Ensayo

El sistema en crisis


El detrás de escena de la Justicia

En medio de una crisis de credibilidad, la administración de justicia aún funciona. Se discute sobre el diseño de la Corte Suprema y el Consejo de la Magistratura pero poco se habla del trabajo real de los empleados y las empleadas judiciales que cada día enfrentan la desarticulación administrativa, los problemas de coordinación y un alto grado de discrecionalidad de los jefes. Ahí, en ese lado B del Poder Judicial, es donde se juega el éxito o el fracaso del sistema.

El sistema judicial está habitado por la sospecha que envuelve a la palabra de jueces y fiscales. Pero aun en medio de una crisis tan profunda, y a pesar del ecosistema judicial, la administración de justicia funciona. Pero se habla poco de ello. Se discute sobre el diseño de la Corte Suprema de Justicia de la Nación y del Consejo de la Magistratura pero no del trabajo real, que es donde se juega el éxito o el fracaso del sistema.

El trabajo judicial tiene un lado B: es el trabajo invisible de muchos judiciales que hacen que ese sistema funcione. No trasciende las paredes de las oficinas, porque la histórica situación anormal se normalizó y porque en cierta forma la mayoría de los judiciales nos hemos resignado frente al lenguaje de las rutinas institucionales. En otras palabras, el sistema funciona (con todos sus problemas) desde hace mucho gracias al esfuerzo de los judiciales.

Los tribunales y sus protagonistas

Irene y Guillermo trabajan en un juzgado y en una fiscalía de primera instancia penal federal de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires. Si bien son personajes imaginarios, apuntan a representar una suerte de tipo ideal, en ellos se condensa la gama de vallas que tienen que eludir día tras día los trabajadores y las trabajadoras judiciales para conseguir aplicar la ley. 

Ellos trabajan en oficinas razonablemente confortables, ventiladas, con buenas computadoras, servicio de internet que los conecta con bases de datos, bibliotecas y repertorios de jurisprudencia. Ya casi no utilizan los expedientes de papel. Como una derivación de las transformaciones de la Covid 19 el sistema judicial universalizó el uso del expediente digital. Andan por los treinta y pico. Son abogados con posgrados y ocupan cargos de importancia en la estructura judicial. Aunque no son jueces o fiscales, sus funciones son decisivas para el movimiento de sus oficinas. El horizonte de sus carreras es llegar a ser magistrados. Creen que una administración de justicia que se acerque a la que promete la Constitución va a mejorar la vida de los ciudadanos.

En sus oficinas ingresan, a grandes rasgos, casos para investigar delitos contra el Estado, casi siempre ligados a la corrupción administrativa. También denuncias sobre tráfico de drogas, lavado de dinero y trata de personas. 

Para llevar adelante su trabajo, Irene y Guillermo cuentan con las directivas que les proporcionan el juez y el fiscal, que tienen que ver con las estrategias para encarar las investigaciones de acuerdo con los parámetros del código de procedimientos. Allí está establecido qué puede hacer un juez, qué puede hacer un fiscal y cómo deben hacerlo. Para cumplir con su trabajo pueden convocar testigos a declarar, cuentan con el auxilio de las fuerzas de seguridad para las tareas de campo, pueden requerir informes a oficinas públicas y a particulares y pueden, bajo determinadas circunstancias, allanar domicilios y detener personas -junto a otras medidas que restringen derechos-. El objetivo de su trabajo es que el estado enjuicie a las personas sospechadas de violar la ley, para que los jueces competentes resuelvan si son culpables o inocentes.

El caso

A los fines de este artículo, voy a trabajar con un caso imaginario de venta de drogas y trata de personas con fines de explotación sexual. La denuncia se recibió a través del 911. Irene y Guillermo llegaron a la oficina el lunes a las 7.30 de la mañana y al abrir la casilla de correo electrónico encontraron un mail. El texto era escueto. Decía que una persona que no se identificó (porque teme por su vida) afirmó que en el edificio de la avenida XXX piso 1, departamento “C”, a partir de las 18.00 horas circula mucha gente que entra y sale y que hay chicas obligadas a ejercer la prostitución. El responsable del departamento es el “Chino”, quien vende drogas y regentea el prostíbulo.

