Ensayo

Malvinas


Las Islas amputadas

Malvinas ocupa un lugar imposible de situar en la memoria argentina. ¿Qué es un lugar verdadero? ¿Qué lo vuelve propio? ¿La historia, la sangre, el derecho, la ocupación? ¿Una azarosa combinación de todos esos elementos? Desentrañar nuestros vínculos con Malvinas tiene mucho más que ver con nuestras imaginaciones como país que con la historia pura y dura de un conflicto diplomático. ¿Cómo pensar su soberanía sin la mirada porteño céntrica que piensa una patria solo costera?

Fotos: Federico Lorenz

El arponero Queequeg, compañero de tripulación de Ismael en el Pequod, leemos en Moby Dick, nació en Rokovoko, una isla que no aparecía en ningún mapa porque “los lugares verdaderos nunca figuran en ellos”. Después de muchos años de investigar sobre las Islas Malvinas, me pregunto si estas no serán nuestro Rokovoko: un lugar que tiene una presencia física (es obvio que figuran en los mapas, y su silueta inconfundible aparece en carteles, pintadas y tatuajes), pero cuya verdadera condición de lugar de la memoria argentina es imposible de situar. De allí su eficacia simbólica y su condición fantasmática, en su doble acepción del ausente que nos atormenta y, como en las amputaciones, dolor del miembro que ya no está.

La asociación entre la novela de Melville y las Malvinas es menos caprichosa de lo que parece. Hasta la apertura del Canal de Panamá en 1914, las islas eran destino obligado para las embarcaciones que doblaban o habían doblado el Cabo de Hornos, entre ellos los balleneros que, de manera informal, extendieron los mapas y llevaron al Atlántico Sur el capitalismo antes de que allí hubiera estados nacionales celosos de sus fronteras y con capacidad para defenderlas y extenderlas. Muchos territorios antárticos ingresaron a los mapas y a las mesas de sus estadistas y banqueros occidentales de las manos curtidas de aquella cofradía transnacional que eran las tripulaciones del siglo XIX.

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Pero también, el recuerdo de la patria de Queequeg remite a esa idea tan poderosa y sugerente  de que un lugar puede ser verdadero aunque no exista. Y Malvinas, que son unas islas y sus aguas circundantes, pero también son ese sentimiento nacional, encarna en experiencias, lugares e historias que están mucho más allá del territorio usurpado por los británicos. Son el núcleo duro de una presencia cultural, de una parte existencial del espíritu argentino, podríamos decir, que merece ser dilucidado. Y, a poco más de un año del Bicentenario de la Independencia y más de treinta de la guerra de 1982, reapropiado.

¿Qué es un lugar verdadero? ¿Qué lo vuelve propio? ¿La historia, la sangre, el derecho, la ocupación? ¿Una azarosa combinación de todos esos elementos? Si la respuesta, como creo, es la coexistencia de todas estas preguntas, desentrañar nuestros vínculos con Malvinas tiene mucho más que ver con nuestras imaginaciones como país que con la historia pura y dura de un conflicto diplomático.

Si de “relatos” se trata: ¿Cómo hace un país cuya dirigencia en forma mayoritaria aún se orienta por el modelo unitario, centralista y pampeano, por una geopolítica macrocefálica, para pensar la Nación? ¿Cómo delinear un proyecto nacional que imagine una Argentina atlántica? ¿Y cómo hacer, en el camino, para asumir que los mares, por definición, no tienen fronteras? ¿Qué lugar tiene el Atlántico Sur, del que Malvinas es un enclave, en las reiteradas alusiones a la articulación regional que los argentinos “debemos realizar”? Más sencillo: ¿Cómo hace para ejercer su soberanía sobre espacios marítimos un país que no construye ni articula esa experiencia, que no se imagina ni siquiera costero, como no sea en los meses del verano?

