Crónica

"Estúpidos espantapájaros”, de Mariana Telleria


Domar la vista

La obra de la artista Mariana Telleria circula desde hace tiempo por los escenarios internacionales. Su trabajo viajó desde su Rufino natal, una pequeña localidad de Santa Fe, hasta la Bienal más importante del mundo: la de Venecia. Lejos de las tendencias, en Telleria conviven lo histórico y lo actual de lo cyborg, lo natural y lo construido y el desapego a las jerarquías impuestas. A propósito de “Estúpidos espantapájaros”, la muestra que hasta enero se exhibe en la galería Ruth Benzacar, Sonia Budassi y Lila Siegrist conversaron con la artista sobre sus obsesiones, la ansiedad del mercado del arte y sus lógicas de reconocimiento, la necesidad de domar la mirada en tiempos de algoritmos y la posibilidad -o no- de que el arte contemporáneo sea popular.

Mariana Telleria tenía 16 años cuando viajó desde Rufino, una localidad de 18,980 habitantes según el censo 2010, en el sudoeste de la provincia de Santa Fe, hasta Buenos Aires. La visita guiada a los talleres de escenografía del Teatro Colón durante aquel viaje de estudios en el año 1996, fue premonitoria. Más de veinte años más tarde ella enumera los elementos que dan forma al recuerdo: “Andamios, caos, espacio alto, mucha gente hablando en voz alta, movimiento. Una cabeza de león gigante que estaban construyendo”. La escena, cuenta a Anfibia, tuvo un efecto instantáneo: “Yo no sé qué están haciendo, pero quiero estar ahí”, pensó. Nunca conectó tan claro un contexto, un entorno, una situación, con una sensación deseada para el futuro.

Más tarde, una profesora de la escuela le recomendó que fuera a la Universidad Nacional de Rosario para encontrar las “herramientas para su arte”. Le hizo caso a aquella mujer de quien no recuerda el nombre. Esta omisión la perturba. Las preguntas por los anonimatos, los sujetos sin rostro, las singularidades sin identidad, los volúmenes sin cuerpo son problemáticas en algunas de sus piezas artísticas desde el inicio de su producción y se sostienen hasta hoy. Son las mismas que la llevaron de Rufino a la Bienal más importante del mundo: la de Venecia. 

Esté donde esté, Telleria mantiene la costumbre de su pueblo natal. Duerme la siesta religiosamente, en Rosario, Atenas o Buenos Aires. ¿Qué pensarán las vecinas y vecinos de Rufino de su producción? Sobre eso, qué pena, no se le preguntó. Pero sí sobre un lugar común (¿o es un interrogante universal y permanente?) que circula de manera continua. En las discusiones más extendidas, por fuera del campo artístico y en su interior endogámico y crítico. De Grecia a hoy, del Norte al Sur, vinculado a diferentes disciplinas. Un dilema irresuelto que espeja lo masivo y lo minoritario. Que clasifica y ensaya categorías alrededor de las sensibilidades al interactuar con un objeto cultural. ¿Es posible que el arte contemporáneo de las galerías, museos, bienales, colecciones, ferias, y calles sea popular? 

La Opera que tantas veces sucede en el Teatro Colón, por ejemplo, consignada como espacio elitista, fue en su momento un evento masivo y comprendido por todos. Telleria dice: “Si por popular nos referimos a si el arte tiene la convocatoria devota de un Boca-River, al menos en la escena Argentina, eso no pasa”. Pero si la pregunta se dirige hacia si habría un arte accesible para todos, cree que ‘sin las políticas de Estado correspondientes ni siquiera el agua potable es para todos. Quizá porque al arte a veces le cuesta alejarse de la discusión estética’”. 

Para ella, hay que seguir intentándolo: “Sería un milagro cultural. Y lejísimo de atinar una solución pienso que el espacio público es una clave excepcional, aunque sería todo un desafío alejarlo de la idea de espectáculo que enmarca casi todo arte que sucede en la calle. Y el espectáculo es tiránico, no hay decisión, no hay elección, no hay intención de generar un lugar de pensamiento. La espectacularidad vuelve a la mente un poquito perezosa”. Una idea similar expresaba, a grandes rasgos, el escritor Fogwill en uno de sus textos reunidos en Los libros de la guerra (Editorial Mansalva), donde cuestiona la noción de políticas culturales de los años ochenta y la relación entre entretenimiento masivo en los espacios públicos.

