Ensayo

Mitos y fetichismo del voto electrónico


Hackear la política

En el proyecto de reforma electoral, que se discute en el Congreso, se reemplazan las boletas de papel por el voto electrónico. Sus defensores parten, sostienen los académicos Nahuel Levy y Guido Giorgi, de una falsa premisa: un proceso automatizado asegura mayor eficiencia, seguridad y transparencia que un proceso manual. Pero cabe hacerse algunas preguntas elementales: ¿Padece el Sistema Electoral actual un problema de desconfianza? ¿La implementación de tecnología nos garantiza la seguridad y transparencia? ¿Están los tres pilares de cualquier elección -el secreto, la integridad y la auditabilidad- garantizados?

Escrito en colaboración con Guido Giorgi

Fotos: DYN

 

Un fantasma recorre las urnas. Es el fantasma del clientelismo. Para combatirlo, el Poder Ejecutivo Nacional envió, el 28 de Junio de 2016, un proyecto de Ley que sería la primera etapa de una “amplia” reforma electoral, que comenzaría con el reemplazo del instrumento de votación para pasar de las boletas múltiples partidarias a la boleta única electrónica (B.U.E.). Aunque la fundamentación del Proyecto de Reforma se sustenta en principio en la eliminación de las boletas partidarias y su reemplazo por una boleta única, pronto da lugar a la argumentación a favor del uso de un sistema electrónico, destacando su supuesta eficacia para facilitar el ejercicio del voto, para ofrecer resultados con celeridad y -dicen-, para fortalecer la confianza de los electores en el proceso electoral.

 

La apología no es sólo mérito de sus impulsores políticos. Acompañan desde editoriales escritas y televisadas un grupo de intelectuales y opinólogos de la innovación, en conjunto con referentes de una parte de los think tanks de políticas públicas.

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Vale la pena revisar algunos de los argumentos de los defensores de la implementación de tecnología en el sistema electoral argentino. Estas posturas parten de un diagnóstico incorrecto y, como corolario, desarrollan una serie de propuestas sustentadas más en un fetichismo tecnológico que en la pretensión real y concreta de mejorar la calidad institucional de la vida democrática.

 

El caso de los recientes referéndums sobre el Brexit en el Reino Unido y el proceso de paz en Colombia nos dejaron incómodos interrogantes respecto de los límites de la democracia. Para algunos, fue un error depositar en el arbitrio de una mayoría simple decisiones tan serias y de complejas implicancias como la salida de la Unión Europea o la paz. El pueblo, dicen, no sabía lo que votaba; quizás, le faltaba información o siquiera interés en tan importantes asuntos. De ahí la baja tasa de participación. Dicen también que estos resultados prueban que la democracia no funciona bien. En realidad, lo que quisieran decir es que no funciona porque el resultado de los referéndums no era el que ellos querían. El pueblo no eligió bien.

¿Cómo mejorar la democracia? Los cultores de la innovación optaron por su zona de confort: las “nuevas” tecnologías. Estos tecnófilos parten de una -falsa- premisa: un proceso automatizado asegura mayor eficiencia, seguridad y transparencia que un proceso manual. Pero cabe hacerse algunas preguntas elementales: ¿Padece el Sistema Electoral actual un problema de desconfianza, como sugiere la fundamentación del proyecto de la B.U.E.? ¿La implementación de tecnología nos garantiza la seguridad y transparencia, propiedades que dan por descontada en el instrumento electrónico?

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Hay argumentos de sobra para dudar del punto de partida que afirma la existencia de una desconfianza generalizada en el sistema tradicional. Muchos de ellos ya han sido repetidos hasta el cansancio, pero vale recordarlos: desde 1983 a la fecha, no se registran denuncias de fraude a nivel nacional, ni tampoco existen evidencias de irregularidades graves. Asimismo, se corrobora un alto nivel de participación de fiscales. En cuanto a las experiencias recientes en el mundo, sólo siete países pusieron en marcha alguna variante de voto electrónico; cinco de ellos lo implementaron y luego volvieron al sistema en papel al experimentar sus límites y riesgos peores que los del antiguo sistema, entre ellos Alemania e Inglaterra. En el resto del planeta se aplica el sistema tradicional.

 

El gobierno de Cambiemos aprendió rápidamente el arte de la puesta en escena. Saben que, en política, la forma es más importante que la sustancia. Un montaje cinematográfico cubrió la experiencia etnográfica de Macri en un colectivo de línea en Pilar. Timbreos cuidados, aptos para todo público. También hay errores, puesto que la (in)sustancia aflora: una Coca Light en la reunión con empresarios de Pepsi; una frase inconsulta y desafortunada sobre la soberanía como tema de un encuentro bilateral, que desata conflictos en flanco interno y externo. La B.U.E. no parece más que otra de esas puestas en escena, esta vez con una ilusión de transparencia que opone una imagen de eficiencia y libertad ante un populismo anticuado, de oscuro manejo manual con fines non sanctos. Populismo que nos privaría de libertad de elegir bajo la amenaza de la coacción y a cuya vetustez debemos la demora (siempre sospechosa) de la difusión en los resultados, en tiempos en que la tecnología nos domesticó en la inmediatez.

