Ensayo

Laboratorio de Periodismo Performático


En busca de la memoria perdida

¿Qué queda en pie cuando los recuerdos se derrumban? En La memoria del gesto, Sol Titiunik intenta evocar y reconstruir su linaje. Tal vez porque el llanto, el dolor y lo inexplicable de la muerte no le permitieron crear, recién cuando su madre murió -sumida en la oscuridad del Alzheimer- pudo empezar a hilar y desentramar esta historia no desde la victimización de la orfandad, sino desde el amor, la comprensión y la autoficción.

Fotos: Nora Malvina y María Arnoletto

La memoria del gesto nace de una búsqueda original -en su sentido más literal, es decir, ligada al origen-, que encuentra su comienzo en un final: el de la vida de mi madre, quien sufriera durante trece años el progresivo deterioro de sus funciones vitales, causado por el mal de Alzheimer. Como testigo de aquel proceso degenerativo de deconstrucción, me propuse dar cuenta de lo que esa larga observación y acompañamiento en su caída produjo en mí y en mi propia manera de ver el mundo. 

En un intento por transmutar la complejidad de lo observado y encarnado en mí, a la manera de testigo, me propuse realizar un trabajo que retratara la historia de mi madre para excederla y encontrar en su ficción nuevas formas de narrar lo visto. 

La recuperación de una memoria perdida, guiada por el deseo de extender un puente entre la representación de la realidad –que capta nuestro cerebro cuando está sano, que falla cuando éste enferma- y la representación escénica; creando un mapa teatral sobre los interrogantes que fundaron aquel sentimiento de perplejidad de donde nació este trabajo: ¿Qué sucede cuando los puentes que nos comunican con el mundo se rompen? ¿Qué es lo que ocurre cuando los hilos que nos unen al sentido se quiebran? ¿Qué queda en pie cuando la memoria se derrumba? ¿Qué nuevos sentidos revela su ausencia? ¿Qué elementos esenciales persisten, pese a todo? ¿Qué otros puentes se abren comunicando misterio? 

Una búsqueda original que tomó como punto de partida un desarraigo: el de las tierras de Guipúzcoa, de donde huyeron mi abuela y mi madre –siendo apenas una niña- durante los tiempos de la Guerra Civil Española, rumbo a Argentina, mi tierra natal. Sobre ese viaje -en fuga-, y el mío propio -de regreso al origen-, descubrí por fortuna esta obra, como hija-artista de una madre-filósofa devenida epistemóloga, quien dedicó su vida al intento de descifrar el mundo mediante métodos científicos. Y en ese desentrañamiento resultó ella misma objeto de su propio experimento, perdida en los laberintos de su propio raciocinio.

La obra tiene en su centro la hipótesis de un misterio: el de la misma enfermedad del Alzheimer y sus terrenos oscuros aún hoy para la ciencia, que no logra encontrar tratamientos eficaces para frenar o aminorar sus implacables efectos degenerativos. Y otro acaso más profundo: el de la vida misma, cuando escapa a las fuerzas racionales que justifican nuestra existencia y deja a la vista otras, menos claras, operando sobre nosotros. 

Así, La memoria del gesto, aborda la figura de mi madre como si de una heroína trágica se tratara, impulsada por las fuerzas invisibles del destino que la llevaron a convertirse en científica, sobre la hybris de querer explicarlo todo a través de los humanos ojos de la ciencia.

La magia del proceso

Este trabajo nació hace varios años, como semilla, en un seminario dictado por nuestra madre del Biodrama, Vivi Tellas, que realicé con el afán de indagar sobre este capítulo, algo extenso, de mi historia. Mi madre aún vivía, presa del Mal de Alzheimer que la apagaba paso a paso, en el lento y paulatino camino de destrucción de su red neuronal que se llevó, junto a su memoria, la deslumbrante inteligencia por la que será, entre otras cosas, para siempre recordada. 

En aquel entonces, para mi sorpresa y frustración, descubrí no ser capaz de abordar el tema. En cada encuentro del taller ocurría que, en vez de acceder al llanto o a la pena que la historia me producía, sonreía nerviosamente y apenas podía abordar las hipótesis con aquella mueca imposible. Con paciencia, Tellas intentaba escarbar lo que había detrás de esa máscara que me colocaba implacable e inconscientemente en cada presentación, sin poder dar más que un paso, el del comienzo. 