Desde hace mucho la obra de Telleria circula en escenarios internacionales y, en Argentina, es representada por una de las galerías mejor posicionadas, Ruth Benzacar. Su directora, Orly Benzacar, recuerda que la primera vez que vio una obra suya en la galería Alberto Sendrós, sintió algo que se interpreta por fuera de la especulación. Orly reivindica la experiencia estética.

Dice: 

—Me guío por el gusto; es muy subjetivo. Me dieron ganas de tenerla. 

El “me gustó” de profesionales como ella no tiene nada que ver, se sabe, con el “me gusta” de las redes o el comentario al pasar durante una reunión social ante el sabor de una comida o ante una creación compartida, una serie, un monumento. Para quien dirige un tesoro artístico como el de Benzacar las sensaciones se atraviesan por filtros, capas de filtros, aunque no dejen de ser sensaciones ni dejen de ser arbitrarias en cuanto subjetivas ni dejen de tener una justificación y todo eso junto. Dice Orly: lo visceral siempre está atravesado por la propia experiencia, el ojo entrenado y la libertad de opción de tener un espacio privado y elegir lo que le interesa por convicción. 

Ese sesgo es valioso. (Y no es el de un algoritmo)

Espantapájaros urbanos

En la Sala 1 de Ruth Benzacar Galería de Arte, en la Ciudad de Buenos Aires, se exhibe Estúpidos espantapájaros. Nueve formas desocupadas hasta enero de 2024. Estos espantapájaros son dioramas, estructuras hiperrealistas, tridimensionales, donde hay buzos con capucha con volumen, como si los habitara un cuerpo, pero no: están vacíos o esos cuerpos son invisibles como la nave de la Mujer Maravilla. En el espacio se despliega un conjunto escultórico donde la liturgia y el plano orientan una planta rectangular, cuyo eje longitudinal dominante crea el sistema de salón. Así Telleria transforma la galería en sitio para la asamblea en plano de igualdad ante lo sagrado: un espantapájaros crucificado. De su construcción surgen remembranzas de la magia, junto a la resistencia de materiales y la estabilidad lograda gracias a un cálculo estructural. 

El cuerpo sustraído define un protagonismo silente. Estamos frente a un orden escultórico tan tierno como apocalíptico. Desde el principio de la escultura sustractiva, aquella que requería retirar materia para encontrar su forma, Telleria recupera las referencias grecolatinas, retomadas por los genios del renacimiento italiano, quienes, al reducir la materia hacían emerger adonis, figuras heroicas y mitológicas. En Telleria existe también la sustracción para dar al hueco un nuevo espacio, en negativo, a la piedra prístina de las canteras de Carrara. Un busto opaco y vacuo tan universal como democrático: un buzo negro con capucha de friza. Podría ser un uniforme. Un ejército disgregado de seres iguales. El doble fondo que oculta el armazón sugiere, construye y evidencia la inmanencia del cuerpo, definiéndolo abierto y nuevo.  

La convivencia animada

Durante la entrevista en su taller de Rosario se define como “una mersa conceptualista barroca”. Comenta que en algún momento del proceso de trabajo realiza un ejercicio de autoedición, del cual emerge un punto exacto donde confluye la técnica y la fantasía. Ese es el lugar: eureka.

Prefiere que la vida personal y doméstica no interfiera en la concentración del trabajo diario. Pasa horas junto a objetos disímiles: el capot de un auto, plantas, pintura pintoresquista del siglo XX, mimbres, esterillas, tachos de pintura, bronces, muebles en desuso, prendas de vestir. Convive con ellos hasta encontrar el momento en que ya estén listos para ensamblarse. Construye enlaces con estas piezas y, de tanto verlas, llega al punto de condicionamiento cero. Aplana y reduce asimetrías. Vulnera identidades originales. Opera con cierto orden para desentenderse y abandonarlo. La tensión entre infraestructuras y objetos trastorna su utilidad, su función, su inmanencia y su pregnancia formal.

Para Espantapájaros… encontró el cuerpo que se repite. Ubicó los torsos sobre una altura similar a la suya y vio el volumen de una obra del italiano Gian Lorenzo Bernini, quien, por su  virtuosismo en la escultura, fue considerado el sucesor de Miguel Ángel. Acá el resultado es en negativo: negro, opuesto al blanco del mármol de Carrara.

