Ensayo

Oppenheimer: ciencia, tecnología y Estado


Instantáneas del mundo atómico

La película Oppenheimer revitaliza un debate en torno a la intervención del Estado en ciencia y tecnología. El fin de la Segunda Guerra Mundial generó en EE.UU. la demanda de un salto de escala en los niveles de inversión en investigación y desarrollo (I+D) que, como recompensa, produjo efectos multiplicadores en el resto de la economía. El Proyecto Manhattan fue una bisagra histórica en todos estos aspectos. Diego Hurtado recorre aquellos años y analiza las singularidades del keynesianismo científico-militar, los reflejos del peronismo a fines de los años cuarenta, el gerenciamiento del apocalipsis de Eisenhower y el “reloj del fin del mundo” que, con la guerra entre Rusia y Ucrania, está cada vez más cerca de medianoche.

Carrera de físicos

Diciembre, 1938. El descubrimiento de la fisión nuclear en Berlín inicia una escalada de especulaciones sobre la posibilidad de producir artefactos explosivos de una potencia inédita. Semanas antes del inicio de la Segunda Guerra Mundial, Albert Einstein le escribe una carta al presidente estadounidense, Franklin D. Roosevelt, en la que explica que una bomba nuclear puede ser demasiado pesada para el transporte aéreo, mientras especula con que “transportada por barco y explotada en un puerto podría destruir tanto el puerto como parte del territorio circundante”. Con esa carta busca persuadir al gobierno de apoyar el desarrollo de tecnologías e insumos necesarios para desarrollar un artefacto nuclear antes de que lo haga la Alemania de Hitler.

Agosto, 1942. Estados Unidos crea el Proyecto Manhattan bajo la conducción del general Leslie Groves y con el físico Robert Oppenheimer al frente del Laboratorio Nacional de Los Álamos. Su propósito explícito es vencer al proyecto impulsado por los nazis liderado por Werner Heisenberg, uno de los más grandes físicos del momento. Luego de más de tres siglos de determinismo newtoniano, a los 26 años, Heisenberg había formulado el “principio de incertidumbre” que introdujo el indeterminismo en física. Este aporte lo colocó junto a Niels Bohr, Max Planck y, a su pesar, al propio Einstein, como uno de los “inventores” de la física cuántica.

Heisenberg y Oppenheimer, dos físicos hipnotizados por sus propias inteligencias que se enfrentan al cinismo de sectores dispuestos a triturarlos en nombre de posiciones éticas espurias y razones infundadas para justificar la necesidad de armas de destrucción masiva.

Los paralelismos vinculados al drama psicológico y a los senderos tortuosos que la política y la historia construyeron alrededor de las vidas de Heisenberg y Oppenheimer en el nivel de los imaginarios sociales —que remiten a mitos como el de Prometeo y del Apocalipsis— hacen pensar que el desarrollo y el uso de dos bombas de fisión sobre las poblaciones civiles de Hiroshima y Nagasaki retuerce y hiere varias fibras sensibles que están en los cimientos de la modernidad occidental.

Se dedicaron ríos de tinta para ensayar hipótesis sobre el papel de Heisenberg en la bomba alemana fallida y su posición frente al nazismo, así como sobre el compromiso político de Oppenheimer, el acoso que padeció del macartismo y sus testimonios públicos erráticos. En ambos casos convergen las ambiciones personales de dos físicos hipnotizados por sus propias inteligencias, con devaneos de demiurgos, que se enfrentan al cinismo de sectores políticos, militares y económicos dispuestos a triturarlos en nombre de posiciones éticas espurias y razones infundadas para justificar la necesidad de armas de destrucción masiva. La obra de teatro Copenhague, de Michael Frayn, y la película Oppenheimer, de Christopher Nolan, apuntan en esta dirección.

“Big science” y keynesianismo militar

Para comprender las razones que hacen del Proyecto Manhattan una bisagra histórica desde los puntos de vista de la ciencia, la tecnología, la economía y la geopolítica hay que entender, primero, su monstruosa materialidad: más de 130 mil ingenierxs, científicxs, técnicxs de numerosas especialidades —incluidxs administrativxs, personal de seguridad y espías— participaron en más de cien instalaciones a lo largo y ancho de los Estados Unidos, con una inversión estimada de entre 2.000 y 2.500 millones de dólares (alrededor de 100.000 millones en números de hoy). Segundo, el desafío inédito, de escala nacional, para las capacidades organizacionales y de coordinación. Una puesta para fabricar un artefacto explosivo cuyo único atributo visible era su poder destructor de vidas humanas.

