Crónica

#OrgulloUNSAM


Retrato de un fotógrafo

La enseñanza, para el reconocido fotógrafo Juan Travnik, es también, el motor de su propio aprendizaje y un trabajo regular. Director de la Licenciatura en Fotografía de la UNSAM, protagonizó la puesta en valor de la fotografía como lenguaje de autor, por encima de la división entre documentalismo y arte. Como el aprendiz de mago que es, ha disimulado su mejor obra: disuelta en el tiempo y entre la gente, Travnik se esconde en las fotos que firman los otros. Un perfil por Eduardo Carrera.

 Foto de portada: Eduardo Carrera

 

Juan Travnik es alto. Cuando pido que lo describan me dicen lúcido o entero. Incluso ecuánime, como lo define Adriana Lestido después de buscar un adjetivo que no aluda a su larga amistad con él. Pero todos subrayan “alto”. Julio Fuks, artista - también alto-, dice que la primera vez que le llevó sus fotos, Travnik lo impresionó.

—Si no lo conocés-dice Fuks- te puede intimidar.

Voy a su departamento de siempre en el Once a preguntarle si el antiguo concepto de fotografía ha sido desbordado. Entre otras preguntas. Por ejemplo, para qué se enseña fotografía ahora mismo. O ¿qué significa el slogan militante “todos somos fotógrafos”? ¿Qué nadie lo es? 

¿Por qué a la fotografía la abruman las preguntas?

Juan Travnik cierra la puerta de su casa y el ruido parece quedar del lado de afuera. Ofrece té y acepta las preguntas con naturalidad. La crisis de la fotografía es un paisaje que conoce tanto como las dunas de Claromecó, que ha retratado durante décadas.

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Autorretrato. Buenos Aires, 1982

—Me gusta este momento de zozobra incluso si todas esas preguntas ponen en cuestión las certezas en las que se apoyaba mi trabajo. Si ser coherente es mantenerse apegado a procesos que hoy producen imágenes caducas, no estoy muy interesado en la coherencia–dice Travnik.

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Juan Travnik es el Rey de Suecia. Le entrega el Nobel a Oscar Martínez en la recién estrenada El Ciudadano Ilustre, de Mariano Cohn y Gastón Duprat.

Travnik no sabe cuánto mide. Es razonablemente alto, pienso, no del tipo altivo o campanario; más bien de los que tienden a ponerse a la altura de los demás. Pero entiendo: la altura de Juan Travnik lo define. Por el modo en que la lleva. Resume su actitud como maestro. Travnik se concentra en su interlocutor, escucha, mira de cerca y sin prisa. Su mirada está atravesada por épocas y autores, libre de caprichosos gustos irreflexivos. Un lujo.

Se dice que Juan -como le dicen casi todos, lo conozcan bien o no tanto- es la mejor persona a la que uno puede llevarle su trabajo. Por eso suele ser de los más requeridos en las revisiones de portfolios.

¿Qué es una revisión de portfolio? Una práctica extendida, un ritual de fotógrafos. Consiste en reunir un puñado de fotos en carpetas con intrincadas solapas y luego, en una cita mediada normalmente por alguna institución, enseñarle las fotografías a alguien que tiene conocimientos o poder, o conocimientos y poder en el mejor de los casos. A veces se atraviesa medio mundo para cuatro o cinco entrevistas de veinte minutos cada una. El fotógrafo que sale a la arena de esos encuentros con los grandes, vuelve muchas veces con las manos vacías o incluso herido. Pero puede también que se le abra alguna de las enésimas puertas que llevan a la consagración. O que escuche las palabras justas que alumbren su penumbra personal.

