Ensayo

Covid 19: identidades, experiencias y discursos sociales


No somos un país antivacunas, pero...

Al principio de la pandemia, sobrevolaba en la Argentina un clima de cuestionamiento radical a las políticas sanitarias. Pero últimamente esa crítica se ha aplacado, y el avance veloz de la vacunación parecería demostrar que terminó por imponerse la cultura de la salud pública. ¿No somos entonces un país antivacunas? ¿O será posible que, en lugar de ser excluyentes, el gesto individual de poner el brazo conviva con la sospecha sobre la ciencia y los expertos? Esa zona gris es analizada por integrantes de la Red del Estudio Nacional Colaborativo de Representaciones sobre la Pandemia en Argentina (ENCRESPA), en el marco de un proyecto PISAC COVID-19, para el cual se realizaron doscientas entrevistas a personas de distintos perfiles y de todo el país.

El estudio en cuestión es el PISAC COVID-19 “Identidades, experiencias y discursos sociales en conflicto en torno a la pandemia y la postpandemia: un estudio multidimensional sobre las incertidumbres, odios, solidaridades, cuidados y expectativas desiguales en todas las regiones de Argentina”. Se trata de un proyecto financiado por la Agencia I+D+i e integrado Red del Estudio Nacional Colaborativo de Representaciones sobre la Pandemia en Argentina (ENCRESPA).  Equipo de investigación: Andrés Scharager, Germán Gallino, Agostina Perusset, Julián Forneiro, Marcela Navarro y Micaela Cuesta.

  

El debate sobre la confianza pública en las vacunas contra el Covid-19 se vio reavivado mundialmente por el intento de deportación del tenista número uno del mundo, Novak Djokovic. Frente a la decisión del gobierno australiano de prohibir su ingreso al país –y por ende impedir su participación en el primer Grand Slam del año–, la respuesta social no se hizo esperar. No sólo se llevaron adelante concentraciones en su apoyo en Melbourne, sino que a nivel internacional el tenista se convirtió –en cuestión de horas– en un estandarte del activismo antivacunas.

Estos hechos se insertan en una secuencia más amplia. En Brasil, Bolsonaro se niega a vacunar a su hija contra el Covid-19. El expresidente estadounidense, Donald Trump, sugería en 2020 tratar el virus con una inyección de desinfectante. En Inglaterra, activistas prenden fuego antenas 5G, señaladas como causantes de los contagios. A lo largo y ancho de la Unión Europea, se multiplican las manifestaciones en contra de las medidas de cuidado y la obligatoriedad de la vacunación.

Mientras tanto, en Argentina, la rutina de la ciudad costera de Bahía Blanca se vio sacudida por un atentado contra Maximiliano Núñez Fariña, funcionario del Ministerio de Salud provincial. Además de detonarse un explosivo en la puerta de su casa, se dejaron volantes con amenazas de muerte, advertencias por la implementación del pase sanitario, consignas sobre una “falsa pandemia mundial” y denuncias de “asesinatos de personas sanas en las terapias intensivas”. Pocas semanas antes, un grupo en Buenos Aires bloqueaba el ingreso al edificio de Radio Con Vos en protesta contra el apoyo de Alejandro Bercovich y su equipo periodístico al “pasaporte nazitario”.

Aun así, todo indicaría que el clima de cuestionamiento radical a las políticas sanitarias se ha aplacado en nuestro país. Durante los primeros tiempos de la pandemia, podíamos toparnos con presentadoras de televisión tomando dióxido de cloro en pleno prime time, las denuncias contra Bill Gates y George Soros ganaban espacio en los medios de comunicación y las quemas de barbijos llamaban la atención en pleno centro de la ciudad de Buenos Aires. 

En la Argentina se fortaleció el consenso sobre la legitimidad del saber científico y su aporte para enfrentar la pandemia. Pero entre “antivacunas” y “provacunas” hay una variedad de grises.