La primera moraleja remite a la figura del laberinto circular. Como cumbre de la supuesta superioridad de la civilización occidental —que se muestra frente a la Unión Soviética como “el mundo libre”— convergían, por un lado, el grado más alto de la racionalidad científica y de la supremacía tecnológica encarnadas en la física y en la ingeniería y, por otro, las capacidades más sofisticadas de organización del Estado-Nación que emergerá de la guerra como potencia económica y militar hegemónica. Es decir, la cima de la civilización era el dominio de la capacidad equívoca y sombría de autodestrucción de la especie humana. Este es el sentido más profundo del ingreso del capitalismo en la “era atómica”.

Para la ciencia y la tecnología, el proyecto Manhattan marcó la consolidación de la llamada “big science” y de su ethos tecnológico. Desde entonces, la hegemonía económica y militar se identificó con la supremacía tecnológica y la demanda de un salto de escala en los niveles de inversión pública. La recompensa fue una de las grandes lecciones de la guerra: la inversión en investigación y desarrollo (I+D) en Defensa produjo efectos multiplicadores en el resto de la economía, a la vez que funcionó como incentivo para el sector privado y organizó las articulaciones público-privadas (algunos actores centrales del Proyecto Manhattan fueron empresas como Westinghouse, General Electric, DuPont, Union Carbide, Kellogg, Mallinckrodt y Chemical Works). Este nuevo estatus de la ciencia y la tecnología como activos nacionales demandó, desde entonces, políticas públicas específicas.

La cima de la civilización era el dominio de la capacidad equívoca y sombría de autodestrucción de la especie humana. Este es el sentido más profundo del ingreso del capitalismo en la “era atómica”.

El gigantismo propio de la cultura norteamericana y la percepción de destino manifiesto de sus élites jugaron su papel crucial. La década posterior a la Gran Depresión de 1929 estuvo marcada por sobreproducción masiva, crisis sistémica y altísimos niveles de desempleo estructural. El New Deal, impulsado desde 1933 por el Roosevelt, logró algún nivel de estabilización, pero fue el keynesianismo en su modalidad bélica la “política económica” que sacaría al país de ese surco de manera definitiva. Con la entrada de Estados Unidos en la guerra el gasto militar se disparó. Así lo explica el escritor y economista James Cypher1 “The origins and evolution of military Keynesianism in the United States”, Journal of Post Keynesian Economics:

“Las fábricas operaban los siete días de la semana; la productividad del trabajo en EE.UU. se elevó rápidamente a niveles que eran múltiplos de los de Alemania y Japón. A pesar de que 15 millones de trabajadores ingresaron al ejército, la economía se expandió a su tasa más alta: el PBI real aumentó un 52,4% entre 1939 y 1944, mientras que el desempleo cayó del 14,6% en 1940 a sólo el 1,2% en 1944”.

En este contexto, el “éxito” del Proyecto Manhattan aportaba elementos concluyentes para solucionar varios problemas que esperaban en el horizonte inmediato de la posguerra.

Mientras el último día de la Segunda Guerra se convertía en el primer día de la Guerra Fría, evitar una gran recesión al final del conflicto suponía que había que entender cómo el despliegue tecnológico-industrial-militar orientado a la guerra podía ser redireccionado a un nuevo escenario de paz y Guerra Fría. Este contexto explica la necesidad del “efecto demostración”, es decir, la producción de un genocidio a partir del uso de los artefactos nucleares a pesar de que Alemania ya se había rendido y en Japón solo quedaban blancos civiles. Así se demostraba de forma dramática y didáctica cómo se conectaban la nueva bomba y su poder destructor con un emprendimiento de escala inédita, que ponía en juego todo el potencial de I+D, industrial y militar, que aceleraba el fin de la guerra y esbozaba un mensaje directo de intimidación a la Unión Soviética.

Evitar una gran recesión al final del conflicto suponía que había que entender cómo el despliegue tecnológico-industrial-militar orientado a la guerra podía ser redireccionado a un nuevo escenario de paz y Guerra Fría.

