I
Izquierda y derecha, en su sentido más elemental, constituyen dos puntos de referencia que dependen uno del otro. Si bien su función primaria es la de organizar el espacio y aquello que en él se ubica, trasladado a la historia política de los últimos siglos estos identificadores fueron empleados para delimitar un escenario de antagonismo entre fuerzas basadas en identidades interconectadas. Y estas identidades políticas, definidas como una izquierda y una derecha enfrentadas, fueron portadoras de sendos programas de cambio social.
El relato dominante sostiene que a partir de la Revolución Francesa se comenzaron a emplear los términos “izquierda” y “derecha” para trazar la divisoria política determinante del futuro colectivo que estaba en disputa. Esta experiencia inaugural estuvo acotada a la trayectoria doméstica y al juego político interno de una sociedad imperial como era la francesa de aquellos tiempos. Los principios de libertad, igualdad y fraternidad, que enarbolaron los izquierdistas contra el Antiguo Régimen, sólo atendían a las exigencias de cambios radicales de su entramado interno de poder, pese a que se proclamaron como banderas universales. La gesta revolucionaria no puso en cuestión la empresa imperial francesa, no al menos como un problema que debía considerarse en la agenda política. Por otro carril transitó la historia de cómo los ideales de la Revolución Francesa se diseminaron por el sur global.
Mientras aquellos valores revolucionarios que inspiraron la oposición entre izquierda y derecha, como el de la igualdad, se ajustaron a las luchas de poder domésticas de las potencias del norte global, resultaba bastante sencillo detectar qué tipo de igualdad concreta era la que se buscaba. También se podía discernir con relativa facilidad cuáles eran los actores políticos que promocionaban el cambio social igualitario y cuáles se oponían férreamente a él. La realización de la igualdad se entendía como un proceso orientado a liquidar las desigualdades existentes entre las diferentes clases de individuos que poblaban cada sociedad nacional, sea la francesa, la alemana, la española o la norteamericana. Los problemas severos de identidad y de orientación política recién aparecieron cuando los valores en pugna de la modernidad europea se globalizaron.
El marco nacionalista y eurocéntrico que determinó la identificación originaria entre derecha e izquierda fue asimilado por algunas fuerzas políticas y por el grueso de los intelectuales en América Latina para moldear sus propios imaginarios de emancipación social, o bien para oponerse a un enemigo a veces inexistente. El resultado de esta penetración simbólica fue una tremenda confusión, a partir de la cual entraron en competencia principios de igualdad y de libertad que en la práctica se oponían entre sí, multiplicándose los enfrentamientos entre actores políticos que, al menos en el papel, guardaban férreos compromisos igualitarios.
Como suele suceder en todo combate de esta naturaleza, la inocencia se reducía a cero. Lo que allí se combinaba era la ignorancia del dominado con la miseria humana y la cruda realidad del cálculo en las luchas de poder. La situación de mezcolanza dio rienda suelta a un profundo desacuerdo respecto a las identidades políticas que debían ser consideradas de izquierda y de derecha en una sociedad poscolonial que no se terminaba de asumir como tal.
Uno de los rasgos recurrentes que presentaba este escenario revuelto es que aquellos sectores que defendían a pies juntillas, en suelo latinoamericano, las doctrinas igualitaristas de la izquierda europea recibían instrucciones -por lo general desconcertantes- de las organizaciones políticas del viejo continente, a veces eran financiados por éstas, o bien se identificaban por cuenta propia con la Europa moderna y su cultura ilustrada antes que con el acervo autóctono o híbrido de la sociedad histórica que habitaban, quedando sobre todo postergado el reconocimiento de las tradiciones del campo popular de su propia comunidad territorial.
II
Hasta principios del siglo XX, el estado de confusión identitaria en América Latina, provocado por la globalización de la modernidad europea, se saldó a favor de los grupos políticos e intelectuales dependientes de la Europa imperial. Pero esta situación de sometimiento voluntario de larga data estaba a punto de experimentar su primer punto de quiebre estructural. Aunque suene extraño, o algo exagerado, el acontecimiento principal que trastoca la cultura política de los países latinoamericanos y del conjunto del sur global fue la emergencia de una sociedad mundial poscolonial, entendida como la primera sociedad verdaderamente mundial de la historia de la humanidad.
