Solidaridad y antipolítica


Manu Lozano, por encima y por abajo del Estado

Con el apoyo de Carrefour, Banco Hipotecario, Cris Morena, Facundo Arana y un sinfín de empresas y famosos, Manuel Lozano construyó Fundación Sí, una orga solidaria con voluntarios e infraestructura en casi todas las provincias. Sin articulación alguna con políticos nacionales o locales, su apuesta es la self made civil society: la sociedad civil que se construye a sí misma. ¿Quién es el pibe de rastas que quiere cambiar el mundo y rompe con los prejuicios del voluntariado? ¿Cuánto de antipolítica, de antiEstado, hay en el discurso de la solidaridad y en cada acción de Manu?

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Manuel Lozano habla poco. Sabe que hoy no va a ser protagonista. Es domingo a la noche y Luis Novaresio comanda “Debo Decir”, por América TV.  Cuando le llega el turno, se acomoda y descarga. Que nadie habla de educación. Que en Chaco, donde estuvo hace poco, hace más de dos años que los chicos tienen al menos un paro por semana. Que el déficit fiscal se baja con gente que sea libre, que pueda trabajar sin depender del Estado. Y avisa: la responsabilidad es de todos. De todos y de cada uno. De la sociedad.

—Me fui contento, tuve poco tiempo pero pude decir cosas que pensaba —dice Manu el martes siguiente, en la cocina de la Fundación Sí, ubicada en el corazón de Palermo Hollywood.

Cuando terminó el programa, su papá lo cagó a pedos: “Manuel, ¿podés dejar de contar siempre la misma historia? Es un embole ya”. Se refería al momento en el que Novaresio le preguntó por sus orígenes. Esa historia que Manu contó en charlas TED, conferencias y libros. Esa que dice que a los nueve años, en la escuela municipal N°1 de Chascomús, lugar donde nació, Manuel Lozano vio a un compañero que estaba en ojotas en pleno invierno. Se indignó por partida doble: porque no podía concebir que con esa temperatura un compañero estuviera sin zapatillas y porque nadie a su alrededor parecía notarlo. Ese mismo día, con la ayuda de su mamá, organizó una campaña para juntar ropa. Al otro día, cuando llegó al colegio para entregar la colecta, su maestra lo aleccionó. Le explicó que el chico se había lastimado el pie y las ojotas se debían a que la herida aún no había cicatrizado. Esa historia, ese error que luego se tradujo en moraleja, un equívoco rito de iniciación.

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Ahora, con 34 años, sentado en la cocina de la Fundación Sí, Manu recoge sus rastas, ese océano de cabello encapsulado que lo hacen parecer una especie de Medusa, el personaje de la mitología griega que tenía serpientes en la cabeza. Esta vez, si bien mantiene el enorme nudo que las contiene, un par se le desbordan. Esas cápsulas rebeldes tienen una función. Manu las acaricia mientras habla. Un tic camuflado, una forma de calmar la ansiedad. Van veinte minutos de entrevista y Manu avisa. A los cuarenta, Manu se para y comienza a caminar.

—Soy muy inquieto, infumable —había avisado al comienzo.

No es eso. Es el tiempo. Tiempo que Manu podría estar usando para la fundación. Tiempo que ya no me pertenece.

***

El proyecto más ambicioso de la Fundación Sí, el que la sintetiza y más excita a sus voluntarios es el de las residencias universitarias. Nació, como no podía ser de otra manera, de una necesidad individual, de un nombre propio. En 2012, cuando Manu presentaba su primer libro, Te invito a creer, en Santiago del Estero, se le acercó Néstor. Le dijo que él soñaba con ser ingeniero agrónomo pero la distancia entre su pueblo, un paraje rural de 700 habitantes, y la capital santiagueña le impedían lograrlo.

