Ensayo

Napoli campeón: de Maradona a Osimhen


“Buonasera, napoletani”

Napoli ganó su tercer Scudetto. Más de 30 años después y sin Diego, que sigue siendo el epicentro de Nápoles. Maradona había agarrado una banda y con ella armó una orquesta. El nigeriano Osimhen, goleador y figura, se encontró ya con la orquesta, porque Napoli es una identidad futbolística. Es la expresión de una nación —la napolitana—, donde la ciudad tiene una lengua diferente del italiano y el equipo tiene una lengua futbolística diferente de la del campeonato local —el spallettismo, un fútbol estético—. “Sin Nápoles, Italia moriría de aburrimiento”, escribe el napolitano Marco Ciriello, mientras traza una radiografía de la ciudad italiana con más encanto, y con un equipo que juega como un tango de Piazzolla: revolucionando la tradición.

«Locura es aquello que hacen los otros»
Juan Rodolfo Wilcock

Traducción del italiano: Alejandro Gutierrez

Cuando Argentina ganó el mundial en Qatar todos los napolitanos comprendieron que aquel título podía generar otros: la última vez que la Selección había levantado la copa del mundo (México ‘86) Napoli ganó, meses más tarde, su primer Scudetto. La enzima de las dos victorias se llamaba Diego Armando Maradona y había creado un triángulo geográfico-sentimental: Ciudad de México-Buenos Aires-Nápoles, que en 2023 se convirtió en un cuadrilátero cuando sumó a Lusail.

De diciembre hasta hoy, fue toda una IndiaNápoles con el equipo de Luciano Spalletti, que ganó, sacando distancias impensables entre la primera posición y el segundo y el tercer lugar, llegando más allá de todo horizonte futbolístico. Luego de treinta y tres años, Napoli es nuevamente campeón de Italia, por tercera vez. De Maradona a Osimhen hay un largo camino recorrido. En el medio, el club cayó, descendió a la Serie C en 2004, y la ciudad también, con la gran crisis de la basura de 2008. Diez años después, un renacimiento turístico, con una aceleración cinematográfica. Lo que podría sintetizarse en la ecuación: gloria, polvo y basura, gloria.

Hoy, la belleza del lenguaje futbolístico y de la ciudad coinciden en un pináculo abarrotado de turistas en un vacío político. El alcalde de Nápoles, Gaetano Manfredi —ingeniero, ex rector de la Università degli studi di Napoli Federico II—, encarna una ausencia perfecta. Y no porque sea hincha de la Juventus, el mayor adversario del Napoli, sino por una manifiesta incapacidad de gestionar, comprender y hablar con la ciudad. El equipo, sin embargo, ha encontrado una conexión que era impensable el verano pasado, cuando se fueron jugadores fundamentales como el senegalés Kalidou Koulibaly, el belga Dries Mertens y el capitán napolitano Lorenzo Insigne. Para reemplazarlos llegaron el surcoreano Kim Min-Jae, el argentino Giovanni Simeone y el georgiano Khvicha Kvaratskhelia. Una revolución hecha de jóvenes, aparentemente desconocidos, que se acopló al revitalizado delantero nigeriano Victor Osimhen.

Desde el primer partido, el equipo ha generado un juego agresivo, incansable y veloz que aniquiló a los adversarios (a falta de cinco fechas, Napoli jugó 33 partidos, ganó 25, empató 5 y perdió 3, convirtió 69 goles y le hicieron 23). Lo impensable tomó forma a través de las gambetas de Kvara (12 goles y 10 asistencias en 27 partidos), comparado con George Best y luego rebautizado por los napolitanos como Kvaradona, por el Diego y por el gol marcado al Atalanta gambeteando a medio equipo, y Kvaravaggio, por el gran pintor italiano del siglo XVI, Caravaggio, pseudónimo de Michelangelo Merisi, que fue acogido en Nápoles cuando lo buscaban por homicidio y que dejó en la ciudad tres grandes obras: Il Martirio di Sant’Orsola, La Flagellazione di Cristo, Le sette opere di Misericordia. Tomó forma en las atajadas del arquero Alex Meret, que en agosto estaba en situación de ser cedido y ahora imprimió su nombre en la mejor defensa del campeonato. Tomó forma en las entradas defensivas y en el verdadero muro creado por Kim Min-jae, asistido por el kosovar Amir Rrahmani y en las bandas por el capitán Giovanni Di Lorenzo y el portugués Mario Rui, que se alternó con el uruguayo Mathías Olivera. Tomó forma por la inteligencia interpretativa del eslovaco Stanislav Lobotka, que a muchos les pareció una mezcla entre Xavi e Iniesta, por el camerunés Frank Zambo Anguissa, un jugador con peso, y por el príncipe de Homburg, el polaco Piotr Zieliński. Tomó forma, también, por los pases cruzados de Matteo Politano y del mexicano Hirving Lozano.

