Crónica

Crónicas sociales en la frontera del rugby


La vaquita de los All Blacks por un rugbier argentino

Cuando los padres llegaron a Nueva Zelanda un día después del accidente de su hijo, los médicos les aseguraron que el pronóstico era pésimo. Y sugirieron desconectarlo del respirador. El caso conmovió hasta a los All Blacks, que remataron sus camisetas. La de Luis Benítez es una de las historias del libro “Fuera de juego. Crónicas sociales en la frontera del rugby” de Alejandro Cánepa (Editorial Autores de Argentina).

“Prefiero a los vencidos, pero yo no podría adaptarme

 a la condición de vencido.”

Curzio Malaparte

Nueva Zelanda, 17 de julio de 1993. En la cancha del Tauranga School, el equipo de ese colegio juega con la categoría Menores de 19 de Cardenal Stepinac, de Argentina. El árbitro marca un scrum. Los dieciséis jugadores que intervienen en esa formación se disponen a realizarla, tomándose de los brazos y colocándose en cuclillas. Entre los argentinos está Luis Benítez, un chico alto, que juega de segunda línea, que vive en Villa Tesei, hijo de padre obrero y madre ama de casa. Por la posición en la que juega, debe colocar su cabeza entre las caderas de dos compañeros que forman la primera línea del scrum y, desde atrás, otro compañero tiene que empujar hacia adelante. Su cuerpo es una pieza que ocupa la parte media de ese engranaje. El referee ordena que se reanude el juego; los jugadores que están delante de Luis hacen fuerza para un lado, el que está detrás, hacia otro.

La formación se derrumba, Luis siente un hormigueo por todo el cuerpo, sufre un paro cardiorrespiratorio; un médico ingresa desesperado al campo de juego, trata de reanimarlo. “Peruano, no puedo respirar, peruano, no me dejes”, suplica Benítez. Y pierde el conocimiento.

Diciembre de 2012; el Acceso Oeste está despejado, un látigo gris por el que vuelan los autos. Una salida hacia Hurlingham, pocas personas por las calles, dos perros deambulan por un baldío. Una calle angosta, la sede de la Fundación Felices Los Niños, célebre en su momento porque su director, el sacerdote Julio César Grassi, abusaba de chicos a su cargo. Esa porción de Hurlingham reboza de fe: en cada esquina se ven ermitas con imágenes de la Virgen, con flores amarillas o rojas que la orlan, estampitas pegadas en los costados, papeles con promesas y agradecimientos.

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Después de dos kilómetros de recorrido, un giro a la izquierda, otro más, una calle muy silenciosa, árboles tupidos que apenas dejan pasar algunas gotas de luz. Una casa prolija, tipo chalet, una puerta de rejas negras en un costado, el timbre y los ladridos de un perro como reflejo.

-Hola, vení, pasá. Este es Spock, el perro, tiene un año y medio.

Luis Benítez abre las puertas de su casa, ubicada en el fondo de la de sus padres, en Villa Tesei. Es alto, flaco, y camina con cierta lentitud. En un patio, un gato mira al visitante, desconfiado, subido a una maceta. Ya en la vivienda de Luis, su living tiene una mesa de madera en el centro, un ventilador en pleno funcionamiento, un armario repleto de fotos familiares y de algunas imágenes de la Virgen. En una pared, una remera con franjas azules, rojas y blancas, cuelga, enmarcada.

-Esa camiseta es la que tenía puesta el día que me accidenté. Yo me acuerdo de todo de ese día, hasta que me suben a la ambulancia. Tuve desplazamiento de dos vértebras y pellizco de la médula espinal. Cuando me desperté, ya tenía puesto algo fijo en el cuello y un tubo en la boca, que era el respirador. Volví a cerrar los ojos y cuando los vuelvo a abrir, estaban mi papá y mi mamá, pero no sé cuánto tiempo había pasado.

Los padres de Luis llegaron a Nueva Zelanda un día después del accidente. Cuando llegaron al hospital en donde estaba internado su hijo, los médicos les aseguraron que el pronóstico era pésimo y les sugirieron que lo desconectaran del respirador, que iba a ser una carga para la familia, que para qué vivir así. Irma y José Luis rechazaron la visión de los médicos neocelandeses.