Manu ya tenía experiencia en el armado de un centro universitario en la Puna, que había empezado a tejerse cuando todavía estaba en la Red. El nuevo proyecto se hizo tangible un par de semanas después, con la donación de una casa por parte de Carrefour y un capital aportado por Banco Hipotecario. A primera vista parece simple: la Fundación compra una casa en una capital, recorre todas las escuelas rurales de la provincia y selecciona entre treinta y cincuenta chicos para mandarlos a estudiar. Les paga los viáticos, la comida, profesores particulares y cualquier otra cosa que vayan a necesitar durante la carrera.

Estamos en Corrientes, con un sol que lastima y un olor a chipá que sana. Nos acompañan dos voluntarios: Fer, un investigador del CONICET que decidió tomarse las vacaciones en estos días y Jose, una arquitecta independiente que prefirió acumular trabajo para el finde con tal de ver cómo progresaba la obra. La residencia de Corrientes se inaugurará en enero junto a otras dos en Santiago y Tucumán. Se hizo posible por el show “Vive Ro”, el homenaje que Cris Morena le hizo a su hija y cuya recaudación fue para la Fundación.

Vamos por la última ronda de entrevistas a chicos de Chaco y Corrientes que no pudieron venir a las anteriores porque las inundaciones provinciales se lo impidieron. Si bien ya hay una buena cantidad de confirmados, el problema, dice Manu, no son los cupos sino el bajo nivel que se ven en las evaluaciones, lo que no les permite entrar a una Universidad.

Algunos viajan con sus padres o se acoplan a otra familia del pueblo. Manu les pregunta por su Plan B en caso de no quedar seleccionados. Hay tres opciones: estudiar algo en el profesorado más cercano, entrar a gendarmería o seguir ayudando a su familia en el campo. Un docente en Corrientes con diez años de antigüedad roza los quince mil pesos; algo similar arrima un peón. Gendarmería ofrece un piso que supera los veinte mil, además de obra social y jubilación en una provincia con una informalidad laboral de casi el 40%, de las más altas del país. Son tres opciones que cada vez más se limitan a dos: los profesorados están empezando a cerrar dado la superpoblación de maestros, superior a los puestos disponibles.

Tendrán más posibilidades de acceder quienes se muestren más decididos por la carrera a elegir.  Un criterio lógico pero no por eso menos engañoso: los chicos no tienen claro qué quieren estudiar porque jamás se les pasó por la cabeza que algo así pudiera suceder. No estaba en su horizonte de posibilidades.

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—El no soñar es una característica terrible. Al estar rodeados del “no” todo el tiempo, esta capacidad de pensar más allá, de proyectar a largo plazo, de imaginarse médico, veterinario, ingeniero o lo que sea no está. O tenés que tener una capacidad de resiliencia gigante para tenerla —dice Manu.

Algunos la tienen. Pero la gran mayoría solo pensaron en la posibilidad de estudiar cuando el señor de las rastas apareció en su escuela para contar el proyecto. O, en muchos casos, cuando un docente que conocía la iniciativa los llevó a un aula aparte y les dijo que podían, que confiaba en ellos y que tenían que probar suerte.

Que los chicos se hayan acercado –para muchos es la primera vez que pisan la capital de la provincia y viajan desde la noche anterior- prueba que se sintieron merecedores de la oportunidad. Un desahogo en clave Margarita Stolbizer: ellos ya ganaron.

—El que se anima a ir tiene un plus, ya cruzó una barrera —dice Manu.

La gran mayoría de ellos no quedará seleccionado. Pero una mayoría más grande ni siquiera se animó a viajar o, en muchos casos, las familias se lo imposibilitaron.

La heterogeneidad de la selección busca derribar ese muro. Los chicos que se reciban no serán los primeros universitarios de su familia sino de la comunidad. La intención es generar un efecto de contagio. Con el primer universitario ya cambia el panorama, dice Manu, mueve un poquito el amperímetro de posibilidades. Si Juan pudo ¿por qué no Pedro?

