La derrota del Frente de Todos


Lo lamentable, lo doloroso

Lo doloroso de los resultados electorales es que dejan al descubierto que el gobierno de Alberto Fernández, a casi dos años de mandato, no supo enmendar ninguno de los problemas sustanciales –heredados y adquiridos- de un país que lleva casi seis años en caída libre, dice Gonzalo Unamuno. Oír a la gente no alcanza: falta autocrítica, propuestas realizables para salir de la tibieza y combatir la polarización. Los dilemas que el Frente de Todos tiene que afrontar.

Hace tiempo que en Argentina están dadas las condiciones para un estallido social y, sin embargo, la vocación democrática, el voto que la ciudadanía ejerce desde 1983 parece seguir siendo, de momento, herramienta suficiente de castigo más que de premio en un país que una y otra vez se muestra harto de sus representantes de turno en las elecciones de medio término. Este es, al menos, un hecho ponderable de unas PASO en la que un 32 por ciento del padrón no acudió a votar. 

Y entonces, la desazón. La vuelta atrás que muestran los resultados de la jornada electoral del 12 de septiembre. La incomprensión de lo que interpreta y piensa una parte del electorado. ¿Una foto de cumpleaños en pandemia puede más que la deuda con el Fondo Monetario? ¿Un porteño en provincia, una ex gobernadora bonaerense en capital? ¿Ahora hablan de educación cuando nadie recortó tanto como Rodríguez Larreta y el macrismo? Y el enojo con mucha gente a la que le fue muy bien con nuestro modelo pero se le hace imposible convivir con nuestro movimiento.

 

Lo lamentable, lo doloroso son esos resultados que -una vez más- ninguna encuesta o boca de urna pudo prever y no hacen más que dejar al descubierto que el gobierno de Alberto Fernández, en sus casi dos años de mandato, no supo enmendar ninguno de los problemas sustanciales –heredados y adquiridos- de un país que lleva casi seis años en caída libre

La pérdida del salario, del poder adquisitivo, el aumento de los precios, del costo de vida, la pulverización de la clase media, la mitad de la población bajo la línea de pobreza, el 45% de inflación anual, el incremento del trabajo informal, el flojo manejo del sistema educativo durante la pandemia, sumado a errores inclasificables pero de alto impacto amarillista como la fiesta de cumpleaños de Fabiola Yáñez en la Quinta de Olivos sin los protocolos sanitarios, son facturas que, se hizo evidente, se pagan caro. Escuchar lo que dicen las urnas no alcanza: lo necesario es interpretar eso que pretenden señalar y tomar medidas tan urgentes como drásticas de cara a las elecciones de noviembre si se quiere frenar el peligroso avance del fenómeno liberal al que, sorpresivamente, nos enfrentamos otra vez. 

Un indicador notable de estas PASO es hasta qué punto los escasos aciertos del gobierno -la creación del IFE y del ATP, la extraordinaria campaña de vacunación que se dio en todo el territorio nacional, la seriedad con que se manejó el presidente ante una pandemia global o la devolución de rango de Ministerio a la ex Secretaría de Salud- resultaron insuficientes. Aunque la pandemia del Coronavirus pareciera llevarse puesta a muchos de los líderes del mundo (como dijo Víctor Hugo en su columna radial poniendo como ejemplos a Merkel, Macron, Piñeira, Bolsonaro, y como también aseveró el Jefe de Gabinete de la Nación, Santiago Cafiero) no es momento de utilizarlos de espejo, de excusa, de justificación.

Si bien las PASO no son más que una suerte de encuesta de facto de las elecciones de noviembre, es cierto que marcan pulsos y tendencias que delimitan de forma casi definitiva la geografía política de los próximos dos meses. Por eso también es cierto que todo indicaría que el gobierno va a perder las elecciones, siendo oficialismo, ocupando la Casa Rosada, a menos que –sería una rara excepción- el pueblo recupere su memoria, su sentido común y permita que de una vez por todas el país adquiera una direccionalidad ideológica que no se vea alterada o vuelta a sus antípodas cada dos o cuatro años. 

Más allá de que algunos sectores del movimiento peronista tilden al gobierno de socialdemócrata y otros, ya sea por derecha y autoproclamados como libertarios, o por izquierda y autoproclamados antisistema, las pruebas de que somos un país enclenque, que aún no encuentra rumbo ni horizonte, son irrefutables. 