Para esta exposición Mariana Telleria editó una publicación, como “una suerte de boomerang dialéctico”, según sus palabras. Los textos están dispuestos sin consignar qué ha escrito cada autor, al modo surrealista del Cadáver exquisito o Consecuencias. Recién al llegar al final, en un índice, figura en qué página arrancan las historias de Alejandra Benz, Mariel Matoz, Julia Enriquez, Ana Wandzik, Emilia Casiva, Daiana Henderson, Alejo Ponce de León, Santiago Rey, Virginia Negri, Astor Marquez Negri y Beatriz Vignoli (quien viene analizando su trabajo desde hace años). Así, escrituras disímiles arman un nuevo magma con su obra. 

Pasa horas junto a objetos disímiles: el capot de un auto, plantas, pintura pintoresquista del siglo XX, mimbres, esterillas, tachos de pintura, bronces, muebles en desuso, prendas de vestir. Convive con ellos hasta encontrar el momento en que ya estén listos para ensamblarse.

En su práctica, como en este texto coral, acumula imágenes, texturas, volúmenes y regodeos formales de distintos ámbitos y disciplinas. Convive con esa cosmogonía delirante hasta que toma distancia, ofrece reposo al objeto y comienza el ejercicio de edición. Escenas vistas en la sala pueden releerse en este precioso libro donde esas figuras buzo-capucha tienen personalidad, drama, trama: “Se acercaba su último aliento, pudo notarlo. Vio pasar ante sus ojos los cinco mejores atardeceres que se había encargado de coleccionar en su memoria. Pensó en el zorro y en sus compañeros espantapájaros muy en general, y se sorprendió de recordar a un amigo del bosque, el que tenía una secreta afición de abrazar árboles”.

En los procedimientos de Telleria, así como en los instructivos que sugirió para la publicación ―que escribieran sobre la imagen de un boceto que ella les daba―, asistimos a un universo ilusorio: “A veces el secreto está en ser como nadie siendo un poco como todos”, se lee.

Un pulso entre fantástico y renacentista tiñe estas escenas. Los nueve espectros aparecen parsimoniosos, conforman un ejército de bustos dolientes, negros y sensibles. El semblante inexistente de cada personaje nos lleva a trabajos anteriores de Tellería. Vienen a ocupar la voz y el rostro de quienes no los tienen.

En los procedimientos de Telleria, así como en los instructivos que sugirió para la publicación, asistimos a un universo ilusorio: “A veces el secreto está en ser como nadie siendo un poco como todos”, se lee.

Como sucede con su obra reciente Placa N°2, una memorabilia instalada en el ingreso del Museo Histórico Provincial Julio Marc. En bronce con patinado florentino se lee en mayúsculas: “ESTE LUGAR NUNCA PODRÁ REPARAR TODAS LAS OMISIONES QUE SISTEMÁTICAMENTE HA COMETIDO A LO LARGO DE SU HISTORIA.”      

¿A qué omisiones se refiere? ¿alguna en particular en este museo? Quizá sean las preguntas ya formuladas en 1934 por el dramaturgo y poeta alemán Bertolt Brecht en Preguntas de un obrero que lee:

“¿Quién construyó Tebas, la de las siete Puertas?

En los libros aparecen los nombres de los reyes.

….

¿A dónde fueron los albañiles la noche en que fue terminada la Muralla China?

….

El joven Alejandro conquistó la India.

¿Él solo?

César derrotó a los galos.

¿No llevaba siquiera cocinero?”

Hacer y decir

La casa rosarina donde vive junto a sus seres queridos es blanca de baldosas graníticas. Helechos satélites, verdes, vaporosos, cuelgan desde los techos. En el comedor, en el toilette, en la cocina. El espacio doméstico se vuelve una instalación vital hecha por ella, una obra vegetal, ascética y amorosa. En rincones se desparraman pequeños recipientes de agua fresquita para sus gatos. 

Al taller se accede por un patio interno silencioso de tierra mojada. Crecen achiras, strelitzia nicolai blanca y orejas de elefantes de tamaños que se acercan a un volumen jurásico. Ella señala a ese pulmón verde como una herejía sin paisajismo ni jardinería. Y es posible pensarlo como un conjunto de esculturas regadas por ella: lo son. ¿Las expondrá en algún momento? En su hábitat hay orden y refinamiento. Y cierta austeridad monacal, que se evidencia en sus trabajos una vez que “los limpia”, los desmaleza, los edita.

Tellería se levanta apenas amanece, camina, acomoda y ordena el estudio. Prefiere, dice, “meditar en movimiento”. La noche anterior, antes de ir a dormir, deja algunas cosas desacomodadas para ubicarlas al día siguiente. Bien temprano, con la casa sin ruidos, comienza, con un orden simétrico y sistémico, a producir su arte. 

