Crónica

Les jóvenes en la primera línea


Perú: desactivar la vieja política

Perú parece haber recuperado la paz social. Pero sus plazas siguen tomadas. Los manifestantes piden la reforma policial, el retiro de la inmunidad parlamentaria y el debate de una nueva Constitución. Como en Chile, como en Colombia, en la primera línea están los más descontentos: jóvenes que salen a las calles porque no quieren que la vieja política les pisotee el futuro. Crónica de la Generación del Bicentenario, la que no tira bombas sino que las desactiva.

¡No está respirando!

¡Graba eso, compare, graba eso!  

Los gritos son de furia, indignación, impotencia. Los celulares apuntan a Diuliana Valdiviezo y a sus ocho compañeros brigadistas capacitados en primeros auxilios. Están de cuclillas. Hacen un círculo improvisado. Tratan de reanimar al muchacho que ha entrado en un paro cardiaco. 

¡Transmitan en vivo! – exclama un manifestante.

A los segundos regresan las pulsaciones al cuerpo. Son leves. Entonces el camino hacia el hospital se convierte en una necesidad. Los integrantes de la Brigada Voluntaria -con cascos, telas y brazaletes blancos con cruces rojas- cogen los bordes de la camilla y levantan al herido. Aún hay esperanza.

Esto hace la Policía Nacional del Perú. ¡Entérense! –gritan algunos manifestantes que abren paso a los voluntarios.

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No hay taxis por la avenida Abancay, en el Centro de Lima. Los pocos que pasan no aceptan ayudar. Son las 8:30 de la noche del sábado 14 de noviembre. La segunda marcha nacional contra el régimen de Manuel Merino ha llegado a su clímax, se ha degenerado en una brutal represión policial, como en los días anteriores desde que aquel congresista y otros 104 terminaron vacando al entonces presidente Martín Vizcarra.

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Media hora antes, Diuliana, comunicadora de 34 años, nacida en Piura, al norte del Perú, ya había presagiado lo que se venía cuando observó que el cielo se llenaba de líneas blancas por los gases lacrimógenos, de explosiones por los perdigones y de las luces artificiales.

 

Esto se fue al diablo –dijo cuando los miembros de la primera línea de la movilización ciudadana derribaron la barricada de policías para llegar al Congreso de la República. Ese era un acto simbólico del pueblo harto de la corrupción política. 

 

Se encontraba en uno de los sectores más peligrosos de la protesta, en el cruce de las avenidas Piérola con Abancay, a unas cuadras del Parlamento. Estaba en ese trance cuando le tocaron el hombro.

¡Acá hay un herido!

 

Diuliana volteó de inmediato y en medio de los gritos y los bocinazos se encontró con aquel muchacho que luego llevarían al hospital de emergencia, donde murió. Quienes lo estaban sosteniendo de los brazos y las piernas eran miembros de la primera línea, grupo de choque que defendía a los manifestantes. Eran barristas, skaters, universitarios, desactivadores de bombas de gas lacrimógeno, hombres y mujeres del Perú. 

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Diuliana y los demás brigadistas habían salido a las calles a evitar precisamente eso: la muerte de jóvenes indignados y de policías uniformados. Recién a las 3 de la mañana del domingo, ya en su casa, se quitó el polo blanco impregnado con la sangre de quien para muchos hoy es un héroe de la democracia. 

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A inicios de esa semana, el lunes 9 de noviembre, la mayoría del Congreso había destituido al presidente Martín Vizcarra, en plena pandemia del Covid-19 y a solo cinco meses de las elecciones presidenciales previstas para abril de 2021. 

 

Un día después, en su reemplazo asumió Manuel Merino, entonces titular del Parlamento. Merino, electo con solo 5 mil votos, se convirtió en jefe de Estado de un país con más de 30 millones de habitantes. El gesto fue considerado como un golpe impulsado por cuestionados partidos políticos. El descontento popular se apoderó de las calles. Los jóvenes empezaron a salir de forma espontánea, con una misma convicción: la vieja política no puede seguir pisoteando su futuro.