Luis dice que no les guarda rencor a esos profesionales, ya que la cultura de Nueva Zelanda es diferente a la argentina. Y explica que en ese país estuvo un mes internado, en donde recibió la solidaridad de muchas personas. Hasta los AllBlacks hicieron subastas de sus camisetas para juntar dinero y derivarlo para la recuperación del chico de Villa Tesei accidentado en Tauranga.

Entre lo que aportaba el Colegio Cardenal Stepinac y las colectas hechas en Argentina y Nueva Zelanda, pudieron costear la estadía en Oceanía. Pasados 30 días del accidente, en un vuelo de Aerolíneas Argentinas equipado con una terapia intensiva, Luis regresó al país, a internarse en el Sanatorio Mater Dei, de Palermo.

-Volví totalmente consciente en el vuelo, pero estaba con el respirador y no podía mover nada de nada.

Ya en Buenos Aires, enseguida aparecieron abogados para fogonear un juicio, lo que los familiares de Luis rechazaron. En el Mater Dei estuvo 4 meses, pero los sufrió más que en Nueva Zelanda, porque las visitas apenas tenían 10 minutos diarios para acompañarlo.

-En Nueva Zelanda venían de todos lados, venía gente del club, me daban regalos, camisetas, un cuadrito que tengo colgado ahí, me fueron a ver dos AllBlacks, estaba acostumbrado a estar con gente y eso me hacía bien. Acá era todo al revés. Eran 10 minutos y nada más, y yo quería ver a mis familiares, a mis amigos.

Con su cuerpo inmóvil, en terapia intensiva, sumergido en la dimensión especial que generan los olores de los hospitales, las luces, los movimientos periódicos de enfermeros y médicos, la visión fija en un único punto del techo o de la pared, hubo un primer signo, como un estallido: su dedo gordo izquierdo comenzó a moverse.

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Los signos, como una fogata de invierno, crecieron de a poco. Las manos se descongelaban con extrema lentitud; los labios seguían ese mismo camino. Los muslos y el brazo izquierdo pudieron recuperar su memoria.

Hay que sacar  a Luis de acá, hay que aprovechar esos movimientos-dijeron los médicos.

Cuba despuntaba como una opción para continuar con el tratamiento. Pero Luis no quería más traslados, por lo que lo derivaron al Hospital San Juan de Dios, en Hurlingham, un centro fundado en 1941. En ese lugar, Benítez seguía con el respirador artificial, aunque podía sacárselo algunas horas, otra señal de que una vida más semejante a la corriente era posible. Para Navidad pudo volver a dormir a su casita de Villa Tesei, con un respirador portátil. Durante el día tenía que cumplir con las tareas de rehabilitación física en el hospital. Así por cinco años.

-Cuando empecé a recuperarme y a pensar en lo que había pasado, al principio no lo tomaba tan en serio, pensaba que esto lo iba a superar de un día para el otro, que el día de mañana iba a volver a jugar. De a poco fui tomando conciencia de la lesión y de su gravedad. Empecé a darme cuenta de las complicaciones con el tema de ir al baño, o al no poder cortar un pedazo de carne. Tanto tiempo sin hacer nada no ayuda a la cabeza, ¿Qué iba a ser de mi vida? ¿Iba  a poder tener una familia? Me ayudaba que durante dos años, mis amigos venían todos los domingos, ya terminada la secundaria.

De 8 a 17, durante cinco años, hacía terapia física en el San Juan de Dios; luego, ya en su casa, a las 19 recibía a un kinesiólogo particular, que pagaba el Colegio Stepinac. Para practicar la caminata, usaba barras paralelas, en su casa. Después comenzó a usar un bastón. Uno de esos veranos, se fue de vacaciones a Claromecó con un amigo, y entre médanos, playas anchas y turistas, se propuso dejar el bastón, al menos para tramos cortos. Y lo logró.

La temporada de placeres en Claromecó fue una bisagra. Volvió cansado de la kinesiología y de las visitas al Hospital, y decidió seguir sumando actividades para reintegrarse a la rutina. Estudió Periodismo Deportivo en TEA pero dejó, “por vago”, dice, aunque aclara que tenía que irse desde Villa Tesei a Balvanera en colectivo o tren, y todavía tenía temores de viajar solo en el transporte público.