Los reflejos de Perón

A pocos días de las explosiones atómicas sobre Japón, el general Manuel Savio, defensor de una industria argentina integrada, presenta un decreto que propone preservar los depósitos de minerales estratégicos para el área atómica —uranio, torio, litio, entre otros— prohibiendo su exportación. Perón apuesta, en 1949, al desarrollo de un proyecto secreto de fusión nuclear controlada en la isla Huemul, en Bariloche. El proyecto lo lidera Ronald Richter, un físico austríaco. Así se crea, en mayo de 1950, la Comisión Nacional de Energía Atómica (CNEA) y, poco después, la Dirección Nacional de Energía Atómica (DNEA). El gobierno de Perón compra para la DNEA, dos años después, un sincrociclotrón (un acelerador de partículas de frontera) a la empresa holandesa Philips y pone al frente a Walter Seelmann-Eggebert, un químico nuclear alemán que había sido estudiante de Otto Hahn —líder del descubrimiento de la fisión nuclear a fines de 1938— y que había migrado para trabajar en la Universidad Nacional de Tucumán. El físico Santos Mayo, integrante del laboratorio del sincrociclotrón, interpreta así el impacto de este instrumento: 

“Saltamos del clásico laboratorio universitario, en donde un osciloscopio era un lujo, al recinto blindado, construido de acero y cemento, con doble-paredes tanque conteniendo toneladas de agua y albergando grandes bloques de hierro, aluminio, acero, equipos generadores e instrumental de control como jamás habíamos visto en una instalación dedicada exclusivamente a la investigación científica en la Argentina”.

Mientras que el uso del sincrociclotrón logra formar la primera generación de químicos nucleares argentinos, el Proyecto Huemul es clausurado en 1952, sus equipos son llevados a la costa y tres años más tarde se crea el Instituto de Física de Bariloche. Su director es José Balseiro, un físico argentino de 32 años —formado con Guido Beck, físico austriaco radicado en Argentina que había trabajado con Heisenberg— que estaba realizando una estadía en Birmingham cuando se reclamó su retorno al país para que integrara una comisión de evaluación del proyecto de Richter.

El gobierno de Perón difunde en la revista Mundo Atómico una concepción de la ciencia y la tecnología para “la Nueva Argentina” que confronta con otro modelo de ciencia plasmado en sectores antiperonistas de la academia local que se desentiende del factor tecnológico.

En el plano de la comunicación, en 1950 se comienza a publicar la revista de divulgación Mundo Atómico. El gobierno de Perón difunde en sus páginas una concepción de la ciencia y la tecnología para “la Nueva Argentina” que confronta con otro modelo de ciencia plasmado en sectores antiperonistas de la academia local que se desentiende del factor tecnológico.

Una mirada retrospectiva nos enseña que las industrias aeronáutica y automotriz, la producción de medicamentos y bienes de capital, la soberanía energética y el desarrollo de capacidades nucleares autónomas promovidas por Perón no eran compatibles con el lugar asignado a la Argentina en la división internacional del trabajo que emerge del nuevo orden mundial de posguerra.

El derrocamiento de Perón, poco tiempo después del golpe de Estado en Guatemala y del suicidio del presidente brasileño Getulio Vargas, aparece como una de las primeras manifestaciones de la Guerra Fría en América Latina. La “Nueva Argentina” del peronismo plasmada en clave de imaginario futurista en Mundo Atómico iba a ser uno de los blancos de las estrategias de desperonización materializadas en las iniciativas de terrorismo de Estado que llegan hasta la última dictadura cívico-militar. Desde la década del cincuenta y a pesar de las presiones formales e informales permanentes que se intensifican luego del retorno a la democracia en 1983, la semilla plantada por Perón logró germinar en un sector nuclear con capacidades autónomas que produjo efectos multiplicadores que hicieron posible que hoy un país de la semiperiferia de América Latina —pese a “la geopolítica del patio trasero”— exporte reactores nucleares multipropósito y satélites geoestacionarios (como ARSAT 1 y 2 ) a países de Europa.