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Velocidad, transparencia y el tan ansiado fin del peronismo… perdón, populismo…  digo, clientelismo. De acuerdo a sus impulsores, la reforma está orientada principalmente a fortalecer la transparencia del proceso electoral, procurando eliminar al mismo tiempo a uno de sus principales enemigos: el clientelismo. El jefe de la bancada de Diputados del PRO, Nicolás Massot, presentó el proyecto de B.U.E. argumentando que “lo más importante es darle un golpe al clientelismo”. Unos días antes, una editorial en La Nación auguraba que, de implementarse, la BUE constituiría el “fin del peronismo”, un pronóstico que en la historia política de nuestro país no resulta nada original.

 

Adrián Pérez, Secretario de Asuntos Políticos del Ministerio del Interior, reconoce que la Boleta Única en papel es una buena opción -en realidad, ella arreglaría los problemas inherentes al uso de boletas partidarias- pero, dice, “nosotros queremos mayor tecnología, para ayudar a la transparencia y la exactitud en el resultado”. Nos deja con las ganas cuando esperamos saber en qué modo la B.U.E. es más transparente y su resultado más exacto que el de una posible boleta única en papel.

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En la propuesta oficial, el respaldo en papel del sistema propuesto contiene un identificador de radiofrecuencia (RFID), que es grabado en el momento de emisión del voto y que posibilita al elector corroborar su voto en la máquina de votación. Pero así como sirve al votante, también habilita la posibilidad de chequear qué votó cada quién en otras máquinas portables, como un celular. Esto lo probó Javier Smaldone, durante el plenario de comisiones de la Cámara de Diputados de la Nación: logró identificar el voto efectuado en dos boletas modelo con tan sólo apoyarlas a un smartphone algo añejo.

Señalemos lo obvio: cualquier persona con un dispositivo móvil dentro de la zona de votación sería capaz de conocer el voto de cada ciudadano. El secreto del voto puede ser vulnerado con mucha mayor facilidad que con el sistema tradicional, en el que era necesario forzar el sobre. Quizás esta sea la transparencia a la que se refieren.

 

Pero es inútil. La transparencia prometida se desvanece en un oscuro procedimiento que los mortales nunca seremos capaces de conocer. La confianza en el sistema tradicional radica en que prácticamente todos los ciudadanos de todos los rincones conocemos los límites de la herramienta. En el sistema de B.U.E., la confianza de los electores adquiere una importancia mayor, y nos exige un extra: que la misma sea ciega. Si por alguna razón se socavara dicha confianza, no tendríamos forma inmediata de reestablecerla. Tampoco nos dice el proyecto qué alternativa vamos a utilizar en caso de problemas técnicos imprevistos el día de la elección.

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Un upgrade. La tecnología hoy aparece recubierta de la voluntad fantasmagórica propia del fetichismo tal y como lo expuso Karl Marx para la mercancía, pero de un modo exacerbado.

Asistimos a un momento en el que los think tanks de expertos debaten el desarrollo de ciudades inteligentes, proponen incorporar el uso de celulares al proceso educativo, y ahora aportan a la discusión sobre la implementación de la B.U.E. Como si fuera una aplicación que se descarga de un sitio web, para ellos la democracia necesita un upgrade. De esta manera, en una destacada charla TEDx Río de la Plata, podemos escuchar a una integrante del Partido de la Red afirmar que la democracia está estancada y que, para actualizarla, es necesario innovar, “ampliando el ancho de banda” y democratizando el acceso a la tecnología. Desde el partido lo llaman “hackear la política”.

 

De la misma manera, desde la fundación Democracia en Red (vinculada al Partido de la Red) promueven el uso una app que habilita la posibilidad de organizar discusiones sobre temas de interés públicos e incluso votar online. Su nombre es DemocracyOS y permite la elaboración de propuestas, su discusión y su sometimiento a votación. Como si se tratara de una virtud, la herramienta permite que el usuario que no se sienta capacitado para opinar de determinado tema delegue su voto en otra persona. En primer lugar cabría preguntarse si esta representatividad política de segundo orden tiene sentido, en la medida en que el pueblo no gobierna sino a través de sus representantes, y para eso mismo ya existen las elecciones.