Son cuestiones nodales y que remiten a nuestra conformación como nación moderna. Las imaginaciones dominantes sobre Malvinas las proyectan fuera del espacio-tiempo: usurpadas, tanto podrían estar bañadas por las aguas del Mar Argentino como perdidas en el espacio. La retórica construida en torno a ellas las arrancó del proceso histórico nacional y regional al mismo tiempo que las clavó en las vidas de los protagonistas de la guerra. En nuestras relaciones con las islas y sus habitantes tiene más peso la imagen de la usurpación que la pregunta acerca de cómo nos relacionamos con ellas en el pasado, qué vínculos hubo entre islas y continente a escala regional, y cuáles queremos que haya, como no sea la fórmula que se reduce a recuperar lo que es nuestro, porque “las Malvinas fueron, son y serán argentinas”.

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La profundidad de las cuestiones que abriría revisar estas matrices para “pensar la Patria” explica en parte por qué Malvinas como ícono difícilmente salga de su doble condición de caja de resonancia de otros problemas nacionales (sean estructurales o coyunturales) y de símbolo incuestionable (o “difícilmente cuestionable”) de unidad nacional. De allí que vale la pena pensar qué cosas han cambiado en relación con la presencia de Malvinas en el repertorio oficial desde el año 2003, por tres cuestiones. La primera es que tanto Néstor Kirchner como su sucesora, Cristina Fernández, por su condición de patagónicos, se definieron como presidentes “malvineros”. En segundo lugar, el eje puesto en las luchas por la memoria, la verdad y la justicia ofreció la posibilidad de inscribir la experiencia bélica de 1982 en un marco conceptual más amplio. Esto ha perforado, sin que podamos saber con qué profundidad, las barreras existentes entre algunas de las agrupaciones de ex combatientes y los organismos de derechos humanos, erigidas en el marco del quinquenio que va de la derrota en las islas a la sublevación carapintada de 1987. Entonces, todo aquello que anduviera vestido de verde y reivindicara la experiencia de guerra, aunque fueran soldados conscriptos que denunciaban a sus jefes y reclamaban el reconocimiento social, olía a “pro dictadura”.

Por último, si bien es cierto que en los primeros años del kirchnerismo (podríamos decir hasta el 2007, 25° aniversario de la guerra) “Malvinas” pasó desapercibida, desde el año 2010 ha ocupado un espacio creciente en la retórica y gestualidad gubernamentales. De hecho, en los últimos años el gobierno nacional produjo fuertes gestos en relación con las Malvinas: la creación de un Museo y de una secretaría específica en la Cancillería, el lanzamiento de un billete de $50 alusivo al reclamo, y el impulso para la identificación de los soldados argentinos desconocidos yacentes en Malvinas.

La serie de billetes lanzada por el Banco Central de la República Argentina, denominada “Islas Malvinas. Un Amor Soberano” recupera al Gaucho Antonio Rivero, la mítica y controvertida figura que protagonizó una serie de hechos sangrientos en los meses inmediatamente posteriores a la ocupación británica de 1833. Controvertida porque algunos ven en él un resistente a la ocupación inglesa, mientras que otros reducen los incidentes a asesinatos cometidos por la ausencia de una autoridad y el enojo por deudas por parte de Luis Vernet, su empleador y primer comandante político y  militar de Malvinas, nombrado por el gobierno de Buenos Aires.

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El billete, presentado por la presidenta en un aniversario del desembarco de 1982, consagra a Rivero como “primer defensor de la soberanía nacional en las islas”. A caballo de un pingo rampante, agita una bandera celeste y blanca que cubre otras dos imágenes poderosas: la del cementerio de guerra argentino en Darwin, y la del Crucero General Belgrano, hundido durante la guerra por los británicos. El nexo es literal: los combatientes de 1982 son los herederos del gaucho que, de acordar con el relato, enfrentó facón en mano a los ingleses. Todas imágenes bélicas para un billete que fue presentado como una evidencia de la convicción de “recuperar pacíficamente la soberanía sobre las islas”, como lo probaría la inclusión de imágenes de la fauna y la flora insular.

