Ensayo

Elecciones en Colombia: un cambio por izquierda


Los desafíos de prometer una nueva historia

En Colombia hoy no se discute la esperanza. Desde el 7 de agosto, Gustavo Petro y Francia Márquez van a presidir el país. La izquierda rompió su techo electoral y quebró su racha en una sociedad con alergia al progresismo y al mismo tiempo harta de que todo siga igual. A las élites no les bastó su poder: a uribistas, liberales, conservadores y verdes les toca aceptar que generan rechazo electoral. Después de varios intentos, Petro será presidente. Entre el discurso de campaña y el de la administración, cuáles son los desafíos para que el voto no se le vuelva en contra.

Fotos: Télam

—Les habla Gustavo Petro. Soy el nuevo presidente de Colombia.

Con 11 millones 281 mil votos, algo más del 50,4% de los sufragios totales, el ex alcalde de Bogotá se impuso sobre Rodolfo Hernández, el impensado fenómeno de derecha que tuvo con el corazón en la boca a toda América Latina. El resultado histórico que nadie se animaba a anticipar comenzó a circular cerca de las cinco de la tarde del domingo de elecciones. Vino a despejar las dudas que carcomían a la sociedad andina: la izquierda quebró su racha, y a las fuerzas políticas tradicionales y a las élites no les alcanzó todo su poder para ganar esta elección.

En el Movistar Arena, 15 mil personas festejaron el resultado junto al candidato ganador.

—Ahora el pueblo es el que celebra y el que gobierna.

Gustavo Petro ya había intentado ser presidente en 2010 y en 2018. ¿Qué se lo permitió esta vez? Encarnar la promesa de un cambio social. Era el favorito en las encuestas, pero pocos garantizaban que ese amor fuera a volcarse en las urnas. Colombia le tenía alergia al progresismo.

Esta vez, Petro construyó un discurso que vira hacia la izquierda pero de manera controlada. Es distante de los extremos que han sido funcionales a las tendencias más conservadoras de la sociedad. Las FARC en una época y Hugo Chávez después fueron espejos sobre los cuales el uribismo pretendió exponer a todo lo que oliera a izquierda como el camino seguro a un colapso democrático. 

Gustavo Petro ya había intentado ser presidente en 2010 y en 2018. ¿Qué se lo permitió esta vez? Encarnar la promesa de un cambio social.

Con movimientos calculados -y también criticados-, Petro convocó a sectores amplios de la ciudadanía y de la tradición del centro político: sus aliados entendieron que era momento de canalizar el descontento social y fortalecer el Estado. Acompañado por Francia Márquez en su fórmula vicepresidencial, el programa del Pacto Histórico le permitió a la izquierda colombiana protagonizar un acontecimiento histórico.  

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Los días previos a la elección, Colombia había sido un hervidero de ansiedades y angustias. La única certeza en la que coincidía el país entero era que, ganara quien ganara, las caras más ilustres de la política nacional verían el resultado por TV. Los electores exigían un cambio, el significante protagonista de las últimas tres semanas, un cambio prometido por proyectos políticos tan opuestos como los de Gustavo Petro y Rodolfo Hernández. Los dos llegaron al ballotage con una feroz crítica a lo que oliera a continuismo. 

Cuando las grandes cadenas de televisión emitieron los resultados y Gustavo Petro dijo: “Soy el nuevo presidente de Colombia”, el terremoto transformador se había consumado. Los apellidos ilustres de la élite gobernante ‒uribistas, liberales, conservadores y verdes‒ tuvieron que refugiarse y aceptar el papel secundario que jugaron en la victoria. Sus apoyos y abrazos, alguna vez fundamentales para llegar a la Casa de Nariño, hoy generan rechazo electoral.

Un antecedente clave, símbolo de este ambiente de transformación, es la aceptación social del proceso de paz coronado entre el gobierno de Juan Manuel Santos (2010-2018) y la ya desmovilizada guerrilla de las FARC. Para las elecciones del 2018 -que llevaron a Iván Duque al poder-, la celebración final de los Acuerdos con las FARC ya era considerada desde la derecha como agravio y traición a las mayorías que habían dicho No a lo pactado en La Habana en el “plebiscito por la paz” de 2016. Las consecuencias políticas de esas históricas negociaciones son ineludibles un mandato presidencial después: sin el actor del armado más relevante de los últimos 60 en la escena nacional, los proyectos políticos gestados en torno al combate contra la “insurgencia” y la lucha contra “el terrorismo” perdieron su potencia para configurar fuerzas electorales e identitarias sólidas. Lo anterior sella el declive del uribismo, es el fin de un dominio absoluto de la política colombiana que duró casi dos décadas. 