Si las innovaciones tienen como objetivo mejorar la calidad democrática fomentando la participación y eliminando al clientelismo, parece paradójico que se habilite la posibilidad de delegar el voto. En este imaginario, el clientelismo es un acto eminentemente violento que se ejerce sobre una fracción vulnerable de la sociedad. Sin embargo, el clientelismo pone de relieve un conjunto de relaciones que, además de su condición violenta, sirven a la satisfacción de las necesidades básicas a partir del acaparamiento de recursos estatales que hacen los punteros. Hace algunos años, Daniel -un habitante de Lugano I y II- nos contaba sobre uno de los punteros del barrio: “Jorge es una persona excelente. Él se ocupa de la gente, es un ser humano excepcional. Sufre mucho porque la gente que lo va a ver siempre se va con alguna solución a sus problemas. Tiene respuestas para todos. A todos les da consejos...”. Si Daniel pudiera delegar el voto, ¿En quién creen que lo haría?

 

Ingeniero Juárez es una localidad de la provincia de Formosa, donde viven alrededor de 25.000 personas. En gran proporción, muchas de ellas Tobas y Wichi. Se encuentra a 500kilómetros de la capital provincial, pero el viaje en colectivo desde allí toma unas 9 horas. Solo su avenida principal está asfaltada, obra que data allá lejos por los 90. El contacto por Internet con Ingeniero Juárez presenta varias dificultades. Tanto la señal de celular como la de Internet funcionan de modo esporádico, y la tecnología 4G no existe en la zona. El atardecer laborable de Juárez despliega impactantes colas de gente que, desde la noche anterior, realizan una vigilia cada jornada en la puerta del Banco de Formosa con el fin de recibir asistencia social en un pueblo en el que ganarse la vida parece tarea heroica. ¿Qué uso tendría las herramientas de participación política digital aquí, donde la ausencia del Estado se materializa en cada una de sus carencias? ¿No estarán los innovadores proyectando sus propias condiciones de vida -de las oficinas de los centros metropolitanos del país- omitiendo la diversidad cultural y material del país, e invirtiendo el orden de prioridades?

 

En lugar de mejorar el vínculo de representación, esta innovadora funcionalidad nos deja en el umbral de una versión 2.0 de voto calificado y el clientelismo institucionalizado.

 

¿Más rápido es mejor? Las demoras en la obtención de resultados en las últimas elecciones nacionales, junto con las cada vez menos confiables predicciones de las encuestas de intención del voto, constituyen otro argumento utilizado para mandar a la tecnología a la cancha electoral sin precalentamiento. Las encuestas no pegan una, dicen.

 

 

Para contar con encuestas más certeras, los innovadores sugieren incorporar modelos de big data, o data mining, similares a los que se emplean en Internet para “mejorar” los resultados de una búsqueda, o directamente sugerirnos productos y servicios que pueden interesarnos. Estos algoritmos cruzan varios de los datos que entregamos (muchas veces sin saber) al navegar por internet: nuestra ubicación, las búsquedas previas, intereses, formularios completados, entre otras cosas.

 

 

Para Ana Iparraguirre, asesora de la campaña presidencial de Enrique Capriles en Venezuela y creadora de la consultora Quiddity, los votantes de hoy son menos apegados a una ideología o un candidato, y deciden dentro del cuarto de votación, “de forma impredecible”. Frente a ello, Iparraguire sostiene que “mucha gente se siente reconfortada ante el poder científico de los algoritmos”.

 

 

¿Qué subyace detrás de la idea que, ante la volatilidad del votante, los modelos matemáticos sean necesarios para predecir mejor el voto? La sugerencia enciende una alarma: un algoritmo podría saber mejor que uno lo que uno quiere, lo que se está dispuesto a elegir. Usted, votante medio, aún no sabe lo que quiere, pero tenemos una app que decidirá por usted mejor que usted.

 

Por otro lado, nos debemos preguntar en qué sentido contar con resultados más rápido, o con encuestas más representativas constituye una mejora en la calidad democrática. La respuesta es: ninguno. Tener resultados más rápido sólo es útil para acallar las ansiedades de periodistas, políticos y ciudadanos. Los tecnófilos prometen mayor velocidad del recuento, abandonando los viejos métodos del conteo a mano, de confección de planillas, de papeleos y traslado en el Correo Argentino. Sin embargo, no es mayor garantía de resguardo del voto popular.

 

En cuanto a la crítica a las encuestas de opinión, ofrecer un producto tecnológico que pueda predecir lo que los votantes van a elegir -incluso, lo que aún no saben que van a elegir- parece un negocio formidable para las consultoras de opinión. Lo que ofrecen no es una certeza de representatividad en los resultados. Lo que ofrecen es la ilusión de un modelo algorítmico que construya su legitimidad en base a esta creencia. La utilidad política de una herramienta con este prestigio no tiene nada bueno -ni nada malo- para ofrecerle a la democracia. Antes bien, se trata simplemente de mejorar un negocio cuyos clientes son los partidos políticos y “fundaciones” asociadas los que estarán dispuestos a adquirir estos seductores servicios.

