina de siempre: los pedidos de farmacia y de internación. Al mediodía la llamaron de la dirección. No le pareció raro.

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Bajó desde el quinto piso saludando a los compañeros con los que se iba cruzando en las escaleras. Los pasillos de planta baja estaban desolados, algo anormal para ese momento del día. En la entrada de la dirección, antes de tocar la puerta, varios hombres la tomaron de los brazos por la espalda, le taparon la boca y le apuntaron con una pistola mientras la arrastran hasta una oficina. Uno la amordazó, otro le vendó los ojos y le ataron las manos y los pies arriba del escritorio. Más tarde, un hombre le retorció los pezones y luego le tiró del vello púbico mientras nadie escuchó los gritos porque estaba amordazada. Cuervo no entendía por qué le estaba pasando eso.

—No te quejés que esto es la aceituna del vermut —le dijo uno de sus torturadores con voz amenazadora y disfrutando el momento.

Cuando ya no había movimientos en el hospital la subieron a una camioneta y luego la metieron en un cuarto de no más de dos metros. Después se enteraría de que estaba en el Chalet.

—Estás en Campo de Mayo-, le dijeron mientras le sacaban la ropa.

Los días pasaron, la música alta con la voz de Julio Iglesias tapaban los gritos de dolor. Gladys ya no recordaba cuándo había comido por última vez, solo le daban agua y cuando lo hacían, intentaban sacarle datos de sus compañeros de trabajo. Información que ella nunca dio. Ella no sabe cómo su cuerpo resistió tanto sufrimiento.

Hasta el 10 de diciembre, o por lo menos eso le dijeron, la enfermera estuvo en El Chalet. Después la llevaron a una casa tapiada con una puerta grande en la base de aérea del Palomar hasta el 22 de enero, cuando la llevaron a su casa y la liberaron.

—Acá está Gladys, espero que no haya ningún reproche porque esto fue una guerra y en una guerra caen culpables e inocentes-, dijo convencido un militar-. Espero que la cuiden.

El miedo no le permitió volver durante casi doce años, cuando empezó a participar en la comisión de derechos humanos del hospital.


El estacionamiento de atrás está lleno de autos, pero ninguno llama la atención. Un camino con pilares techados atraviesa casi todo el predio: la guardería para los hijos de los empleados, la iglesia, en la que se da misa solo los jueves y la plaza que está rodeada por nueve árboles -Tipuana tipu, más conocida como Tipas-, pero que en realidad eran once: a uno lo partió un rayo y el otro fue derribado por una tormenta. Cada uno fue plantado en honor a las víctimas de la última dictadura que tuvo el lugar.

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Esta especie autóctona del norte argentino es muy común a simple vista, pero tiene características únicas ya que unos bichos que habitan en esas maderas segregan un líquido y crean la ilusión de lágrimas y cuando el otoño e invierno vienen por sus hojas, estos resisten y solo cuando estas estaciones se van, las liberan. Un lugar con árboles que lloran y protegen sus hojas.

Cerca de ellos hay dos pilares con placas: la primera dice Por cada detenido-desaparecido-asesinado de este hospital, un árbol y todas las flores de esta plaza y la segunda es una lista con los nombres de los once desaparecidos.


El sol golpea sobre el edificio viejo. En la parte de atrás, en el estacionamiento, un cachorro juega con la botella de un remedio que, tal vez, sacó de la basura o encontró por ahí. El perrito revolea su juguete en aire y lo vuelve a agarrar con la boca hasta que lo deja caer y se queda quieto, con la mirada fija, casi sin parpadear y tratando de escuchar algo. Un aire tembloroso, el viento, trae el sonido de voces y bombos. En la entrada principal hay personas con delantales blancos, ambos celestes, azules, verdes y blancos y personas sin uniformes. Algunos golpean tambores, redoblantes y platillos. Todos mezclados y pidiendo la reincorporación de los cesanteados.  

A mediados de marzo llegaron los primeros telegramas pero no pasó nada; simplemente llegaron. A nadie le sorprendió: los rumores habían comenzado hacía unas semanas. En los días siguientes continuaron llegando hasta que un día la situación explotó. Los ex empleados y sus compañeros se juntaron en la entrada. Algunos canales de televisión cubrieron la protesta afuera y que después se trasladó al interior del hospital. Después de algunos minutos, lo único que quedó fueron los carteles pegados en las paredes y un par de banderas. Todo siguió, como si nada hubiera pasado.

