Ensayo

Doctrina Milei en política exterior


Semántica de la violencia

En medio de su gira oficial por España, Italia, Francia e Israel, Javier Milei cerró una cumbre de ultraderecha financiada por una plataforma de criptos y pidió a gritos “muerte al socialismo”. Se abrazó con Netanyahu y le dijo “mercenaria” a Greta Thunberg, que acababa de ser deportada por intentar llevar ayuda humanitaria a Gaza. Juan Tokatlian y Bernabé Malacalza analizan la autoproclamada “Doctrina Milei” en política exterior. Convencido de que la civilización occidental se encuentra al borde del suicidio, amenazada por agendas socialistas, busca forjar una nueva hegemonía en una sociedad profundamente polarizada, fatigada y empobrecida. Un plan que aspira a la reestructuración sustancial de las instituciones y la relación entre Estado, sociedad y mercado.

Los insultos y las descalificaciones son moneda corriente en el discurso del presidente Javier Milei. Desde miles de tuits diarios hasta intervenciones públicas leídas en foros internacionales, sus mensajes son ataques explícitos no sólo a referentes políticos locales, sino también a mandatarios extranjeros, periodistas, sindicalistas, empresarios, científicos, docentes y artistas.

Esta retórica impone una lógica adversarial que, si bien no es ajena a la historia política argentina, alcanza hoy una intensidad inédita en las últimas cinco décadas. Lo distintivo es que emana de forma vertical y asimétrica desde el propio centro del poder, con una virulencia discursiva que no solo polariza, sino que amplía deliberadamente el abanico de enemigos a los que se apunta para su degradación simbólica. La frase “no odiamos lo suficiente a…” se convirtió en una consigna que condensa el núcleo de una semántica de la violencia. Un lenguaje que, lejos de generar escándalo, tiende a ser celebrado, replicado o, en el peor de los casos, naturalizado por amplios sectores de la sociedad.

Esta semántica es un rasgo central de la autoproclamada “Doctrina Milei” en política exterior, que se manifiesta con fuerza en sus palabras, en la simbología personal y en gestos públicos. No se trata necesariamente de una apelación directa a la violencia física, pero sí de un entramado discursivo, performativo y simbólico que contribuye a validarla o incluso presentarla como una respuesta legítima, imperativa o deseable frente al orden internacional existente y la realidad nacional.

En este contexto, cuando Milei habla de política exterior, no lo hace sólo como presidente de Argentina: se autoasigna el rol de “salvador de Occidente”. Está convencido de que la civilización occidental se encuentra al borde del suicidio, amenazada por agendas socialistas que promueven la “aberración” de la justicia social. 

No es un exabrupto aislado ni una pose para la tribuna. Esta idea aparece como un mantra en cada escenario internacional. Por ejemplo, el 19 de mayo de 2024 en un acto de Vox en el estadio Vistalegre de Madrid, dijo: “... Las hazañas que nuestro gobierno realice en la Argentina serán testimonio y prédica del paradigma capitalista de libre empresa. […] Por eso les digo: ánimo en esta gesta por salvar a Occidente de la decadencia, porque Occidente aún está a tiempo de elegir si quiere persistir en la senda del fracaso o retomar el camino de la libertad”.

No se trata necesariamente de una apelación directa a la violencia física, pero sí de un entramado discursivo, performativo y simbólico que contribuye a validarla o incluso presentarla como una respuesta legítima, imperativa o deseable frente al orden internacional existente y la realidad nacional.

El 14 de noviembre de 2024, en la gala del America First Policy Institute en Mar-a-Lago afirmó: “Como alguna vez hicieron los antiguos, creo que debemos unirnos para hacer frente a esta barbarie y formar una alianza de naciones libres, custodios del legado occidental, estableciendo nuevos lazos políticos, sí, pero también comerciales, culturales, diplomáticos y militares. Estados Unidos liderando en el norte. La Argentina en el sur. Italia en la vieja Europa e Israel, el centinela en la frontera de Oriente Medio. Porque solo con la fuerza de las naciones libres puede haber una esperanza global de paz y prosperidad”. 

El 20 de diciembre de 2024, durante la cena anual de la Fundación Federalismo y Libertad, el Presidente reafirmó su alineamiento internacional con una lógica de ruptura interna: “Dijimos que nos íbamos a alinear con Estados Unidos e Israel, y eso es lo que efectivamente hicimos. Cuando la canciller anterior votó a favor de Cuba, quedó del lado de todo el mundo, y del otro lado quedaron Estados Unidos e Israel. Esa no era mi política porque no venimos a hacer amistades, venimos a salvar a la Argentina defendiendo las ideas de la libertad.” 