El paradigma de la Seguridad Nacional

Desde una perspectiva geopolítica, la Guerra Fría y la escalada nuclear plantearon en Estados Unidos los contornos favorables para la construcción del paradigma de la seguridad nacional hoy vigente, que hizo posible que sus ciudadanos aceptaran niveles crecientes de inversión federal en Defensa y que explican la “onda larga” de expansión de la economía norteamericana que llegaría hasta 1972. En el libro Eisenhower’s Atoms for Peace (2002), Ira Chernus analiza el discurso pronunciado en la ONU por el presidente estadounidense a fines de 1953, en el que presenta al mundo el programa “Átomos para la Paz”. Chernus sostiene que allí se inaugura el “discurso de gerenciamiento del apocalipsis” y explica que la construcción del imaginario nuclear —como dimensión necesaria para la construcción del consenso hegemónico, agregamos nosotros— incluyó una relación dialéctica entre el bien y el mal que hace imposible escindirlos. El poder persuasivo de este discurso se encuentra en su “habilidad para darle un sentido positivo a la bomba por medio de la armonización de los lados destructivo y constructivo del imaginario nuclear”.

La “Nueva Argentina” del peronismo fue uno de los blancos de las estrategias de desperonización materializadas en las iniciativas de terrorismo de Estado que llegan hasta la última dictadura cívico-militar.

Esta matriz apocalíptica, que incluye rasgos de “ritual religioso” como fundamento ético para definir quiénes integran el eje del bien (asociado con la democracia) y quiénes el eje del mal (asociado con los totalitarismos), evolucionó hasta nuestro presente y es el fundamento de una práctica que va desde el acoso económico y diplomático hasta el bombardeo, intervención o invasión sobre las “ovejas negras” del mundo en desarrollo.

El fundamento implícito que está en el sentido profundo de este “estilo” de construcción de hegemonía es que el poder militar es portador de la “autoridad hermenéutica”, que fundamenta un sistema sofisticado de amenazas, chantajes, presiones y represalias —con un sistema organismos internacionales como artefacto institucional— que establece quién es amigo, quién es opaco y potencial enemigo, y quién es franco enemigo. Las novedades que trae la “era atómica” —por un lado, la aparición de un umbral a partir del cual la humanidad puede destruirse a sí misma y al planeta como hogar común y, por otro, panacea energética en contexto de economía de mercado— son las dos caras novedosas de la hegemonía norteamericana enraizada en la apropiación de la regulación discrecional de la dualidad de las tecnologías estratégicas. Retrospectivamente, el gerenciamiento del apocalipsis puede concebirse como estrategia precursora de lo que más tarde Naomi Klein bautizó “la doctrina del shock”. La consigna “seguridad y desarrollo” que trajo la Doctrina de la Seguridad Nacional fue la manifestación de este enfoque en América Latina.

La polivalencia del programa “Átomos para la Paz” permitió el uso de los átomos como instrumento de propaganda —para lo que el propio Eisenhower llamó “guerra psicológica”— con capacidad para controlar y limitar las aplicaciones civiles y ganar influencia comercial sobre los programas nucleares de los países en desarrollo. También sirvió para desviar la atención del programa de desarrollo intensivo de armas atómicas. En 1952, antes de que Eisenhower asumiera la presidencia, EE.UU. contaba con 841 armas nucleares en su arsenal. En 1960, cerca del final de su presidencia, el número de armas nucleares había ascendido a 18.638.

El poder persuasivo del “discurso del gerenciamiento del apocalipsis” se encuentra en su “habilidad para darle un sentido positivo a la bomba por medio de la armonización de los lados destructivo y constructivo del imaginario nuclear”.

En un discurso de mediados de enero de 1961, el presidente advirtió a los estadounidenses sobre la creciente influencia en el manejo de las políticas públicas del "complejo industrial-militar", integrado por los fabricantes de armamentos y el sector de Defensa y Seguridad. La puesta en órbita del satélite soviético Sputnik en agosto de 1957 había lanzado la “carrera espacial” que perfeccionaba las lecciones del proyecto Manhattan. Por un lado, la conquista del espacio como meta que hace posible un discurso altruista de epopeya humana y, por otro, la posibilidad de inversión masiva en tecnologías aeronáuticas y misilísticas con enormes efectos multiplicadores sobre el conjunto de la economía.