Responde a la entrevista con cautela milimétrica. Al punto que hubo que enviar algunas preguntas previamente, por escrito, para que ella conteste también de ese modo, en una primera instancia. Cuando la nota continuó de forma presencial, sucedió sin grabador. Si bien muestra, cada vez que le hacen una nota, una notable capacidad crítica e interpretativa quizá la desconfianza sea sobre ella misma; quizá no se trate del gesto soberbio de quien quiere tener el control de todo sino, al contrario, un gesto de humildad: dice que cada vez que escucha a un artista comentar su trabajo, siente que el lenguaje verbal no le hace justicia a las piezas creadas. Ella, entonces, dice, prefiere llevar lo que hace a la idea de vacío interpretativo, no dar pistas, que no exista un ejercicio de comunicación, sino que la obra genere nuevas ideas vinculadas a otros conocimientos y subjetividades. 

A lo largo de los años, repite y provoca la noción de un leit motiv: prefiere “hacer”. Una manera posible de averiguar lo que pensamos o lo que nos interesa es haciendo. Cuando se le pregunta, por ejemplo, sobre la continuidad o ruptura en relación a cada obra dice volver sobre un mismo acervo de ideas e imágenes porque “construye lo que desea ver”. Un loop de resignificaciones activan su universo plástico.

Una manera posible de averiguar lo que pensamos o lo que nos interesa es haciendo. Cuando se le pregunta, por ejemplo, sobre la continuidad o ruptura en relación a cada obra dice volver sobre un mismo acervo de ideas e imágenes porque “construye lo que desea ver”.

Solo en Ruth Benzacar ha hecho, desde 2013, ocho exposiciones. A las que se suman, entre otras, La pesadilla del sol, en Diego Obligado, de 2021. Los asuntos que emergen en su repertorio oscilan entre la naturaleza y lo construido. Subvierte lo que existe: cosas, formas, sentidos lejanos, materialidades y define, al igual que su jardín, un territorio de temperamento hereje, sobre las ruinas de una catástrofe. Como sucede con su instalación naval Somos el límite de las cosas del año 2015, dispuesta en el Museo MAR en Mar del Plata, en la que calza el esqueleto de un barco hundido. Entonces organiza un naufragio en tierra, en la quietud sobria de una sala de arte. Sobre sus modos de intervenir el lugares dice: “otra operación repetida dentro de mi práctica es la transformación de los espacios que van a ocupar mis piezas, volverlos específicos para recibir mi trabajo. Y existen muchísimos recursos para hacerlo, generalmente me apoyo en la arquitectura del lugar para terminar de cerrar una idea. Los espacios son 100% persuasivos conmigo”.

Rosario es una idea

Rosario cruza los límites de la pampa húmeda y el litoral, atraviesa lo rural y fluvial. La tradición de artistas que se han criado en esa ciudad es conocida en el país y más allá. Telleria dice que Rosario es una idea que le gusta: le resulta “una escala humana alucinante”. Ella vive allí desde su etapa de estudiante. Los docentes y los compañeros de la facultad son parte de la cofradía en su formación como artista. En la intervención Las noches de los días de 2014, Telleria pintó de negro de la fachada del Museo de Bellas Artes Juan B. Castagnino. Es un hito en su trayectoria artística que operó en el ejido urbano y en el plano simbólico de la comunidad local de manera eficiente y subversiva. El proyecto generó preguntas y nuevas realidades. Propuso un nuevo modo de ver las colecciones públicas, la presencia de equipamientos culturales, el trabajo de artistas, el patrimonio y su función para las políticas públicas. Un replanteo sobre la posibilidad -o no- de que el arte contemporáneo sea popular. “Me enfrenté a una experiencia muy reveladora que excedió la purísima reflexión estética y atravesó otros escenarios que estallaron en opiniones y preguntas. Lo público se hizo carne, se exhibió en toda su complejidad y, sobre todo, en lo que ese público cree, entiende, considera o siente qué es el arte”, dice a Anfibia. De todas formas, cuenta, costó que fuera “leído como una experiencia para ser vivida estéticamente. El sólo hecho de que esté ahí, frente a nuestros ojos, no hace que el arte sea accesible para todos”. 