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El jueves 12 de noviembre, ante un gobierno ilegítimo, sin reconocimiento de la OEA ni de países vecinos, y con un gabinete ministerial ultraconservador, se realizó la primera gran marcha nacional multitudinaria. Dos días después, el sábado 14 de noviembre, se llevó a cabo la segunda gran marcha, en la que se reportó la muerte de Jack Bryan Pintado Sánchez, el joven al que asistió la brigadista Diuliana, y de Inti Sotelo Camargo. A los dos estudiantes les hallaron perdigones en el rostro y en el cuerpo tras la brutal represión policial. 

El domingo 15 de noviembre, el gobierno de Merino llegó a su fin. Duró seis días y dejó más de 200 heridos, de los cuales 22 permanecen graves en los hospitales; además de 73 desaparecidos que poco a poco regresaron con sus familias. El último caso fue el de Luis Fernando Araujo, quien denunció que fue secuestrado por agentes del Grupo Terna, quienes se infiltran como civiles para capturar delincuentes en sus labores diarias. Su caso ha sido denunciado como tortura. La Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) ha condenado el uso desmedido de la fuerza policial.

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La semana terminó con un logro que aún duele. 

 

Recién el martes 17 de noviembre, el ingeniero Francisco Sagasti asumió  la presidencia de transición. Esa noche, Perú y Argentina jugaron un partido de fútbol por las Eliminatorias 2021. No hubo victoria, el luto seguía. 

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Las víctimas, los heridos, desaparecidos y los demás sobrevivientes que lograron la caída de un gobierno golpista en menos de una semana se convirtieron en la Generación del Bicentenario.

Jack Bryan Pintado, 22 años, nacido en la región amazónica de Loreto, estudiaba Derecho “para acabar con las injusticias que veía a diario”, dice su abuela Moraiba Sandoval, a quien él llamaba mamá desde los 3 años. Amiguero, lector de libros de historia del Perú y bromista. “Siempre nos hacía reír con sus ocurrencias. Nunca lo vimos con mala cara”, cuenta una de sus vecinas del distrito de San Martín de Porres, en Lima norte. “En el colegio, nosotros jugábamos con el agua y nos escapábamos mojados de los profesores”, recuerda un amigo de esas épocas. Su abuela dice que extrañará servirle su plato favorito: el arroz con pollo. Ella da un beso al cielo.

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Inti Sotelo, 24 años, estaba enamorado del Perú, por eso estudiaba la carrera de guía de turismo. Su madre, de la sierra de Ayacucho, dice que sus últimas palabras antes de salir a la marcha fueron: “Voy a dar la vida por mi patria”. Su padre, Salvador, dice que su hijo “murió buscando la legalidad para los peruanos”. Su hermana melliza Killa (luna en quechua) se despidió de él con un beso durante su entierro.

Como su nombre dice, el sol (Inti en español) jamás se apaga. La oscuridad se acabó.

Ambos estaban en la primera línea. Como en el estallido chileno o el colombiano -de gremios estudiantiles más empoderados-, Bryan e Inti pusieron sus cuerpos en los enfrentamientos con los policías y resguardaron al resto de manifestantes. Los mismos hoy los recuerdan.

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¡¡¡Primera línea, conchasumare!!!

La Policía acaba de lanzar bombas lacrimógenas. Es sábado 14 de noviembre. 8:20 de la noche. ‘El Angelito’ siente los ojos irritados, grita de dolor, luego anima a los suyos. Solo a cinco personas conoce de ese grupo que tiene cartones, banderas y brazos como único escudo. Los de primera línea comparten el mismo objetivo de llegar a la sede del Congreso de la República, a pesar de ser unos perfectos desconocidos.

Y allí están ellos, todos de la misma patria. El Perú empieza a desangrarse otra vez. 

¡No le devuelvan, no le devuelvan (la bomba lacrimógena)! 

¡No retrocedan!

¡Los perdigones no son nada!

‘El Angelito’, 42 años, es uno de los líderes de la barra Comando Sur, hincha del equipo de Alianza Lima. Llegó a la marcha acompañando a su hijo, nacido en la dictadura de Alberto Fujimori, para protegerlo de los excesos de la policía, y terminó en la primera línea. Durante la pandemia, ha sido chofer de ambulancia. En julio superó el Covid-19, estuvo hospitalizado. Cree que su destino era salvarse para estar hoy acá.