Hoy ya no es habitual encontrar dirigentes políticos discutiendo abiertamente la efectividad de las vacunas, ni las autoridades deben idear campañas con figuras públicas para aumentar la confianza en ellas. De hecho, casi el 90% de la población ya ha recibido al menos una dosis, y las manifestaciones que alertan sobre conspiraciones globales están limitadas a grupos que, si bien son intensos, también son indudablemente minoritarios. Parece haberse fortalecido un relativo consenso en torno a la legitimidad del saber científico y el valor de sus aportes para enfrentar la pandemia.

Esto parece corroborar un dato: si hasta hace poco tiempo el “movimiento antivacunas” alcanzó una visibilidad inusitada, la Argentina sería un país con una extendida tradición sanitaria. Y despejados los clamores contra el “nuevo orden mundial” y bajada la espuma de una polarización política que puede convertir hasta la propia legitimidad de la ciencia en objeto de confrontación, en el fondo se impondría la escucha a los expertos y una arraigada cultura de la salud pública.

Sin embargo, lejos de lo que permiten apreciar las categorías con las que normalmente interpretamos las controversias que se generaron durante la pandemia, la Argentina no se divide de manera tajante entre “antivacunas” y “provacunas”. Tampoco resultaría productivo abonar al imaginario según el cual los cuestionamientos al discurso científico provienen de personas “antisistema” (o, incluso, “irracionales”).  Menos aún se correspondería con lo que sucede asumir que las suspicacias sobre los saberes expertos son sostenidas exclusivamente por grupos marginales que denuncian que el coronavirus es la punta de lanza para controlar a la población con nanochips.

Télam

Por lo contrario, la desconfianza en las medidas sanitarias y en la veracidad de los consensos científicos permea a buena parte de la sociedad de maneras transversales y capilares. Más que expresarse de formas transparentes y conscientes, el descreimiento en las voces expertas aparece de modos opacos y difusos –y, a menudo, no reflexivos–. En lugar de ceñirse a grupos o individuos con creencias abroqueladas, las actitudes de sospecha hacia la ciencia emergen subrepticiamente, sin estar necesariamente mediadas por argumentos sofisticados, ilaciones demasiado lógicas ni, menos todavía, teorías conspirativas articuladas. La sospecha, al igual que el virus, parece extenderse en pequeñas partículas que respiramos juntos.

En el marco de un estudio nacional sobre las transformaciones de la sociedad argentina durante la pandemia, que implicó la realización de doscientas entrevistas a personas de distintos perfiles socioeconómicos, educativos, religiosos, político-ideológicos y etarios, constatamos que la predisposición individual a vacunarse no es incompatible con las sospechas hacia lo que la ciencia tiene para decir sobre el Covid-19. Más bien, se evidencia cómo pueden convivir el acto de la vacunación con la desconfianza en los discursos científicos (e inclusive con las vacunas en sí mismas). En otras palabras, entre “antivacunas” y “provacunas” hay un espectro de matices que revela los alcances de un fenómeno más imperceptible de lo que parece.

Vacunarse sin perder el temor

Alicia tiene 41 años, está desocupada y vive en Rosario. Hasta el inicio de la pandemia trabajaba en una empresa de caudales, pero luego cesantearon a buena parte de los empleados y a ella no la volvieron a contratar. Siente orgullo por los científicos argentinos, y se lamenta de que no se les pague por lo que vale su trabajo. Y si bien cree que las vacunas son muy necesarias, le genera muchas dudas el poco tiempo que tomó desarrollarlas: “Llevan diez años de preparación, y de repente tuvieron que reducir todos esos años en meses”. Pero aun si esto la atemoriza –especialmente porque “detrás de todo esto hay un comercio inmundo”–, intenta encontrar una fuente de tranquilidad. “Esta gente se ha abocado tanto, horas de ensayos, han trabajado el doble y el triple de lo que venían laburando. Es como que se te va yendo la desconfianza.”

En General Ballivian, provincia de Salta, Isabel tiene una preocupación parecida. Para esta docente de 44 años, que fue una de las primeras en vacunarse –allá por marzo de 2021–, “como tuvieron que hacer todo tan rápido, y todos los países se estaban peleando a ver quién la sacaba primero, quizás eso te genera una cosita de estrés, si realmente sirven, si serán tan buenas como dicen”. 

