Crónica

Un festival al nivel del mar


Las cinéfilas

Desde 1954, el Festival de Cine de Mar del Plata es uno de los eventos culturales más importantes de la Argentina. Es equiparable a Cannes y Venecia. En su público, realizadores, actores, actrices, periodistas, estudiantes, críticos, cinéfilos. Y dentro de esta subespecie, asistentes excepcionales: las cinéfilas. Mujeres septa, octa y hasta nonagenarias que mencionan directores iraníes o venezolanos como si hablaran de Spielberg o Scorsese. Hoy copan las salas: llegan tarde con sus linternas, se van antes si una película no les gusta y sonorizan los suspensos. Son impunes.

“Buenos Aires tributa una entusiasta demostración de bienvenida a las luminarias del mundo que se aprestan a participar de un acontecimiento sin precedentes en la historia del séptimo arte: el Festival Internacional Cinematográfico de Mar del Plata. Directores, productores y artistas famosos arriban puntuales a la cita. Por cierto que ellos merecen nuestro agradecimiento como calificados obreros de la gran fábrica de sueños que es el cine. En las proximidades del Hotel Provincial está también el pueblo que quiere ver de cerquita y tal cual son a los que ven siempre magnificados y sometidos a las transformaciones aparentes o espirituales de las creaciones que personifican.”

Una voz pomposa, añeja y veloz, con creativa inclinación adjetivante, narra para la televisión uno de los acontecimientos más importantes de la historia cultural argentina: es 8 de marzo de 1954 y el día en el que inicia la primera edición del Festival Internacional Cinematográfico de Mar del Plata. La aventura de organizar el primer festival de cine clase A (la más importante del mundo, equiparable a Cannes, Venecia, Berlín) en la región está en manos de Raul Apold, subsecretario de Informaciones, y cuenta con el apoyo y la presencia de Juan Domingo Perón. La rambla del casino es el escenario en el que actores y actrices del mundo arriban al recientemente estrenado Hotel Provincial. Los recibe el presidente y una multitud. Hacia el final de la tarde, Errol Flynn, Joan Fontaine, Walter Pidgeon y Mary Pickford se asoman por una de las ventanas del hotel para ver a la gente que se agolpa en la explanada del Casino. El público estalla en aplausos. Al grupo se suma el propio Perón. La multitud redobla el éxtasis y comienza a exclamar “¡que ha-ble, que ha-ble!”. Pero el pedido no se dirige al presidente sino al protagonista de “Robin Hood” y “Captain Blood”: Errol Flynn solo pudo decir “Macanudou muchachous”.

Elena: la estrella

Al nivel del mar, entre la gente y junto a su novio y su hermano está Elena Basez, de 24 años, que asiste por primera vez a un festival de cine al que vendrá ininterrumpidamente en sus 37 ediciones durante los siguientes 68 años. Más tarde ese día Elena se cruza en la puerta del cine Ocean Rex con Gina Lollobrigida durante la proyección de Pane, amore e fantasia (1953). A Elena la deslumbran sus piernas al aire y el vestido con transparencias que lleva y busca las palabras en italiano que más a mano tiene: “che bella sei”, exclama, y la actriz le agradece sonriendo.

El cine es el ecosistema natural de Elena. Pasó su infancia en el barrio porteño de Saavedra y recuerda especialmente el Cine Aesca de la calle Balbín al que asistía con sus amigas del club esloveno. Autónoma desde niña, una viudez inesperada forjó en ella un espíritu arrojado e independiente. Su marido Jorge la acompañó al festival de cine solo en 1954. Los años siguientes viajó sola a Mar del Plata hasta que el festival se prohibió en los años 70. Recuerda el regreso del 96 como una fiesta, porque fue la primera vez que viajó con sus amigas Nené, Susi y Carmencita. Pero hubo ediciones en las que no encontró cómplices y sola se alquiló un departamento para viajar al festival en la perla del atlántico. Veía hasta 4 películas por día. El secreto era evitar sentarse a comer y llevar galletitas en la cartera que comía en la oscuridad de las salas o en el camino entre un cine y otro. Pero a la noche sí elegía un lindo restaurante marplatense en donde se sentaba sola a cenar.

Elena siguió asistiendo en soledad a la fiesta del cine hasta que una especie de artrosis empezó a atrofiar sus manos y necesitó ayuda: hace cinco años viaja con su hija Clarisa, que en 2021 en el estreno de Madres Paralelas interrumpió el discurso del presidente del festival desde un costado del Auditorium y gritó: “¡Acá está mi mamá Elena, viene desde 1954, nunca faltó!”. Los aplausos rompieron la sala. Fue el día de la canonización: Elena se consagró como la mujer vitalicia del festival internacional de cine.