El trabajo judicial

Irene y Guillermo trataron de conseguir la grabación original del llamado y de rastrear la identidad del denunciante anónimo para pedirle precisiones y ofrecerle la protección legal que el Estado asigna a quienes prefieren que su identidad no sea revelada. Perdieron casi toda la mañana del lunes. Después de varios llamados telefónicos les dijeron que durante la semana recibirían por correo electrónico la grabación del llamado.

Tras varios intentos a través de teléfonos y redes sociales, detectaron que la empresa desde la que se hizo el llamado original es WWW. Enviaron un mail para pedir, con urgencia, los datos del titular, pero rebotó porque la casilla estaba saturada. Luego de muchas idas y venidas, gracias al dato que les suministró una oficina contigua, obtuvieron el teléfono del área de legales. Allí, un empleado se comprometió a enviar en el curso de la semana la identidad del titular de la línea. Paralelamente, Irene y Guillermo pidieron a una fuerza de seguridad que se acerque al domicilio y que con discreción traten de chequear los términos del mail. Le pidieron a la fuerza que en 48 horas informasen el resultado del trabajo.

El miércoles, Irene y Guillermo esperaban el resultado del trabajo de las fuerzas de seguridad, pero no recibieron ningún correo. Se comunicaron con dicha oficina y después de muchas vueltas supieron que el funcionario asignado se llama Miguel, pero ya había terminado su turno. Les dijeron que llamen al día siguiente. 

Finalmente, el viernes tuvieron un panorama más claro: Miguel les dijo que se confundió, que fue durante la mañana a chequear el domicilio y que no vio movimientos extraños. Pidió perdón por eso. Pero explicó que los vecinos le dijeron que “había drogas y prostitución”. A última hora del viernes, la empresa WWW informó que la línea telefónica desde la que se hizo la denuncia era prepaga y que no tenían registros sobre la venta del chip.

Tras una semana de trabajo no sabían nada. Irene y Guillermo le pidieron a la fuerza de seguridad que en un plazo de 10 días chequeen el contenido del mail, filmen, saquen fotografías, etc. Al mismo tiempo, enviaron notas por correo electrónico al registro de la propiedad para saber quién era el dueño del departamento. A los 5 días llamaron a la fuerza de seguridad. Les informaron que Miguel había sido trasladado y que, como todo el personal estuvo afectado a unos allanamientos, nadie se hizo cargo de chequear el contenido del mail. 

Con respecto al registro, las cosas no salieron mejor. Como el informe del registro de la propiedad no llegaba, Irene y Guillermo perdieron una mañana en hacer el reclamo. No podían dar con la oficina pertinente, nadie respondía los correos electrónicos y tampoco los mensajes privados a través de la cuenta oficial de Twitter. Un integrante de la oficina conocía a un policía que estaba como seguridad en el ingreso al registro y les compartió un teléfono que no es muy conocido. Les dijo que allí serían atendidos. Lo llaman “el teléfono rojo”.

Los judiciales llamaron. Al rato se enteraron de que el pedido se había perdido: alguien borró sin consultar la casilla de mails del registro. Les pidieron si podían reenviar la consulta. Irene y Guillermo, hartos de esperar, se la jugaron. Solicitaron al funcionario del registro que se fijase en el sistema ese dato sencillo para conocer la identidad del propietario. “No me comprometan, por favor”, respondió el funcionario. Desilusionados, enviaron todo otra vez.