Un amigo, Ignacio Rizzi, le consiguió un trabajo en una asociación civil que trabajaba con chicos con discapacidades mentales. En ese lugar conoció a su mujer, Roxana, y en 2003 se pusieron a convivir junto a Tamara, la nena de ella.

El ventilador gira desde hace horas y bate el aire caliente. Desde las paredes, miran la escena la camiseta número 4 que usaba Luis, y un cuadro de un barco, pintado por un artista neocelandés. La remera de Stepinac, la misma que estaba sobre su piel cuando una mala coordinación del equipo del scrum le dejó dos vértebras desplazadas, indica el recuerdo del accidente.

-Si yo me recuperaba 100 por ciento del accidente, volvía a jugar. Fue un accidente, si cruzo la calle me puede agarrar un auto. Y en rehabilitación conocí casos de personas accidentadas, por ejemplo, tirándose de una pileta. Me encanta el rugby, si pudiera jugar lo jugaría. Y el Colegio se portó re bien conmigo, tuvimos ayuda de mucha gente. Tamy va al Stepinac.

Poco después del accidente de Luis, Stepinac dejó de jugar rugby en los campeonatos oficiales. Los jugadores que querían seguir en el deporte, crearon El Retiro Hockey y Rugby, que tiene un predio al costado del Camino del Buen Ayre y al que Luis, cada tanto, va a alentar.

Él trabaja en Tigre, en un negocio que vende implementos náuticos. Va y viene en su auto. Y recibe de la Fundación Unión Argentina de Rugby (FUAR), un subsidio anual. Su gestualidad, sus movimientos, cambiaron a la fuerza. Tuvo que aprender a escribir con la mano izquierda, lo mismo que afeitarse. Y para caminar trayectos largos, usa bastón.

-Suerte, milagro, constancia. Tuve un poco de todo eso. Y que mi familia estuvo siempre al pie del cañón, como mis amigos.

Luis se incorpora de la silla, baja la escalera de su casa y acompaña al visitante hasta la puerta.

***

Para los medios mal llamados “nacionales”, que en realidad son básicamente porteños e informan sobre esa ciudad y sus alrededores, el resto del país aparece ocasionalmente y con fórmulas clásicas: Bariloche para hablar de las pistas de esquí, Puerto Madryn y sus ballenas, Carlos Paz y Mar del Plata por sus temporadas teatrales. Otra causa de aparición en los medios puede ser algún crimen especialmente tétrico, o una protesta social violenta.  Luis Benítez, de Villa Tesei, se accidentó en Nueva Zelanda en 1993 y su caso tuvo repercusión, al igual que otros en tiempos más recientes. Pero lo que sucede en otros sectores del país queda en penumbras.

Franco Minotto está del otro lado del teléfono, en la ciudad de Mendoza, en la que vive con su familia. En 2006, una rodilla de un jugador rival golpeó su cabeza de tal manera que le lastimó el cuello al punto de que Franco ya no pudo caminar más. En ese partido, él defendía la camiseta blanca, roja y azul de la categoría Menores de 15 años de Marista.

-Ahora no voy mucho al club. Cuando lo hago voy a ver a mis amigos, de mi camada. Antes me visitaba más gente, pero se cortó un poco la relación. Al principio estaba todo el mundo.  La dirigencia de Mendoza no, yo con la Unión de Rugby de Cuyo nunca tuve relación. Nunca recibí un llamado de nadie de ellos, todo fue a través de Marista. No sabría decirte por qué-cuenta Franco.

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Sobre el recuerdo de aquel día de 2006, y el golpe de su cabeza contra un jugador adversario, Minotto no tiene dudas. “Para mí fue un rodillazo con mala intención”. El involucrado nunca se contactó con él.  Durante varios meses quedó directamente con cuadriplejia. Después de mucha voluntad, esfuerzo y rehabilitación, logró recuperar la movilidad de los brazos. “Todo es muy lento, ya me lo dijeron los médicos”, agrega.