Esa historia malvinera “antigua” convive, en el repertorio simbólico nacional en relación con las islas, con la marca más reciente de la guerra. Pero la enunciación de ese linaje histórico no debería poder realizarse sin conflictos. Porque entre otras cosas, es el mismo que orientó a los militares, antes que en Malvinas, para realizar su matanza en la Argentina continental. Militares que, por otra parte, son genéricamente cuestionados por la forma desaprensiva en la que trataron a sus hombres y condujeron la guerra. Si escribo “genéricamente” es porque saber lo que sucedió durante la guerra es aún una cuestión pendiente.

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Esta coexistencia de narraciones sobre Malvinas es viable y confortable porque alude a planos distintos de nuestro pasado: el Gaucho Rivero puede ser un resistente del siglo XIX, antepasado de los militantes nacionalistas, los Cóndores de 1966, que desviaron un avión de línea a Malvinas para reclamar por la soberanía argentina en un acto de resistencia a la dictadura de Onganía. Más difícil (aunque el billete de $50 lo materializa) es el puente entre estos episodios y la guerra de 1982, producida por la dictadura militar pero cuyo origen, la recuperación transitoria del archipiélago, tuvo un importante consenso nacional. Difícil porque lo que subtiende a todos estos momentos históricos, es una forma de entender la soberanía, nuestro lugar en el mundo y, por supuesto, la “causa nacional” que se ubica por encima de cualquier diferencia entre argentinos.

Bajo el paraguas de la causa, ambos relatos sobre “Malvinas” pueden convivir. Pero su manipulación simbólica es problemática, como evidencia el Museo inaugurado en la ex ESMA el año pasado, donde conviven, aunque en pisos y salas separados, el irredentismo malvinero, la gesta de un grupo que secuestró un avión para reivindicar la soberanía sobre las islas, la experiencia de los soldados conscriptos, con el catálogo de argumentos biológicos y geográficos por los cuales las islas son nuestras.

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“La soberanía argentina sobre Malvinas tiene un lugar más allá de nuestro corazón”, dice una publicidad del Museo que invita a “vivir la experiencia Malvinas”. Para hacerlo, gracias a una cantidad de deslumbrantes recursos audiovisuales y museográficos, el visitante se sumerge en el pasado histórico narrado en la clave anti imperialista de la que Rivero es figura central, revive los días de la guerra y la vida cotidiana durante la dictadura, o se sorprende ante el arsenal de los Cóndores de 1966 (pero no puede ver ni una sola de las armas utilizadas en la “guerra convencional” de 1982). Si hay algo que evidencia esa exhibición, es que aún no hemos hecho un ejercicio reflexivo de largo aliento y a largo plazo sobre el lugar de Malvinas en nuestra historia que procese de manera conjunta esos pasados. Pueden convivir, como en botica: los podemos reunir, pero no cruzar. Me explico: un país que emerge de la dictadura con la decisión de (auto) juzgar(se), ¿puede sostener un repertorio nacionalista y patriótico como el de Malvinas sin preguntarse hasta qué punto este estuvo en el origen de las violencias de nuestro enfrentamiento civil?

Como un efecto virtuoso de la política de Memoria, Verdad y Justicia del kirchnerismo un sector de los ex combatientes de Malvinas (que actualmente ocupan estructuras de gobierno) impulsaron en 2007 la denuncia de los malos tratos sufridos por los conscriptos en Malvinas como crímenes de lesa humanidad y, por ende, imprescriptibles. Pero en febrero de este año, la Corte Suprema de Justicia estableció que los casos presentados no podían ser tipificados como de lesa humanidad, cerrando la posibilidad de su juzgamiento.