A la obra site-specific que dotaba de “invisibilidad nocturna y su visibilidad máxima diurna", le habían precedido otras memorables. Unió con elásticos negros la librería de Fundación Proa en el barrio porteño de la Boca. Se expandió con el armazón de un paraguas enorme en el subsuelo de la antigua sede de la galería Ruth Benzacar. Otras de las más impactantes son Abstracción de 2010, realizada con espinas de árboles, y Dios inmigrante, instalada en la sede del Hotel de Inmigrantes del Muntref, de 2017.

Propuso un nuevo modo de ver las colecciones públicas, la presencia de equipamientos culturales, el trabajo de artistas, el patrimonio y su función para las políticas públicas. Un replanteo sobre la posibilidad -o no- de que el arte contemporáneo sea popular.

Sus maneras de planificar el espacio, de desentender las normas para generar sus órdenes arbitrarios y regulados, sus omisiones deliberadas, sus abducciones sosegadas y potentes por igual, la llevaron a proyectar El nombre de un país, como se llamó su primera exposición en Buenos Aires, en la galería Alberto Sendrós de 2009 como propuesta hacia el concurso abierto y público para representar al país en 58º Bienal Internacional de Arte de Venecia de 2018.

Varios artistas rosarinos ya habían participado de la Bienal. Evitando todo lugar común de la “rosarinidad”, se le pregunta sobre si se inscribe en esa tradición centenaria integrada por Lucio Fontana (1930; 1948-49; 1958), Antonio Berni (1962), Daniel García (1997), Graciela Sacco (2001), la dupla Zinny/Maidagan (2003), Carolina Antich (2005), Adrián Villar Rojas (2011) y Nicola Costantino (2013). Telleria dice no haber tenido claro el antecedente cuando preparaba su proyecto para la Bienal más importante -algo con lo que coincide la galerista Orly Benzacar y suma a la Documenta de Kassel, Alemania. Ve esas coincidencias como accidentes coyunturales. Pero a medida que avanzan los años cree más en la idea de que la ciudad es un paisaje donde algo fuerte debe pasar, como para que se generen estas ideas que llaman a ser exhibidas.

Sobre retomar el título El nombre de un país de su primera exposición para presentarse a aquel concurso, ha comentado que siempre vuelve sobre su trabajo y sus ideas anteriores. Cree que todo lo que hace es una reescritura de lo propio, una manera de que el pasado, a veces, se vuelva impredecible. 

Los materiales para la Bienal de Venecia eran autopartes, muebles, telas, helechos, imágenes religiosas y materialidades industriales, orgánicas, tecnológicas, minerales y artesanales, entre otras. El espacio del Pabellón Argentino condensaba valores bajos de luz, recorridos lúgubres que invitaban a reducir la velocidad del caminante y colocar la atención hacia el detalle. 

Ahora ella dice: “​​en Venecia, la ‘inconveniente y disfuncional’ oscuridad fue un recurso imprescindible; no buscaba apurar a las formas”. Pretendía darles tiempo a las cosas con maniobras de iluminación y que fueran descubriéndose a una velocidad que nada tiene que ver con una historia de instagram. “Domar la vista a la penumbra requiere paciencia, la oscuridad nos necesita más que el día, debemos completar lo que falta, dibujarlo”. 

En 2014 realizó una muestra en la galería neoyorquina Marian Goodman; la consigna era ser invitada por algún artista de la galería: el rosarino Adrián Villar Rojas la presentó. Sus piezas, se dijo entonces, apelan a materiales naturales o encontrados para "señalar una realidad que no siempre parece la nuestra", en un punto de encuentro "entre la lógica más suave y la fantasía más dura". Al tono con su cofradía de la universidad, donde armó un espacio de aprendizaje, Villar Rojas le había pedido que lo ayudara a montar su obra años atrás en Venecia. Ella hizo lo mismo en 2018; quitando la sospecha de supuesto individualismo en un arte tan personal. 

Domar la vista a la penumbra requiere paciencia, la oscuridad nos necesita más que el día, debemos completar lo que falta, dibujarlo. 

Mariana Telleria

Sobre Venecia, Orly Benzacar dice que la legitimidad de la obra de un artista se resuelve primero en el circuito institucional (museos, centros culturales, bienales sin fines comerciales). A veces eso puede representar un salto en términos mercantiles y venderse en otros lugares del mundo, algo que a veces sucede, otras no. Aclara que el mercado local es chico; hay pocos coleccionistas. El centro sigue siendo Europa y Estados Unidos, a nivel volumen también.

