Crónica

El proteccionismo de Trump


Los obreros de Trump

La fábrica de aire acondicionado Carrier, en el estado de Indiana, fue un símbolo de la campaña electoral y de los primeros meses de gestión de Donald Trump. En una región poblada de obreros precarizados y empresas que anuncian mudanzas a México, el presidente y magnate promete proteccionismo. Con una mirada microscópica, Paula Lugones narra un caso testigo para entender porqué el nuevo líder republicano sedujo a millones de blancos en el cinturón industrial. Un fragmento de “Los Estados Unidos de Trump” (Ariel - Grupo Planeta).

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La fábrica de aire acondicionado Carrier es un inmenso cuadrado de metal donde no abundan las ventanas. Ocupa una manzana entera en las afueras de Indianápolis, en el estado de Indiana y es igual a miles de galpones que se ven a lo largo del Rust Belt, esa franja en el noreste y centro del país que se extiende desde el estado de Nueva York hacia el oeste por Pensilvania, Virginia Occidental, Ohio, Indiana, Michigan, Illinois y partes de Iowa y Wisconsin.

Pero Carrier no es una fábrica cualquiera: la empresa anunció a comienzos de 2016 que cerraría sus puertas en 2017 y que trasladaría su producción a México, donde los costos laborales son significativamente más bajos. Y Trump tuvo la habilidad de hacer de ella un símbolo de su campaña: prometió que, si era elegido presidente, Carrier y otras fábricas similares tendrían enormes dificultades para mover sus negocios afuera del país. Cuando ganó y aún no había asumido en la Casa Blanca, volvió para sellar un acuerdo por el que la empresa no se mudaría. Los mil cuatrocientos empleos quedarían a salvo.

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Lo que sucedió allí es un buen ejemplo para entender por qué el discurso del magnate sedujo a millones de blancos en el cinturón industrial estadounidense, que resultó definitivo para inclinar la balanza en las presidenciales, porque ganó en varios estados de esa zona (Pensilvania, Wisconsin, Michigan), donde hace tiempo triunfaban los demócratas. En un trabajo de cuidada orfebrería electoral y mediática, Trump viajó durante la campaña varias veces a Indianápolis, incluso habló concretamente  en actos de la fábrica, porque entendió que era un argumento sencillo y perfecto para convencer a quienes creían que los males de la economía de los Estados Unidos se debían a los tratados de libre comercio y a la globalización, que destruyeron los empleos del pulmón industrial del país. Trump prometía entonces castigar en el futuro con un arancel del 35% a los aparatos de aire que Carrier fabricara en México.

En la fábrica había una inmensa tensión e incertidumbre. A la salida del turno de la mañana, cuando los obreros se cruzan presurosos con los que ingresan a las 5 de la tarde, T. J. Bray, de 32 años y con casi la mitad de su vida como operario de la empresa, compraba unas golosinas en la estación de servicio de enfrente. Trabaja en Carrier desde dos semanas después de terminar la escuela secundaria, a los 18. En ese lugar, como en muchos de la América profunda, pocos jóvenes se plantean ir a la universidad: la inmensa mayoría va a trabajar a alguna fábrica de la ciudad donde viven, como sus padres, como sus abuelos. Así funcionaba la vida en el Rust Belt antes de la crisis. Pero ya nada es como antes en esta zona olvidada del país.

Jean, campera de hockey sobre hielo, botas de trabajo,  aritos, T. J. está casado, tiene dos hijos y es instalador en una línea de ensamble. Gana unos 22 dólares por hora, además del seguro médico y otros beneficios sociales. Todo venía bien hasta que su mundo previsible estalló en pedazos cuando la fábrica anunció sorpresivamente que cerraba para instalar su producción en México, donde a un obrero pueden llegar a pagarle solo 3 dólares por hora. “Me siento horrible, pasé años aquí. Hay gente que trabajó toda su vida en esta fábrica y de pronto le quitan todo por la avaricia de la empresa”, cuenta T. J. “No sufro tanto por mí, porque soy joven y quizás pueda conseguir otro trabajo. Pero los que son mayores no sé qué van a hacer. ¿Qué va a pasar con ellos?”

