Por: Leila Sucari
Abre los ojos despacio, como si despertara de un sueño profundo, aunque hace once días que no duerme. Papá tiene la mirada de un buzo que acaba de salir a la superficie. Pasó la noche sumergido en un mar lleno de fantasmas con olor a desinfectante. El calor de la habitación raspa la garganta, pero él tiene frío. Me siento en la cama de metal y lo abrazo. Su cuerpo está caliente.
-Creo que tengo fiebre -dice y me aprieta la mano.
Le digo que no se preocupe, que va a estar todo bien. La enfermera con cara de pequinés le pone el termómetro y da vueltas por la habitación. Le gruñe al piso en silencio. Está de mal humor porque el de la 126 se quedó sin oxígeno y la culparon a ella de hacer mal su trabajo.
-Casi treinta y ocho, es apenas una febrícula -dice y se aleja dando pasos cortos.
Me enfrío las manos con alcohol en gel y apoyo las palmas en la cabeza de papá. Repito una y otra vez la misma operación. Las horas pasan pero no me doy cuenta. Acá adentro el tiempo es circular.
-Tengo miedo. Y vos acá, me da vergüenza que tengas que estar acá -me dice en voz baja, con los ojos húmedos.
Le digo que no se preocupe, que va a estar todo bien, que lo quiero.
Yo también tengo miedo. Pero cuando estoy con él soy una militante del optimismo extremo. Anoche soñé que su gato moría congelado. Desde que papá está internado tengo pesadillas, me despierto asustada a las tres de la mañana buscando un abrazo.
Mis manos no sirven. La fiebre sigue. Pongo música suave, quizá eso ayude. Quizá la fiebre sea producto del cansancio.
-Con fiebre no me operan –dice.
-Tranquilo, no pienses en eso ahora.
Le acaricio la frente y me quedo suspendida. La habitación 125 es una nave espacial. Me aleja del mundo pero me acerca a él. Papá siempre se esforzó por ser distinto, medio extraterrestre. Siempre estuvo un paso más lejos. Pero ahora me aprieta la mano y confía. Desde que está en la burbuja algo se quebró dentro suyo, sus caparazones se volvieron espuma.