En el Foro de Davos del 23 de enero de 2025, se presentó como un solitario redentor global: “Un presidente de ese país se para en este estrado y le dice al mundo que están equivocados, que Occidente se ha desviado y debe ser reencauzado”. Se definió como parte de una alianza internacional por la libertad junto a Musk, Meloni, Bukele, Orbán, Netanyahu y Trump. Y advirtió que el verdadero enemigo del progreso es “el virus mental de la ideología woke”, al que calificó como “el cáncer que hay que extirpar”. 

Por último, el 1 de marzo de 2025, al inaugurar las sesiones ordinarias del Congreso, cerró el círculo simbólico: “La motosierra hoy es un símbolo de cambio de época y el inicio de una nueva era dorada para la humanidad. Pero esta vez, en vez de ir a contramano del mundo, Argentina está a la vanguardia del mundo”.

Esta nueva doctrina de política exterior para la Argentina, Milei la había anunciado el 5 de abril de 2024, en el área militar del Aeroparque Metropolitano Jorge Newbery, donde se cantó el himno de los Estados Unidos. Acompañado por la entonces jefa del Comando Sur estadounidense, Laura Richardson, dijo que las alianzas internacionales del país “deben estar ancladas en una visión común del mundo y no someterse a quienes atentan contra los valores de Occidente”. 

Hacia adentro de la Doctrina Milei

Una doctrina en política exterior es un conjunto coherente, estructurado y sistemático de principios rectores que orienta la conducta internacional de un Estado. Define los intereses fundamentales del país, delimita los marcos de interacción con otras naciones y establece las estrategias prioritarias para alcanzar sus objetivos en el plano externo. Se trata de un concepto central —y exigente— en el campo de los estudios internacionales: no todo enunciado, ni la mera reiteración de posturas o gestos, configuran una doctrina. Theodore J. Lowi (1993), en El Presidente Personal remarca cómo una doctrina orienta la acción externa de un gobierno. Sin embargo, advierte que, en la era moderna —especialmente desde Kennedy en adelante— los presidentes de Estados Unidos, por ejemplo, dejaron de formular doctrinas estructuradas, como la Doctrina Monroe o la Doctrina Truman, y optaron por respuestas más improvisadas, basadas en su imagen pública y en la necesidad de exhibir un liderazgo personalista e inmediato. 

Horas antes del acto en Aeroparque, Milei había estado en Ushuaia, donde recibió a Richardson para anunciar la construcción de una base naval integrada en la ciudad austral. El gesto se inscribía en el objetivo central del viaje de la jefa del Comando Sur: contener y revertir el avance de China en América Latina y reforzar la presencia militar de Estados Unidos en el Cono Sur, algo que históricamente había resultado inalcanzable para Washington. Un año después, con la visita del nuevo jefe del Comando Sur, el almirante Alvin Holsey, esa promesa comenzó a materializarse con la propuesta argentina de la participación del Cuerpo de Ingenieros del Ejército estadounidense en el proyecto. 

¿Intento de cambio transformacional?

Más allá de la retórica enfática y la personalización del discurso presidencial: ¿qué aspectos del rumbo internacional del país busca modificar Milei? Parecería haber una convicción firme de reestructurar profundamente la política exterior, enmarcada en un proceso más amplio de reordenamiento político, económico y social. En esta visión, lo internacional y lo doméstico se encuentran estrechamente vinculados, en un juego de espejos donde cada uno refuerza al otro.

Distintos estudios intentaron describir y explicar lo que muchos consideraron un cambio profundo y determinante en la política exterior de Estados Unidos durante el primer mandato de Donald Trump (2016-2020). Para eso, recurrieron a términos como “reestructuración”, “reorientación”, “redireccionamiento”, “redefinición”. Estos trabajos subrayan la intensidad y radicalidad del cambio en comparación con modificaciones menos drásticas e intensas; tal el caso de la “reforma”, el “retoque”, el “ajuste” y la “renovación”. En esa línea, y retomando la obra de Karl Polanyi en La Gran Transformación (1944), Edward Ashbee y Steven Hurst introducen el concepto de “cambio transformacional” para describir el giro de Trump. Para ellos, no se trató de una mera corrección de curso, sino un intento real de dinamitar los cimientos y fundar otra cosa. ¿Está pasando algo similar en el experimento de la política exterior de Milei?