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Aunque no dramático, ante esta situación su futuro también era de horizonte precario: con suerte conseguiría un trabajo en el sector de servicios –probablemente acomodando cajas en algún galpón– pero ganaría mucho menos: “Quizás 14 dólares, sin beneficios. No se paga mucho más a quien no tiene un título”. Para mantener su nivel de vida, debería conseguir dos empleos. En el estado de Indiana, como en muchos de la zona, hay aún trabajo –el desempleo orilla el 5%– pero los nuevos son de baja calidad y peor paga. Por eso allí los números macro –festejados a nivel nacional– son relativos.

Chuck Jones, jefe regional del sindicato del acero, cuenta que la compañía decidió irse a México, a pesar de que daba buenas ganancias y de los reclamos sindicales por el traslado, y subraya que el principal problema se daría en los obreros de entre 40 y 55 años, porque sería difícil que se pudieran sumar a las exigencias del nuevo mercado laboral. “Ganaban un sueldo modesto, son parte de esta comunidad, sentían que con este trabajo pudieron humildemente comprarse un auto, una casa y ahora pueden perder todo esto. Y, para esta gente, la situación es desesperante: pueden ocurrir hasta suicidios”, advierte. Si bien Carrier finalmente no cerrará, en esa zona el sueño americano de progreso social se desvanece.

A pocas cuadras de Carrier hay también otra fábrica de productos de acero, Rexnord, que tiene previsto irse de la ciudad en 2018 y despedir a cuatrocientas personas. Para Jones, los acuerdos de libre comercio como el NAFTA o el Trans-Pacific Partnership (TPP) con países de Asia y América, no son justos. “Es imposible competir en esas condiciones, y los políticos de alguna manera tienen que entender que las personas están perdiendo sus trabajos.” El sindicato, que siempre apoya al candidato a presidente demócrata, esta vez no respaldó a ninguno.

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Los sindicalistas y la mayoría de los trabajadores industriales, tradicionales aliados del Partido Demócrata, se habían inclinado en su momento y abrumadoramente por Bernie Sanders, el precandidato de ese partido que perdió en la interna con Hillary. Tanto Sanders como Trump habían logrado poner en el centro de la campaña al impacto del libre comercio en esta zona poblada por trabajadores blancos. Hillary adoptó luego un discurso más proteccionista, pero tuvo dificultades para llegar a este electorado, ya que su base de apoyo son minorías, como los latinos y los afroestadounidenses, a las que los blancos en esta región miran con desconfianza. Los votantes de Sanders no fueron todos para ella. Buena parte eligió a Trump.

Douane Ravoy, divorciado, con veinte años de trabajo en Carrier, se encontraba en situación de cuasi despido para la época de las elecciones. Entonces se lamentaba porque se iba a quedar sin trabajo: “¿Qué voy a hacer después? Tengo 56 años… Me siento abandonado, dediqué buena parte de mi vida a esta compañía y ahora me tira a la basura como si nada”. Había votado en la interna por Sanders, pero luego optó por Trump: “Me gusta su actitud en todo. Dice algo y lo hace. Hillary no dijo nada sobre nosotros, no nos defiende. Trump vino acá y habló con nosotros”, explica.

Warren Copeland, profesor de Ética Social en la Universidad de Wittenberg, en Springfield, Ohio, explica que lo que pasa ahora es que si los jóvenes no van a la universidad ni se capacitan, les será muy difícil conseguir un trabajo para poder ingresar a la clase media o mantenerse en ella, como sus padres. “En términos de frustración, creo que son las generaciones anteriores las que más angustia tienen, porque recuerdan que existió otra cosa, que no siempre la realidad fue tan dura. Las viejas generaciones hablan de los buenos viejos tiempos y los más jóvenes están frustrados porque no consiguen trabajo. Y la verdad es que no tienen la capacitación ni la educación necesaria para encontrar buenos empleos, no tienen herramientas tecnológicas, y así se dedican a oficios como plomero, electricista, algo para sobrevivir. Pero no son trabajos bien pagos como para poder progresar”.