Iván Duque dejará la presidencia el próximo 7 de agosto. Su mandato, obtenido gracias al apoyo del ex presidente Álvaro Uribe Vélez, quedó signado con el adjetivo de la mediocridad cuando recién empezaba. Después, para su desgracia, fue demolido por la pandemia. Desde sus primeras horas el delfín de la derecha puso en evidencia ‒con Covid y sin él‒ la debilidad estatal para socorrer a las clases populares. Después, de forma sistemática elaboró un cóctel inaudito de malas cifras económicas, devaluación del peso, desempleo de dos dígitos, inflación, polémica política exterior. Como si todo esto fuera poco, el deterioro de la seguridad afectó directamente las banderas de la derecha y le generó el desprecio de sus propios partidarios. En estos cuatro años, las grandes fuerzas políticas sufrieron el naufragio tanto como él. 

Los apellidos ilustres de la élite gobernante ‒uribistas, liberales, conservadores y verdes‒ tuvieron que refugiarse y aceptar el papel secundario que jugaron en la victoria. Hoy generan rechazo electoral.

—Uribe se murió el domingo 29 de mayo. ¿Cómo se puede estar al lado de un muerto con tres días? Ya está eso picho (podrido).

Ni Rodolfo Hernández quiso su apoyo.  

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Otro precedente del cambio ha sido la movilización social de 2019 y, pandemia mediante, su continuación a fines de 2020 y parte de 2021. En un país, acostumbrado a protestar más bien poco, y donde las movilizaciones tendían a permanecer encapsuladas en la particularidad de sus reivindicaciones, durante casi todo el gobierno de Duque las grandes marchas, protestas y multitudinarios paros evidenciaron que, especialmente para los y las jóvenes del país, el modelo de exclusión económica y social resultaba insostenible. Pese a la represión y al amedrentamiento de las fuerzas de seguridad, las movilizaciones siguieron; de hecho, el mecanismo -antes efectivo- de vincular convulsión social con insurgencia resultó inverosímil e insuficiente para un uribismo en el poder que se negaba a ver la acuciante realidad de Colombia.

Esta insatisfacción generalizada se puso en evidencia en marzo pasado, con las elecciones al Congreso. Mostró el deterioro del partido uribista (de sacar el primer lugar en 2018 se desplomó al cuarto, en 2022), llevó a los partidos tradicionales Conservador y Liberal a ocupar el segundo y el tercer puesto en cantidad de bancas. Y a la coalición petrista Pacto Histórico le permitió llevarse el mejor resultado de la izquierda colombiana en su historia legislativa. Pero aún con el zarpazo del progresismo, la radiografía parecía reflejar un techo electoral para los vientos de cambio. Los analistas tenían pronósticos que no resultaron: aseguraban que, aún con limitaciones, el clientelismo y las maquinarias de los viejos grandes partidos seguían tan aceitadas como antaño. 

De esta manera, el candidato del establecimiento y del uribismo, el ex alcalde de Medellín Federico Gutiérrez, parecía tenerlo todo para ganar en segunda vuelta. El 29 de mayo (escasas semanas después de las legislativas) esa proyección voló por el aire. ¿Qué cambió en dos meses? ¿Cómo es posible tanta disparidad entre un sufragio y otro? 

Los resultados muestran que hoy en Colombia ‒un Estado construido por componendas políticas y los beneficios clientelares‒ las redes nacionales de los grandes partidos funcionan al menudeo para lograr sillas en el Congreso, pero pierden fuerza cuando buscan el poder ejecutivo. Sin caer en generalizaciones en torno a la influencia del voto de opinión, las cifras indican que a la hora de elegir presidente muchos votantes expresan de una forma clara sus deseos y aspiraciones -y hasta sus desidias, a través de la abstención-. Esta votación, sin embargo, movilizó a la ciudadanía como nunca antes en el siglo XXI.  Aún a espera del reconteo oficial, el ballotage tuvo una participación cercana al 58 por ciento, la más alta desde 1998 (y el voto no es obligatorio).

El cambio era prometido por proyectos políticos tan opuestos como los de Gustavo Petro y Rodolfo Hernández. Los dos llegaron al ballotage con una feroz crítica a lo que oliera a continuismo.

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El panorama que se dibuja en un país con una pobreza del 40 por ciento es complejo. La izquierda tendrá que gobernar en medio de un sentimiento de hartazgo y desconfianza en el sistema político. El voto confiado en las urnas puede volverse en contra rápidamente. 

La campaña electoral evidenció que tanto Petro como Rodolfo construyeron su ascenso sobre una aspiración social de cambio. Ganó el que prometió un mayor vuelco a lo social; la ciudadanía espera ver transformaciones profundas y rápidas. Gustavo Petro y Francia Márquez tendrán que caminar con delicadeza para explicar que una cosa es el discurso de campaña y otro el de la administración, con alianzas indeseadas pero necesarias. 