Los barristas hemos convivido con la represión policial. Este era el momento de borrar esa mala fama que tenemos de pandilleros y delincuentes.

Esa misma noche, una foto suya corrió por las redes sociales. Aparece agarrando la bandera del eterno rival, donde se lee: “Y dale U, contra la corrupción”. En los comentarios los llaman héroes. Él no se la cree. “Los únicos héroes son Bryan e Inti”.

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Dos días atrás, el jueves 12, minutos antes de que empezaran a llover las bombas lacrimógenas cerca de la avenida Abancay, la socióloga Noelia Chávez, de 29 años, publicó en su Twitter una foto de la Plaza San Martín, epicentro de la concentración, con una frase: "La generación del bicentenario. Los marchantes. Merino tiene que dar un paso al costado".

 

Lo que empezó con un tuit se convirtió en una narrativa política: los protestantes serían llamados, entonces, la Generación del Bicentenario. La que abre paso a los 200 años de República. La encabezan jóvenes digitales, globales, conectados -desde simples usuarios de redes sociales hasta tiktokers con 17 millones de seguidores-. A ellos se suman otras generaciones, como las del barrista ‘El Angelito’. Todas coinciden en el hartazgo.

 

Por ahora -explica Chávez- el estallido no tiene un liderazgo único. Se trata de una movilización  descentralizada, con protestas en la calle y a golpe de cacerolazos en las casas; con uso intensivo de redes sociales como espacio de convocatoria y visibilización del abuso institucional. 

 

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Foto: Antonio Melgarejo

El mayor protagonismo, ahora histórico, lo tienen las mujeres y la comunidad LGTBIQ+, quienes cambiaron su rol: no solo marchan, también desactivan bombas lacrimógenas. Están en primera línea. En una nueva primera línea que ya no la ocupan los sindicalistas de construcción civil sino los hinchas, los skaters, los grafiteros. La élite ultraconservadora los quiere opacar con el fantasma del terrorismo de Sendero Luminoso y el MRTA, que marcó la época de sus padres. Pero ellos, más bien, se enfocan en fortalecer los movimientos feministas y aquellos que buscan proteger la reforma universitaria, uno de los principales blancos de los legisladores con conflictos de intereses. Ya no caen en la etiqueta del miedo: mientras les dicen terroristas, ellos se disfrazan de Pikachu, de Elmo o de dinosaurios, como se les llama a los viejos políticos.

 

La Generación del Bicentenario protesta con baile. Un día después de que Manuel Merino asumiera el cargo, Gahela Cari y Prince Malcon, mujeres trans, abrazadas a una bandera de la comunidad gay se enfrentaron con voguing a una policía escudada. “Somos las otras peruanas, a las que nadie mira”, dice Gianna Camacho, de 33 años, comunicadora que las acompañó en esa performance. “Esta es la lucha de los marginados.”

 

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También se protesta con hip hop. Terco92, harto de las movidas en el Parlamento, en tiempo récord armó y publicó en redes su tema “Carta para el Congreso”. En unos minutos se hizo viral. 

 

Que la calle se levante, que griten y cante, 

que todo el país despierte y salga adelante. 

Y si nos quieren reprimir con armas y tanques 

que el amor a nuestra patria se haga gigantes (...). 

No ganaron, solo nos motivaron, 

haciendo lo que hicieron, la soga se amarraron.

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A dos cuadras de los barristas de la primera línea, donde está ‘El Angelito’, José persigue lo que todos evitan. La Policía dispara más bombas lacrimógenas. Una fina curva de humo blanco se forma entre los protestantes, apenas se escucha el siseo del gas. En su trayecto hacia el cuerpo de alguien, el administrador de empresas corre detrás de ellas. Intenta atrapar una en dos, tres, cuatro segundos. "No pueden pasar los cinco", dice. La recoge con la mano cubierta con un guante y la introduce en un balde de agua con bicarbonato que sostiene su compañero. Lo sacude con fuerza. Es su primera marcha como desactivador de bombas y ya apagó más de quince. Su familia no sabe que lo ha logrado. 

