Crónica

La columna de Zambra: Bolaño


Quedémonos hablando toda la noche

Bolaño sorteó como nadie la entrevista. Su capacidad para saciar la ansiedad de los periodistas podría ser un género en sí mismo por sus respuestas festivas, inesperadas, coquetas, mezquinas, abruptas, contradictorias, por sus declaraciones de amor y de guerra. A través del registro de su propia voz, el escritor sigue dando letra.

Epílogo a "Bolaño por sí mismo. Entrevistas escogidas". Selección y edición de Andrés Braithwaite. Ediciones Bastante, 2022.

Nicanor Parra consideraba las entrevistas casi como agresiones o emboscadas, y los motivos de su aversión eran múltiples, aunque probablemente el principal era la situación penosa –en el doble sentido de triste y vergonzosa– de explicar su propia obra. Ya se sabe que el que explica se complica, y en cierto modo también se incrimina o se disculpa o se autodenuncia, pero sobre todo corre el riesgo de estropear o denigrar o simplificar hasta la caricatura el trabajo de meses o de años o de toda una vida.

Pocos han sobrevolado ese riesgo con tanta destreza como Roberto Bolaño. Al leer y releer sus entrevistas –que alcanzan a ser numerosas pese a que cubren apenas los últimos cinco o seis años de su trayectoria, signada por el reconocimiento tardío y la muerte prematura–, impresiona su capacidad para alimentar la ansiedad informativa sin horadar su obra literaria. Sus contundentes respuestas están repletas de digresiones festivas e inesperadas, coqueterías, mezquindades, exabruptos, ideas fijas, contradicciones, declaraciones de amor y de guerra, brevísimas y acaloradas lecciones de teoría literaria y de historia literaria, además de unos cuantos chistes privados entremezclados con otros muy públicos y más bien viejos, pero contados con inédita gracia y lozanía. También abundan, por supuesto, las frases para el bronce, pero suenan tan naturales e inevitables que es casi como si Bolaño construyera, a la pasada, un nuevo sentido común. Después de leer sus entrevistas no tenemos la odiosa sensación de haber descifrado ni agotado su obra. Y hasta puede que incluso pensemos que sabemos menos acerca de sus libros de lo que creíamos saber. 

Ya se sabe que el que explica se complica, y en cierto modo también se incrimina o se disculpa o se autodenuncia, pero sobre todo corre el riesgo de estropear o denigrar o simplificar hasta la caricatura el trabajo de meses o de años o de toda una vida.

A pesar de su famosa reticencia, Nicanor Parra no rechazaba todas las entrevistas; su estrategia tendía más bien al desconcierto y al complot. Como en una película de Raúl Ruiz –para mencionar a otro brillante entrevistado–, Parra solía recibir a los periodistas con la deliciosamente absurda condición de que no le hicieran preguntas, lo que equivale a pedirle a un tenista que deje la raqueta en la casa. Las entrevistas al antipoeta son geniales porque sus entrevistadores se ven obligados a desarmar sus libretos y avanzar a tientas hacia la antientrevista. Bolaño parece, por el contrario, inusualmente cómodo en el rol de entrevistado, como si quisiera quedarse ahí hablando toda la noche, y no siempre, o no necesariamente, de sí mismo, aunque es frecuente que lance revelaciones no solicitadas («supongo que mis padres se amaron muchísimo, que hubo entre ellos una fuerte atracción sexual, pero jamás se tendrían que haber casado ni mucho menos tener hijos»). Por otro camino, con otra estrategia, también Bolaño consigue, como Parra, que sus entrevistas complementen y potencien su obra literaria. En todo caso, tal como advirtió tempranamente Vicente Undurraga, Bolaño se parece –más que al antipoeta entrevistado– al Parra de los «discursos de sobremesa», ese género extraño que Nicanor inventó, tal vez inspirado en Macedonio Fernández, para agradecer los premios sin perderse en el laberinto de la solemnidad.

Sus contundentes respuestas están repletas de digresiones festivas e inesperadas, coqueterías, mezquindades, exabruptos, ideas fijas, contradicciones, declaraciones de amor y de guerra, brevísimas y acaloradas lecciones de teoría literaria y de historia literaria, además de unos cuantos chistes privados entremezclados con otros muy públicos y más bien viejos, pero contados con inédita gracia y lozanía.

«Recordar a alguien es permitir que siga peleando», dice Juan Villoro en su hermoso prólogo a esta magnífica recopilación de entrevistas. Como fue amigo de Bolaño, Villoro también se refiere al insigne conversador que, lejos de cámaras y grabadoras, «pronunciaba las palabras con espontánea cautela, como si mostrara algo valioso y barato a la vez, al modo de un vendedor callejero que abre el impermeable para ofrecer una ristra de relojes chinos que imitan el oro suizo». Claro que sí: continuaremos recordando a Bolaño durante mucho tiempo, para que siga peleando solo o junto a nosotros o contra nosotros, lo mismo da.