Crónica

Mundial 1978


¿Siempre es buena una alegría para un pueblo triste?

Cuando Argentina ganó el Mundial '78 Raquel Robles tenía 6 años. Vio la final en una tele de tubo en blanco y negro junto a sus tíos, su abuela, su hermano y Dina, una amiga de sus padres, la única que hablaba de ellos en voz alta. Todos, menos ella, en un estado de tensión inmenso. El partido le importaba, aunque no tanto: sabía que el único milagro que esperaba para esa tarde -que sus padres volvieran- no iba a suceder aunque ganaran la copa intergaláctica de todos los deportes.

El Mundial 78 no me importaba y a la vez me importaba muchísimo. Era un sentimiento contradictorio pero muy firme. Me ponía muy ansiosa la posibilidad de ganar, como si ganando pudiera pasar algo muy bueno, cambiar mi vida, producirse alguna clase de milagro. Pero también sabía, en ese lugar incómodo y certero en el que las verdades se hacían lugar en mí, que nada de eso iba a pasar: el único milagro que me interesaba -que mis padres volvieran- no iba a suceder aunque ganáramos la copa intergaláctica de todos los deportes.

La tele estaba en la sala. Una tele grandota en blanco y negro. Los muñequitos que se movían a lo lejos eran jugadores de Argentina y de Holanda. Dina, que había sido amiga de mis padres y era la única que hablaba de ellos en voz alta, me había permitido sentarme en su falda, a condición de que soportara que me apretara en los momentos decisivos. “Mirá que me pongo muy nerviosa”, me había advertido. Nunca la había visto interesarse por el fútbol ni mirar televisión. En la sala oscura, iluminada sólo por los rayos catódicos de la pantalla, estaban también mi abuela, mis tíos y mi hermano. Todos en un estado de tensión tan grande que parecía que íbamos a estallar.

Me ponía muy ansiosa la posibilidad de ganar, como si ganando pudiera pasar algo muy bueno, cambiar mi vida, producirse alguna clase de milagro.

Yo iba a primer grado. En el cuaderno nos habían hecho pintar al Mundialito, un gauchito pisando una pelota que hacía de mascota mundialista. A mí, que era chiquita pero muy agrandadita, me había parecido mal que la escuela se involucrara tanto en un evento deportivo.

Mercedes, la vecina de al lado, iba a la secundaria. Usaba pollerita y bombachudo para ir a educación física y era lo más cercano a una “chica piola” que había conocido. Era una versión católica y “sana” de chica piola, pero a mí me encantaba. Para alentar a la Selección cantaba “vamos, vamos Argentina, vamos, vamos a ganar, que esta hinchada buyanguera no te deja, no te deja de alentar”. Qué es buyanguera, le había preguntado una vez en la cocina de su casa, mientras saltaba de una manera muy antinatural para una chica como ella. “Es que no se puede decir quilombera” me contestó en voz muy baja.

Me asombraba mucho que Dina, una persona tan sensata y racional, que nunca se dejaba llevar por ninguna tontería, estuviera tan nerviosa y me apretara espasmódicamente cada vez que pasaba algo importante en el partido. Dina y mis tíos eran aliados tácticos, se respetaban mucho, incluso se querían, pero eran de bandos bien distintos. Dina era una abanderada de la verdad. Mis tíos creían en los beneficios de no tocar ciertos temas. Mis tíos eran comunistas. Dina ya no creía en nada. En política nunca estaban de acuerdo, pero jamás discutían sobre ningún tema. Salvo nuestros cumpleaños, o reuniones en las que se analizaban las alternativas de nuestro futuro, nunca habían compartido ningún evento. Y ahora estaban todos en la sala, mirando el partido, como si el Mundial se hubiera tragado todas las diferencias, como si las fronteras se hubieran borrado por una noche.

Cuando ganamos mi hermano saltó como era su costumbre, pisando sillones, gritando como un loco. Dina me tiró por el aire como si fuera chiquita, aunque ya era grande para eso. Nos preparamos para salir a festejar. Con una bolsa grande de uvas nos subimos todos al Citroën marrón de Dina. Mi tía, mi hermano y yo íbamos atrás. Ese día no me había tocado la montaña que tenía el auto en el centro, sin muchas disputas había logrado la ventanilla. Mi hermano iba parado en el medio, asomado al techo del Citroën que, entre otras muchas gracias, era descapotable. El tío iba en el asiento del acompañante, al lado de Dina, que manejaba despacito entre el gentío. Todo era banderas celestes y blancas, gritos felices y saltos como de cancha o como de marcha.

Dina y mis tíos eran aliados tácticos, se respetaban mucho, incluso se querían, pero eran de bandos bien distintos.

Fue la primera vez que vi el Obelisco. Yo no había dicho una palabra desde el comienzo del partido y por no decir nada no dije que me estaba haciendo pis encima. Tan a punto de pillarme estaba que mientras Dina tocaba la bocina (pi-pi-pipi, es decir, Ar-gen-tina) yo me puse a llorar. Sentía que mi vejiga iba a estallar. Me imaginaba toda explotada y el auto lleno de uvas masticadas mezcladas con pis. Nos tuvimos que volver por mi culpa. Mi hermano estaba indignado.

En el viaje de vuelta ya nadie se reía ni festejaba nada. Ya no había nervios ni ansiedad. Una tristeza pesada nos envolvía a todos. Por supuesto no se había producido ningún milagro y los gritos entusiastas de la gente ahora nos golpeaban. “Mundiaaal, la gesta deportiva sin igual”, tarareaba yo, que una vez que había logrado que me llevaran a un rincón apartado para hacer pis, estaba más relajada. Seguía con ganas de llorar, pero también estaba aliviada.

Nada había cambiado, nada iba a cambiar. No era bueno, pero a la vez no era tan malo. La última vez que las cosas habían cambiado me había mudado de casa, de barrio, de ciudad y en vez de padres tenía tíos. Así que mejor que el mundo dejara de moverse. Siempre es buena una alegría para un pueblo que está muy triste, decían mis tíos. Tal vez. Pero para esta tristeza hubiera sido necesario ganar la Copa Universal Intergaláctica de Todos los Deportes. Y ni aun así.