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Como fotógrafo y docente, como editor y curador, Travnik acompañó los cambios y reflexionó sobre ellos. Se inició en un escenario marcado por la división entre fotógrafos que tenían estudio y se habían especializado en el retrato (su maestro Pedro Otero, Ann Marie Heinrich, entre otros) y los que estaban más ligados a la escena artística (Grete Stern, Horacio Coppola, Sara Facio). Protagonizó la puesta en valor de la fotografía como lenguaje de autor, por encima de la división entre documentalismo y fotografía artística. Se mantuvo alerta y sigue atento ahora, cuando la fotografía, impulsada por las tecnologías digitales de captura y circulación de imágenes, realiza el salto mortal que está cambiando, ante nuestros ojos, el modo de mirar y de ver.

Durante décadas los fotógrafos dispararon sus imágenes hacia el futuro con la ilusión de que en algún momento fueran vistas y consideradas, con la esperanza incluso de ser sobrevividos por ellas. Fuera de las excepciones, el destino de las fotos actuales parece asegurado: caer de inmediato y sin ruido bajo el peso de la indiferencia y la saturación de imágenes.

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“El sentido último de la fotografía actual, entendida como actividad constante, es el puro hecho de fotografiar”, piensa Travnik. “Hoy es más importante obtener una fotografía que verla o interpretarla. Aunque los profesionales y el circuito del arte todavía tengan otros parámetros, lo cierto es que los hábitos de visión no son estancos: todos miramos más rápido y en general de manera menos aguda. Como dice (Joan) Fontcuberta, lo que es relevante hoy por hoy es el management que se hace de las imágenes: importa más el gerenciamiento que la producción de un contenido”.

Mientras, algo que hasta no hace mucho era consecuencia de una cierta formación, percibir una fotografía como construcción, descartando la posibilidad de una representación neutra, se ha convertido en una lectura inmediata, sobreentendida. La fotografía digital no sólo ha cambiado ontológicamente el panorama. La práctica constante y las infinitas opciones en la manipulación llevan las operaciones del fotógrafo al primer plano. Convierten a casi cualquiera en un autor. O al menos en alguien con las habilidades necesarias para operar sobre un lenguaje personal, previendo una decodificación y una producción de sentido.

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Para Travnik, la revolución digital ha modificado tanto el mundo como los modos de registrarlo y de verlo. El estudio aislado de los cambios en las prácticas fotográficas se desprendería de una visión reducida, insuficiente. Aunque admite que por una cuestión generacional tal vez no pueda acceder a un manejo íntegro y totalizador de las nuevas tecnologías y su influencia en los lenguajes, Travnik acepta el desafío: “¿De dónde hay que partir para continuar? Difícil abandonar un paradigma cuando el signo de los tiempos es la falta de paradigmas, pero tenemos que encontrar el modo de dar vuelta la página y –esto es una toma de posición- debemos hacerlo sin resignarnos a la trivialidad, a la supremacía del efectismo y el hallazgo simpático”.

Auténtico pionero de los talleres de fotografía, Travnik empezó a enseñar fotografía de adolescente, empujado por Pedro Otero, que advirtió que su alumno más joven, podía asistirlo y, llegado el caso, también reemplazarlo. Más tarde, Travnik se volcó por propia decisión a la docencia, alentado por la convicción de que es posible enseñar y aprender fotografía creativa. Algunos de sus discípulos, como Gabriel Valansi, Esteban Pastorino, Sebastián Szyd, Julio Fuks, Daniel Merle y Res, abrieron a su vez sus talleres o participaron en espacios de formación y desarrollaron a su vez obras singulares, convirtiéndolo, de hecho, un maestro de maestros.

El año pasado Travnik fue elegido miembro de la Academia Nacional de Bellas Artes. Al recibir la noticia se preguntó “si había hecho todo bien o todo mal para recibir ese honor que en el prejuicio uno podría asociar a lo vetusto”. Desde adentro, se entusiasma con la incorporación de nuevos miembros y en el espíritu de renovación que percibe en la Academia. Julio Fuks señala la singularidad de Travnik, “miembro de número de la Academia y con carnet al día de la Asociación de Reporteros Gráficos, marcas de pertenencia a mundos que se suponían casi antagónicos”.


