Por: Martín Jali
Dentro de más o menos una hora, sacarán del campo a un hombre tumbado, herido por una faca a la altura del abdomen. Más tarde la voz rasposa del Indio Solari–semejante al chillido de un conejo al que le aplastan la cabeza, escribió alguna vez un crítico de la Rolling Stone– entonará el estribillo de El pibe de los Astilleros y, sobre el final del concierto, un pogo letal sacudirá los cimientos del Monumental. Pero todavía no sucede nada de esto. Es una noche calurosa de diciembre y mi viejo está sentado a mi lado, en el banco de plástico de una platea, mientras un chabón, sentado unos metros más allá, le convida un porro. El porro que le pasa es grueso y mi padre me mira y luego dice que no, gracias, y se lo devuelve, aturdido. Aquel fue el último recital que dieron Los Redondos en Capital Federal. Luego tocaron en Montevideo y decidieron separarse. Esa noche, cuando salimos del estadio, la policía montada rompía cráneos al rándom, bajando con aspereza sus palos de goma.
Pasaron catorce años de aquel recital. Hace pocos días, mi viejo, Omar, cumplió sesenta: posee la curiosa eternidad de las personas que, de jóvenes, han perdido el cabello, la lógica antiperonista de siempre y el mismo bigote que oculta una cicatriz transversal, producto del ataque de un galgo ruso llamado Arthur. Por mi parte estoy más rudo; frágil, todavía, pero de un modo más profundo, menos existencial. Vivo en San Telmo desde hace siete meses, con novia y dos gatos, en una planta baja cerca del viejo mercado. Una de las primeras cosas que hice al mudarme fue diagramar mi propia cosecha de marihuana. Germiné semillas, compré macetas de distintos tamaños, llevé adelante trasplantes y cuidé las plantas con amor y paciencia. Cuando se acabó el verano, la luz del sol desapareció de mi pequeño patio, detrás del paredón que linda con otro edificio. Impotente, le propuse a mi hermano si podía mudar las plantas a su jardín. Aceptó. Durante un mes, los cogollos ganaron tamaño, hasta que un domingo, Omar pasó por la casa de mi hermano y quiso saber qué eran esas plantas. Pablo le dijo que eran mías, que me las estaba cuidando. Ese mismo día Omar llamó por teléfono y me preguntó si podía pasar a visitarme. Llegó a eso de las siete, aceptó un café y arreglamos juntos la conexión del lavarropas. Después sacó el tema.
–Me enteré de tus plantas –dijo, y me preguntó si me drogaba.
Le expliqué con tranquilidad. Retrucó, se calentó y amagó con irse. Entonces le propuse fumar juntos. No dijo nada. Saqué de un frasquito unas flores y lié un porro. El viejo estaba nervioso. Nos sentamos en la mesa del living, aspiré dos veces, con suavidad, y se lo alcancé. Lo miró con atención, sosteniéndolo entre los dedos, y me contó que había fumado un par de veces, en los setenta, cuando era pibe. Me contó la historia de un viaje a un boliche de la costa, de un amigo llamado Hugo. Después se llevó el porro a los labios y soltó un humito blanco que se empastó debajo de sus bigotes.