Para Telleria, “dentro del sistema del arte la consagración viene acompañada de palabras que no están en mi bio; ‘llegó, éxito, logró, reconocimiento, fama’. Y está muy bien que así sea. La ansiedad sobre el futuro, dice, se desprende de las expectativas ajenas, es externa al trabajo, es una ansiedad del mercado, del sistema, de los lugares de llegada”.

Cuando presentó su proyecto a Venecia contó con la curaduría de Florencia Battiti, y fue la primera vez en la historia de los envíos nacionales en que  Cancillería armó una convocatoria pública y abierta de carácter federal. Se recibieron 68 anteproyectos. El jurado estuvo integrado por el entonces director de Asuntos Culturales de la Cancillería, Sergio Baur; el director del Museo Nacional de Bellas Artes, Andrés Duprat; la investigadora y académica Laura Malosetti Costa, y el artista visual Jorge Macchi.

Dentro del sistema del arte la consagración viene acompañada de palabras que no están en mi bio; ‘llegó, éxito, logró, reconocimiento, fama’. Y está muy bien que así sea. La ansiedad sobre el futuro se desprende de las expectativas ajenas, es externa al trabajo, es una ansiedad del mercado, del sistema, de los lugares de llegada.

Mariana Telleria

Reacia a pensar en la Bienal de Venecia como un hito en su trabajo, Telleria dice que partía de un piso de cero expectativas por el gran esfuerzo que significó. Y según ella sus ambiciones posteriores fueron nulas aunque vuelvan los fantasmas del mercado, del circuito. Sobre el “sistema del arte”, del que forma parte, propone: “Sería de mucho beneficio que los agentes que conforman activamente el ecosistema del arte se piensen como formadores, modificadores y responsables de su calidad. Los artistas, necesitamos plata, propuestas y espacios para hacer nuestras cosas. Y hay gente que tiene el poder de tener ideas y gente que tiene el poder para construirlas! ¡Que cada uno ocupe su lugar!”

La oscuridad modula el tiempo

Sobre su manejo de la luz y la reactualización en Estúpidos espantapájaros dice: “sigue habiendo una oscuridad compleja, islas de negro, agujeros, ausencias de luz desparramadas en todo el espacio blanco de la galería. Son los huecos a los que invito a visitar como sugerencias turísticas imperdibles para los que no buscan certezas”.

En la entrevista, Orly Benzacar contaba que, a veces, algo en el aire parece impregnar las obras de las muestras y ferias internacionales de los mismos elementos. Experta en recorrer y observar con pericia sensible las grandes ferias, dice que hay cosas que, a veces parecen estar en el aire. Le ha pasado de sentir “cuánta pintura hay acá”, y lo mismo en otros momentos con textiles, y hasta “¡con relojes, vi como diez en 2009!, me dije, ¿cómo puede ser?. Lo mismo sucedía en otra época con el código de barras”. Pero la moda y lo contemporáneo no siempre coinciden. Lejos de las “tendencias”, entonces, en la obra de Telleria convive lo histórico y lo actual de lo cyborg: un híbrido de formas y materiales que construyen una identidad sobre sedimentos que, a fuerza de mixtura, generan una otra cosa conocida y extraña a la vez, unificada. Y también parece proponer un desapego perturbador a las categorías estancas, a las jerarquías impuestas por las normas y las funciones sociales y pragmáticas que reproducen los objetos en la vida colectiva e individual. Quizá por esto, entre otras cuestiones, su obra sea tan personal como global.

La vocación antijerárquica al rever objetos naturalizados en nuestro día a día, en otro contexto, al ubicarlos en relación de un modo no habitual; el cambio de las formas previstas, vuelto a veces siniestro como la que refleja ese paraguas que de pronto es una araña en Imaginar la fe (2013), logra arrojar un nuevo manto sobre lo que damos por supuesto. Su vocación imaginativamente referencial, su diálogo con el arte renacentista en el museo, la galería o en plena calle logra un doble movimiento. O triple. El de distanciarnos de lo sabido para apreciarlo desde otro lugar en su juego de cumplir otro rol. La sensación de posibilidad de intentar lo que tantos filósofos problematizaron luego de la modernidad. La de volver a crear un reencantamiento del mundo donde la naturaleza y la técnica, lo animado y lo material, lo sacro y lo pedestre, encuentren nuevas formas de integración y congruencia. Una realidad de tercer tipo como si hubiera -y lo hay- en el arte, la potencia de un nuevo esbozo de mundo -una maqueta aunque más no sea-, aunque incómodo, particular y universal, posible.