A este escenario se refiere la economista Mariana Mazzucato al hacer de la épica de la Misión Apolo el ejemplo inspirador para impulsar una “revolución industrial verde” que transforme la potencial catástrofe del cambio climático en una oportunidad para devolverle el dinamismo a un capitalismo moribundo y financiarizado. ¿Es así de simple la solución?

Sobre relojes y abismos

Mediado y transformado por la “revolución neoliberal” de Reagan y Thatcher, esta modalidad de hegemonía evoluciona hasta el presente. En la guerra entre Rusia y Ucrania las corporaciones estadounidenses de armas, de infraestructura e inmobiliarias son las grandes ganadoras en el proceso de destrucción y reconstrucción de Ucrania. El listado de intervenciones e invasiones de Estados Unidos escapa a la posibilidad de este texto, pero las guerras de Corea, Vietnam y del Golfo, la intervención en Afganistán, los bombardeos a Irak y Siria o la invasión a Libia alcanzan para dimensionar la importancia del ciclo ampliado de acumulación de la guerra —destrucción, crédito y reconstrucción— y el lugar del “gasto público” para sostener el dinamismo de la economía de Estados Unidos y sus aliados en la OTAN.

En su disputa hegemónica con China, Estados Unidos invirtió en 2021 alrededor de 790.000 millones de dólares en I+D (el PBI de Argentina en ese año fue de 487.200 millones de dólares). A mediados del 2022, la administración Biden aprobó leyes contra la inflación y el cambio climático que movilizaron 465.000 millones de dólares en subvenciones para la industria estadounidense. La Reduction Inflation Act subvenciona con 7.500 dólares a cada comprador estadounidense de vehículos eléctricos fabricados en y con componentes hechos en Estados Unidos. Y la Chips and Science Act (CHIPS) libera 52.000 millones de dólares para subsidios a las empresas que instalen fábricas de microprocesadores en suelo norteamericano. Esta ley es acompañada por fuertes sanciones a la exportación de tecnología estadounidense hacia China. La financiarización, las crisis climática, sanitaria, energética y alimentaria muestran que esta evolución no parece sostenible en el mediano plazo.

Inspirado en la posibilidad de que Estados Unidos y la Unión Soviética iniciaran una escalada nuclear, la prestigiosa publicación The Bulletin of the Atomic Scientist —creada en 1945 en la Universidad de Chicago por científicos que habían participado del Proyecto Manhattan— difundió en 1947 un dispositivo comunicacional de enorme impacto que llega hasta el presente: el “Doomsday Clock” o el “Reloj del Fin del Mundo”.

A partir del análisis de expertos, este hipotético reloj se propuso originalmente como un indicador de la vulnerabilidad del planeta a una catástrofe nuclear. En los últimos años, su definición fue ampliada a cualquier cataclismo que pudiera ser ocasionado por los propios humanos, como el cambio climático. La medianoche del “Reloj del Fin del Mundo” representa el final de la civilización. Cuando circuló la noticia de que la Unión Soviética, contra todos los pronósticos, había realizado la prueba de su propio artefacto nuclear en 1949, la aguja pasó de siete a tres minutos de la medianoche. Con la primera explosión de la bomba de hidrógeno —de fusión termonuclear— en 1952, la aguja se acercó a dos minutos.

Pasado el sobresalto, entre 1947 y 2019 se naturalizaron avances y retrocesos que oscilaron entre los 2 y los 14 minutos. La alarma retornó en enero de 2020 cuando se rompió la marca y la aguja alcanzó los 100 segundos para la medianoche. Quienes gestionan esta metáfora de reloj explicaron que no solo la guerra nuclear y el cambio climático son los responsables, sino también “un entorno mediático corrupto y manipulado”. Noam Chomsky explicó en enero de este año que la guerra entre Rusia y Ucrania, “el fracaso abyecto de la COP 27” y “la degradación del espacio para el discurso racional” justifican que la aguja del Reloj del Fin del Mundo esté cada vez más cerca del abismo. Rememoración hollywoodense de los inicios de la era atómica, donde el drama político y psicológico de un individuo eclipsa un genocidio, la película Oppenheimer se estrena el año en que la aguja del Reloj del Fin del Mundo pasa de 100 a 90 segundos.

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    “The origins and evolution of military Keynesianism in the United States”, Journal of Post Keynesian Economics