Fue, como todo lo que rodea esta historia, de un proceso largo y paulatino, de una profundidad tan pronunciada como la de su caída. 

Más tarde, ya avanzada en mi investigación, recordaría la primerísima vez que hablé sobre su enfermedad frente a otras personas. Era un domingo soleado en un barrio de Ituzaingó, en la casa de los padres de mi novio de aquel momento, donde intenté compartir algo de aquel incipiente proceso que se había desatado de forma inesperada, espeluznante, frente a mi juventud. La imagen permanece intacta hasta hoy en mi recuerdo: sostenía un vaso de vidrio mientras hablaba casi como si fuera la historia de otra, como si contara algún tipo de ficción pero que, con pena, era mi realidad, que recién comenzaba a desplegarse, como un germen. En medio del relato, el vaso estalló de golpe entre mis manos -quiero decir, en sentido literal, nada metafórico-, se partió en varios pedazos rajándose el vidrio por el calor de mis manos. El líquido se derramó manchando el mantel, sin vuelta atrás. 

Tendrían que pasar muchos años para hablar como hablo, sin que estallen los cristales. Tendría que correr mucha agua bajo varios puentes para poder reconducir esa fuerza dolorosa y pujante, y transformar, por fin, la destrucción en construcción. 

Cuando mi madre murió, es decir, cuando su cuerpo dejó de funcionar por completo, luego de tan lenta agonía, de alguna manera pude, al fin, tomar distancia. El final de ese proceso me permitió dar comienzo a esta creación que apareció como parte de un duelo que llevaba ya varios años, ya que el proceso degenerativo, si bien no da tregua, si hay algo que da –y quizá  sea lo único- es tiempo. La enfermedad fue tan larga que me dio el tiempo suficiente para procesar, con lentitud, que mi madre se estaba muriendo. La sensación que tuve cuando se terminó aquella trágica carrera de la vida a la muerte fue de un profundo agradecimiento. Pensé que mi madre me había enseñado quizás lo más valioso de todo su invaluable legado: la enseñanza de la muerte. Todo lo doloroso que fue cada paso, cada descenso en la pérdida de sus funciones, se me iluminó al final con infinita misericordia. No me hubiera imaginado nunca ser capaz de agradecer algo tan horroroso. De ese sentimiento, absolutamente místico, nace esta obra, que se apoya, suavemente, sobre un misterio.

Como quien cumple un destino

Se podría decir que fue el misterio el que guió mis siguientes pasos para la creación de esta obra. Así fue que, como quien cumple un destino, en aquel camino que había emprendido con el deseo de recuperar la memoria de mi madre, encontré, allá lejos, del otro lado del mar, la de mi abuela, quien llegó a Argentina huyendo del franquismo, siendo mi madre apenas una niña. El camino me devolvió, sin buscarlo, al origen. Como arrastrada por las olas del mar.

El misterio fue así: impulsada por la necesidad de salir que me había dejado el largo aislamiento de la pandemia –y debo agregar, también, el vacío y la libertad a la que me había arrojado la muerte de mi madre, después de tantos años de cercanía y cuidados- decidí viajar a Valencia durante un mes a hacer una residencia en dramaturgia que había encontrado como un destino, repetía yo, sin saber muy bien qué era lo que me había impulsado de pronto hasta allí. 

Debo decir que mi padre vive en Italia desde mi niñez y en todos los viajes emprendidos al viejo continente para visitarlo, nunca antes se me había ocurrido ir a conocer esta tierra materna. Toda aquella transformación vino de la muerte, de la que se sabe -y se olvida por la tristeza que inunda-, siempre resurge algo vivo. 

Decidí en aquel viaje visitar a mi familia de San Sebastián, de donde había partido aquel barco que trajo, por azar o por fortuna, a las mujeres de mi linaje. Fue un viaje intenso y maravilloso que consideré como un duelo, sin saber que eso sería apenas el principio del mismo. 