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La fiaca. Quizás uno de los argumentos más llamativos de los tecnófilos es que la incorporación de tecnología serviría para atraer a los electores, ante una baja de la participación electoral causado por el poco atractivo que tiene el acto de votar. Esta situación ciertamente sería un indicio de un menor compromiso con la democracia… si fuera cierto. En nuestro país, en efecto, las últimas elecciones presidenciales de 2015 tuvieron el nivel de participación más alto desde 1995, hace ya más de 20 años, con el 81,07% del padrón. En el caso de las legislativas, hay que remontarse 24 años atrás para encontrar niveles de participación equivalentes.

  

Los “innovadores” sugieren que estos niveles se deben a la obligatoriedad del voto. Casi la mitad de los 26 países que imponen por ley la obligatoriedad del voto son latinoamericanos. El IDEA estima una diferencia promedio de participación de 7% a favor de los países de voto obligatorio. Sin embargo, la afirmación empírica adeuda una justificación. ¿No será que en Latinoamérica la participación se ejerce como afirmación positiva en contra de los años de prescripción, militares y genocidios antes que por su obligatoriedad?

 

Si estamos dispuestos a escuchar, los números de votos no válidos nos dicen muchas cosas. Por ejemplo, que en 2015 las elecciones nacionales tuvieron una escasísima cantidad de votos inválidos (3,32%), nivel comparable por ejemplo a 1989 (elecciones anticipadas, 2,10%), 1983 (retorno de la democracia, 2,5%) y 1973 (retorno de Perón, 2,6%). En el otro extremo, en el año del “que se vayan todos” -2001-, los votos inválidos llegaron al asombroso 21%. Pero en lugar de complejizar la participación y leer lo que las urnas dicen del contexto político, los innovadores nos hablan de la “fiaca de ir a votar”, de llevar las urnas en food truck voting o de anticipar los votos vía web. Todo esto es coherente con otra intención, quizás subrepticia: la de aislar la participación de un acto eminentemente social y público como el de asistir a una elección y convertirlo en acto privado e individual.

 

Émile Durkheim decía que en toda sociedad existen ciertos momentos especiales -ritos- que tienen como función el reforzar el vínculo entre los individuos, reviviendo el sentimiento de pertenencia colectiva, una entidad más grande que los trasciende. La jornada electoral es uno de esos ritos. Ya no cenaremos con la familia quienes no hicimos el cambio de domicilio. Ya no nos encontraremos con los compañeros del barrio en la escuela primaria. No se trata de nostalgia: privatizar el acto electoral contribuye a destruir las mediaciones que existen entre el vínculo de cada persona con su comunidad. Despolitizar es la tarea.

Transparencia, velocidad y comodidad. ¿Son acaso las premisas que rigen al tecnófilo las mismas que debemos aplicar para mejorar el funcionamiento de la democracia?

 

A la tecnología se le atribuyen propiedades ajenas a sus posibilidades reales. Mistificada, se convierte en terreno fértil para el fetichismo. Sus propiedades mágicas -las mismas que hoy asombran al ministro Aguad- llegaron para resolver los problemas de hoy, según versan los innovadores.

 

 

Para Pierre Bourdieu, las universidades norteamericanas constituyen paraísos sociales y comunicacionales aislados de la realidad. Constataba que detrás de las teorizaciones sobre las informatics of domination, los organismos cibernéticos y los significantes disociados, estaba el aislamiento escolástico y la cohabitación de grupos académicos social y económicamente muy homogéneos. En definitiva, en sus intentos patéticos de volver a unirse al mundo real -para explicarlo- construían una variante de la negación misma de ese mundo, proyectando en su lugar su propia realidad privilegiada.

 

Los diagnósticos erróneos o malintencionados nos conducen a soluciones ilusorias. No hay ventaja real cuando lo que está en juego es la renuncia a alguno de los tres pilares de cualquier método de elección: el secreto, la integridad y la auditabilidad. Si existe consenso respecto a las ventajas comparativas de la Boleta Única, no sucede lo mismo con la variante electrónica. Los innovadores de la idea fija nos ofrecen soluciones que, de hecho, no resultan de utilidad para arreglar ningún problema real. Para ello, se escudan en la calidad democrática, excusa a la que apelan para no abordarla en lo más mínimo. Si todavía con la democracia no se come, ni se cura, ni se educa, parece ser momento de empezar por ahí. Hacerlo no es magia.