¿Sirve hablar de izquierda y derecha en América Latina? Sí, pero…
Como todo proceso de transformación estructural a gran escala, esta mutación no ocurrió de un mes ni de un año para el otro. La sociedad mundial poscolonial se fue edificando desde mediados del siglo XX a partir de la progresión de al menos tres procesos históricos de profundo calado, estrechamente articulados entre sí. El primero de ellos es el movimiento de descolonización en su fase avanzada, el cual involucró la trabajosa conquista de las independencias formales de los países africanos y asiáticos. El segundo, algo más acotado en el espacio, pero más extendido en el tiempo, se asoció a la emergencia y la progresión contestataria de los movimientos de liberación nacional del sur global, dotados de un poder singular de transformación estructural desde abajo. Y el tercero, que integra parcialmente a la vez que trasciende a los dos anteriores, remite al ascenso sostenido del bloque del Asia-Pacífico. Este movimiento ascensional tuvo su primer epicentro en Japón, luego en los llamados tigres asiáticos, y actualmente se concentra en una China globalizadora que no para de expandirse.
Una vez desatada la oleada de liberación nacional del sur global a mediados del siglo pasado, incluyendo en ella a los movimientos populares de América Latina, las globalizaciones del norte global se toparon con un contrapoder desconocido de alcance continental, que a partir de la diseminación de sus doctrinas soberanistas, y sobre todo del apoyo masivo conquistado por sus políticas de empoderamiento popular, consiguió instalar en el imaginario social una nueva identidad de izquierda a la vez antiimperialista y antioligárquica. ¿Quiénes eran allí los principales actores que se oponían al avance de un proceso de liberación nacional destinado a incrementar el bienestar del conjunto de la sociedad y no de unos pocos? Pues la gran potencia imperial de turno y las élites “nacionales” supeditadas a la primera. Ambas veían con preocupación la posibilidad de perder una fracción de su poder, acumulado a partir de un modo de apropiación salvaje y excluyente de las riquezas nacionales, arraigado en la historia ignominiosa del saqueo colonial. De esta manera, si las izquierdas autóctonas, que comenzaron a ocupar el centro de las diferentes escenas políticas nacionales, se autodefinían en tales términos por la propia exigencia práctica de su programa de cambio social igualitario, las derechas regionales quedaron redefinidas a partir de una identidad proimperialista y pro-oligárquica. Esta nueva díada izquierda/derecha, que por primera vez se traslada al núcleo de la confrontación política de las naciones periféricas durante los años de la Guerra Fría, nace en el sur global, pero lo hace con anterioridad al surgimiento de la sociedad mundial poscolonial. En el caso de América Latina, venía prosperando lentamente -y en otros términos- desde la ola de independencias políticas desatada a principios del siglo XIX, siendo eclipsada recién a fines del siglo XIX por aquel imaginario político moderno importado desde el norte global. En el plano ideológico, una de las transformaciones que provocó el avance de la sociedad mundial poscolonial fue la desmonopolización de la fórmula izquierda/derecha europea, provocada por el ingreso intempestivo del sur global, y en particular de sus gobiernos autonomistas, a los nuevos foros de discusión sobre aquellos asuntos internacionales que los involucraba directamente. Desde entonces, en vez de percibir de una forma distorsionada los enfrentamientos políticos nacionales en la periferia del mundo a partir de un mapa diseñado en los países del norte global para sus combates internos, se multiplicaron en el Sur los proyectos autónomos de transformación social, cada uno de ellos identificando a sus propios enemigos vitales.
Una novedad que trajo aparejada la conflictiva mundialización de la política iniciada a mediados del siglo XX, y asentada sobre un campo de interacción multipolar antes que bipolar, es que se universalizó el reconocimiento de un entramado de poder mundial, al interior del cual cada una de las sociedades descolonizadas se entrelazaba con muchas otras de una forma increíblemente estrecha y asimétrica. Aunque no se trataba de una interdependencia horizontal, involucraba acciones y reacciones en ambas direcciones. A partir de esta transformación mayúscula, la díada izquierda/derecha se liberó parcialmente de la dictaminación europea universalista, democratizando la posibilidad de definir sus propios contenidos, al mismo tiempo que se unificó en el reconocimiento del nuevo tablero mundial poscolonial.
Las revoluciones del Tercer Mundo, que se hicieron para emancipar a los países de los sometimientos imperial y oligárquico, al poco andar corroboraron que las potencias occidentales eran las opositoras más robustas a sus planes revolucionarios. Dado que los países dominantes competían entre sí y no siempre actuaban en bloque en relación al sur global, la izquierda latinoamericana aprendió rápidamente que las estrechas posibilidades de emancipación nacional dependían de encontrar en cada momento el mejor socio en el norte global para conseguir limitar las embestidas de su opresor externo principal.
Las identidades políticas izquierda y derecha nacen en la Revolución Francesa, su apropiación en latinoamérica fue conflictiva y muchas veces ignoró el propio contexto histórico, colonial y desigual.