A los 66, Travnik busca más y mejores horas para sus proyectos fotográficos. En la docencia su desafío más reciente, que asumió con solvencia y entusiasmo, como si toda la vida se hubiese estado preparando para eso, es la Licenciatura en Fotografía de la Universidad Nacional de San Martín (UNSAM). La carrera, que este año incorporó sus primeros alumnos, tiene su antecedente inmediato en la Diplomatura en Fotografía, con tres camadas de egresados. A finales del año pasado, el área de Artes de la Universidad consolidó su crecimiento con el reconocimiento oficial para la Licenciatura de Fotografía y la de Música Argentina, a cargo de Juan Falú.

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“La formación es completa e integrada, desde lo humanístico o la más específico de la técnica –explica Travnik-. El norte es la fotografía como forma de expresión. Durante el diseño de la carrera tuvimos en cuenta especialmente las carencias históricas de la oferta educativa local. Yo me hubiese anotado en esta carrera si hubiese existido en mis comienzos. Me hubiese encantado estudiar todo lo que estamos enseñando”.

Sebastián Szyd, fotógrafo y docente que se convirtió en la mano derecha de Travnik dentro de la Unsam, ve a Travnik dar clases y se pregunta si los alumnos tendrán consciencia de quién les está enseñando.“Yo creo que es casi un privilegio –dice-. Y para Juan, que fue el primero en dar talleres, también es una oportunidad: la de avanzar en la misma dirección, volviendo a correr la vara”.

Para Adriana Lestido, la Licenciatura también es un reconocimiento tácito a la madurez de la fotografía argentina. “Hay demasiados talleres y lugares de formación donde se estimula el lado más especulativo –opina Lestido-, aunque por suerte sigue habiendo buenos maestros que diferencian lo verdadero de lo falso y estimulan lo mejor. Juan es uno de ellos”.


Las biografías tienden a la teleología. Están sembradas de indicios, anécdotas premonitorias, fracasos incidentales, elementos de tensión que dramatizan los logros y prefiguran la realización definitiva del héroe. El guión de la vida de Juan Travnik aparece lineal, sin sobresaltos, con dificultades pero –a excepción del momento en que lo convencieron de que debía ser Doctor en Química- sin desvíos. Es la explicación más razonable para el hecho de que haya atravesado las épocas sin abandonar el centro de la escena, que ocupó siempre con una especial mezcla de humildad y naturalidad.

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Juan Travnik nació en Villa del Parque en 1950 y se crió en el mismo barrio. El apellido original, Trauvenik, lo trajo su abuelo, combatiente de la primera guerra por el Imperio Austrohúngaro. Su padre era clarinetista, un dato que para él explica la rápida resignación familiar a la elección del primogénito (“ahora da más chapa tener un hijo artista visual que uno doctor o abogado, ni hablar uno militar, pero era bien distinto en los sesenta”, asegura).

Recién nacidos, bodas, carnavales. Travnik empieza a retratar la vida social del barrio y al poco tiempo abre el primero de sus estudios fotográficos. Reparte una atildada tarjeta personal en la que se lee “Foto Jean” (“Juan en francés me sonaba más elegante”, se ríe ahora Travnik). Tiene catorce años. Antes de los veinte ya es discípulo de Pedro Otero y con frecuencia reemplaza al maestro al frente de la clase. La enseñanza es también, desde ese momento y hasta hoy, el motor de su propio aprendizaje y un trabajo regular. En el 85, al volver de un viaje iniciático por México y Estados Unidos, abre sus legendarios y aún vigentes talleres.

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Con los años Travnik ganaría reconocimiento como curador, editor de colegas y escritor de textos críticos. Paradójicamente, su primera intervención en la producción ajena es letal. Ocurre a finales de los sesenta, durante la dictadura de Onganía, cuando la matriz represiva llega hasta el laboratorio Agfa en el que Juan se gana la vida con su primer trabajo. Las órdenes son claras: si los laboratoristas detectan pornografía o escenas íntimas, están obligados a informar a las autoridades, a menos que los dueños de las fotografías accedan a su destrucción inmediata. A Travnik le toca comunicar la situación y proceder al corte en pedacitos de los negativos, la elección invariable de quienes van a retirar sus fotos. “Era una situación entre cómica y dramática -recuerda Travnik-, hombres discretos, mujeres con anteojos, que reaccionaban con sorpresa. ¿La explicación habitual? Habían prestado la cámara, por lo general a un primo”.