Franco recibe el mismo dinero que recibe Luis, canalizado a través de la FUAR y recolectado a través de un porcentaje que se le cobra a cada jugador fichado en Argentina. Él sigue haciendo kinesiología tres veces por semana y reconoce: “Es complicado el día a día”. Se levanta por las mañanas, y, con ayuda de su familia, pasa a la silla de ruedas. Recibe al kinesiólogo, que paga Marista,  tres veces por semana, con el que hace ejercicios básicos de mantenimiento de tonicidad muscular y otros que varían según el día.  En especial se trata de trabajar el fortalecimiento de brazos.

-La movilidad en los brazos sigue bien, pero es lento….por ahí pasan meses que no tenés avances y en otros tenés mucha más movilidad. A veces pasan seis meses sin avances y decís: “Todo lo que hago es al pedo”. Pero después siempre aparece un movimiento nuevo.

Para ir a la facultad de Derecho, en la ciudad de Mendoza, tiene algunos inconvenientes. “El transporte deja mucho que desear, tomar un micro para mí es casi imposible”, revela. Va  a la Facultad solo, y una vez ahí algunos amigos lo ayudan a ingresar. No siempre le resulta sencillo escribir, ya que no puede hacerlo por mucho tiempo.

Con sus compañeros de estudio se lleva muy bien. Había empezado la carrera en una facultad pública, pero se sentía “un número más”. Ahora está más cómodo. Y claro, cómo olvidar a su familia, a su padre médico, a su madre docente, a su hermano de 20 años y a su hermana de 16, que están con él, de cuerpo y alma.

Franco disfruta de ir a boliches como Iskra. Le convidan tragos, cada tanto un whisky, o Fernet. O recorre la tira de bares ubicados en la calle Arístides Villanueva, o alguna disco de Luján de Cuyo. Otro ritual es reunirse una vez por semana con sus amigos a jugar al truco, mientras escuchan temas que van desde Pearl Jam hasta Spinetta.

-Mi médula no se cortó. Siempre me dijeron que la recuperación es muy lenta, así que siempre hay esperanzas en algún avance de la medicina. Uno tiene que estar preparado físicamente, sin lesiones musculares u óseas, cuando aparezca algo.

Franco, cuando se reciba, piensa en dedicarse a trabajar por la defensa de los derechos de las personas con discapacidad, y colaborar para que las empresas sepan qué beneficios tienen si contratan a ese tipo de trabajadores.

-En estas situaciones te das cuenta de lo que son las diferentes personas. De algunos que no esperabas nada, te dan todo, y de otros que sí, no recibís mucho. A mí me hace bien que estén conmigo, que se interesen, que se queden conmigo tomando un café… 


La sede de la Unión Argentina de Rugby está sobre una avenida, en pleno San Isidro, enfrente del Hipódromo de esa localidad. Pasan pocos autos esta mañana de verano templada, con el cielo nublado.

En el primer piso del edificio,  saluda con una sonrisa Ignacio Rizzi, el fundador de Rugby Amistad, la entidad que nació para ayudar a los jugadores que habían sufrido lesiones en partidos.  En este verano, las tareas de la institución las pasa a ejecutar la Fundación Unión Argentina de Rugby. Rizzi tomó la idea de crear esa organización de su paso por Francia. ¿Qué hacía en ese país? Después de un fugaz pero intenso paso por Guayana Francesa, en donde trabajó de empleado de seguridad en un boliche, de cocinero y en un taller mecánico, Ignacio estaba jugando en el club Villeneuve, cuando un accidente en el campo de juego lo dejó lesionado de por vida.

-Yo quería jugar en Francia, y Guayana Francesa era como una escala. Un equipo de Guayana había venido a la Argentina, yo los había conocido y entonces después viajé para allá. Yo fui en 1989, justo acababa de pasar un tornado, las playas estaban muy sucias.  En Guayana está nublado, a los cinco minutos sale el sol, se vuelve a nublar, llueve y así, quince o dieciséis veces al día.

La madre de Ignacio era profesora de francés, por lo que él hablaba muy bien el idioma; y mientras jugaba en el SIC, comenzó a desear irse a jugar a Francia, en donde, en aquellos años, existían ciertas ventajas para los jugadores: alojamiento gratis, comida, un auto, facilidades para la visa.  Guayana era una escala, porque además era más barato el pasaje a París.