En estas situaciones de efervescencia popular a gran escala y de contrapoder estatal plebeyo, la conservación de la fórmula europea de lucha ideológica como parámetro de aplicación universal resultaba poco sostenible. Los nuevos programas de cambio social de las izquierdas autonomistas del sur global pusieron en serios aprietos a todo el espectro de las izquierdas europea y norteamericana, en la medida en que éstas ya no podían legitimarse en el escenario internacional como actores igualitarios si no asumían un programa creíble de cambio social antiimperialista y con ello profundamente autocrítico. El problema que se planteaba era de difícil solución dado que las conquistas sociales de las izquierdas del norte global se sostenían en muchos casos a partir de una política de asalto imperial.
Por aquellos años, cuando se señalaba que los antagonismos que activaban las políticas de liberación nacional en América Latina no se regían por la oposición entre izquierda y derecha, lo que de verdad se estaba reconociendo es que no lo hacían según la fórmula europea. Ésta última seguía orientando el comportamiento de algunos partidos comunistas y socialistas de la región, de los movimientos anarquistas, y sobre todo de la mayoría de los intelectuales radicados en las universidades y divorciados de la política de masas.
III
Desde mediados del siglo XX se generaliza una nueva “fórmula latinoamericana” para la díada izquierda/derecha, que madura producto de las dolorosas enseñanzas que arrojaron las experiencias políticas de liberación nacional. Poco tuvieron que ver aquí los debates suscitados en los recintos académicos. Al igual que sucedió con la “fórmula europea” inspirada en la revolución de 1789, los valores centrales que puso en juego la visión autóctona fueron la igualdad y la libertad. A ello se le agregó en la fórmula sureña una idea novedosa de justicia, aunque esta última no se alcanza a explicitar como un principio aglutinador en los programas de cambio social de izquierdas de todos los países de la región. Ahora bien, al tratarse de nociones abstractas, dejan inicialmente sin dilucidar de qué hablamos en concreto cuando hablamos de igualdad y de libertad. Si bien se argumentó que para el caso francés la identificación del referente empírico de estos valores aflora a simple vista, una vez concluida esa breve pero poderosa experiencia revolucionaria, los valores franceses flotaron por el mundo, siendo sus apropiaciones posteriores más coherentes en el norte global que en el sur.
Al igual que sucede con la fórmula europea, en la versión latinoamericana resulta indistinto tomar a la igualdad o a la libertad como principio normativo principal desde el momento en que remite al mismo horizonte de expectativas transformadoras.
Esta izquierda regional, “autonomista”, consideró a la igualdad entre países como el principio de igualdad rector, así como a la libertad nacional como la idea de libertad estructurante en primera instancia. Y priorizó estos valores desde el momento en que aprendió en el barro de la práctica política, que la libertad nacional es una condición necesaria para la conquista sostenida de la libertad de los individuos en los campos populares, y que la igualdad entre países es el punto óptimo de llegada para conseguir reducir la desigualdad entre las personas a los niveles de las naciones más desarrolladas. Como le gustaba repetir a un gran presidente argentino: “No puede haber un pueblo ni un hombre libre en una nación esclava”.
La izquierda y la derecha pierden validez si en la lucha política concreta no se enfrentan programas de cambio social.
Del mismo modo, la derecha regional se configuró primeramente a partir de un régimen de vasallaje respecto a las potencias imperiales, el cual acentuó la desigualdad entre clases de países, para a partir de allí establecer un régimen de dominación interna del campo popular. Éste último adoptó su forma más tenebrosa en las décadas del 60 y 70 del siglo XX.
Más precisamente, la izquierda autonomista combina dos ideas de igualdad: la igualdad entre clases de países y regiones, así como la igualdad entre clases de individuos al interior de una determinada esfera nacional. Esta segunda acepción es heredera de la Revolución Francesa. Ambas entidades, la sociedad y el individuo, también perforan el principio de libertad. Es por ello que el autonomismo como expresión histórica adoptó una identidad y luego una política del cambio social a la vez antiimperialista y antioligárquica. Aquí una no se puede realizar sin la otra. El componente antioligárquico se podría traducir hoy, igualmente, como una nítida disposición antielitista. Llegado el caso, el ideario del autonomismo también podría encarnarse en un principio de justicia, en la medida en que este último contemple las ideas de igualdad y de libertad comentadas líneas arriba.