Las suspicacias de Sandra llegan un paso más lejos. Empleada de una productora de cine, asegura que “no hay forma de hacer una vacuna en un año. Tienen un protocolo y entiendo que hay protocolos que se han salteado, hay información que se oculta”. Temerosa porque al vacunarse “no sabés qué te estás metiendo”, concluye: “Creo que es un negocio”.

 La sospecha, al igual que el virus, se mueve en pequeñas partículas que respiramos juntos. Incluso entre quienes le ponen el brazo a la vacuna.

En algunos casos, la información escondida se asocia a la composición de las vacunas, caracterizadas, por ejemplo, como apenas un líquido inocuo. Rosa, una jubilada de 74 años de la ciudad de Buenos Aires, asegura que lo único que piensa es si le dieron una vacuna u “otra cosa”. En particular, es la ausencia de efectos secundarios lo que la lleva a pensar que hay secretos acerca de lo que realmente se le inyecta a las personas: “No sentí nada, no tuve fiebre. En realidad uno nunca sabe, ¿viste? Está todo a otro nivel, no es al nivel nuestro que se saben las cosas”.

Isabel comparte esas impresiones, y se pregunta si lo que recibió no puede haber sido agua, como parte de un plan de desvío de dinero. Resignada, intenta alentarse: “Esperemos que sea realmente la vacuna lo que nos hayan puesto”. Proliferan dudas e inquietudes sobre una realidad que aparece desdoblada entre el optimismo de lo aparente y el miedo a lo real. 

Volver razonable lo irrazonable

Las fake news sobre la pandemia, la difusión que adquirieron las teorías conspirativas y la puesta en cuestión de las vacunas por parte de dirigentes políticos contribuyeron, indudablemente, a construir un estado de confusión en el debate público. Pero, ¿dónde reside la eficacia de las noticias falsas? ¿Por qué los discursos que impugnan la legitimidad de las políticas y desarrollos científicos contra el Covid-19 se vuelven objeto de atención y logran replicarse? 

El hecho de que los debates entre los especialistas –consustanciales a la investigación científica– hayan sido asunto de discusión masiva probablemente sea un punto de partida para responder a estas preguntas. Si bien los desacuerdos y el desconocimiento son inherentes a los procesos científicos, la visibilización pública de las controversias condujo a la perplejidad, la confusión y, en última instancia, a una pérdida de confianza en los saberes expertos.

Carla tiene 52 años, es empleada doméstica y vive en el partido de José C. Paz, provincia de Buenos Aires. Durante la pandemia, sostiene, los médicos no le dieron demasiada tranquilidad: “Algunos dicen una cosa, otros dicen otra cosa, y vos decís ‘¿cómo?”. Para Miguel, dueño de un taller de muebles en Formosa, la sensación es parecida: “Hay tantas informaciones, hay tantas personas que hablan, que un médico dijo tal cosa, y alguien lo comenta y otro dice otra cosa, y así”. 

Mientras tanto, Sandra –la empleada de una productora de cine– se lamenta de la incertidumbre, la ausencia de información y la falta de conocimiento que hay, especialmente porque “mismo el médico a veces no te puede decir”. Y así pasa con todo, afirma: “Con las vacunas que no sabés cuál conviene, que un médico dice una, que otro médico dice otra, que no sabés si es mejor, si es peor, si los síntomas”. Pero además, su desconfianza se ancla en sus experiencias personales con el Covid-19: “Di dos veces negativo. Y le preguntás al médico y no tiene ni idea, y le preguntás al neumonólogo y no tiene idea. O sea, no saben qué responderte. ‘Y, no sabemos si es el Covid’. La verdad es que no hay información”.

Y entonces, Google: la desorientación generada por el fenómeno de investigación científica a cielo abierto termina promoviendo la la autogestión de información.