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Juan Travnik disponiendo las fotos de los veteranos de Malvinas en una maqueta que prefigura la sala K del Centro Cultural Recoleta, donde se mostró este trabajo por primera vez. Foto de Julio Fuks.

Juan, el más joven de la compañía, recorre diariamente veintidós locales que Agfa tiene por entonces en el centro. Entrega el material procesado y retira los rollos sin revelar.

Cuando cree que debe decidirse por una carrera, pide consejo al director de la Agfa, que le recomienda estudiar Química, “la mejor opción para progresar en la empresa”. El joven Travnik obedece. Pero tal vez alcance a entrever un futuro absurdo en el que la fotografía y la química se bifurcan. O simplemente se distrae. Las fórmulas químicas se multiplican en los pizarrones de Ciudad Universitaria sin que pueda ver otra cosa que su belleza abstracta. Deserta a los pocos meses.

A los veinte se casa con Marta Sánchez, su novia desde los catorce y su mujer de toda la vida. Con Marta o Martita, como la conocen todos, tienen tres hijos, Paula, Marcelo y Mariano.

Travnik permanece once años en Agfa, primero como cadete y luego como empleado de locales y compañero de Pedro Otero en road shows que los llevan a todos los rincones del país. Los enviados de Agfa, embajadores de los últimos avances tecnológicos en la representación de la realidad, son recibidos por intendentes, fuerzas vivas y hasta gobernadores. Las demostraciones de productos se hacen en salones colmados. Otero hace las tomas -perfectos, engolados retratos de la época- y distrae al público mientras Travnik revela de urgencia. En el punto más alto del show, Travnik, invocado por su maestro y mentor, aparece en el escenario y exhibe, aturdido por los aplausos, las grandes copias en blanco y negro de calidad apabullante.

Años más tarde, Travnik, que todavía trabajaba en Agfa a tiempo parcial, quiso ser reportero gráfico. Aprendió los secretos de la cobertura de deportes, tal vez el lado más competitivo de la fotografía de prensa. En el 78 cubrió el Mundial de Argentina. En el 79, ya independizado, abrió su primer estudio en la esquina de Corrientes y Rodríguez Peña. Había hecho su primer viaje al extranjero a Alemania, enviado por Agfa a la feria Photokina, la más importante del sector. Pero fue su segunda expedición afuera la que lo devolvió a Argentina convertido en Juan Travnik más o menos como hoy lo conocemos. Partió en el 81 hacia el Segundo Coloquio Latinoamericano de Fotografía que se hacía en México y luego fue a Estados Unidos en un desvío casual que lo iba a poner definitivamente en el camino del trabajo autoral y le iba a cambiar la perspectiva desde la que había mirado la fotografía hasta entonces.

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En México, Travnik conoció a autores de la escena internacional, como los locales Nacho López y Pablo Ortiz Monasterio, el catalán Joan Fontcuberta y el estadounidense Keith McElroy, historiador de la fotografía y del arte precolombino, con quien tuvo una química especial. McElroy se interesó por su trabajo y lo invitó al Center for Creative Photography, que dirigía en Tucson. En aquel centro y hasta poco antes de la llegada de Travnik, había enseñado Eugene Smith, una leyenda de la fotografía norteamericana que había empujado los límites de lo que se entendía por reportaje fotográfico.

—Tenían todo su legado, sus fotos, sus escritos, hasta sus discos. Keith me llevaba en su auto y me decía ‘ahí en ese asiento donde estás vos, iba Eugene’. Durante ese viaje descubrí a Weege, a Robert Frank, a varios de los autores que siguen siendo fundamentales para mí. Volví convencido de que había que enseñar fotografía a partir de una mirada crítica de su historia, conectándola con la historia del arte, investigando, poniendo a circular ideas, una aproximación a lo que ahora es más bien la norma en la formación –recuerda Travnik.