La idea de “cambio transformacional” implica la conjunción de al menos cuatro factores:

Primero, se trata de un cambio paradigmático que no sólo afecta las ideas y los objetivos de la política internacional, sino también los retos y problemas que se buscan superar. Estas nuevas ideas emergen como un “sentido común” renovado que, a su vez, altera las metas convencionales de la diplomacia. Este proceso está estrechamente vinculado a la economía, particularmente a un capitalismo dominado por el capital financiero, que sigue vivo y fuerte en Occidente. 

Segundo, se produce un giro en el poder y la representación de los intereses y valores. Actores con ideas compartidas y capacidad de influencia forman nuevas coaliciones de gobierno que buscan afirmar sus objetivos con respaldo ciudadano. Sectores poderosos unen fuerzas para implementar transformaciones profundas, en medio de un debilitamiento de la resistencia social y política a proyectos de gran escala. 

Tercero, se observa un cambio significativo en el plano institucional, que refleja un proceso paulatino y hondo de mutación. Esto abarca una transformación en la percepción del rol del Estado, el debilitamiento de instituciones tradicionales, la alteración de la división de poderes, el cambio en los consensos sobre derechos y la emergencia de nuevas visiones sobre justicia social, el interés colectivo y el bien común. 

Finalmente, existen coyunturas críticas que condensan y aceleran modificaciones sustanciales, generando cursos de acción diversos, ya sean progresivos o regresivos. Es en estas coyunturas donde los cambios transformacionales son más probables.

Estamos ante el intento más tajante y ambicioso en décadas de cambiar el rumbo de la inserción de Argentina en el mundo y en la región. No se trata de un perfilamiento alternativo, sino de una rectificación integral. Se busca erradicar todo vestigio de keynesianismo/desarrollismo y dar paso a un anarcocapitalismo inédito. El objetivo máximo es forjar una nueva hegemonía en una sociedad profundamente polarizada, fatigada y empobrecida. A la par, se aspira a una reestructuración sustancial de las instituciones, de las reglas del juego previas y de la relación entre Estado, sociedad y mercado.

Construyendo una política exterior colérica

Un rasgo central de la autoproclamada “Doctrina Milei” en política exterior es la construcción de una semántica de la violencia, como mencionamos al inicio de este texto. 

La literatura de Relaciones Internacionales mostró que los líderes que se presentan como “salvadores” de una nación —o incluso de toda una civilización presuntamente decadente— tienden a proyectar hacia el escenario internacional un repertorio de emociones agresivas: declaraciones beligerantes, amenazas de ruptura con instituciones multilaterales, señales de confrontación abierta y una retórica inflamada. Joo, Bolte, Huynh, Yadav y Mukherjee (2025) definen esta estrategia como “política exterior beligerante”. En ella, la semántica de la violencia no sólo es un recurso aparatoso, sino una pieza clave en la construcción del “hombre fuerte” que estos líderes aspiran a encarnar. Esta construcción tiene efectos de largo alcance: no sólo remodela el espacio político, social y cultural interno —donde recrudece la agresión hacia opositores, periodistas, científicos, artistas, estudiantes, jubilados o quienes se movilicen en las calles—, sino que también redefine las relaciones internacionales del país al normalizar la disputa internacional, amplificar los conflictos y presentar los costos y daños como sacrificios necesarios —cuando no virtuosos— del nuevo rumbo externo.

La semántica de la violencia articula tres núcleos discursivos potentes que orientan la acción externa. Primero, el líder se presenta como una víctima humillada del sistema internacional, alimentando el relato de un país expoliado por tratados desventajosos, élites traidoras y potencias aliadas que en realidad operaron, en el tiempo, como enemigos encubiertos. Segundo, despliega una política de la culpa, señalando a conspiradores globalistas, tecnócratas centristas y figuras progresistas como responsables del colapso moral, económico o cultural. Tercero, activa una política de revancha, prometiendo restaurar la dignidad de la nación —o de la civilización occidental— mediante castigos ejemplares, rupturas simbólicas y una retórica de confrontación que convierte la venganza en virtud y la humillación ajena en reparación. 

En esa articulación se inserta la llamada 'batalla cultural' —tanto doméstica como internacional—, que supone un estado permanente de belicosidad y exige, indefectiblemente, ganadores y perdedores. La agresividad que la atraviesa expresa una intransigencia hacia los distintos o los opuestos, y una condescendencia hacia los propios o los aliados.