-En Guayana trabajé en un restorán, como ayudante del chef. El dueño del restorán era el cuñado del presidente, y me daba un departamento, pero me descontaba mucho por el alquiler. Entonces fui a ver a Marcó, el presidente, que tenía un boliche, “Le Penitenciare”, y empecé a trabajar ahí. El boliche estaba en un cerro, una parte antes había sido una cárcel, de ahí el nombre, y la otra era un cuartel de policía. En el país, había mucha explotación sexual de portorriqueñas, yo hablaba con ellas en el bar para practicar español. También había bastante tráfico de oro en la zona.  Yo le decía a Marcó: “Che, este lugar es peligroso”, y él, como si nada te respondía: “Sí, en ese asiento, cerca de ti, mataron a mi papá tiroteándolo desde un camión.”

Después de la etapa en el boliche, conoció a dos argentinos que tenían un taller y trabajó ahí. Rizzi estuvo tres meses en ese país caribeño, colonia francesa, en el que probó carne de caimán, mono y serpiente, todas cosas prohibidas de comer, pero que se conseguían igual. En tres meses pudo juntar dinero para el pasaje hacia Francia y 100 dólares más, de reserva.  En Normandía estaba su hermana, haciendo un intercambio estudiantil, y desde allí, gracias a un contacto que había encendido en Guayana, llamó a las autoridades del Villeneuve, para ofrecer sus servicios como jugador. Como en París había quemado los 100 dólares que le quedaban, en la comunicación con el club le pedía que le enviaran un pasaje en tren para llegar.

Ignacio viajó en el TGV los 700 kilómetros que separaban Normandía de Villeneuve sur Lot, un pueblo fundado en 1254, que conserva edificios medievales y puentes que parecen extraídos de un libro ilustrado de historia. Una vez en el club, los dirigentes desparramaron pelotas por todo el campo de juego y le ordenaron que pateara a los palos. Rizzi cumplió ante la mirada de los directivos.

-Al rato me dicen “Ok, te vamos a dar un departamento, en donde vas a vivir con otros jugadores del equipo, y un Renault 11 para que te movilices. Yo estaba feliz, y los franceses poco menos que pedían perdón por ofrecerme eso. En el depto vivía con un sudafricano y dos rusos; después en el club me consiguieron un trabajo de charlar en español con alumnos franceses que estaban aprendiendo el idioma. Y las francesas…eran muy liberales, a mí me sorprendía eso, no estaba acostumbrado. Te decían: “¿Querés tomar algo? Te invito”.

En Villeneuve jugaba con la licencia de otro jugador, porque al ser extranjero, si se registraba como el club tenía que pagar más. Después de unos meses, un viernes el tesorero llevó a Ignacio y a los dos rusos en un minúsculo Renault 5 hasta Agen, para arreglar los papeles como correspondía. Al día siguiente, juega en Intermedia en la localidad de Saint-Cer , un día lluvioso. Toma la pelota a la salida de un scrum, lo tacklea un rival y otro se arroja encima de él, con las rodillas apuntando a su espalda.

-Mi cabeza patina con el suelo. Caigo. Me miraba las manos y no las sentía. Venía Gilles, el capitán de la Intermedia, y me decía: “Nacho, Nacho”, y yo le respondía: “Me estás tocando pero no te siento”.  Yo me daba cuenta de todo el quilombo, escuchaba la sirena que se acercaba. Yo siempre estuve consciente, pero me costaba respirar. Y estaba el tema del idioma, en un momento me cansé de hablar en francés.

En medio del diluvio, lo cargaron en un helicóptero. Le preguntaron si prefería que lo trasladaran a Toulouse o a Bordeaux. “A Toulouse”, dijo, y lo decidió porque en esa ciudad dice una parte de la historia que nació Carlos Gardel.  “Una boludez”, recuerda y sonríe. Una vez en esa ciudad, lo llevaron a un enorme complejo de hospitales en Purpan. Ya en la habitación, escuchó:

-¿Qué te pasó, boludo?

El que pronunciaba la frase era Sergio Boetto, neurocirujano radicado en Francia, que vivía enfrente del hospital y al que llamaron al poco tiempo del accidente de Ignacio. “Fue el ‘boludo’ más lindo que escuché en mi vida”, recuerda Rizzi.