Canievsky está parado en la entrada mientras mira la manifestación. Lleva un delantal largo y blanco y desgastado. Está preocupado. Le habían prometido no despedir a ningún profesional, pero no cumplieron. Echaron a cuatro médicos. Dice que luchará por la reincorporación de sus colegas.


Celeste Dellarzo era parte de la seguridad en Neonatología, el 31 de marzo fue despedida. Cuando dejó su CV, hace más de un año en Recursos Humanos no imaginó que la llamarían. Dellarzo tiene 37 años y seis hijos. Todos nacieron en el Posadas.

—Fue el mejor trabajo que tuve, tenía obra social, un sueldo fijo cada mes y además me sentía muy bien con lo que hacía—, explica la mujer con nostalgia.


La rutina de trabajo de Diego Mohamed, un ex empleado de seguridad, era llegar a las 6 de la mañana, recorrer todo el sector, controlar los accesos, vigilar los pasillos, abrir los consultorios del sector F de Planta Baja para que el personal de limpieza hiciera su tarea y que todo esté listo cuando lleguen los médicos. Pero un día le informaron que ya no tenía trabajo. Mohamed tiene un hijo de 9 años y hoy, todavía está buscando trabajo.

Eduardo Rubio, de 20 años, era del sector de limpieza y para llegar a su trabajo tomaba dos colectivos. Un día su hermano lo llamó por teléfono y le dijo que había llegado un telegrama.

Hernán Dragoevich trabajaba en la Dirección de Derechos Humanos desde hace un año. Un día cuando llegó a su casa un familiar le dio un sobre con un documento.

Los relatos varían, pero todas tienen el mismo final: el desempleo. Los 27 integrantes del acampe, a veces más a veces menos, se van turnando para cubrir todas los horarios, ya que están ahí día y noche. Su esperanza es ser reincorporados. Cada uno tiene una tarea. Hacer carteles, volantes, mantener actualizada la cuenta de Facebook de los trabajadores del Posadas, recorrer calles, colegios y universidades informando su situación. Están organizados. 

—Tratamos de resistir y recuperar nuestros puestos de trabajo. Sabemos que los directivos quieren tercerizar algunos sectores como el de limpieza -dice Dragoevich. Ya lo hicieron en los ‘90.

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Después de reunirse con compañeros en la entrada principal y hablar sobre las medidas que van a tomar los días siguientes, entran a su rincón invisible donde pusieron cinco colchones, una mesa y varias sillas y a pesar de su situación sonríen; sentir que están juntos les da fuerza. Se sientan en el piso, formando un círculo y proponen ideas para mejorar la difusión de lo que está pasando. Cada uno levanta la mano para hablar y Hernán los habilita, su opinión es muy tomada en cuenta por los demás, ya que en casi todas las reuniones, él toma la palabra.

Casi al terminar reciben la comida que sus ex compañeros de cocina les traen y todos corren a la mesa. Empiezan a hablar fuerte, se ríen, hacen chistes, parece que se olvidan de todo y disfrutan el momento, a pocos metros, un policía. Afuera empieza a llover y un trueno los calla.


Es miércoles y Vicenta está internada en una habitación del cuarto piso que comparte con tres mujeres. Tiene la cabeza vendada pero no la pelaron, algo que también le preocupaba. Jorge Pampin, uno de los cirujanos que la operó, le avisa que salió todo bien, que deberá quedarse hasta el viernes y que sentirá débil el lado derecho, pero con el paso de las horas, todo volverá a la normalidad. Pero para la mujer no es habitual no estar temblando.

—Hicimos más de 150 operaciones —dice el médico—. Pero podríamos hacer más, hay quirófanos disponibles y nuevos, solo falta personal que no los habilite. Sergio no quiere que la lista de espera para esta intervención sea casi de dos años.

En su oficina, el cirujano y su equipo comen apurados, tienen una reunión con un grupo de pacientes de Parkinson y una video conferencia con un hospital de Formosa.

—Hay personas que esperan mucho tiempo, con mi equipo tenemos reuniones diariamente para organizar y priorizar los casos más urgentes —dice—. Por ahora hacemos solo una operación semanal si no sucede nada raro.