Era viernes de nuevo. Ese día el juez y el fiscal, con una lista en la mano, repasan el estado de las investigaciones. Se juntaron como todos los viernes. Cada uno con su termo y su mate. Apartaron algunas investigaciones ya terminadas para confeccionar las conclusiones. En otros casos dieron las directivas precisas, y entre todas las preguntas, surgió la duda del estado de lo que, en la oficina, se conocía como la causa del “Chino”. Irene y Marcelo narraron sus peripecias. El juez y el fiscal escucharon con paciencia, acostumbrados al devenir del expediente, y quedaron en reunirse de nuevo el viernes siguiente.

Tres semanas después llegó el informe del registro de la propiedad, pero estaba mal escaneado. No se leía el nombre del titular del departamento. Como era viernes, Irene y Marcelo decidieron consultar con el juez y el fiscal. Justo cuando iban hacia la oficina de los jefes, llegó el mail de la fuerza de seguridad. Miguel, el funcionario, adelantaba los resultados de las tareas de campo en el edificio de la avenida XXX piso 1, departamento “C”.

El departamento pertenecía a un anciano que lo había alquilado a un tercero, que a su vez lo rentaba por temporadas. Efectivamente allí residía una persona a la que apodaban “El “Chino”, pero el apodo no tenía que ver con su origen étnico. De acuerdo con las fuerzas de seguridad, manejaba el lugar por teléfono. Los auxiliares de la justicia no pudieron detectar cuántas chicas había en el lugar. Finalmente, el texto del correo decía que habían tomado varias declaraciones a testigos que hablaban sobre la venta de drogas. El funcionario policial advirtió que no podía mandar el informe oficial porque no tenía firma del jefe porque ese día no había ido a trabajar. 

A esta altura debo hacer otra aclaración. Algunas oficinas públicas duplican su trabajo. Este fue uno de esos casos. Primero escriben todo en un pequeño expediente, lo firman, le colocan los sellos. Luego lo copian en formato digital y lo envían por correo electrónico. A eso se comprometió Miguel quien, si bien tenía herramientas digitales, prefirió respetar los “hábitos institucionales”

Mientras tanto, Irene y Marcelo le indicaron que intensifique las tareas para completar el informe y decidieron no contar el episodio para evitar el enojo del juez y del fiscal. Si se quejan, las fuerzas se enojan, no pasa nada y ellos tienen que poner la cara al día siguiente. Las secuelas de la tensión se transforman en una montaña más que remontar. Eligieron un silencio táctico.

Dos meses después y tras muchas idas y venidas, Irene y Guillermo tenían el mapa completo. Las fuerzas de seguridad hicieron un buen trabajo. El “Chino” era en rigor de verdad MMM. Tenía dos chicas bajo su órbita en condiciones de explotación sexual y las obligaba a vender cocaína. Gran parte de la maniobra estaba filmada, las conversaciones grabadas, algunos “clientes” identificados. En fin, aquel llamado al 911 era verdad. Había que proceder de inmediato.

El allanamiento estaba previsto para un miércoles. El día anterior organizaron el operativo. Pero no había forma de hacer llegar la orden a las fuerzas de seguridad, se había caído internet. Irene y Marcelo conectaron los datos de sus celulares personales y se las arreglaron para organizar todo. 

Para las 22 horas de ese martes ya habían hablado con las fuerzas de seguridad, con las oficinas de asistencia a las víctimas y con la dirección de migraciones por si había personas extranjeras indocumentadas. El miércoles a la tarde, MMM fue detenido y las víctimas liberadas. En el departamento secuestraron el teléfono del detenido, 800 gramos de cocaína, 500 mil pesos, preservativos usados. Los documentos de identidad originales de las chicas explotadas estaban en una caja fuerte en la habitación de MMM.

El acusado declaró, fue procesado y quedó en condiciones de ser juzgado. No obstante, la investigación no pudo avanzar. El juez y el fiscal querían saber si había ramificaciones hacia arriba o hacia abajo de MMM. Para ello, era clave conocer qué había dentro del teléfono secuestrado. Irene y Guillermo hablaron con todos los cuerpos periciales conocidos. Las respuestas fueron concluyentes. Si bien existía tecnología para abrir ese teléfono, no estaba disponible en nuestro país por razones presupuestarias. 