Acostumbrados a elegir entre un candidato del establishment y algún liderazgo emergente, el ballotage colombiano fue descrito por la misma élite que la contienda dejó afuera como una escogencia entre dos “populismos”. (Así lo aseguró, por ejemplo, el ex candidato de centro Sergio Fajardo en una entrevista, reflejo de una discusión recurrente en la agenda mediática colombiana de las últimas semanas). 

Más allá de la polisemia del término “populismo” y de sus implicaciones políticas y académicas, tanto el líder del Pacto Histórico como el dirigente de Liga de Gobernantes Anticorrupción (LIGA) comparten el mote. Se presume que apelaban a “lo más bajo” de la sociedad colombiana. A Petro se le atribuyó invocar a la violencia y al sectarismo, ambos como métodos exclusivos de la izquierda colombiana. A Hernández, de aglomerar el “voto bronca” y las “pasiones elementales” del electorado contra la clase política. 

Estas lecturas -cada una a su manera-, desprecian a los sectores populares que en América Latina conjugan fuerzas tanto regresivas como progresivas, sectores reaccionarios y transformadores por igual. 

Que dos visiones de país tan diferentes enarbolaran el cambio implica que este no es sinónimo de progresismo y no remite con exclusividad al “avance” o, por lo menos, a una sociedad más pluralista. Es evidente ‒como se pudo evidenciar hace pocos años en Argentina‒ que pueden darse también timonazos políticos regresivos en nombre del cambio. Por otro lado, hablar de “populismos” refuerza la idea de que la disputa entre ambos candidatos colombianos se jugaba en el campo de “el mal menor”. El creciente apoyo a Hernández por parte de sectores políticos tradicionales y de derecha tuvo un dejo de esta lectura elitista sobre la disputa electoral: se reivindicó al ingeniero no por sus capacidades políticas sino por solo hacerle frente al ascenso de Petro.

El panorama que se dibuja en un país con una pobreza del 40% es complejo. La izquierda tendrá que gobernar en medio de un sentimiento de hartazgo y desconfianza en el sistema político. El voto confiado en las urnas puede volverse en contra rápidamente.

Aún con su derrota, una candidatura como la que encarnó Hernández podría describirse de cualquier manera menos como desastrosa: Rodolfo logró presentarse a sí mismo como un outsider, como un millonario que no necesita robar y, más importante todavía, fue efectivo en caracterizar insistentemente a la clase política de “rateros” y bandidos. 

En su paso de candidato local a uno de relevancia nacional logró su ascenso meteórico no solo por sus apariciones en Tik Tok o por su particularmente brusca y coloquial forma de hablar. El ingeniero se configuró como líder de la anti-política colombiana, como un dirigente ajeno a las clases dirigentes y que, por su éxito empresarial, podía gobernar al país como se gerencia una constructora. Resulta enigmática pensar la capacidad que tendrá desde la oposición y qué papel jugará -si es que jugará alguno- en una recomposición de los partidos tradicionales. 

Una vez se disipe el humo y se empiecen a conformar los equipos de gobierno, los retos que le esperan a Gustavo Petro son gigantescos. La herencia económica y social de casi dos décadas de uribismo, la progresiva desactivación de una visión de la política abocada solamente a erradicar al enemigo del país cristalizado en la insurgencia ‒el legado más relevante del gobierno santista‒ y la recurrencia de la protesta social en los últimos años, indican que el nuevo gobierno no tiene una tarea fácil. 

Pero hoy no discutimos la esperanza. Ya veremos si el nuevo presidente del Palacio de Nariño desmiente que Colombia es excepcional por sus desgracias y que sus problemas son únicos, irresolubles y casi eternos. Parece cierto: sus habitantes están hartos de sentir que el país siempre puede caer más abajo. ¿Cómo hará Gustavo Petro -acusado de individualista, terco y egocéntrico- para confeccionar un gabinete que agrade a sus seguidores y no asuste a la media Colombia que lo ve como la encarnación de todos los males? 

Esto en contraste con otro aspecto fascinante de la elección: Francia Márquez, la figura disruptiva de la política colombiana. Novedosa al punto de que su discurso de victoria en el Movistar Arena frente a miles de seguidores no se consagró a prometer la solución de todos los males del país (cuestión más recurrente en la retórica del propio Petro). Francia hizo algo tan inédito en el país como darle voz a quienes no suelen tenerla:

—Después de 214 años logramos un gobierno del pueblo, un gobierno popular. El gobierno de la gente, de las manos callosas. El gobierno de la gente de a pie. El gobierno de los nadies y las nadies de Colombia.