Es mediodía, los chicos están en un break de almuerzo. Ya escuchamos quince historias de vida, que incluyen abusos, padres abandónicos y mucha violencia intrafamiliar. Con Fer y Jose estamos parcialmente quebrados, intentando aguantar el llanto. Manuel Lozano no se desarma. Sigue firme en su rol de entrevistador, variando las preguntas según lo amerite el caso y corrigiendo una parte de los exámenes —la otra será analizada por el equipo de psicología en Buenos Aires. Como estas quince, Manuel ya escuchó más de tres mil. Eso le permitió trazar una radiografía de la vida en los distintos puntos del interior, que acompaña con su dominio del territorio, al haber recorrido cada una de las escuelas rurales de las diez provincias donde hay residencias, que se suman a las que ya conocía.

En enero serán más de trescientos chicos estudiando. En total, más de tres mil aplicaron. Por el momento, dice Manu, nunca recibió un llamado de un funcionario local para contactarlo por el proyecto. Sabe que algunos están al tanto, como el ministro de seguridad de La Rioja, que es vecino de la residencia de allí y más de una vez los intimidó con un patrullero.

Aunque Manu dice que en sus recorridas no le interesa reunirse con políticos, parece improbable que su ambición siga dejándolo pasar desapercibido.

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***

A los diecisiete años Manu Lozano dejó Chascomús y llegó a Buenos Aires para estudiar abogacía en la sede porteña de la Universidad Católica de Salta, en la que se había anotado con la idea de cursarla a distancia. No se aguantó. Cuando llegó, tuvo que enfrentar el drama del estudiante que migra a un centro universitario: encontrar cosas para hacer en los ratos libres. Manu ya había resuelto el qué; faltaba el dónde.

Según relata en Te invito a creer, el primero de sus libros, Manu googleó “solidaridad” y encontró la Cátedra de Cultura Solidaria, que empezaba un par de semanas más adelante y se dictaba cerca de su casa. Era para estudiantes de posgrado, pero un mail terminó siendo suficiente para inscribirse. Allí conoció a Juan Carr y Belén Quellet, de Red Solidaria

Cuando terminó el curso, entró como voluntario a la Red. Al mismo tiempo comenzó a colaborar con Missing Children, que funcionaba en el mismo lugar. Estuvo ocho años.

—Fueron grandes escuelas, que me llevaron a estar hoy en la fundación.

Esos años estaban marcados por un modo de construir. El pibe está manija. Llegó hace poco y quiere hacer mucho. Cada caso que le dan le produce adrenalina. Son casos puntuales, necesidades concretas que él tiene que resolver conectando a esa gente con otra, que les va a brindar eso que están buscando. La red en movimiento. Un Tinder de la solidaridad con un rastafari haciendo de cupido. El pibe resuelve bien. Porque labura, es apasionado y también un poco adicto: una vez que entró no puede parar. Entonces es retribuido, y a los veintitrés se convierte en el director de la Red a nivel nacional, designado por Juan Carr.

En esos años Manu le puso su toque a la Red: ayudó a federalizarla, intentó acercar a los jóvenes -mediante la organización del Congreso Joven- y participó desde el inicio en el proyecto de las recorridas nocturnas para ayudar a gente en situación de calle. También viajó para colaborar en catástrofes naturales, como en la inundación de Tartagal en el 2009.

Un día sintió que ya no tenía lugar en la Red.

—El mayor aprendizaje fue escuchar la realidad. Una vez terminamos internando a uno por adicciones, Sergio se llamaba. Nos dimos cuenta que si lo pudimos hacer por uno lo podíamos hacer por dos, por tres, por cuatro. Que nos estaban pidiendo algo más que la sopa. Y ahí empezás a replantearte: che, tenemos capacidad para hacer más —dice Manu.

—¿Y eso no podía caber dentro de la Red?

—Era desvirtuar la naturaleza de una organización que funcionaba bien así.

En marzo del 2012, junto a su círculo de confianza, que incluían a ex voluntarios de la Red, amigos y hasta su mamá, Manu Lozano creó la Fundación Sí, con la intención de generar proyectos a largo plazo para lograr la inclusión social.