Elena tiene 92 años, los ojos claros, bien separados, y un corte de pelo que recuerda a la pionera de la Nouvelle vague, Agnès Varda. En la edición del 2022 del festival es una estrella: la fotografían, la filman, da entre dos y tres entrevistas por día, la invitan a las fiestas a las que asisten actores como Ricardo Darín y Peter Lanzani y sigue yendo al cine. Siempre a las funciones de la tarde y la noche porque Elena es nocturna y duerme hasta tarde. Cuando le pregunto si puedo ir a su casa a entrevistarla me pregunta: “¿Lo tuyo es filmar o voz?”. Le digo que es solo conversar un rato y entonces le dice a la hija que puede irse al cine tranquila porque no será necesario que la maquille para encontrarse conmigo.

Cuando toco el timbre del departamento en el que me espera con café y budín, imagino que abrirá la puerta una abuela en deshabillé, distinta a la señora coqueta y adornada que me cruzo todas las noches en el Auditorium del Casino. Pero Elena está radiante: tiene los párpados pintados con sombra azul perlada, un gran medallón plateado le cuelga del cuello y dos argollas doradas de las orejas, tiene una blusa con volados de gasa fucsia y los labios pintados del mismo color. A Elena le gusta sentarse en los bordes de las salas. No tiene cine favorito: “A mí me importan las películas, nena”. Cuando me habla de cines de Buenos Aires es recurrente la frase “ese cine cerró”.

Elena es lúcida y memoriosa, me cuenta al detalle una película japonesa que vió hace 20 años sobre dos abuelos que recibían a sus nietos en las afueras de la ciudad. También tiene lagunas: dice mucho “no me acuerdo nada, nada, nada”, como si pidiera disculpas. Culpa de sus olvidos a los dos años de aislamiento que acabaron hace poco. Antes de irme del departamento que alquila me muestra sus manos: los dedos de Elena se tuercen en las puntas hacia los costados. Me dice apenada: “Mirá lo que es esto, no puedo hacer nada con estas manos”. Antes de que yo pueda decir algo Elena se responde a sí misma: “Bueno, puedo seguir yendo al cine”. 

Ana: la vidente

“En los ojos tengo una maculopatía, no me voy a quedar ciega del todo (dicen) pero veo cada vez menos”. Ana camina lento porque ve poco. Tiene los ojos chiquitos y oscuros, uno especialmente enrojecido. El pelo corto, prolijo y gris. Las arrugas de sus 91 años parecen trazadas por alguien con expertise en el dibujo: son plásticas, bellas. Ana tiene una inclinación de la boca hacia la izquierda y habla como se mueve: con ritmo lento y suave. Viene al FIC desde 1996, siempre con su hijo Ricardo. En los primeros años conoció a José Martínez Suárez, que fue durante mucho tiempo presidente del Festival. “Tengo fotos con él” me dice orgullosa.

Con Ana nos conocimos en la salida del estreno de La Uruguaya (2022). Cuando le pregunto si le gustó la película me dice como si me hablara en código: “mucho audio y poca visión, es el tema y no el paisaje”. La interpreto: quiere decir que es una película muy dialogada, con el foco puesto en la trama y poco contemplativa. Tiene razón. A Ana le gustan las películas en las que los paisajes son centrales y la acción se adivina. Recuerda especialmente una que vio en Mar del Plata hace más de diez años, Las acacias (2011): “era una película en la que no se hablaba mucho pero con los gestos uno iba entendiendo el problema de cada persona, eso es lindo, lo hace pensar a uno”. Ana tiene la paciencia para un cine que casi ya no existe. A Ana le gustan las imágenes y el silencio, pensar con los ojos aunque los tenga enfermos.

Lizi: la narradora

“Voy a bajar la escalera sola y con elegancia” es lo primero que le escucho decir a Lizi. Le habla al boletero que le ofrece ayuda para bajar los 11 escalones que enaltecen a la sala Astor Piazzolla del Auditorium en el Casino. Lizi tiene 83 años y hace más de 20 viene al Festival. Lo hizo siempre con su amiga Tita, y siempre al cine del Auditorium. Lizi tiene los ojos verdes, pequeños, húmedos. El pelo blanco, blanquísimo. Camina con la ayuda de un bastón que usa hace pocos meses.