Conclusiones

Allí terminó la investigación. Esta etapa del proceso insumió tres meses. La siguiente es la del juicio y no se puede saber cuándo será. Los Tribunales Orales no tienen plazos para fijar una fecha de juicio oral. Pueden administrar los tiempos a discreción. De todas maneras, tres meses es mucho en relación con la complejidad de un caso tan sencillo. Si las cosas hubiesen funcionado bien, si los actores de reparto (fuerzas de seguridad, empresas, dependencias estatales) no se hubiesen movido con tanta desidia, probablemente el delito hubiera estado esclarecido antes del mes.

Irene y Guillermo tenían otra vez el mismo sabor amargo. Motivos les sobraban. Tras años de estudio habían cumplido un sueño. Trabajaban en los tribunales, que es donde se aplican las leyes. Ingresaron cuando iniciaban sus carreras universitarias y paso a paso escalaron el escalafón judicial. Lograron cargos muy importantes. No obstante, su trabajo real era el de hacer que las directivas de sus jefes se cumplieran. Lidiaban con la burocracia, suplían con esfuerzo personal la falta de coordinación entre las oficinas públicas, superaban con su ingenio la desidia que envuelve a gran parte del sistema. 

En otras palabras, con el caso del “Chino” mostraron cómo un conjunto de acciones individuales, repetidas en el tiempo de manera inconexa sin un objetivo común, gestaron en su conjunto una dinámica de funcionamiento institucional que, pese a ser un servicio público, se mueve alejado de los intereses a los que debe servir. 

Mostraron también que el sistema judicial funciona. Pero funciona gracias al subsidio invisible de muchos empleados y empleadas que se sobreponen a un campo de problemas a los que las élites políticas se muestran indiferentes.

Irene y Guillermo invirtieron su tiempo en llamadas, reclamos de distinto tipo, en buscar respuestas creativas. Hay muchos como Irene y Guillermo y la mayoría de ellos están desilusionados con su trabajo. 

Las formas institucionales les robaron sus ilusiones. Pese a todo se sobreponen y siguen. Pero no están felices. Se prepararon para aplicar la ley y no para cargar sobre sus espaldas una dinámica institucional que de alguna manera hemos creado colectivamente. Eso los afecta a ellos, a sus producciones y, consecuentemente, a la calidad de nuestra vida pública.

Irene y Guillermo se desgastan tanto que cuando quieren sentarse a pensar y a escribir un proyecto para resolver los casos, no pueden hacerlo. Están agotados. Su trabajo real también los limita en su sueño de alcanzar el grado de magistrado. En efecto, carecen de tiempo para estudiar, para actualizarse. A veces tienen problemas para dar los exámenes de las instancias concursales, porque ese día “se complicó algo en la oficina”. Este ecosistema los explota, los constriñe, los limita.

Mientras tanto las élites con capacidad para tomar decisiones permanecen indiferentes. No se me escapa que esa indiferencia es muy remunerativa con respecto a una forma de ejercer el poder beneficiosa para pocos y hostil para muchos. Pero intuyo que parte de esa indiferencia también está habitada por algo de ignorancia. 

Muchas personas con buenas intenciones no conocen “su objeto de estudio”, malgastan energías. En el caso judicial no tienen la menor idea de la materialidad en la que se inscribe nuestra cultura jurídica. Desconocen tópicos como la desidia, la desarticulación administrativa, los problemas de coordinación, la ausencia de lazos de confianza que generan duplicación de trabajo, la imposibilidad de exigir rendiciones de cuenta y, en definitiva, una discrecionalidad de hecho que permite que cada cual haga lo que se le antoja.

Algunos se amoldan a la situación y consiguen sus beneficios económicos, políticos y simbólicos. Otros, como Irene y Guillermo, escogieron la lealtad a la constitución y se esfuerzan por garantizar un buen servicio de justicia.