A las pocas semanas ya tenían un cuartel: Facundo Arana les donó uno de sus departamentos en Palermo. Tres meses después les entregó las llaves de otra casa en el mismo barrio.

A la Fundación se sumó un equipo de voluntarios profesionales: psicólogos, comunicadores, especialistas en inserción laboral y otros más. Hoy son más de dos mil quinientos voluntarios distribuidos por todo el país. Y, con la personería jurídica, llegó la guita.

—La Red no manejaba plata, había muchas cosas en las que nos veíamos con las manos atadas. Ahora podemos responder a las demandas inmediatas, como un tratamiento de salud o el primer mes de alquiler de los que vuelven a trabajar. También tenemos un fondo de catástrofe, que nos permite llegar antes.

La Fundación se financia con donaciones de particulares y empresas. No recibe dinero del Estado. Eso, según Manu, les garantiza independencia. Nadie cobra un sueldo, algo que los voluntarios repiten una y otra vez a la hora de difundir los valores de la Fundación.

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Hay equipos de voluntarios activos en todas las provincias a excepción de Santa Cruz, donde todavía están en proceso de capacitación. Además del proyecto de residencias y recorridas, la Fundación asiste semanalmente a más de doscientos centros comunitarios; también  planifica actividades anuales como la Misión Solidaria, en conjunto con Radio Metro, la fábrica de juguetes para navidad, y el día Big Mac, junto a Mc Donalds, entre otras. Eso implica, de base, un manejo anual de doce millones de pesos, que puede extenderse de acuerdo a las inversiones grandes –como las casas para las residencias- y que la Fundación matiza con la organización de eventos, en los que participan los aliados del espectáculo.

—Hoy creo que cada vez estamos más lejos de los parches. Hay planificación, un armado. Se ve en el caso de las residencias, por ejemplo. Hay un proyecto.

En el pasaje de solucionar emergencias a generar proyectos, Manu se curtió, se volvió más pillo.

—Yo los primeros años iba a dar charlas gratis a la empresa que me invitara. Hoy no lo hago ni en pedo. Antes era mucho más inocente. Ya no.

***

Toda negación de la política es una posición política. Toda antipolítica tiene su correlato político. Manuel Lozano y la Fundación Sí creen esquivar ese laberinto. La política no se menciona. Un dardo de fuego para una parte de esta sociedad plebeya: ey, vos, no todo es política.

La self made civil society: la sociedad civil que se construye a sí misma. Que no necesita de La Política para lograr cosas. Cada uno tiene que hacer algo con lo que le toca. La tesis del Tío Ben desarmada: no hace falta tener poder para ejercer una responsabilidad.

Una tesis que acompaña los ‘90 y el boom de las ONG’s pero que no muta hacia otro estadío. Dice: nosotros la quedamos acá. Provoca: nosotros, en algunos casos, podemos hacer más.

—A mí me cuesta entender que alguien trabaje todo el tiempo para que lo voten. En la Argentina hay elecciones cada dos años y todos los que están de turno piensan únicamente en eso. Hace perder un poco el norte —dice Manu.

Gran parte de su primer libro transcurre en el 2008, durante la crisis del kirchnerismo con el campo. Esta aparece apenas como un ruido de fondo: cuando no puede llegar a alguna provincia por un corte de ruta o cuando se encuentra con un clima tenso. El libro es una crónica de sus primeras experiencias viajando por el país, cuando todavía estaba en la Red. En un momento Manu se detiene y escribe: “Hay un país que, pese a todo, sigue construyendo”.

En la tapa de ese libro se lo ve a Manu en una ruta. Tiene un bolso roto colgado en un hombro; la otra mano está en el bolsillo trasero del jean, también roto. Arriba hay un mapa. En el segundo libro, Otro Mundo, la ruta aparece de vuelta junto a una réplica de la Kombi, la mítica furgoneta hippie de Volkswagen. Es una estética que se repite en la sede de Palermo Hollywood, similar a la de la película Into the Wild, en la que el protagonista, un graduado universitario con la vida resuelta, huye del confort para vivir en la naturaleza, lejos de ataduras materiales.