Trump detectó ese malestar en el Rust Belt blanco y dedicó mucho tiempo y recorridos maratónicos por decenas de ciudades en cada estado de esa región. Apenas un mes después de haber sido electo y cuando todavía estaba armando su futuro  gabinete, se lanzó a lo que llamó “victory tour” [gira de la victoria] por la región, una manera de agradecer a los habitantes de una zona que fue fundamental para su conquista de la Casa Blanca. Y, como era de esperar, el primer acto de la gira lo hizo precisamente en Carrier: allí anunció con pompa que había logrado frenar el traslado de esa empresa a México y el despido de más de mil empleados y advirtió que las compañías que se fueran de los Estados Unidos en busca de menores costos en el extranjero enfrentarían las consecuencias.

Más allá de los aplausos y la sensación de triunfo, nunca quedó demasiado claro cuál fue el acuerdo que logró Trump con la empresa. Se dijo que la fábrica recibiría un paquete de subsidios de 7 millones de dólares por año por parte del estado de Indiana (donde fue gobernador el vicepresidente Mike Pence) y que habría inversiones financieras. También, que le otorgarían beneficios fiscales durante seis años, pero nunca se brindaron especificaciones sobre cómo fue el convenio. Algunos medios advirtieron que la empresa madre de Carrier –United Technologies– se dedica a construir motores de aviones militares y arriesgaron que quizás podría ser bendecida a cambio con algún beneficio futuro desde el sector de Defensa.

La realidad es que los detalles fueron irrelevantes: Trump quería esa foto. “Las compañías no van a abandonar los Estados Unidos sin consecuencias. No va a pasar”, advirtió. Flashes y foto.

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Al mirar más de cerca el caso de la empresa de aire, los mil empleos de Carrier es un número ínfimo en el mar de precarización laboral que reina en la región. El economista Paul Krugman tuiteó que un acuerdo similar semanal durante cuatro años devolvería únicamente 4% de todos los puestos de trabajo desaparecidos desde 2000. En una columna titulada “La era de las falsas políticas”, el premio nobel escribió que en un día común, unos setenta y cinco mil estadounidenses suelen ser despedidos por sus empleadores. Algunos encontrarían nuevos empleos, pero muchos acabarían ganando menos y otros seguirían desempleados durante meses o años. “La economía estadounidense es enorme y da empleo a ciento cuarenta y cinco millones de personas. Además, no para de cambiar […] con muchos empleos que desaparecen y muchos más que se crean nuevos.” Esta aclaración busca “resaltar la diferencia entre la política económica real y la falsa política que últimamente está recibiendo exceso de atención en los medios informativos. […] los titulares que repiten las afirmaciones de Trump sobre los puestos de trabajo que ha salvado sin transmitir la falsedad básica de esas declaraciones son una traición al periodismo”, afirma.

Pero al trabajador de Carrier, a sus familias y a sus vecinos no les importan demasiado los números macro. El presidente repitió luego esa fórmula con Ford, una empresa a la que primero criticó con una andanada de tuits y con la que finalmente llegó a un acuerdo para que no construyera una planta en México sino que la levantara en Michigan. Los de Carrier y Ford son ejemplos palpables, concretos para la mirada de la América profunda. Es evidente que Trump sabe de escenificaciones y llega a su gente con esos gestos pequeños, de gran impacto simbólico y mediático, esos que los trabajadores pueden comentar en un bar o a la salida de la fábrica. Más allá de la realidad de los números, ellos creen que ahora sí hay alguien que los escucha.