Lo impensable tomó forma, sobre todo, por Victor Osimhen (22 goles en 25 partidos), que ha metido los pies y la cabeza, el cuerpo y la cara. Sustituido y respaldado por Raspadori y Simeone, el delantero nigeriano se volvió un verdadero emblema. La ciudad ha enloquecido por él y por una fragilidad suya, la máscara para la protección de los pómulos —que debió utilizar luego de una lesión que literalmente le estalló la cara— que lo convirtió en símbolo de la victoria, en un superhéroe de Marvel: tanto es así que comenzó a utilizarla y solo se la saca después de los goles, para festejar. La máscara es emblema, símbolo y fetiche: se puede ver sobre tortas de cumpleaños, pizzas callejeras y hasta en las caras de los napolitanos. En la mayor parte de las banderas que florecieron en los edificios de la ciudad se ve a Maradona entregándole el Scudetto a Osimhen, como en Argentina le entregaba la copa del mundo a Lionel Messi.

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Toda la ciudad se volvió azzurra como la camiseta del equipo. En el centro de la Parrocchiella, en los barrios españoles (Quartieri Spagnoli), hay una réplica del Vesubio en papel maché del cual erupcionó una lava azul. Debajo de la Porta San Gennaro una bandera que dice San Genna’, chesta vota hai fatto poca fática (esta vez, respecto de los otros Scudettos, has trabajado poco): Nápoles habla con su santo protector y asocia los eventos de la ciudad a la licuefacción de su sangre. Habla también con los muertos, casi una transposición —que le gustaría mucho a Borges— de la palabra sogno (que en español significa sueño), fantasear y dormirse, transfigurando la realidad también despiertos, soñando con los ojos abiertos. Delante de la Iglesia Santa Maria della Sanità, en la base del campanario, pintado sobre los adoquines, un Scudetto enorme emula su sombra. Otro Scudetto en Forcella baja desde las plantas altas hasta las cabezas de quienes pasan, entre tiras azules y blancas. El puente de la Sanità —donde comienza una de las mejores películas sobre Nápoles y sus claroscuros caravaggiescos (Pianese Nunzio, 14 años en mayo, de Antonio Capuano)— está cubierto por largas oleadas de tela tricolor (verde, blanco, rojo) que forman un corredor de gloria, el paso de los autos hace flamear las tiras y así desde Capuano se llega hasta Cronenberg. En Montecalvario las escaleras también se volvieron tricolores y, a un costado, una casa que se está transformando en una nueva capilla maradoniana (una de muchísimas) despliega una figura de cartón con tres camisetas: Boca Juniors, Napoli y Argentina. Decía Borges : “el hecho de que todos en Buenos Aires sean más o menos italianos mientras yo no tengo sangre italiana en las venas me hace sentir un argentino a medias”.

Los palacios que florecieron con Achille Lauro (armador y animador del Partido Monárquico y ex alcalde de Nápoles), luego narrados por Francesco Rosi en Le mani sulla città, están desbordados de azul. Como todo. En Vico della Tofa —un pqeueño callejón— hay gigantografías de cartón no solo del Napoli de hoy, sino de los campeones de los dos primeros Scudettos: Giordano, Careca, Carnevale, Giuliani, Garella, Alemao y otros. Todo se retiene, todo se fija, el tiempo en Nápoles es como en los Cantos de Ezra Pound: está sobre una misma línea, nada pasa verdaderamente, porque todo es evocado nuevamente. Maradona convive con Benedetto Croce —uno de los mayores filósofos del siglo XX— y con el gran matemático Renato Caccioppoli, y juntos están con el vendedor de pescado que se hizo revolucionario y líder del pueblo contra los españoles: Masaniello. Razón e instinto. Fútbol, filosofía, matemática y revolución se mezclan, se confunden, convirtiéndose en canción.

“Nápoles es una ciudad pintada por los sonidos”, dijo el actor John Turturro al conocerla. Hoy es un mapa de caras: antiguas, nuevas, napolitanas y no napolitanas. En un dibujo continuo, una historieta infinita. El pueblo de los nuevos creyentes leopardianos (de Giacomo Leopardi, que vivió y murió en Nápoles, el mayor poeta italiano junto a Dante Alighieri) se ha convertido en el pueblo de los nuevos ilustradores. Todo en sus paredes, como le habría gustado a Eduardo Galeano. Y el epicentro es siempre Maradona, porque se comprendió inmediatamente que Diego era el Nuevo Mundo Napolitano, cuando el 5 de julio del ’84, luego de un “Buonasera, napoletani” —que anticipaba el “Fratelli e sorelle: buonasera” de Bergoglio apenas convertido en Papa Francisco— lanzó la pelota en el área y todos entendieron que, detrás del asombro y del aturdimiento, en la cancha, nada sería como antes.