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Como si se tratase de una interpelación. El sistema es una mierda, no funciona, pero en lugar de laburar diez horas por día en un barcito de Palermo para juntar guita e irte a Europa para encontrarte a vos mismo quedate acá y hagamos algo tangible. Manu descarta el prejuicio, aunque reconoce que varias veces le preguntaron por esa película. Dice que poco tiene que ver con los valores que pregona la Fundación y con su composición: “Hay de todo. Es un zoológico”.

Escribe Manu en la página 234 de Otro Mundo: “Así como los comercios tienen vendedores, los partidos políticos punteros, los laboratorios visitadores médicos, este otro mundo necesita voluntarios, generadores de esperanza”.

Todo voluntario tiene en su memoria historias de éxitos y fracasos, que moldean la experiencia: la primera persona que ayudaron a sacar de la calle, el que recayó y volvió a consumir, el primer pibe recibido. Allí encuentra su sentido de pertenencia. El voluntario está atravesado por un otro que marca el camino. El ser, el autopercibirse voluntario se sostiene en la idea de que todos pueden ayudar y ser ayudados en algún momento. Una horizontalidad que Manu rubrica con las decenas de historias de personas que salieron de la calle y comenzaron a colaborar para la Fundación.

—Si vos vas a una reco y volvés a la segunda, ya está: no hay marcha atrás —dice Noe, una voluntaria, a punto de comenzar la recorrida nocturna por la zona del Congreso.

El voluntario entrega quizás lo único que vale la pena atesorar: el tiempo. Pero esa entrega no debe ser vista como un sacrificio. Ese tiempo, esa experiencia, se distancia de cualquier otro compromiso que el voluntario pueda tener por fuera. La transparencia no es lo único que se pone en juego a la hora de renunciar un sueldo.

—Si cobrara un sueldo no me darían ganas de venir. O al menos no con las mismas ganas —dice Nati, una de las voluntarias del núcleo fundador.

“Aquí creemos en la magia” y “Donde hay amor hay vida” son dos de los carteles que aparecen en la sede de Palermo. El impulso del amor, la magia, los sueños y el sí se puede acompañan el camino del voluntario. Imágenes: el primer abrazo con alguien de la calle, la sonrisa de los pibes. Es, dice Manu, una forma de ver la vida. Una filosofía. Cris Morena is the new Durán Barba.

Pero para que la sociedad civil se construya a sí misma necesita de un eslabón fundamental: el sector privado. La Fundación le ofrece a las empresas un impacto tangible, un bloque de historias de vida que generan eco. No importa si después esas empresas son megaprecarizadoras de empleo y reproducen esas condiciones de desigualdad. Eso se discutirá después, en otro plano. Primero poneme la casa para que Miguel, Juan y Daniela puedan estudiar. Prioridades. Aunque también se corre y dispara: “Las empresas podrían hacer mucho más por la Responsabilidad Social”.

Para los voluntarios, sin importar de donde sean y cual sea su experiencia, su historia de vida, la Fundación es una familia. Familia y sociedad civil. Y hasta ahí.

***

Estamos citados a las ocho de la mañana afuera de su casa, a unas cuadras de la estación Carranza. Fer y Jose jamás se habían visto las caras antes. Llegan temprano y se identifican ante un detalle evidente: son las únicas personas que están en la cuadra y llevan bolsos. Él coordina el grupo de recorridas de los martes. Ella está a cargo de una zona de recorridas, los viernes. Sus historias, sus caminos, en la Fundación nunca se habían cruzado.

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Manu baja, los -y nos- presenta formalmente y guía hacia el auto, un auto grande, de gama intermedia-alta, que tomó prestado de otro voluntario, Nahue, el coordinador de la residencia de Neuquén, que después de varios viajes optó por sacarle la cédula azul.