Después uno de ellos se encargará de limpiar y sacar la basura de la oficina porque en ese lugar hace días que los empleados de limpieza no pasan.


El nuevo sector del Posadas tiene tres pisos. En planta baja y el primer piso están los consultorios y en el tercero, las oficinas de directivos y aulas donde se dan charlas, cursos de capacitación y video conferencias. Con paredes de vidrios, todos sus ascensores funcionando,  cámaras de seguridad, pisos nuevos, máquinas para sacar turnos, aire acondicionado, baños limpios, y personas que esperan en asientos que no están rotos, el nuevo sector destaca del resto.

Desde su nuevo consultorio, Jorge Mateos, médico especializado en cirugía vascular y que es empleado del lugar hace casi treinta años, atiende a sus pacientes.

—Es un lugar muy lindo y vistoso. Lo malo es que crea un gran contraste con el edificio original por eso los de cirugía empezamos  decirle  Puerto Madero al sector nuevo y la villa 31, al viejo. Después se popularizó y gran parte de los empleados lo llaman de esta manera.

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Con una construcción edilicia completamente diferente, ladrillos a la vista versus paredes vidriadas, Puerto Madero no parece parte del hospital.

 —En mi consultorio tengo una computadora para poder dar turnos y así facilitarle los trámites de mis pacientes —dice con entusiasmo Mateos.

Pero este nuevo edificio es parte de un proyecto que todavía no finalizó. En el 2007, la dirección gestionó ante el Ministerio de Salud una gigantesca licitación, el Plan director,  que consiste en la realización de obras edilicias para rehacer el hospital a nuevo. Como se iba a hacer con el Posadas funcionando se decidió hacerlo en dos etapas. La primera contemplaba hacer un edificio- Puerto Madero- que tendría todos los consultorios externos, todas las áreas de administración, de docencia e investigación. Además doce nuevos quirófanos, un servicio nuevo de esterilización, la refacción de la cocina, un banco de tejidos, un laboratorio de histocompatibilidad y que incluida escaleras externas de incendio, que debido a la época en la que se construyó no tiene.

—Trabajar durante la obra en construcción fue muy difícil, pero se pudo hacer. Desde septiembre de 2010 este sitio está en una obra de 21 mil metros cuadrados, de los cuales 15 mil eran nuevos y 6 mil de refacción interna- dice Raffo.

—Ahora el Posadas está listo para empezar la segunda etapa. Cualquier gestión que venga tiene que entender que es inviable tener un edificio de atrás en el estado en el que está y el de adelante completamente nuevo —explica


Son las doce de la noche de un sábado, Susana, de 65 años, ojos saltones, pelo oscuro y una campera colorida está parada en la puerta de la guardia de adultos. Con dos bolsos cruzados en sus hombros, mira para adentro a través de las ventanas, camina, pide un cigarrillo, se lo dan, pero no lo fuma; lo guarda en su bolsillo. Hace un año que la mujer es indigente y duerme en las sillas de la sala de emergencias.

—En este lugar, de noche, tenés que tener cuidado. A mí me robaron el mate y el termo mientras dormía- advierte la mujer.

Susana camina, habla sola, bromea con los empleados, putea a los de seguridad. A veces, divaga, pero la realidad todavía no la deja.

—Duermo en una butaca, imagínate cómo está mi vida, cómo estará mi alma y todavía se ríen de mí y me discriminan —dice con la voz cortada mientras sus pupilas tiemblan y sostienen lágrimas que no quieren caer—. No me queda otra que aguantar.

A la una, la mujer entra a la guardia; lo primero que se ve es otra puerta blanca, atrás de ella los médicos. A un costado, dos ventanillas con rejas blancas casi no dejan ver la cara de la empleada que atiende del otro lado, un porta televisor vacío, una cámara de seguridad y al final, varias sillas metálicas para los pacientes, familiares que esperan y personas sin hogar como Susana que ya está recostada en dos butacas.

Casi a las dos y media de la mañana, un chico de nueve años llega junto a sus padres. Viene de la guardia infantil y espera que lo llamen de la sala de emergencia traumatológica, que es la única especialidad que comparten grandes y chicos.