Al regresar a Argentina, mi pareja me recibió con la noticia de que había quedado seleccionado para un papel en una película que se rodaría, íntegramente, en España. No dudé entonces en interpretar lo que leía como verdaderas señales, y me dispuse a organizar velozmente mi vuelta, siguiendo como un mapa que me llevaría a un tesoro. Apliqué entonces al Máster de Pensamiento y Creación Escénica Contemporánea de la Escuela de Arte Dramático de Castilla y León (ESADCYL),  y comencé con la aventura creativa que dio como fruto la obra que hoy es La memoria del gesto. Una vez allí, descubrí que, entre las líneas de investigación que había para escoger en el marco del Máster, estaba la de autobiografía y autoficción. Nuevamente sin dudarlo, supe que esa sería mi línea. Me encontraba, ahora sí, a la distancia precisa para abordar mi trabajo. 

Durante la cursada del Máster sentí que cada seminario me hablaba. Era como si alguien hubiera diagramado el contenido académico de la currícula especialmente para mí. Con ese sentimiento me encontré con la hauntología de Mark Fisher, con la dramaturgia del silencio de Frattini, la poética del espacio de Bachelard, la fenomenología de la percepción de Pounty. De igual modo me reencontré con la tragedia según Steiner, y la obra abierta de Eco, y descubrí con admiración a creadoras contemporáneas como Shaday Larios, Marta Pazos, Ariadna Peya, Juliana Jardim, entre otras, de las que tuve la suerte de aprender durante la cursada de este máster que apareció en mi vida como un verdadero tesoro. 

En cada seminario hallé una perla especial, y cuando hacia el final me encontré con el desafío de volcar todo el aire del pensamiento a la tierra de la concreción, me paré sobre un laberinto, justo en el medio, y observé todo lo que había creado hasta entonces a mi alrededor. Sobre aquella arena decidí dar un primer paso: considerar a la enfermedad de mi madre como un monstruo, al que me enfrentaría junto al público, dispuesto en un círculo, guiada por los hilos de las mujeres de mi propia historia, para salir de algún modo junto a ellas, a saber si por arriba o por debajo. 

Y hablando de hilos, recordé entonces que mi abuela, además de costurera, era poeta, y que no sólo había dejado sus poemas escritos a máquina -transcriptos por mi hermana mayor años atrás- sino también, sus diarios. Me di cuenta de que tenía guardados, durante todos esos años, en el disco rígido de mi propia computadora, todos esos archivos en sombra, esperando a ser revisitados, iluminados, en suma, recordados; rescatados de la memoria perdida. Sus palabras aparecieron para completar la historia. Acercaron la guerra, el desarraigo y el desamparo. Sus poemas y partes de sus memorias fueron incluídos en la dramaturgia de la obra. El dolor, también. La fuerza arrolladora de quien sobrevive a un horror. Eso también viaja en mi ADN, y yo trato de hacerle honor, lejos de victimizarme, a mí o a mi linaje, reconozco que de ese barro venimos, con orgullo, estamos erguidas sobre un dolor que nos ha dado una fuerza demencial, valga la redundancia. Si me animo a descender a esos infiernos, encuentro, sin embargo, un poder especial; radica allí una potencia. Hijas y nietas de la guerra. Mi abuela sabía lo que era luchar, y la guiaba una fuerza inquebrantable. ¿A qué abuelas habrá venido a encontrar en estas tierras?… Fuerzas invisibles arrastran nuestros pasos dice la obra. Somos parte de una red infinita, de un tejido inabarcable, que nunca se nos revela. 

Así fue tejida La memoria del gesto. De allí vienen sus hilos. El hilo fundante de mi abuela costurera; el hilo del tiempo que se teje de generación en generación; los hilos invisibles que nos unen y conducen; los hilos neuronales, esos que mi madre fue perdiendo, como puentes tendidos más tarde derrumbados; el hilo del Minotauro; el hilo de Ariadna; el hilo dorado. El hilo que nos salva. El hilo fue la clave que conformó mi espacio escénico, hilvanando las historias, tejiendo los viajes de un lado a otro del mar -ese otro líquido amniótico total-, uniendo la costas: las de Europa y América; las de la vida y la muerte; las de la realidad y la ficción.