Ensayo

En las trincheras de la imaginación


Teatro, arte, capillas, libertad, balbuceos y frenesí

Con alegría y como miembro de la cultura rock, con deseos de comprender y dejarse atravesar, Fito Páez escribe a partir de dos artefactos poéticos que lo conmovieron profundamente: “Eclipse”, un raid dislocado sobre la identidad donde la sensación es omnipresente y “La gesta heroica”, la última obra de teatro de Ricardo Bartis sobre la nación humana. El objetivo nuclear del artista es desconcertarnos, devolvernos el misterio, dice Páez, en este manifiesto que descree que el arte esté en sus finales. No hay nada ni nadie superior en el terreno de las expresiones artísticas, la pureza no existe, los dioses no están en ningún lado.

Las expresiones verdaderamente artísticas no toleran ya las anacrónicas sentencias de lo superior sobre lo inferior, de lo erudito sobre lo popular, de la canonización de ciertos popes en cuestiones de lógicas y razones que se imponen por preceptos surgidos en las capillas internacionales de lo auténtico o lo avant garde de cualquier naturaleza. Salvo en el orden de lo castrense dentro del marco de una guerra, o en la dirección de un proyecto artístico o en el marco de una empresa que necesita ordenar sus prioridades de producción para la manufacturación de un producto equis, o en los probados e ineficaces verticalismos de antiguas formas políticas, descreo fervientemente de las jerarquías. Encuentro allí una réplica, no tan oculta, de la cultura meritocrática, tan arraigada en el capitalismo más salvaje en plena decadencia. Parte de la intelectualidad más conservadora alrededor del mundo no se ha dado cuenta del acto fallido que se revela ante la enunciación de estos axiomas, finalmente policiacos. No hay nada ni nadie superior en el terreno de las expresiones artísticas. La pureza no existe. Nos quedan los híbridos. 

Asistí a charlas y debates sobre estas cuestiones en el tiempo que me tocó vivir, solo me queda el sabor amargo de haber presenciado, nunca creído, en estas discusiones estériles, cuya única finalidad ha sido siempre la de establecer el dominio de un pensamiento por sobre otro. Algo muy parecido a la patética lucha que se desarrolla hoy en la vida política argentina. La imposibilidad del diálogo y el placer del disenso en estos días solo da cuenta de la boba pasión humana que consiste en quedarse con la última palabra y la chiquilinada de mojarle la oreja al otro, el supuesto enemigo. En el arte no deben existir estas réplicas del kick boxing. Esta disciplina, llamémosle crítica jerárquica, anula el intrínseco carácter humanista que conllevan las expresiones artísticas. “Este escritor es el más grande escritor de…etc.” dirá una avezada crítica cultural refiriéndose a un escritor equis, dando por tierra a todos los demás escritores o escritoras que pasarían a formar parte de un grupo de figurantes descartables en la vida literaria por no poseer el genio necesario para ser tenido en cuenta en los grandes olimpos de la historia. Se ve obscenamente decrépito este sistema de descarte por el cual quien no escribe como Borges, como Saer, como Lispector, como Shakespeare o cualquier otro iluminado, estaría destinado al limbo de los mediocres condenados al olvido. La desesperación reina sobre las vidas humanas. En los célebres y en los no tanto. Así entonces, todo sistema jerárquico de cualquier orden se instala dentro la lógica del mercadeo del ingenio (disciplina aburrida si las hay), de la picardía o cierta inteligencia para erigirse como una voz “autorizada” en sociedad por el carácter histriónico del divulgador o divulgadora en cuestión (con todas las posibilidades de fallas posibles) y en la tácita deshumanización del misterio como elemento central en el arco de las expresiones.

Todo puede y debe ser expresado. Encuentro que existe una obligación moral dentro de nuestro paso por la vida y es el respeto por la vida misma. Finalmente, el postulado de Von Clausewitz es una verdad inmanente en el devenir de la condición humana: “La política es la continuación de la guerra por otros medios”. Trasladar este axioma al arte es un suicidio inútil. La discusión sobre quién tiene las verdades sobre las artes es la continuación de la guerra por otros medios.