—En estos casos, el traumatólogo debería trasladarse hasta la guardia infantil —dice Soledad Hidalgo, una médica que trabajó años en ese sector—. Pero en la realidad las cosas no siempre funcionan como deberían.

Un hombre alto y robusto entra junto a una mujer delgada que apenas se puede mantener erguida por el dolor.  Se sienta rápidamente mientras sus brazos cruzados rodean su panza.

—Tiene cálculos —le dice el hombre a la empleada de la ventanilla.

Ella toma nota y le pide que esperen a ser llamados. Casi una hora después el hombre se retirará puteando y la mujer en la misma situación en la que entró.

—La violencia siempre está presente. Hay seguridad, pero cualquier persona se puede descontrolar por no ser atendida a tiempo o motivos similares, hay que tener en cuenta que la gente que viene acá no la está pasando bien —dice Hidalgo.

Aproximadamente a las tres y media, el chico se retira con el brazo enyesado, un perro duerme enrollado en el medio del salón, Susana está tapada con una manta de polar hasta la cabeza; la puerta se abre bruscamente, un hombre grita y pide ayuda con una mujer desmayada en sus brazos, y entra directamente a la sala de médicos. Al final, una nena entra llorando y cargando una cartera.

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—La gente viene enojada porque en otros hospitales no los atendieron. Algunos me dicen “me derivaron acá” y yo les explico que no los derivaron sino que los echaron a la calle. Derivar es trasladar en ambulancia —dice Verónica Alonso, una médica residente de 29 años—. Tenemos cirugías en doble turno a diferencias de otros, pero muchas veces no tenemos lugar y tuvimos gente recién operada sentada en sillones de la guardia.

Algunas noches, las guardias son tranquilas, otras no.

—El 25 de diciembre, una mujer entró junto a un chico en silla de ruedas que  tenía la pierna baleada. Era el mismo chico que hace dos años salió a robar con su hermano mayor y justo eligieron a un policía. Terminó con un tiro en el tórax que le rompió la medula; el chico de 15 años, que pesaba 30 kilos mojado y con casquetes de balas en el bolsillo de la campera, quedó parapléjico —cuenta perturbada Alonso—. A los dos días, cayó el hermano baleado con seis tiros en el abdomen. Se le hizo una cirugía enorme, tuvimos que sacarle parte del intestino, sacarle un riñón, hacerle suturas; quedó con una colostomía.

Los hermanos Lorenzo, como les dice la residente, estuvieron internados al mismo tiempo; los dos baleados. El mayor después fue preso.

Aunque son casi las seis todavía es de noche. La puerta de la guardia de adultos no cierra. Afuera, una lamparita ilumina la entrada, pero el perímetro de alcance es pobre; hay gente parada esperando noticias de sus familiares, gente que fuma, gente que habla, llora o no dice nada.

 La oscuridad altera los nervios pero el olor de los arbustos que marcan el camino de salida, tranquilizan en parte. Desde la Autopista del Oeste se ve la entrada principal del Posadas y su nueva fachada que deja ver los pasillos y las oficinas. Y en los pilares, adelante de la puerta principal, una bandera mal puesta, casi caída, dice algo de los despedidos.


La luz del día entra por la ventana e ilumina casi toda la habitación de Vicenta a pesar de estar nublado y que una de las persianas este caída. Las migas de las galletitas del desayuno están en su pecho y su camisón rosa. Sus brazos todavía no pueden sostener un vaso, no tiene fuerza, pero ya no tiemblan. Pedro la sostiene para que ella pueda salir al balcón y caminar como le recomendaron los médicos. Desde ahí puede ver todo el predio: el estacionamiento, el parque con los árboles en honor a los desaparecidos, la iglesia cerrada, la guardería, el Chalet y el grupo de despedidos con banderas que cada tanto dan una vuelta al lugar para recordarle a los demás que están ahí.

Hoy Vicenta deja el hospital y sus tres compañeras de habitación continúan en sus camas metálicas. Una mujer, con bata y sábanas de animal print, hojea una biblia que todas las mesas de luz tienen; la otra duerme para pasar el tiempo ya que está internada hace más 50 días y la última busca la manija del baño que está sobre la mesa, cerrar de esta manera les asegura que nadie, excepto ellas, lo use.