—A Fernando le tenés que arrancar las palabras y Jose habla menos, así que vas a tener que hablar vos —me dice Manu, que ya compartió viajes con ambos por separado. La ruta está desierta; Radio Metro suaviza los silencios.

Después de un par de horas Manu ya dejó el volante y se aboca a responder whatsapps en el asiento trasero. Jose, a su lado, atiende llamados, quizás intentando suplir su ausencia en las obras que debía visitar estos días. Fernando maneja. Manu ya los puso al tanto de los proyectos en curso, diagramó la dinámica de los próximos días y cada uno de nosotros contó algo de lo que hizo en el último tiempo. Fer me está contando sobre su laburo en el CONICET, investigando tecnología en alimentos. Mis habilidades de copiloto se reducen a cebar mate e intentar arrancarle algún comentario sobre el estado de la ciencia en la Argentina macrista. Fer asiste ante el diagnóstico, aunque no profundiza. Amén: es una pequeña victoria.

En el terreno la interacción obedece a la dinámica de trabajo. Son días largos, intensos, a los que se suman los voluntarios locales, que vienen trabajando en el recibimiento de Manu y su crew desde hace días. La sensación de tenerlo cerca, accesible, es mucho más emocionante que verlo en la mesa de Mirtha. Su desembarco es un acontecimiento.

Entrar en contacto con la realidad del lugar, con su gente, empuja a la catarsis grupal. Tenemos que hablar de lo que va pasando. Manu dice que cada viaje es diferente, único en sí mismo. Personalmente se ocupa de que los voluntarios que hacen el esfuerzo de viajar lo hagan sin incurrir en gastos extra y con un mínimo de comodidad. Las habitaciones del hotel, separadas para varones y mujeres, y la comida van a cuenta de la Fundación.

—No se preocupen por la comida —respondió en una cena, ante la recriminación de parte del grupo—. Eso sí: el alcohol se lo pagan ustedes.

Manu viaja prácticamente todos los meses y siempre se lleva a algunos voluntarios consigo. Los más jóvenes sueñan con viajar, percibir de cerca el impacto de proyectos como el de las residencias y entablar vínculos con otros voluntarios y con Manu. Vivir la experiencia completa. Una vez por año la Fundación organiza un encuentro de voluntarios en Buenos Aires. Es el turno de los voluntarios del interior.

Para el viaje de regreso la conversación es más fluida, hay otra vibra que al comienzo, aunque los cuatro estamos agotados. La última parada antes de Buenos Aires es Rosario. En parte para pasar a saludar y tomar mate a la residencia de allá, en parte para degustar la heladería preferida de Manu.

Llegamos de madrugada. Fer y Jose se saludan. Es posible que no vuelvan a verse las caras de nuevo.

***

Cuando Manu abre Google Maps, su lugar predeterminado, eso que figura como “casa”, es Carranza 1962, la sede de la Fundación Sí. Casi no tiene amigos por fuera de ese ámbito. Visita poco a su familia de Chascomús, donde todavía vive su papá. Con su mamá tiene vínculo casi cotidiano, porque es voluntaria. Su hermana vive en Pergamino y es, claro, la contadora voluntaria de la Fundación.

Manu no se compra ropa. Se viste con lo que le regala su amigo Andy Kusnetzoff.

—Yo le digo “boludo, tenés que aclarar, porque va a quedar como que te gastas la guita de la Fundación en ropa” —dice Andy, que lo conoció a través de las misiones solidarias de la Metro, hoy bajo el paraguas de la Fundación Sí.

Manu tiene los billetes en forma de bollitos que se acumulan en su bolsillo. “Esa es mi relación con la plata”.

—Siento la necesidad de ser coherente. No tengo grandes ambiciones económicas. Si tuviese plata la destinaria para algo útil —dice.