Hoy Lizi vino sola. Se siente rara porque es la primera vez desde que falleció Tita, con quien se turnaban para sacar entradas a la mañana y asistir a la noche. Pero se entusiasmó con la grilla y sacó entradas para las funciones del lunes, del miércoles, del jueves y del viernes. A la mañana le agarró el julepe, dice. “¡Qué hice! Me anoté para todas las películas”. El criterio de Lizi para elegirlas es que estén en competencia, “deben ser buenas si las ponen a competir”, piensa. Hoy, además, se equivocó y llegó tres horas antes de su función. Así que la dejaron pasar y vio Los de abajo (2022), la película del boliviano Alejandro Quiroga que está en competencia internacional. Salió fascinada.

Lizi es abuela narradora, cuenta cuentos para niños en una biblioteca vecina. Aplomada en su oficio me cuenta la película que yo también acabo de ver. Lizi tiene buena memoria aunque le cuesta rastrear algunos datos y sufre los olvidos. Mis preguntas inician muchas con la frase “¿Recordás, Lizi…?”. Me doy cuenta tarde de que cada vez que la enfrento con el recuerdo mofa rendida antes de intentar el ejercicio. Pero Lizi recuerda. Cuando le pregunto por la película que más la impactó en Mar del Plata hace una perfecta sinópsis de una película coreana estrenada en 2002:

Fue una película oriental, un niño tiene que vivir con su abuela en la montaña porque su mamá se tiene que ir a trabajar a otro pueblo y la abuela es viejita y la escenografía entre los cerros y las montañas es una divinura. Y la abuela es bastante ciega y el chico es muy malcriado, de unos 6 o 7 años, que un día se le ocurre que quiere ¡Kentucky Chicken! Y la pobre abuela baja esos cerros con un montón de zapallos para venderlos en el pueblo para comprar los pollos, vuelve y se los cocina. Y el niño dice “Esto no es Kentucky Chicken!” (rie) Es hermosisíma”.

Me cuesta poco encontrarla googleando sus palabras: Lizi habla de “The Way Home” de la coreana Lee Jeong-hyang. A Lizi le gustan las películas que tienen un mensaje. Cuando lee las sinopsis de las pelis piensa: “¡Pero si esto es la vida! ¿Qué tiene de especial? Pero al final todo es la vida, ¿no? Hay que ver cómo se la presenta, vos sabés que hay pobreza, pero si a vos te lo presentan como en esta (Los de abajo) yo me di cuenta enseguida de que era un personaje con interior humanista y dolido por la vida”. Lizi no confunde mensaje con argumento. Presta atención a lo que las películas dicen sin las palabras, a esa sensación propia del cine que se le escapa a cualquier sinópsis.

Beba: la fan

Es sábado y son las 9.45 de la mañana. En la puerta del Teatro Colón de Mar del Plata se arma una extensa fila para ver la proyección de Nazareno Cruz y el lobo (1975) que compone el homenaje a Leonardo Favio del festival. Hay mucha gente pero los ojos se me pierden en Beba. No por su peinado corto y su pelo rojizo, no por su remera de animal print furioso. Es que Beba tiene un barbijo ilustrado por una foto que su rostro parte al medio: de un lado Liz Taylor mira a cámara envuelta en una capucha de piel y un trench color hueso, del otro Richard Burton de perfil la contempla enamorado. Me fascina el barbijo. Me fascina Beba. Le saco charla como puedo:

—¿Viene a ver a Nazareno?

—Vengo a ver a mi ídolo —responde precisa.

Pienso en la película, en la edad que le adivino, en el relato de mi madre adolescente y su cuarto empapelado con las fotos de Juan José Camero, en mi abuela Olga tirando los ojitos para arriba y agarrándose las manos diciendo “Ay Favio, Favio” entonces canchereo:

—¿A Camero o a Favio?

—A Alfredo Alcón, nena.

—Ah, claro, Alcón —imposto la voz—. “Estás enamorado, Nazareno, y eso en vos no es bueno”. —Beba es dura, permanece seria.

—Claro. Mis tres ídolos: Alcón, Sandro y él —dice y señala a Burton en su cara—.

Beba es marplatense y ronda los 70 años. Viene al festival cuando puede, tiene un hijo con discapacidad y escaparse una mañana cualquiera al cine, aunque le quede cerca, es un lujo. Hoy su hijo mayor le compró la entrada y le insistió para que venga. Como mi abuela con Favio, cuando Beba pronuncia el nombre de Alcón se estremece. Me quedo con la duda de si también tendrá un barbijo con su cara.