-Sergio, estoy solo, tengo familiares en Normandía, pero decime a mí lo que le tendrías que decir a mis padres.

-Bueno. Olvidate de caminar. ¿Viste esas bolsas de papas bien grandes? Así vas a ser.

-¡Vos sos un hijo de puta, vas a ver cuando me recupere, te voy a cagar a piñas!-

Boetto operó a Ignacio y el por entonces veinteañero deportista le juró que iba a volver a caminar. Mucho después, en plena rehabilitación en Francia, Rizzi hizo que llamaran al neurocirujano con una excusa. Una vez que entró al médico, vio a Ignacio parado, en muletas.

-Decime ahora lo de la bolsa de papas-recuerda hoy Rizzi, entre sonrisas, y aclara que es muy amigo de Boetto, que sigue viviendo en Francia.

Por esa lesión en la tarde lluviosa de Saint-Ceré, Ignacio tenía desplazamiento muy severo de la quinta cervical y los médicos creían que tenía seccionada la médula espinal. En 1990 no había resonancias magnéticas, así que para comprobar si su médula estaba cortada, le colocaban electrodos en los dedos del pie y así chequeaban si tenía respuesta. De esa lesión zafó, aunque el cuadro original se mantenía: cuadriplejía completa.

De Purpan su itinerario forzoso continuó en Verdaich, al sur de Toulouse, en un castillo en el que funcionaba un centro de rehabilitación. La mamá de Ignacio ya estaba con él, y Villeneuve le pagó un cuarto al costado del castillo. Gracias a que un día antes del accidente, lo habían registrado como correspondía, el seguro para rugbiers de Francia le garantizaba cobertura total por dos años y un  monto que, en esos años, representaba unos 200 mil dólares.

Ya en el castillo, la cuadriplejía que sufría Ignacio fue transformándose en otro estado. Repentinamente, sentía hormigueos en todo el cuerpo; registraba si alguien le tocaba una pierna; padecía un calor insoportable en las plantas de los pies. Los miembros renacían de a poco, en flashes.

-Tenía las manos cruzadas y de golpe se me empezaba a parar el dedo, solo. O se me cerraba y abría la mano sola. Era muy loco todo, y cada músculo o parte del cuerpo que iba recuperando, la iba trabajando. Por ejemplo, su lograba agarrar algo con un dedo, me lo pasaba al otro, para practicar. Mi mamá me traía galletitas y me hacía agarrarlas, llevármelas a la boca y volverlas a poner en el paquete.    

Ignacio da charlas sobre superación personal y no tiene inconvenientes en relatar su accidente y su rehabilitación. Sin embargo, el único momento en el que la emoción parece superarlo, en esta conversación en el verano sanisidrense, en un amplio salón con una mesa de madera enorme, es cuando sobrevuela la imagen de su mamá.

-En el cuarto, interactuaba con mamá. Mi preocupación era pedirle disculpas por lo que había pasado. Y mi mamá me decía: “Quedate tranquilo, hay mucha gente ayudando, acá entran dos o tres personas pero afuera hay cien más, todos se movilizan”.  A mi mamá le pedí perdón, a mi papá también.  Me sentía culpable de haberme ido y haber vuelto lastimado y haberlos hecho sufrir. Mamá murió en 2008, papá vive.

Los dos años de rehabilitación en Verdaich fueron muy duros, desde lo físico. Estuvo seis meses cayéndose al piso en la terapia, otro tanto para poder higienizarse por su cuenta, aprender a cocinarse algo. Dice que cada etapa de la rehabilitación la planificó para poder vivir por su cuenta y ser independiente. Y que lo importante no es intentar hacer todo sino saber qué se puede hacer y qué no.

-Por ejemplo, yo no puedo levantarme del piso, lo practiqué un año y medio, me rompí el culo un año y medio, me frustré y no puedo. Fracasé un año y medio y ya está. Llega un momento en que uno pone un límite.

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Ignacio cuenta que puede caminar con muletas, pero necesita que alguien lo pare. Y que se siente más independiente y seguro con la silla de ruedas, ya que con las muletas puede perder el equilibrio al abrir la heladera o al prender una hornalla.