En el discurso de Milei la semántica de la violencia se refleja a través de un lenguaje deshumanizante, donde el adversario es transformado en una figura monstruosa. Los opositores dejan de ser actores políticos legítimos para devenir “ratas”, “mandriles”, “parásitos” o “zurdos empobrecedores”: categorías que no sólo los degradan, sino que habilitan simbólicamente su exclusión, su castigo o su neutralización. Esta retórica no sólo estigmatiza, sino que moraliza la agresión: el otro ya no es un contendiente para convencer, sino un enemigo a erradicar. 

Se imponen narrativas de guerra moral y psicológica: no se debate, se “aniquila”; no se confronta, se “derrota sin piedad”; no se negocia, se “borra del mapa”. 

Esta lógica personalista y beligerante desborda los márgenes de la diplomacia: contamina tanto la política interna como la externa, al disolver el espacio de deliberación y sustituirlo por un campo de combate donde el acuerdo es percibido como claudicación y la violencia como virtud.

Este clima de confrontación se intensifica con una polarización extrema que construye un “nosotros” puro, virtuoso y sacrificado, frente a un “ellos” corrupto, decadente y destructor del orden social y moral. La sociedad queda fragmentada en héroes y traidores —la metáfora del “león” contra los “mandriles”—, sin espacio para los matices. Para consolidar esta división, el discurso moviliza emocionalmente el enojo y el resentimiento, responsabilizando a sectores sociales o políticos de todos los males, reales o imaginarios, del presente y del pasado. Se activa así una memoria selectiva que acumula agravios y refuerza identidades cohesionadas en torno al desprecio compartido.

No se debate, se “aniquila”; no se confronta, se “derrota sin piedad”; no se negocia, se “borra del mapa”. 

Milei se presenta como el portavoz del dolor social, no para repararlo, sino para dirigirlo contra un enemigo común. La humillación simbólica del adversario deja de ser un exceso para convertirse en un estilo. Su performatividad agresiva refuerza su imagen de “valiente” o “auténtico” frente a una contraparte “blanda” e “hipócrita”. Todo esto se sostiene sobre una lógica de impunidad discursiva: Milei puede decir cualquier cosa sin enfrentar consecuencias, protegido por la narrativa de que “dice lo que otros piensan, pero no se animan a decir”. Así, la violencia simbólica no solo se normaliza, sino que se erige como un modo legítimo —y necesario— de hacer política, tanto en el ámbito interno como en el internacional.

“Doctrina Milei” y humillación del adversario internacional

El despliegue de la "Doctrina Milei" y sus consecuencias

La llamada “Doctrina Milei” no sólo introduce la agresividad, la ira y la semántica de la violencia, sino que también redefine alianzas, reordena prioridades estratégicas y entierra principios históricos que la Argentina había sostenido con firmeza, como la cooperación, la paz y la resolución pacífica de controversias.

A través de una secuencia persistente de abstenciones, rechazos, retiradas y silencios en foros internacionales clave, la Argentina debilitó pilares fundamentales de su compromiso con la paz, el derecho internacional, el derecho internacional humanitario, el respeto a los derechos humanos y la cooperación internacional.

Las reacciones del gobierno argentino frente a la guerra en Gaza son especialmente ilustrativas de este giro. Mientras los principales mandatarios de Occidente eludieron este año visitar Israel, Milei, que abraza una versión singular –-mezcla de pre-modernismo anti-modernismo–- de Occidente, hizo esta semana su segunda visita oficial —la primera fue en febrero de 2024— a Netanyahu. 

El apoyo a Israel se remonta a los inicios de este gobierno: en diciembre de 2023, Argentina se abstuvo en la votación de la Asamblea General de las Naciones Unidas que pedía un cese al fuego inmediato. En febrero de 2024, anunció el traslado de la embajada argentina de Tel Aviv a Jerusalén, en abierta contradicción con resoluciones centrales de las Naciones Unidas —como la 181 de la Asamblea General y la 478 del Consejo de Seguridad— que otorgan a Jerusalén un estatus internacional especial y exhortan a los Estados miembros a no establecer allí misiones diplomáticas. En marzo, votó en contra del reconocimiento pleno del Estado de Palestina en la Asamblea General, desconociendo la histórica solución de dos Estados como base para una paz duradera; siendo ello un pilar tradicional de la política exterior argentina.