Delia y sus amigas: las analíticas

“Yo lo que te puedo decir es cuándo cambié la mirada sobre el cine”. La memoriosa es Delia, una mujer de 87 años que aparenta diez menos. Mira a las personas como mira el cine: con agudeza. Viene al festival con sus amigas Ana María y Silvia hace más de quince años. Cuando se presentan dicen con orgullo: “Nosotras somos de un taller de cine: Apreciación de películas”. Se conocieron en el Centro Cultural Rojas y viajaron a festivales de todo el mundo. Ellas son las analíticas. Ana María, tiene 82 y una expresión que recuerda a la británica Olivia Colman. Todavía se siente más espectadora, se queda en el argumento, la historia y la interpretación. Silvia, de 79, es profesora de historia, la más politizada de las tres: durante muchos años por principios no vió películas norteamericanas. Delia es más técnica, mira los encuadres, los planos, el manejo de cámara. Recuerda que a los trece años su hermano mayor la invitó al cine a ver una película de Taylor Power. Como estaba calificada para mayores de 14 años no la dejaron pasar y tuvieron que cambiar de plan. Fueron al Cine Parravicini de la Paternal y vieron lo que había: una película basada en un cuento ruso que transcurría en una caverna y jugaba con luces y proyecciones. Ese fue el día en el que empezó a mirar en las películas algo que no tenía que ver con lo argumental sino con lo netamente visual.

Para venir al festival se organizan varias semanas antes y tienen en cuenta muchos factores: días que van a estar en Mar del Plata, dónde se van a alojar, horarios, películas en competición, directores conocidos y lo más difícil, conseguir las entradas. Cuando hablan de películas lo hacen con expertise: mencionan títulos y agregan “Esa ganó San Sebastián” o “Esa la vimos en Cuba”. Nombran directores iraníes o venezolanos como si hablaran de Spielberg o Scorsese. Este año la tozudez de estas cinéfilas estuvo a prueba cuando Ana María se cayó en los escalones del Auditorium y se fracturó el brazo: se perdió una película porque tuvo que ir a la guardia, pero una vez que la extremidad estuvo inmovilizada, volvió al ruedo. No es la primera vez que les pasa. Hace algunos años Silvia se cayó en otro cine y se abrió la cabeza: un par de puntos no alcanzaron para detenerlas.

Las cinéfilas

¿De qué está hecho el público de un festival de cine como el de Mar del Plata? Definitivamente de realizadores, actores, actrices, programadores, periodistas, estudiantes de cine, críticos, cinéfilos obsesivos. Pero dentro de estas subespecies de asistentes hay una ineludible: son las señoras del festival. Las cinéphilas (2017) las nombró María Álvarez en una película que contaba a estas mujeres en Buenos Aires, Montevideo y Madrid. Mujeres septa, octa y hasta nonagenarias que copan las salas de los cines tradicionales, Ambassador, Auditorium, Colón, y las de los nuevos cines emplazados en los shoppings Gallegos, Aldrey y El Paseo.

Señoras solas, agrupadas, amigas, compañeras de talleres de cine: cinéfilas. Mujeres grandes, con bastones, grillas de programación oficiales y otras hechas artesanalmente e impresas en hojas A4 llenas de notas y colores. Mujeres con pelos blancos, amarillos, rojizos, cortos, bien peinados. Las cinéfilas tienen su propio sonido: exclaman durante las películas, sonorizan los suspensos y las sorpresas como Bernard Herrmann en las películas de Hitchcock. Sus sonidos juzgan y exoneran. Las cinéfilas son impunes: sacan el celular con el brillo al taco en el medio de la proyección, llegan tarde con sus linternas radiantes iluminando los escalones de los pasillos y se van antes si una película no les gusta. Asisten especialmente a las funciones de la mañana, aunque también las hay nocturnas, desveladas. Hacen preguntas a los directores durante las conferencias de prensa, comentan, halagan, critican en voz baja: las cinéfilas tienen códigos.Están orgullosas: todas saben y muestran como una placa honorífica los años que llevan viniendo al festival de cine. El mundo de las cinéfilas está lleno de sinópsis y relatos de películas, pero recuerdan pocos nombres propios. “No respondo lo googleable” podrían empezar a decir ante el recurrente olvido de los títulos: las cinéfilas recuerdan lo importante. Son ambiguas. Las cinéfilas son una incógnita para el resto: “¿cómo hacen?”. Pero también una quimera: que existe un mundo, hecho por la obstinación de señoras de 70, 80 y 90 años, en el que el amor por el cine sigue vivo y hace vivir.