 

"Somos la generación que no tira bombas, sino las desactiva", describió una joven en una radio local hace tres días. La llamaron Esperanza. Había extinguido 25 bombas en medio del gas pimienta, el impacto de los perdigones y los gritos de "¡médico, médico!" de los heridos. Decidió integrar la primera línea, un lugar antes impensado para las mujeres, por indignación y hartazgo. 

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José también estaba harto. Harto del abuso de policías, de congresistas que priorizan sus intereses personales, de una clase política que destituye a un presidente que se iba en cinco meses. Al igual que Esperanza, aprendió a desactivar bombas ese mismo día, en la calle, por instinto. Antes había revisado videos de Chile y Hong Kong, pero ninguno alcanzó a advertir la realidad: sangre, ahogos y vómitos a gran escala. Nadie le dijo qué hacer si el humo blanco te cubre por completo, cómo ayudar a quienes tienen las piernas destrozadas, cómo esquivar un perdigón que va hacia tu cintura. 

 

—Nuestro corazón sigue totalmente herido.

 

Esperanza habla de Inti y Bryan, de sus familias y de las autoridades que no responden por sus muertes. Manuel Merino se fue, pero ellos ya no vuelven. Lo que en Perú pudo ser una victoria ciudadana, la Policía la manchó de sangre: nos faltan dos. "No nos sentimos en ambiente de celebración -dice-. Pero creo que muchos entendieron el enorme poder que tiene la calle. Hay que convertir la rabia en protesta"

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A las 3:30 de la mañana del jueves 12, mientras escribía su atestado, un policía de la comisaría de Alfonso Ugarte, en el Cercado de Lima, le preguntaba a un estudiante retenido los motivos por los que había ido a la marcha. El muchacho, de 24 años, a quien habían llevado a rastras hasta ese lugar, resumió: "Porque a mi país lo tratan como a una basura". 

 

La abogada Melissa Palacios, medalla al cuello, pañuelo blanco en la muñeca, escuchó la respuesta y se adueñó de la indignación. En las últimas horas se había peleado con los agentes que querían enmarrocar a ese joven sin motivo, que lo insultaban por los tatuajes, que no le permitían llamar a un familiar. "No sé qué hubiera pasado si no estaba ahí", dice dos días después. 

 

Otros 50 colegas suyos hacían lo mismo en las comisarías y hospitales del Centro de Lima. En redes sociales se hacen llamar "Abogadxs x la democracia". Son hombres y mujeres de leyes, antes jóvenes manifestantes contra el régimen de Alberto Fujimori, que se organizaron por Whatsapp para brindar apoyo legal gratuito a los detenidos y heridos en protestas. Dicen que lo que hoy pasa en Perú nunca lo vieron antes. Son violaciones a los derechos humanos: secuestro, homicidio, lesiones graves. “No se puede tolerar el abuso policial”, dicen.

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La Policía niega el uso de perdigones de plomo durante las marchas, las detenciones arbitrarias y otras acciones fuera de la ley.  Mientras tanto, la Fiscalía y un equipo de la Oficina del Alto Comisionado de las Naciones Unidas (ONU) para los Derechos Humanos investigan los actos de violencia reportados.

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Perú se sube a la ola de movilizaciones juveniles de América Latina. En Lima y en las provincias aún siguen las marchas con bandera en mano, las vigilias, las velas encendidas por los que se fueron.  “Yo que levanté a Bryan del suelo, prometo que su muerte no habrá sido en vano”, dice ‘El Angelito’. La brigadista Diuliana, que también lo tuvo en sus brazos, quiere visitar a su familia e ir al cementerio para despedirlo. Esperanza y José aún gritan su nombre.  

 

Termina la semana. Las protestas lograron la renuncia de Merino. Pero igual las plazas permanecen tomadas. Los manifestantes exigen una reforma policial, la reparación a los familiares de Inti, Bryan y de las personas heridas, el retiro de la inmunidad parlamentaria, el rechazo a los discursos estigmatizantes de los medios hegemónicos y el debate de una nueva Constitución, una que reemplace la creada durante la dictadura fujimorista.

 

La juventud peruana está indignada, de luto, y tiene un motivo más para luchar en las calles:

 

—Somos el corazón de los que ya no laten. 

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