En septiembre, rechazó una resolución que respaldó a la Agencia de Naciones Unidas para los Refugiados de Palestina en Oriente Próximo (UNRWA) y promovía la protección de la población palestina desplazada, debilitando así los mecanismos humanitarios internacionales. En octubre, guardó silencio ante los ataques perpetrados por Israel contra el contingente argentino que formaba parte de la misión de paz de la ONU en el Líbano (UNIFIL). Ese mismo mes, se alineó con Israel para oponerse a una iniciativa que impulsaba la creación de una zona libre de armas nucleares en Oriente Medio.

En noviembre, decidió retirar el contingente argentino de la misión de paz en el Líbano, quebrando el compromiso histórico del país con las operaciones multilaterales de mantenimiento de la paz. También en ese mes, la presidencia rechazó las órdenes de captura emitidas por la Corte Penal Internacional contra el primer ministro israelí, Benjamín Netanyahu, argumentando que “la resolución, emitida por el fiscal Karim Khan, quien todavía adeuda una resolución contra el dictador comunista Nicolás Maduro por sus crímenes de lesa humanidad, subvierte a la víctima y la intenta posicionar como el victimario.” La comunicación deslegitima, apuntando tanto a la acción como a la omisión, uno de los principales instrumentos del derecho penal internacional.

Mientras la mayoría de los gobiernos occidentales pidieron el cese de hostilidades (recientemente, a principios de junio no prosperó—14 a favor y uno en contra por parte de Estados Unidos—una resolución reclamando un cese al fuego inmediato en Gaza), exigieron moderación, evidenciaron malestar con el primer ministro isarelí o cuestionaron las acciones de Tel Aviv, el presidente argentino tomó partido de forma directa. 

Mientras los principales mandatarios de Occidente eludieron este año visitar Israel, Milei, que abraza una versión singular –-mezcla de pre-modernismo anti-modernismo–- de Occidente, hizo esta semana su segunda visita oficial —la primera fue en febrero de 2024— a Netanyahu. 

En cuanto a la guerra en Ucrania, en junio de 2024 el gobierno argentino decidió incorporarse al Grupo de Contacto de Defensa sobre Ucrania, creado por el Pentágono e impulsado por países de la OTAN, adoptando una postura abiertamente alineada con el bloque occidental y tomando partido por Ucrania. Meses después no lo sostuvo en una votación en Naciones Unidas. 

Con la llegada de Trump a la presidencia de los Estados Unidos y su acercamiento a Vladimir Putin para negociar una eventual salida al conflicto, la posición argentina comenzó a mostrar signos de ambigüedad. En febrero de 2025, el gobierno se abstuvo en una resolución presentada por Alemania y respaldada por una amplia mayoría en Naciones Unidas, que proponía una paz justa y duradera basada en los principios de la Carta de la ONU y el respeto a la soberanía de Ucrania. En marzo de 2025, la Argentina fue uno de los pocos países que votó en contra de la proclamación del Día Mundial de la Coexistencia Pacífica en la Asamblea de la ONU.

Llama la atención el escaso compromiso con la distensión entre la India y Pakistán después de los violentos enfrentamientos de abril-mayo de este año, a pesar de que la Argentina es miembro del Grupo de Observadores Militares de las Naciones Unidas en India y Pakistán. Más aún, entre 2022 y 2024, el Jefe de Misión de UNMOGIP fue el Contraalmirante argentino, Guillermo Ríos. 

En materia de derechos humanos, justicia global y no violencia, el gobierno argentino dio señales inequívocas de repliegue respecto de compromisos básicos que históricamente sostuvo. En noviembre de 2024, fue el único país en toda la Asamblea General de la ONU que votó en contra de una resolución sobre los derechos de los pueblos indígenas, y se retiró de la Conferencia de Cambio Climático en Bakú, evidenciando una preocupante desvinculación de los espacios multilaterales dedicados al desarrollo sostenible y a la lucha contra el cambio climático.

Ese mismo mes, también se convirtió en el único Estado que rechazó una resolución destinada a prevenir la violencia digital contra mujeres y niñas. En febrero de este año, se negó a firmar la Declaración de París sobre el desarrollo ético de la inteligencia artificial, alineándose con la agenda desreguladora promovida por el expresidente Donald Trump, y rechazando así la adopción de principios comunes de inclusión, sostenibilidad ambiental y protección de las personas frente a los riesgos de las nuevas tecnologías.

