El femicidio de Úrsula Bahillo


Justicia y policía: por qué no pueden protegernos

La cantidad de pruebas contra el femicida Matías Martínez, policía de la Bonaerense, no alcanzaron para que el Estado protegiera la vida de Úrsula Bahillo. “El poder judicial y la policía históricamente han desplegado un accionar repleto de estereotipos de género incluso avalados por normas”, escribe Sabrina Cartabia. Las instituciones del derecho y la seguridad se muestran desnudas y nos obligan a pensar más allá de lo que siempre nos han propuesto. Cómo mirar por fuera del modelo punitivista.

Úrsula Bahillo (18) solicitó ayuda a las instituciones muchas veces hasta que Matías Martínez (25) la mató. Este femicidio se podría haber evitado si se hubiera evaluado correctamente el riesgo que presentaba el caso y se hubieran dispuesto medidas de protección adecuadas. Pero en lugar de escuchar a quien denunciaba y otorgar las medidas pertinentes que la causa requería (por la repitencia, por la gravedad de los ataques y las amenazas y por el lugar de poder que ostentaba Martínez por ser policía) el poder judicial adoptó medidas suaves que no lograron proteger a Úrsula. 

Este tipo de accionar institucional deficiente no es una novedad. La experiencia y los datos demuestran que el modelo de gestión de la violencia por razones de género (VRG) exhibe insuficiencias estructurales que impiden garantizar respuestas efectivas e integrales por parte del Estado. Los juzgados que dictan las medidas no controlan su cumplimiento ni realizan ninguna actividad consecuente frente al incumplimiento. La delegación en la policía de funciones tales como la notificación de medidas de protección, las investigaciones, la falta de capacitación en las Comisarías y el deficiente accionar de las fuerzas de seguridad cuando son convocadas a actuar en casos de flagrancia que involucran VRG son problemas recurrentes en la Argentina.

La demorada adaptación del poder judicial y las fuerzas de seguridad a los tiempos actuales genera hartazgo social. Este se expresa en el espacio público, con una fuerza novedosa desde 2015, donde Ni Una Menos emergió como una consigna aglutinante y abrió la posibilidad de crítica social y cambio político frente a la indiferencia. 

Esta semana por el femicidio de Úrsula el pueblo de Rojas salió a la calle. Los amigos, familiares y la sociedad canalizaron en una multitudinaria movilización aquello que no se tolera más y es bien conocido por todxs, cuando quien ejerce violencia es de la fuerza se activa un mecanismo corporativo que protege a los propios. La movilización finalizó en una represión desmedida donde incluso le dispararon a la cara a una joven dañándole el ojo con un proyectil de goma. Fue la reacción de la misma policía, que hace la vista gorda cuando se requiere su intervención en casos de violencia pero que no duda en usar toda su fuerza para reprimir lo que dio origen a una pueblada.  Se repite otro episodio que nos muestra cómo las fuerzas de seguridad generan escaladas en los conflictos en lugar de neutralizarlos. 

Por otra parte, frente a la violencia institucional generada por el uso ilegal de la fuerza policial, existen prácticas de encubrimiento por parte de la policía que se ven favorecidas porque, al actuar como auxiliares de la justicia, controlan los primeros momentos de las escenas donde ocurren los hechos, lo que permite falsear el relato de lo sucedido y manipular la escena para hacerla coincidir con su versión. Esos actos luego son validados por el poder judicial que prefiere mantener esas relaciones en paz: depende de las fuerzas para poder investigar. 

Según los datos de la investigación Violencia Policial que realizó el CELS, “los femicidios cometidos por funcionarios de las fuerzas de seguridad son una parte importante de las muertes de mujeres en hechos de violencia institucional. Entre 2010 y 2020 al menos 48 mujeres fueron asesinadas en el AMBA por sus parejas o exparejas policías, 17 eran funcionarias de seguridad. La portación del arma reglamentaria las 24 horas, amparada en el ´estado policial´, pone en riesgo a las mujeres que conviven con funcionarios de seguridad: en los casos en los que existe violencia machista él puede utilizar el arma para hostigar, amenazar, herir o matar. En algunas policías la normativa restringe la portación si el funcionario fue denunciado por violencia machista, pero muchas veces no existe una denuncia previa formal”.

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Si acordamos en que la brutalidad policial, la protección corporativa y la impericia selectiva no son una novedad, esto nos lleva abordar desde el feminismo un problema que nos afecta como sociedad, pero que tiene una incidencia especial en el tratamiento estatal de la violencia de género. Por el diseño institucional adoptado la mayoría de las intervenciones requieren del accionar de dos instituciones que no han sido diseñadas ni responden a los intereses de las mujeres ni LGBTI+ y que han demostrado graves ineficiencias para la gestión de la VRG y múltiples resistencias a cambiar sus lógicas de funcionamiento. 

El poder judicial y la policía históricamente han desplegado un accionar repleto de estereotipos de género incluso avalados por normas. Son instituciones que se han caracterizado por conservar el statu quo sexo-genérico. Por dar solo un ejemplo, durante muchos años en las diversas provincias de nuestro país y lo que ahora es CABA vestirse con ropas de un género no coincidente con el sexo asignado por el Estado en el DNI fue penalizado bajo los Códigos Contravencionales, perseguido por la policía y avalado por el poder judicial. La criminalización de las personas travestis y trans basada en una norma discriminatoria permitió toda clase de excesos y violaciones de derechos por las fuerzas de seguridad. Este tipo de intervenciones hoy continúan bajo el amparo de los Códigos Contravencionales dificultando la supervivencia de las personas pobres por ejercer el trabajo sexual, realizar venta ambulante, mendigar o estar en situación de calle. En nuestro país el 66% de las personas pobres son mujeres, travestis y trans, muchas de ellas se ven en la situación de ganarse el mango en la calle y sufren el accionar desmedido de la policía. Como lo sufrieron en Rojas las amigas de Úrsula que fueron reprimidas por la misma institución que supuestamente es la responsable de su seguridad y protección.

Nos encontramos frente al huevo de una serpiente que se muerde la cola en un loop infinito de casos que se repiten, frente a las recomendaciones del movimiento feminista que exige un cambio institucional urgente donde no reine la indiferencia misógina ni el exceso represivo. 

Las instituciones del derecho y la seguridad se muestran desnudas y nos obligan a pensar más allá de lo que siempre nos han propuesto. Es imperioso que derribemos estos paradigmas y construyamos nuevas formas de gestión de los conflictos y las violencias que no agraven nuestros problemas ni profundicen la desprotección. En este sentido, cuestionar el accionar de las fuerzas de seguridad y del poder judicial es clave para pensar por fuera del modelo impuesto que prioriza la mera aplicación del derecho penal como solución a nuestros problemas y que cada vez que tiene la oportunidad amplía el poder represivo en nuestro nombre, pero nunca actúa en nuestro beneficio. Ya conocemos ese camino y sabemos lo que provoca. La institucionalidad que necesitamos no puede estar solamente centrada en el castigo, debe ser preventiva y eficiente antes de que los femicidios ocurran. La prevención debe estar centrada también en evitar excesos policiales que son a su vez otra forma de violencia que experimentamos y nos aleja de la libertad y seguridad democrática que estamos buscando en una arena que ha posibilitado poner en discusión estos temas: la calle.