La desorientación generada por el fenómeno de investigación científica a cielo abierto –que puso en boca de todos las discusiones que normalmente circulan de forma restringida– termina propiciando, en definitiva, la autogestión de información. El carácter indeterminado de las situaciones que crea la pandemia en el curso de la experiencia ordinaria produce inquietudes que parecen activar la disposición a que cada quien emprenda sus propias investigaciones para resolver el enigma: ¿Qué hacer? 

Ante la falta de plenos consensos, y procurando intuitivamente la búsqueda de fuentes veraces, se apunta a llegar a conclusiones propias. Tal es el caso de Mario, un empleado del Poder Judicial de la provincia de La Pampa de 60 años. Antes de que le tocase vacunarse, estaba preocupado por la diversidad de fabricantes y la ausencia de plenas certezas: “Ahí es cuando tenés que ver o buscar, porque vos decís: ‘a quién busco en Google, en internet, donde sea, alguien que me cante la justa”.

Algo similar le sucede a Diego, un contador de 38 años de la ciudad de Buenos Aires. Inquieto por los vaivenes en las indicaciones acerca de en qué ocasiones conviene usar barbijo o cuándo es seguro estar en lugares cerrados, dice que “uno a la larga después termina diciendo ‘voy a empezar a usar yo mi cabeza, porque estoy escuchando a una persona que me dice que salga con un bonete en la cabeza, que eso me previene, y yo salgo como un bolas y no le veo razonabilidad’”. ¿Hacia dónde se desplazan las fronteras de lo razonable? ¿Puede lo razonable volverse irrazonable, o viceversa, si uno investiga lo suficiente? ¿Podría la búsqueda de respuestas convertir en sensato lo que era impensable?

Con o sin olfato, algo huele raro

Si vacunarse no despeja las dudas, los temores o la sospecha sobre los expertos y los laboratorios, tampoco anula la apelación a tratamientos y formas de cuidado contraindicadas por las autoridades sanitarias. Lejos de ser excluyentes, la vacunación y las prácticas alternativas pueden convivir en la ambigüedad.

Raúl, un jubilado de 71 años de La Punta, San Luis, no sabe si los buches de sal son realmente efectivos, pero durante la pandemia empezó a hacer uso de este presunto método de prevención del Covid-19. “Supuestamente ayuda a cerrar la garganta para que no entren los virus, pero yo no lo tengo comprobado”, sostiene. Y agrega: “Alguien lo habrá comprobado en cuanto lo habló”. En la casa de Luciano, un adolescente de 16 años de Mercedes, Corrientes, todos se contagiaron de coronavirus. Durante cinco días, tanto él como los padres tomaron ivermectina, un antiparasitario desaconsejado por la mayoría de los especialistas. Pero haber consumido esta medicación no quita su confianza en la vacuna, a la que ve con buenos ojos. “Confío en los profesionales”, asegura.

La confianza en los expertos y las políticas contra el Covid-19 puede, en algunos casos, coexistir con el más radical descreimiento. Cintia, una chica de 18 años de la provincia de Buenos Aires, dice que “dentro de todo, yo me sigo cuidando, pero como que nunca creí en esta enfermedad, pero igual me cuido”. En la misma línea, Romina, una joven de 22 años de Mar del Plata, sostiene: “No estoy segura de la existencia del Covid, pero hago caso a lo que dicen”. Aunque ni Cintia ni Romina estaban vacunadas todavía al momento de las entrevistas, aguardaban expectantes que les tocase su turno para recibir una droga contra un virus que no creen que sea real.

La desconfianza puede dar paso a la creencia de que la pandemia acarrea algo insidioso. Algunas personas afirman que, por algún motivo, se exagera la gravedad y la incidencia del Covid-19. Carla, la empleada doméstica que vive en José C. Paz, dice con suspicacia que “a todo el mundo que se muere le ponen coronavirus, pero no es tan así”. Ana, por su parte, trabajadora de una empresa de GNC en la ciudad de Buenos Aires, asegura que hay manejos en las estadísticas y que “siempre hay casos de gente que no se murió por Covid y les dijeron ‘fue Covid’”. En un mismo sentido se expresa Claudia, una cartonera de Florencio Varela de 26 años, recordando una experiencia personal: “Me quebré el pie y me tienen que operar. Y en el hospital van a decir ‘eh, no, te contagiaste de corona’. Y los médicos te empiezan a meter cualquier cosa, no es el corona y es otra cosa. Yo no creo que tanta gente haya muerto por coronavirus.” 