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Una realidad que quizás lo aleja de ese prejuicio que muchas veces le endosan: el hippie con OSDE, el cheto con SUBE. Manu se defiende. Dice que si fue a universidad privada fue por la modalidad a distancia, y que recién se mudó a Buenos Aires cuando a su papá le fue un poco mejor en el trabajo y pudo alquilar un monoambiente compartido. Que trabaja en Megatlon, como consultor del área de Responsabilidad Social, con un sueldo acorde a las pocas horas que le dedica, un acuerdo que tejió con Fernando Storchi, el CEO de la cadena de gimnasios, y que le permite ocupar casi la totalidad de su tiempo para la Fundación. Que a veces le cuesta llegar a fin de mes.

—Si fuera un hippie con OSDE, de una clase social acomodada, no tendría problema en decirlo. Es como cuando dicen que los de Techo son un Cheto para mi país. El nivel económico del cual sea cada uno no le quita valor a lo que hace —contraataca.

Un prejuicio del cual yo también me contagié y que quizás explica porqué en los primeros momentos del viaje Manu se mostraba distante, con pocas ganas de charlar. Adivinó mi itinerario: un pibe en su primer viaje como cronista con la misión –autoimpuesta- de cazar a Manu Lozano. Desnudar a ese hippie cheto, exponerlo. Que el viaje se revele como evidencia empírica ante una pregunta que ya había sido respondida: ¿Para quién juega Manu? ¿Su trabajo solidario, apolítico, le hace el juego a la derecha?

Los planes fallaron. Manu Lozano no es un hippie con OSDE, ni un agente de la derecha con una calcomanía de Herbalife que brilla en su termo Stanley. Tampoco es un Jesús con 4G que, de haber más como él, seríamos Australia en cinco años, como parece suponer su amigo Andy Kutnezoff. Manu Lozano es Manu Lozano. Un pibe con un proyecto que, entre otras cosas, soporta (¿o le da lo mismo?) la mochila de prejuicios que empaqué durante los días previos al viaje.

Manu no se permite engancharse con una serie o viajar por placer. Si lo hace lo hace sufriendo. Son pocos los momentos de desconexión con la Fundación. Cuando sale con gente que no es del ámbito, intenta hablar lo menos posible de eso. Que entre a jugar el otro Manu. El Manu de Tinder. Un juego de seducción desde el anonimato, que solo puede sobrevivir –apenas una búsqueda de Google lo delataría- en ese ecosistema.

—Intento salirme de ese lugar. Mostrar y contar otras cosas.

¿Y qué es lo que mostras?

—Y... la verdad es que me cuesta mucho. Me cuesta porque evito un montón todo lo que hago.

Algunos momentos del año necesita lidiar con la frustración, el dolor de las injusticias que le toca ver cotidianamente. La impotencia. Antes se refugiaba en el teatro; ahora lo hace con su última obsesión: las plantas. Dice que son las únicas cosas de valor que tiene en su casa y una de las pocos regalos seguros que le pueden hacer. Un encandilamiento casi infantil: los viveros son parada obligada en cada uno de los viajes y es un tema del que no prescinde a la hora de iniciar una conversación.  Hace un par de semanas, cuando tuvo que llamar a los chicos de las residencias que no habían sido seleccionados, lo hizo con las manos dentro de una maceta de tierra.

Manu no se imagina con una familia propia. Dice que su familia es la Fundación. Que ese es su proyecto de vida.

Cuando se proyecta a sí mismo en el futuro, algo que dice y repite a la gente que lo rodea, Manuel Lozano se imagina viejo, loco, soltero y pobre. Pero con un jardín lleno de plantas.

***

Es viernes por la tarde y en Plaza de Mayo la porteñada laborista comienza a desalojar la zona. Aproximadamente un centenar de personas, entre ellos familias con niños pequeños y gente en situación de calle, se acerca para recibir su cena mientras el cachengue del momento suena de fondo. La Casa Rosada hoy está brillando, en un tono casi violeta. Delante de ella, como en una situación de postal fotográfica, aparece Juan Carr.