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“Soy yo mismo” declara el protagonista excluyente de Eclipse, el artefacto poético de Matías Umpierrez. Una conferencia sobre la historia de las máscaras. Un raid dislocado sobre la identidad. “Un catálogo incompleto sobre el anonimato” reza la sinopsis en el programa de esta ¿pieza? ¿espectáculo? ¿obra teatral? ¿conferencia? ¿patchword posmoderno? Una de las tantas virtudes de este dispositivo inclasificable es que convive en perfecta consonancia con la búsqueda y anulación de las nuevas nomenclaturas en cuestiones de género. Primera gran paradoja y certeza. Todo aquí será, por lo menos, ambivalente. Se terminaron las definiciones. Se asiste a un lago escénico donde la sensación omnipresente es que todos los conflictos terminan envueltos en el arco del gran conflicto atávico de la humanidad, que es entre los que detentan el poder y los que no. 

La certeza de la identidad que te brinda un documento (...) puede ser inspeccionada por el deseo inclasificable de perderse en alguien cualquiera, una noche cualquiera, en cualquier lugar y así encender un fuego en el interior que logrará, por fin, enfrentar aquello que creemos que somos con lo que deseamos (...)

Sentir la risa burlona de Copi sobrevolando el bolero de Ravel y la sensación en la piel de los rostros de las cortesanas de la joven aristócrata, conocida como Lady Grace, en el episodio de la conspiración de la pólvora durante el siglo XVI en la vieja Inglaterra antes del frustrado atentado al parlamento, es una perfecta provocación al zombi que habita en cada uno de nosotros. Ellas, las pobres, no podían usar máscaras. Las ricas sí. Volver a escuchar destellos de lo que alguna vez fue la lucha de clases en el medio del cambalache tecno junto a fragmentos de una entrevista a Michael Foucault, insolentemente enmascarada hasta el día de su muerte, es una sensación refrescante. Sensaciones dentro de un espacio donde el tiempo parece circular igual que las agujas del mono relojero. Se siente la respiración poética de este magnífico artista que es el Sr. Umpierrez. El despliegue virtuoso de su cuerpo como máquina expresiva da cuenta de su poética franciscana e infinita. El teatro convertido en una discoteca filosófica que todo lo pervierte, en una conferencia moderna que se ríe de los conferencistas. En una mise en escene literaria donde las paredes de tu casa-caverna se pueblan de máscaras que te miran expectantes y desconciertan: objetivo nuclear del arte. La certeza de la identidad que te brinda un documento o una lápida con tu nombre y apellido como factor central de la existencia, puede ser inspeccionada por el deseo inclasificable de perderse en alguien cualquiera, una noche cualquiera, en cualquier lugar y así encender un fuego en el interior que logrará, por fin, enfrentar aquello que creemos que somos con lo que deseamos en un maelstrom de máscaras sobre máscaras.

La perspectiva universal de Umpierrez logra no perder de vista las especificidades. El horror que conlleva el NN desaparecido junto al maravilloso desconocido. La vista de un astronauta desde el espacio exterior de nuestro planeta perdido en la inmensidad no descarta el deseo de volver a estar con papá en su taller, en la casa de la infancia. Sin dejar de afirmar que el escape hacia la vista fabulosa desde lo inconmensurable y el deseo del regreso al útero familiar termina convirtiéndose, aun a nuestro pesar, en un acto reflejo incondicional de quienes somos. Así como el golpe del martillo en la rodilla en un examen neurológico. Ser- perderse-volver.

Eclipse es un artefacto-poético-máscara que genera sensaciones. ¿Se acuerdan? Sensaciones. Apagar el celular y sentir. Aunque sea la incómoda sensación de ansiedad por no poder prenderlo durante dos horas. Algo que no van a sentir en las redes, ni en calle Corrientes, ni en el televisor, ni en ningún dispositivo como este en el que estoy escribiendo. El teléfono como máscara. La máscara como naturaleza. “La música como máscara del silencio. El libro como máscara de las palabras” desliza el texto de Umpierrez en un pasaje crucial teñido de imágenes, sonidos y movimientos de objetos escenográficos.

Los dioses no están en ningún lado. No hay jerarquías. Tu papo discursivo no te sirve a la hora del amor. Tu máscara inteligente se terminará desintegrando frente a la visita de un recuerdo inesperado. 

Salí de la sala con una nueva libertad adquirida. Un amigo desconocido envuelto en una máscara sabía más de mí que yo mismo.