Las sospechas sobre la existencia del virus, los tratamientos pertinentes e incluso la veracidad de los certificados de defunción, se convierten en abiertos desafíos a la legitimidad de los discursos oficiales y la voz de los expertos. Pero además, si esa desconfianza es acompañada por una incertidumbre respecto de las intenciones detrás de la pandemia, surge un interrogante determinante: ¿Y si el Covid-19 no fue producto del azar sino de un plan premeditado?  

La mano invisible de la pandemia

Podría parecer lógico, pero no para todos es verosímil: que la pandemia se haya originado en un mercado de Wuhan por el consumo de un murciélago no resultaría una teoría del todo creíble. Con el coronavirus habría algo que se esconde. Más que ser obra azarosa de la naturaleza, o producto del avance del hombre sobre bosques nativos, el origen del Covid-19 podría tener mucho que ver con la actividad científica. Aquella ciencia –la misma ciencia– que hoy hace esfuerzos para detener la expansión del virus.

Lucas, un estudiante de 16 años de Basavilbaso, Entre Ríos, se pregunta si los sucesos de los últimos dos años podrían acaso haber alcanzado semejante magnitud si no fuera por la mano del hombre: “Yo creo que ningún virus natural hubiera llegado a ser tan eficaz, tan exitoso, si no fuera artificial”. Lisandro, un obrero metalúrgico de 24 años del partido de Lomas de Zamora, provincia de Buenos Aires, se permite dudar, pero la idea de que el coronavirus sea  una zoonosis no lo convence: “Estoy entre que salió de un laboratorio o la del murciélago. Pero, qué sé yo, la del murciélago es muy… No sé. Hoy en día voy más por la del laboratorio, por la conspiranoica, qué querés que te diga”.

Claro está, que el Covid-19 se haya originado de manera artificial no supone necesariamente que existan intenciones ocultas. Puede haberse tratado de un virus que estaba siendo estudiado y “se les fue de las manos”, como dice Ricardo, un docente de 43 años de Jujuy. O haber sido “un experimento de laboratorio que se les escapó”, como sostiene María Sol, una médica de 47 años de la localidad bonaerense de El Palomar.

Pero, ¿si no se trató de un accidente? ¿Si el coronavirus no sólo fue creado artificialmente, sino que además fue liberado con un objetivo? Eso es lo que cree Guido, un docente de Morón de 39 años. “Está todo armado. Lo crearon, lo dejaron salir y ahí empezó a expandirse. No puedo dar certeza de algo que desconozco, pero podría ser algo a propósito, inducido por el humano”. En tanto Mariela, una empleada doméstica de Villa Allende, Córdoba, es bastante más suspicaz: “No creo que haya sido un accidente, la historia del murciélago no me la creo. Yo creo que es una cosa de laboratorio y que es un tema de medicación y de los laboratorios y de las vacunas. Me parece que es económico, como la mayoría de las cosas, como fueron la mayoría de las guerras”.

¿Hacia dónde se desplazan las fronteras de lo razonable?

Cristian es un técnico dental de 42 años de Zapala, Neuquén. Para él, la pandemia es un “gran negocio”, y detrás de ella habría una “trama mundial” que beneficia a unos pocos. Mientras tanto, según María, una jubilada de San Juan, quienes salen ganando son “los judíos, los armenios, los que tienen plata”. Sea de formas vagas o más o menos específicas, se terminan identificando responsabilidades e intenciones detrás de una pandemia que esconde más de lo que aparenta.