No hay dudas de que estamos asistiendo –desde hace años- a un cambio radical en la forma de hacer, de interpretar y de concebir la política. La extinción de los partidos tradicionales, el multifrentismo que se aprecia en las boletas, las constantes fake news de uno y otro bando, la nula seriedad de los spots bizarros de candidatos que solo apuestan a la viralización de los mismos para ganar tiempo en cancha y fijar sus nombres en los algoritmos, son claros indicadores de ello.

No hay tutía: cuando se gobierna por el centro, avanza la derecha. Y este avance de la derecha enmarcada en la tropa de Juntos por el Cambio (con candidatos que ni siquiera pertenecen a los distritos a los cuales se proponen representar –Vidal, Santilli- y con figuras que tanto daño hicieron en el pasado inmediato como las de López Murphy o, más soslayadas estas elecciones, las de Patricia Bullrich y Elisa Carrió) ahora se ve, para colmo de males, engrosado por figuras emergentes y outsiders como las de Javier Milei y José Luis Espert, que corren por derecha tanto a Macri como a Rodriguez Larreta tildándolos de casta, de ser y de reivindicar lo mismo que sus adversarios históricos, con un discurso de una agresividad sin precedentes, más parecido a un cacareo fascista que a un razonamiento serio. No deja de ser asombroso y pareciera tener gran pregnancia entre el electorado más joven.

 

Ahora bien: ¿qué es lo que debe hacerse frente a la falta de políticas públicas, de herramientas para la reactivación económica en un año y medio de gobierno con un proceso inflacionario altísimo, sin control, con una economía estancada y con una suba de precios que pareciera no tener freno? Este es el dilema que los candidatos del Frente de Todos tienen que afrontar de inmediato. Sino, la constante comparación que se hace desde los medios hegemónicos y desde la oposición al gobierno de que acabaremos replicando los modelos de Venezuela, Cuba, Nicaragua, y etcéteras similares, seguirán surtiendo efecto en la ciudadanía, haciendo mella, infundiendo pánico e incertidumbre a raíz de un paralelismo absurdo, sin sustento real ni lógico, siendo que los vencedores de las PASO son quienes cuentan entre sus filas con personajes pro dictadura, a favor del achicamiento del Estado, que parecieran no tener conciencia del endeudamiento más grosero en la historia argentina, de las políticas de ajuste del Fondo Monetario Internacional al que dieron vía libre en nuestro país durante el gobierno de Macri y del que nos llevará años, contados en décadas, poder desprendernos. 

Quizá haya llegado la hora de que el presidente abandone el rol de moderado, el sectarismo en el que pareciera estar encerrado y agotándose, la postura de opinólogo de cuanto asunto impone la agenda de la oposición y vaya, junto con Cristina Kirchner a la cabeza y con un gabinete reformulado, más apto y más político –que necesita ver rodar algunas cabezas-, a la confrontación despiadada que la oposición propone de manera constante y que tan buenos resultados le está dando. 

Oír a la gente no alcanza, lo necesario es un desglose profundo de lo que busca transmitir, acompañado de autocrítica y de propuestas realizables, no las utópicas y disparatadas que suelen hacerse cuando es imperioso ganar a cualquier costo.

 

La tibieza del gobierno es, en parte, una de las grandes derrotadas de estas elecciones primarias. La polarización está favoreciendo al adversario. Si se aguza la lupa, si se hurga en lo dicho y expuesto tanto de uno como de otro bando, no se trató de una campaña de propuestas concretas ni en lo económico, ni en lo político, ni en lo social, que den cuenta de cómo revertir la paupérrima situación en que estamos inmersos. Los discursos que preponderaron no fueron más que eso, discursos, circunloquios plagados de odio, de descalificación, de hartazgo, de reparto de culpas, de la negación más abstracta y ridícula de la realidad que pueda hacerse, todos factores que ponen en jaque el sistema de creencias de una sociedad diezmada por la pobreza y por la falta de credibilidad en sus representantes. Pero la única verdad es la realidad, decía uno, y a ella solo queda enfrentarla mediante todos los mecanismos que la democracia permite para que no se convierta en un sistema fracasado, perimido, que el absurdo, la inmoralidad y la desmemoria acaben llevándose por delante.