Según sus cálculos, a Juan Carr le quedan nueve mil días de vida. Tiene cincuenta y seis años. Su camino solidario tiene raíces en su adolescencia, pero fue en 1995, año en el que creó la Red Solidaria, cuando se convirtió en un referente social. Desde ese entonces fue postulado al Nobel de la Paz en múltiples ocasiones. La Red no tiene personería jurídica, no maneja dinero ni cuenta con una estructura. No es una fundación. Es, como a Juan le gusta decir, un movimiento.

—Nosotros durante veinte, treinta años laburamos una revolución cultural que funcionó. Antes vos te metías con la pobreza y eras peligroso. Ahora hasta al tipo más conservador le parece indigno que alguien duerma en la calle —dice Juan.

Los pilares: la participación, el compromiso, la comunidad organizada. Y una tarea: que la Argentina vuelva a mirar al otro.

La campaña Frío Cero, que está transcurriendo mientras hacemos la nota, se propone precisamente eso: compartir una cena -preparada por cocineros voluntarios-, sentarse en una mesa y pasar un rato alegre. Después llegarán las bolsas con ropa previamente clasificada -“para dignificar”, dice Juan. Surgida a partir de la nevada del 2007, en la que varias personas murieron a causa de hipotermia, la campaña busca hacer ruido, generar visibilidad. El lugar no fue elegido al azar.

Pero Juan dice que no es suficiente.

—La solidaridad es para que esta noche no se muera de frío, no pase hambre, pero de trescientos cincuenta casos, ¿cuantos salieron de la calle? Tres. Somos unos derrotados.

Lo dice y repite: para eso hace falta la política. El tercer momento. “La Red complementa al Estado, es un agregado”, dice Juan, mientras involuntariamente lo grafica: me toca la muñeca, se aleja, toma impulso y vuelve para rematar la frase. La tesis hegeliana corporizada.

A este tipo de encuentros acude La Cámpora, la Juventud Radical, Jóvenes PRO y la Juventud Socialista desde Santa Fe. Después de terminar la enumeración, gira y apunta a la Casa Rosada. Juan conoce a todos los funcionarios, inclusive a Mauricio -así lo llama- y a Gabriela, la vicepresidenta. Con todos los gobiernos, desde De La Rúa para acá, ha tenido una buena relación.

Para Juan, eso es parte de la función de la Red: hacer, de alguna manera, política, ese hilo rojo que conecta a Juan Carr con la maquinaria, pero también a otros referentes como Margarita Barrientos, Juan Grabois, Mayra Arena, Catalina Hornos, a los que hace referencia con admiración.

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—La solidaridad, para los que estamos en esto, es una circunstancia, un momento, algo efímero. Nosotros estamos esperando que se haga justicia mediante la política.

***

A pesar de reunir todos los requisitos (otro prejuicio que le endoso), Manu Lozano no es vegano. Es la última noche en Corrientes antes de partir para Chaco. Acabamos de desvalijar una parrilla libre.

Cuando volvemos al hotel, a las once de la noche, Manu se pone a responder mails pendientes de la Fundación. Durante el día se ocupó de contestar todo tipo de llamados; ahora le toca escribir. Enciende la televisión para que suene de fondo. María Eugenia Vidal aparece en el programa de entrevistas de Luis Novaresio.

Manu está con remera verde, en calzones y medias largas negras. Tiene su macbook en su regazo, en pleno proceso de encendido. Lo agarro cansado, pienso, con la panza llena. Durante todo el viaje viene eludiendo las preguntas sobre coyuntura política. Sube el volumen de la radio o se reposa en los voluntarios para cambiar de tema. Lo agarro desprevenido. Es acá. Es ahora.

Empiezo con un señuelo.

—Y, Manu, ¿qué opinas de María Eugenia?

—No hablo de política -contesta en seco.

—¿Y en off?

—No, no, no hablo de política. Ni con vos ni con nadie.

La macbook se enciende. Manu se acomoda y estira su cuerpo, un cuerpo alto, flaquísimo, por el resto de la cama. Responderá mails hasta la una de la mañana. La entrevista en la tele, no obstante, seguirá de fondo.