En febrero de 2025, el gobierno argentino formalizó su salida de la Organización Mundial de la Salud, tras haber anticipado su rechazo al Acuerdo sobre Pandemias —una herramienta clave para la cooperación global en materia sanitaria—, decisión que se concretó en mayo, cuando dejó vacante su participación en la Asamblea Mundial de la Salud. De este modo, Argentina se convirtió en el único país en desarrollo del mundo que decidió no respaldar dicho acuerdo.

Esta decisión implica, en términos concretos, que el país renunció a coordinar acciones ante emergencias sanitarias globales, abandonando los marcos colectivos de prevención y respuesta. Esta voluntad explícita de no actuar de forma cooperativa constituye una forma grave de negligencia estatal, cuyas consecuencias podrían ser profundamente perjudiciales para la población, en tanto expone a amplios sectores a situaciones de desprotección y sufrimiento humano evitables. Esto no debiera sorprender pues refleja, a nivel internacional, lo que internamente fue el feroz ajuste en materia sanitaria.

Los agravios reiterados de Milei hacia mandatarios y gobiernos de América Latina y Europa desencadenaron respuestas diplomáticas sin precedentes en tan corto tiempo: Colombia retiró a su embajadora en Buenos Aires y llamó a consultas al embajador argentino en Bogotá;  España llamó a consultas a su embajadora en Argentina; Brasil exigió una disculpa formal por agravios; Venezuela anunció la salida de representantes diplomáticos del país de la Embajada en Caracas; Bolivia llamó a consultas a su embajador,  y Chile presentó una protesta y un pedido oficial de explicaciones por insultos del ministro de Economía, Luis Caputo, al presidente Gabriel Boric. 

En noviembre de 2024 el canciller argentino no estuvo en el acto conmemorativo por los 40 años del Tratado de Paz y Amistad con Chile celebrado en el Vaticano. Su ausencia fue percibida como un desaire diplomático de gravedad en el marco de una relación bilateral estratégica, no sólo por tratarse de un aniversario de alto valor simbólico para la integración regional, sino también por la elección del lugar —la Santa Sede— que remite al rol fundamental del Papa Juan Pablo II en la mediación del conflicto del Beagle. 

En el ámbito regional, la posición del gobierno argentino en la CELAC fue obstruir o directamente rechazar declaraciones orientadas a preservar la autonomía regional y la resolución pacífica de las controversias. En enero de este año se opuso a una declaración en respaldo a la soberanía de Panamá sobre el Canal, rompiendo con una tradición diplomática de solidaridad regional frente a injerencias externas. El 10 de abril se negó a acompañar la declaración final de la cumbre que condenaba los aranceles y sanciones unilaterales impulsadas por la administración Trump y reafirmaba la vocación de América Latina como zona de paz. 

Por último, el gobierno profundizó  la desarticulación y desprofesionalización de la diplomacia argentina, desvirtuando su carácter técnico y de política de Estado al subordinar el quehacer diplomático a criterios de afinidad ideológica. La implementación de auditorías internas con sesgo ideológico, iniciadas en octubre de 2024, introduce una lógica persecutoria en el funcionamiento del Servicio Exterior, socavando la actividad profesional del cuerpo diplomático. A esto se suma la cancelación, el 15 de febrero de 2025, del concurso público de ingreso a la carrera, una medida que rompe con los principios de mérito, transparencia y estabilidad que rigieron históricamente el sistema. 

El gobierno profundizó  la desarticulación y desprofesionalización de la diplomacia argentina, desvirtuando su carácter técnico y de política de Estado al subordinar el quehacer diplomático a criterios de afinidad ideológica.

Más que un ejercicio diplomático, estas posturas encarnan lo que Martin Wight denominó “anti-diplomacia”: la aspiración a una transformación redentora del mundo, una ambición de tintes mesiánicos que puede desembocar en una peligrosa distopía. En ese sendero, y en las actuales circunstancias, la Doctrina Milei en política exterior en sus primeros 18 meses de gestión expresa una suerte de geopolítica fanática en la que se conjugan excitación, ira, brusquedad y extremismo. En ese marco, se inserta la semántica de la violencia.

Mientras los trolls oficialistas insisten  en que el gobierno de Milei llevó al país “a las grandes ligas” en materia internacional; fuera de las fronteras nacionales, una mayoría de gobiernos notan, no sin perplejidad, que Argentina va perdiendo influencia, respeto y confianza en el plano mundial y regional. Sin embargo, ni los cuasi oficialistas de ocasión ni los opositores habituales parecen capaces de poner límites a la doctrina presidencial, así como tampoco a cuestionar la creciente soledad del país en los asuntos globales; algo que afecta y afectará el interés nacional argentino.