Se trata de una derrota coyuntural de un reclamo histórico de las agrupaciones de ex combatientes, que desde el mismo año 1982 denuncian las inconductas de sus oficiales y suboficiales superiores. Solo que no lo hicieron en una clave “de derechos humanos”, porque en aquellos años, “Malvinas” iba por un carril completamente aparte a la “recuperación de la Democracia” y “los Derechos Humanos”. Los ex combatientes inscribieron sus denuncias en el marco de la Justicia Militar: al vejarlos y con su incompetencia, sus superiores habían cometido traición a la patria: los habían inhabilitado para combatir en condiciones contra los ingleses. Reclamaron una Comisión Bicameral sobre Malvinas, y testimoniar al igual que sus jefes. Eso aún no ha sucedido.

Hubo, en tiempos recientes, otras iniciativas nacidas del campo de la “memoria, la verdad y la justicia” que llegaron a Malvinas. La identificación de los soldados enterrados como NN en Darwin, el cementerio de guerra, es una iniciativa humanitaria valiosa y necesaria, que recoge lo mejor de nuestras tradiciones en materia de procesos de reparación histórica. Anunciada en ocasión de otro aniversario del 2 de abril, aún aguarda decisiones de ambas partes. Pero esta demora no debería hacernos perder de vista que el proceso de la identificación de los caídos, típico de las guerras del siglo XX, es un trabajo largo y que no está exento de disputas. Para algunos de los deudos, es imprescindible saber bajo qué cruz están los restos de su hijo; para otros, les basta la idea de que están enterrados en la tierra que defendieron. Cuestiones esencialmente subjetivas tienen un peso notable en nuestra cultura y a menudo son extrapoladas al plano de la discusión pública, no siempre con el cuidado necesario.

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El reciente fracaso en traducir las circunstancias específicas de la guerra de Malvinas al “campo de los Derechos Humanos” no debe hacer perder de vista que hay otros caminos para esa reparación histórica: podrían impulsarse, por ejemplo, juicios por la verdad. U otras acciones menos espectaculares pero aún vacantes: si bien el Informe Rattenbach fue desclasificado en 2012, la sociedad argentina aún no dispone de una historia oficial de la guerra de 1982 (como no dispone de una historia oficial de la dictadura militar. Acaso no deba tenerla, pero los que creemos en los efectos virtuosos de la acción estatal en la cultura no podemos menos que esperar que ambas existan, bajo la forma de una convocatoria amplia a investigadores y el acceso a los archivos y actores).

Por otra parte, así como la Argentina carece de una historia oficial de la guerra de 1982, tampoco dispone de un libro oficial sobre la disputa, que ubique la historia del archipiélago en el marco más amplio de la historia nacional. Sorprendente omisión cuando se trataría de un instrumento de trabajo fundamental en una disputa irresuelta.

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Más recientemente, el gobierno nacional creó la Secretaría de Asuntos Relativos  a las Islas Malvinas, Georgias del Sur, Sandwich del Sur y los espacios marítimos circundantes. Además de iniciativas políticas, impulsa  actividades académicas articuladas con las universidades nacionales,  destinadas a conocer la historia de Malvinas. El desarrollo de Pampa Azul (la definición del Atlántico Sur como un espacio estratégico para iniciativas científicas por parte del Estado nacional), también abre la posibilidad de nuevas preguntas sobre viejas cuestiones.

¿Cuánta fuerza tiene aún el modelo “Argentina granero del mundo” a la hora de imaginarnos? ¿Hasta qué punto hemos construido nuestras formas de pensar Malvinas bajo el peso de esta mirada porteño céntrica sobre lo que es “la Argentina”? Es necesario preguntarse si frente a elementos tan fuertes de lo que hoy es una auténtica tradición a la hora de pensar la cuestión Malvinas (reforzada por elementos traumáticos como una guerra y un despojo), que derrama sobre la forma en las que nos imaginamos como “atlánticos”, tendremos el coraje de actuar en función de las nuevas respuestas que encontremos. Porque es probable que no todas vayan a ser satisfactorias ni para el orgullo nacional herido, ni para nuestra autopercepción como nación, ni para los muertos.

¿Cuáles serán entonces, las coordenadas de nuestro Rokovoko?