La temporada en el castillo tuvo un momento de quiebre anímico cuando Rodolph, un amigo francés de Ignacio, se mató en un accidente de auto, junto a la hija de un presidente de otro club de rugby de Villeneueve. Rodolph había ido a buscar a “Nacho” para dar un paseo en el auto, pero el argentino estaba en Auch, hablando con otro chico lesionado, Didier. La muerte de su amigo lo devastó y quiso dejar todo y volver a la Argentina. Sus amigos franceses, que habían formado un ONG llamada “Los amigos de Nacho”, lograron que se quede y reforzaron las salidas placenteras. También lo llevaron a ver partidos de Los Pumas en el Mundial de 1991, que se jugó en las Islas Británicas y en Francia.  Por esa época recibió una carta de Marcó, el presidente del club de Guayana Francesa y dueño del boliche “Le Penitenciare”, en donde le relataba que cuando se enteraron del accidente recolectaron un buena cantidad de dinero en un colecta pero que alguien se la había robado.

A Francia regresó dos veces, en 1998 y en 2007, inclusive a la misma Villeneuve. En sus retornos al pueblo del sur de Francia, sus amigos  le organizaron un asado. Y pudo encontrarse con la madre de Rodolph, su amigo que perdió la vida en el viaje en donde él mismo podría haber estado.

Ignacio, de regreso en Argentina, se compró una casa en San Isidro con el monto que le daba el seguro, por su accidente. Y quiso crear en Argentina una ONG para ayudar a los rugbiers lesionados y colaborar en la prevención de accidentes en las canchas. Así, junto a Fernando Pantín, de La Plata Rugby, y Francisco Maggio, del SIC, fundaron Rugby Amistad.

-Nos encargamos de que los subsidios lleguen a los chicos lesionados. Además, gestionamos donaciones de empresas. Así conseguimos una computadora para Franco Minotto, el chico de Mendoza, otra para Diego Elías, un chico tucumano accidentado. Y les conseguimos sillas de ruedas nuevas a José Luis Veiga, de Bahía Blanca,  a Pedro Mihayffly y  otros socios.

De las tareas que hacía Rugby Amistad ahora se hace cargo la Fundación Unión Argentina de Rugby (FUAR), también a cargo de Rizzi. Pero además él da charlas en empresas. Y juega en la selección argentina de Quadrugby, una adaptación del deporte para personas en silla de ruedas.

-Mi click fue una carta de un amigo, que tenía una hermana con retraso mental, y que me decía que si siempre me seguía preguntando “¿Por qué a mí me pasó esto”, no iba a encontrar un respuesta nunca. Y que era mucho más rico preguntarse “¿Para qué me pasó esto?”.  Yo cuando me accidenté estaba lleno de “por qué”. Y es lógico reaccionar así.

Reconoce que para una persona que atraviesa un accidente como el que pasó él, la rehabilitación es un proceso largo y repleto de frustraciones. Pero insiste en que hay que preguntarse para qué pasó lo que pasó, ya que el por qué te condena a hacerte esa misma pregunta hasta la eternidad, sin tener una respuesta satisfactoria.

Rizzi se casó, tiene dos hijos, Felipe de 15 años y Guadalupe de 10, se separó y ahora está de novio con una mujer que conoció por Facebook.

-Algunas personas me han dicho que tuve suerte. No, flaco, suerte no, todo me costó un Perú. Que yo me pueda pasar solo, de una silla a un sillón, me implicó seis meses de trabajo físico, seis meses de decir “no lo puedo hacer”, de llorar. Por eso digo que es un proceso largo.

A Ignacio le suena el celular; no atiende, cheque de quién es la llamada y, con agilidad, envía un mensaje de texto. Son las primeras horas de la tarde, y de a poco comienzan a percibirse más movimientos en la sede de la Unión Argentina de Rugby. Termina la entrevista, Ignacio recuerda a Francisco Maggio, que murió en 2014, y dice que hay que trabajar más en la prevención de accidentes en el rugby, en especial en las zonas más alejadas de Buenos Aires. Con la naturalidad de un gesto tatuado en su cuerpo por años de práctica, gira las ruedas de su silla para dirigirse a su oficina a trabajar. Un apretón de manos, sonrisas y el recuerdo de la frase: “Lo importante es empezar a preguntarse el para qué”.