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Los años maradonianos fueron de una embriaguez absoluta que ningún documental de Asif Kapadia o serie de TV de Amazon podrá replicar, porque era cine natural, algo más allá de Hollywood. Tanto que los años de Osimhen —llegado sin aquel clamor y sin ninguna misión especial, porque ya todos habían dejado de creer— son mucho más normales y similares a los de otras ciudades. El primer Scudetto de Maradona es irrepetible, ya que no existe más aquel ánimo y aquella expectativa que no era de solo treinta y tres años, sino de toda una vida. Luego hubo escenas similares, mesas fellinianas-forcellescheas, pero son como la segunda lágrima de la que habla Milan Kundera: ya una réplica.

Para las nuevas generaciones que han visto a Maradona solo en YouTube, en el cine, en la televisión o en las paredes, este Scudetto es El Scudetto. Y el símbolo es un jugador nigeriano. Una nueva frontera, una nueva emoción. No hay más napolitanos de tribu y ghetto a pesar de que Italia haga de todo para recordarles la presunta diversidad. Y en este rastro de diversidad es interesante que una ciudad de hospitalidad y antes de dominación haya elegido como líderes deportivos (si bien el liderazgo de Maradona toca vetas de religiosidad y misticismo) primero a un indio y luego a un negro, que demuestra una identidad elástica, múltiple y resuelta, sin los cierres culturales y mentales que en Italia encuentran expresión política y parlamentaria.

Además, los jugadores y los hombres son diferentes: Maradona es Zeus, Osimhen un Aquiles. Maradona tomó una banda y con ella hizo una orquesta. Osimhen ha encontrado ya la orquesta, porque Napoli se ha convertido en una identidad futbolística. Es la expresión de una nación, donde la ciudad tiene una lengua diferente del italiano —el napolitano— y el equipo tiene una lengua futbolística diferente de la del campeonato italiano —el spallettismo—. El equipo de Luciano Spalletti está en Europa; el campeonato italiano, por una paradoja, no, a pesar de tener cinco equipos semifinalistas en las principales copas (Inter, Milan, Roma, Juventus y Fiorentina), ya que ninguno de ellos practica la belleza. Juegan un fútbol sin estética. Napoli, en cambio, evoca comparaciones con el Manchester City de Pep Guardiola, así como la ciudad con la Nueva York de Woody Allen y Nora Ephron. La Nápoles global, que se narra en el mundo a través de Elena Ferrante, no refiere a la ciudad de hoy, sino a la del pasado, cuando los turistas eran Andy Warhol y Joseph Beuys y no grupos organizados georgianos y surcoreanos que van al “Maradona” (antes el “San Paolo” que impresionaba a Juan Villoro y Roberto Fontanarrosa).

Se crea una distopía. La ciudad es hoy protagonista en todo ámbito, es un set a cielo abierto donde se filman películas y series de televisión continuamente, que cuentan la Nápoles de los años maradonianos, la que buscaba un lugar en la historia, lamentando el rol perdido. Y genera impresión ver a los hombres que fueron los cantantes en el primer Scudetto: el director y actor Massimo Troisi y el músico y cantante Pino Daniele, que ahora viven en las banderas de la fiesta. Nos dan la imagen de un tiempo en el que pusieron el cuerpo: eran testigos, hoy son textos sagrados. Este tercer Scudetto es todo troisiano: en una entrevista de culto que ingresó en la historia de la TV italiana le había dicho al periodista Gianni Minà que los títulos de sus películas eran por las victorias de Napoli, y las películas las hacía para tener las canciones de Pino Daniele. Por lo tanto, el título de este scudetto es Ricomincio da tre (Empezar desde tres), su primera película, pero también Scusate il ritardo (Perdón por la demora), la segunda.

Troisi no es solo un director, actor y comediante, sino que es el hombre que mejor encarna lo que Nápoles querría ser. Podríamos decir que es nuestro Paul Auster, volviendo a Nueva York, o nuestro Jorge Luis Borges, pensando en Buenos Aires. Por esto es suya la lengua de la fiesta —tal vez incomprensible para quien no vio sus películas—. Por esto su estatua lo recuerda en la última película que filmó antes de morir, Il postino (el cartero), que lleva una camiseta de Maradona. Los dos eran amigos, y Nápoles, incluso si los traicionó, se refleja en ellos. Ambos tienen el mérito de la redención del sur. Hoy, en cambio, la ciudad y el equipo no deben redimirse porque ya están redimidos, liberados y destacan en Italia. El triunfo deportivo establece una supremacía y confirma la normalidad. Sin Nápoles, Italia moriría de aburrimiento, es un perfecto chivo expiatorio a la Malaussène de Daniel Pennac, pero también es la ciudad más viva del país. Este scudetto es la demostración de un teorema matemático. La ciudad que tiene más encanto e historias —y también problemas— es la que tiene un equipo que juega como un tango de Astor Piazzolla: revolucionando la tradición. Es la erradicación de la normalidad que se convierte en belleza. Nueva identidad, nueva realidad, nueva Nápoles.

Este artículo está dedicado a la memoria de Libero De Rienzo y Gianni Minà y Francesco Pio Maimone que no vieron este triunfo para Napoli.

Fotos: Sergio Siano + Official SSC Napoli