Si la izquierda antiimperialista del norte global enarboló la consigna “imperialismo o revolución”, siendo allí la revolución la cumbre de un cambio social anticapitalista, la izquierda antiimperialista del sur global, de extracción popular, sintetizaba su drama nacional a partir de la consigna “colonia o liberación", o bien “patria o colonia”, siendo la conquista de un cuerpo nacional autónomo un proceso considerado revolucionario.
De cualquier manera, aquí tiene poca importancia el nombre que le asignemos a la identidad de izquierda, si autonomismo, si socialismo nacional, si socialismo a secas, si comunismo o si democracia. Lo que sin dudas resulta decisivo son los principios rectores que deberían conformar un movimiento de izquierda cuyo programa de cambio social se enfrentará inexorablemente en nuestra región, en los tiempos venideros, a una derecha nuevamente dispuesta a la aniquilación física de sus oponentes.
Visto desde la izquierda autóctona, el problema principal a partir del cual se comienzan a explicar la mayoría de las tragedias sociales de América Latina a lo largo de su historia es el vasallaje de la derecha, existiendo también un vasallaje propio de la izquierda europeizante.
Lo que diferencia a la izquierda regional de la versión europea que predomina hasta hoy, es que la primera consiguió reconocer la existencia de dos derechas diametralmente opuestas en sus formas de construcción de poder, que se someten alegremente entre sí, para luego instrumentar un programa conjunto de transformación regresiva que recae con mayor dureza sobre los pueblos oprimidos de la periferia mundial
Producto de sus urgencias políticas, la izquierda latinoamericana logró distinguir entre una derecha supremacista, que por lo general habita los estratos cimeros de los países dominantes, y una versión regional, que se somete gustosamente a la primera a cambio de algunas migajas del pastel usurpado. Identifica la existencia de una derecha globalizadora y otra completamente globalizada por la primera. Lo que hoy se denomina “extrema derecha”, de resultar válida como categoría para América Latina, debería aludir antes que nada a un tipo de vasallaje extremo. El gobierno de Milei es el mejor ejemplo de este servilismo radicalizado.
La concreción del saqueo imperial de nuestros territorios siempre dependió de la instalación de un régimen efectivo de dominación interna por parte de las derechas criollas. Estas deben encontrar el mejor modo de instrumentar un proyecto de dominación externa en su propia comunidad nacional a partir del manejo de la dinámica política local, y del clima social, sin contar con el mejor escenario para hacerlo. Su situación nunca es la mejor porque la derecha regional renuncia desde el primer momento a la representación de los intereses económicos populares.
IV
La izquierda y la derecha, observadas como una unidad relacional, seguirán vivas y dispuestas a ser actualizadas en la medida en que las luchas políticas desatadas en cada localización de la sociedad mundial se desenvuelvan a partir del enfrentamiento entre modelos de sociedad y no entre personas o grupos que convierten su paso por la política en un proyecto cosmético, cambiando de identidad cada vez que su community manager sugiere un nuevo reciclaje. O dicho de otro modo: la díada conservará su vigencia en la medida en que exista la necesidad de identificar con claridad a aquellos actores que pretenden aniquilar determinado programa de cambio social por estar a las antípodas de los suyos.
No hay que perder de vista que el clivaje izquierda/derecha no alude exclusivamente a dos identidades plenas, atornilladas a los extremos, sino más bien a una gradación de alternativas que se van acomodando a lo largo de una serie que termina en ambas extremidades, y que por diferentes motivos suelen variar su ubicación. Sea cual sea el contenido que asume la diada en una situación social determinada, en la práctica podemos ser de izquierdas de una forma más acentuada o más moderada, aunque en muchas ocasiones la polarización que imprime la lucha política empuje estas diferencias hacia su disolución por un tiempo indeterminado. Ello tiende a ocurrir más en la práctica que en el plano de una ideología o de una doctrina, que usualmente se resiste a cambiar. Junto a ello, dejamos de ser de izquierdas cuando a la vista de la mayoría somos funcionales a la acción política de la derecha, aunque sigamos convencidos de que somos verdaderos izquierdistas.
A riesgo de resultar redundante, conviene tener presente que la izquierda y la derecha como detectores de fuerzas opuestas de carácter trascendental pueden perder validez (y sobre todo gravitación) en un determinado lugar y momento si en la lucha política concreta no se enfrentan programas de cambio social sino tan sólo grupos afines en términos ideológicos. Y finalmente la diada puede dejar de mencionarse, o puede ser reemplazada por otro dualismo igualmente fértil para intentar dar cuenta de la misma situación de antagonismo que venimos comentando. En ambos casos, desaparece no la derecha, la izquierda y su arena de batalla integral sino tan sólo esta expresión topológica universal que empleamos a menudo para referirnos a los idearios de cambio social.