Pero no todo se reduce a la búsqueda de beneficios económicos. También pueden ocultarse intereses de orden político. Eso es lo que considera Julia, una joven empleada textil de Bahía Blanca, que dice seguir mucho las noticias sobre el coronavirus y duda sobre la mortalidad de la enfermedad: “Como que Argentina creo que tiene una deuda muy grande no sé con quién, no me acuerdo; y como que cuantos más muertos había, más disminuía la deuda”. Igualmente oscuras –pero más suspicaces– son las apreciaciones de Claudia, la cartonera de Florencio Varela. Según ella, dicen que hay una pandemia en el mundo porque quieren encubrir algo: “Como cuando pasó lo de la dictadura, como que están escondiendo algo para que la gente se entretenga con la pandemia, pero no sé, está desapareciendo mucha gente, están matando muchas chicas”.

Comienzan a entreverse ideas que asumen la existencia de mentiras deliberadas, planes secretos e intereses ilegítimos alrededor del Covid-19. Inadvertidamente, a la hora de indagar en el origen del virus y en la naturaleza de los acontecimientos de los últimos dos años, el protagonismo de grupos poderosos con objetivos espurios se convierte en el eje de los discursos. Y, más aún, pueden acabar emergiendo argumentos estrechamente vinculados con conocidas narrativas conspirativas. Así sucede con Pedro, un empleado de logística de 42 años del barrio de Villa Soldati, Buenos Aires, que desconfía de la idea de que haya habido una mala gestión sanitaria de la pandemia: “Esto no está mal manejado, esto para mí es un plan… digitado, ¿me entendés?”.

Mónica, una jubilada mendocina de 67 años, alude a los planes ocultos de manera más específica y, a la vez, relativamente sutil: “Si vos no entendés que hay un virus dentro de la terapia intensiva, y no lo podés controlar, ¿cómo seguís metiendo gente ahí? ¿Entonces querés que se mueran los viejitos?”. Pero si la idea de una búsqueda deliberada de asesinar personas mayores pasa más bien desapercibida en el caso de Mónica, un fantasma similar cobra mayor contundencia en el relato de Cristian, el técnico dental: “Es todo un negocio creado por unos pocos que se han visto beneficiados, que han sido promotores de este virus. Creo que hay un montón de cosas que son ciertas. Creo que ha sido una limpieza mundial que ha habido. De gente que, por ahí, de esta forma, también perjudicaba las economías de los países. Por ejemplo los jubilados. Porque han muerto muchos jubilados, ¿no? Ha aliviado el sistema por todas estas cosas que ya el FMI, la gente que manejaba todos esos entes, decía que los que estaban haciendo un gasto innecesario eran los jubilados. Entonces, había que hacer una limpieza, y bueno, creo que la mejor limpieza fue creando este virus”.

Al momento de conversar con ellos, Cristian, Mónica, Pedro y la gran mayoría de los protagonistas de estas líneas se habían vacunado contra el Covid-19 –o esperaban que llegase el momento de hacerlo–. Pero, ¿acaso su predisposición a vacunarse anula su descreimiento en los expertos y su sospecha sobre el virus, la pandemia y sus circunstancias? ¿Sería posible trazar una línea que establezca sin medias tintas qué define a un “antivacunas”?La cantidad de población vacunada tiene incontrastable relevancia desde un punto de vista epidemiológico, sobre todo en el contexto de una tercera ola en Argentina con más de cien mil casos diarios detectados. Pero el dato puede constituir un obstáculo si se trata de examinar las maneras contradictorias y ambivalentes por las cuales la erosión del monopolio de la verdad que pretende ostentar la ciencia se filtra por los poros de nuestro entramado social. ¿Cuáles son los efectos de este sentimiento de sospecha en disponibilidad? Los activistas y organizaciones que rechazan las políticas sanitarias pueden ser la forma más acabada que adquiere este problema, y las denuncias de un “nuevo orden mundial” puede que sean su manifestación más elocuente. Pero entre la plena entrega al discurso científico y su rechazo frontal mediante teorías conspirativas existe una zona gris que se esparce como una mancha de aceite.