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Ricardo Bartis es uno de los más relevantes artistas del mundo. “La gesta heróica” es la gesta fallida de una familia acorralada en sus propias miserias. Pero sobre todo la del padre de esta familia, construido por un Luis Machín inmenso dentro del laboratorio Bartishakesperiano basado en el Rey Lear. La trascendencia de la obra de Bartis se impone a través del tiempo igual que una disciplina enloquecida que baila al ritmo de su inquebrantable pasión. Todas sus mañas, sus búsquedas, sus investigaciones colectivas, su forma de ver el mundo están aquí amplificadas por el devenir de la experiencia. Es inevitable ubicarlo en el epicentro de la escena. Como artista, como objeto de representación de sí mismo a través del personaje del padre y como un Lear de la cultura argentina. Su tozudez basada en derribar mitos, utilizándolos, entra por lo menos en el terreno de lo épico. 

Salí de la sala con una nueva libertad adquirida. Un amigo desconocido envuelto en una máscara sabía más de mí que yo mismo.

Hay un parque de diversiones que no funciona más. Una posible futura herencia. Dos hermanos. Uno sometido y otro que intenta dejar de pertenecer a los dominios de un padre siniestro. Una hermana vejada y perversa. Un pueblo al lado de una playa. Unas luces de feria de provincia y una música tocada por un piano lúgubre. Al niño rey Bartis se lo ve desatado, soltando todas las amarras posibles de la decencia, el buen gusto y la progresía. La vida política argentina, finalmente no sirvió para nada, pareciera decirnos. No hay que caerle bien a nadie. Bartis apela al humor, que es el río donde se siente cómodo y llega al paroxismo de la tristeza situando a sus personajes en las fronteras de la burguesía bienpensante, en el centro de la locura. Sentencia veladamente que todas las clases sociales padecen los mismos conflictos como un estigma. El estigma de ser humano. Todo esto revelado en su gabinete mágico a través de la luz infrarroja de su alma y la certeza de un profundo conocimiento de la materia humana. No importa que el padre quiera cogerse a su hija. No importa que los hermanos quieran cogerse a su hermana. No importa que su hermana quiera cogérselos a ellos. No importa que tomen cocaína y se la escondan entre todos en el punto más alto de la degradación moral. No importa la codicia manifestada impúdicamente en esa casa a la que todos los personajes odian y de la cual no tendrán escapatoria posible. No importa porque esa representación es el corpus de la nación argentina. De la nación humana. Ese lugar hacia donde nos dirige con virtuosismo y estilo inconfundible este artista inclasificable, brillante y desmesurado. 

El público sentado en butacas frente a la escenografía donde se desarrollarán los hechos dentro del escenario del teatro Cervantes de la ciudad de Buenos Aires con la inmensidad del espacio teatral vacío detrás, da una idea cabal sobre dónde está y dónde se ve Bartis hoy, en esta Argentina del siglo XXI. Una vez desaparecido el Sportivo teatral del barrio de Palermo, la casa de los sueños de este hombre ineludible de nuestra historia, esta gesta se torna inapelablemente heroica. Ricardo Bartis es uno de los últimos soldados defendiendo las trincheras de la lucidez y la imaginación ante el advenimiento de un mundo falto de luces, salvajura y sensualidad. Vive agazapado, comiendo lo que haya. A sol y sombra. Con un arma de balas mortales y la hidalguía de quien se sabe caminante en el sendero de los valientes. El teatro emerge de entre los muertos, de sus propias cenizas y toca su réquiem de resurrección gloriosa en las manos de este artista excepcional.

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“El arte está en sus finales” me dijo hace una ponchada de años un escritor a quien quiero. 

Descreo profundamente de este postulado. 

En las napas más profundas del subconsciente, anida en el artista, hasta que es puesto a volar en sus obras, el deseo irrefrenable de expresarse. Vive interpelado por las enseñanzas de la historia y las leyes más salvajes que dicta su corazón a la hora de poner manos a la obra por sobre cualquier otro interés. Sea reconocido o no en su época.

Lejos de intentar generar polémicas no encuentro una razón única por la cual me cachetearon estas dos expresiones tan disimiles. ¿Sera mi inocultable piscianismo? ¿mis ansias de devorarlo todo? ¿mi tendencia natural a sentirme cómodo en mundos aparentemente distintos? ¿A quién le importa eso? Mi espacio de libertad lo defiendo con uñas y dientes. Esto ha sido siempre así. Con alegría y como miembro de la cultura rock, en los términos en que los expresó David Bowie una veintena de años atrás. Con deseos de comprender y dejarme atravesar por todo lo otro.

 
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Eclipse - Fotos: Sebastián Arpesella.
La Gesta Heroica - Fotos: Mauricio Cáceres.