A mediados de los 90 Travnik empezó a trabajar como asistente de Sara Facio en la FotoGalería del Teatro San Martín, espacio creado en el 85 que se había vuelto central y canónico con la marca de Facio. “Sara me preparó para continuar su trabajo. Me fogueó, me entrenó, apuntaló mi formación, pero aún así, cuando anunció que había llegado el momento de que la suceda, entré en pánico. Era una oportunidad fabulosa, pero, honestamente, sentí que debió llegarme cinco años más tarde”.

Travnik asumió la dirección de ese espacio en el 98 y sin descuidar el legado de Facio, fue desarrollando un criterio propio, le imprimió su sello.

En un mundo en el que internet no existía o no era aún tan gravitante, la FotoGalería iluminaba la efervescente escena fotográfica de Buenos Aires con las imágenes de los grandes autores locales y extranjeros. Ese espacio mítico, ahora cerrado por las reformas del Teatro, tuvo una influencia decisiva en la circulación de la fotografía de la época. También en la formación de los fotógrafos. El atractivo y la autoridad que emanaban de esa sala que conectaba Corrientes con Lavalle y notoriamente no había sido concebida para la exhibición de fotografía, podían lograr que una exposición de las importantes dejara una verdadera impronta, reconocible en la producción posterior de la fotografía argentina.

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Mostrar en la FotoGalería era el objetivo más codiciado para quienes empezaban y lograrlo determinaba un antes y un después, un impulso no siempre fácil de administrar. Le consta a quien esto escribe.

El fotógrafo Sebastián Szyd rescata el espíritu de la gestión Travnik: “hoy sería un poco ridículo separar lo autoral de lo documental, pero en ese momento existían prejuicios, había zonas incomunicadas. Juan circulaba por todo el espacio sin hacer distinciones; como curador de la galería, fue plural y respetuoso de las distintas corrientes. Dejó un legado, ayudó a unir las partes”.

Julio Fuks, que ha compartido con Travnik proyectos varios y también veranos en la costa, cree que su antiguo maestro forma parte de una raza que no abunda, la de los artistas e intelectuales que asumen la gestión pública con un compromiso y responsabilidad que exceden el puesto. “Haría la comparación con Horacio González en la Biblioteca Nacional –dice Fuks-. Son ejemplos de responsabilidad humanística y social, hablamos de personas que ponen el cuerpo y dejan su impronta. No asumen, como la mayoría, para apuntalar su carrera y su obra personal”.

Aunque él advierte que toda su vida debió hacer malabarismos para no descuidarla, la obra personal de Travnik da testimonio de una concentración y capacidad de trabajo sorprendentes. Siempre fue un auditor lúcido de sí mismo, un autor que chequea la vigencia de sus procesos y búsquedas. Al día de hoy, sin renegar de su obra analógica en medio y gran formato, parece especialmente estimulado por los nuevos lenguajes digitales, incluida la producción de imágenes con teléfonos celulares.

—Si desaparecen todos los dispositivos específicos de la fotografía, no me imagino haciéndome mucho problema—dice.

Además de sus ideas sobre enseñanza, al regresar de México y Estados Unidos también cambiaron radicalmente sus imágenes. Modificó el formato al cambiar su Leica por una Rolleiflex. “Y cambió –dice Travnik- también la manera de ver al tomar fotos: de una fotografía de la inmediatez, basada en la reacción, pasé a una práctica más reflexiva. Las ideas empezaron a ser más determinantes”. De ese cambio surgieron sus retratos de adolescentes, “una maravilla que crece con el tiempo”, en palabras de Adriana Lestido.

A principios de los ochenta Travnik inicia uno de sus trabajos de largo aliento, su serie de paisajes urbanos, en formato cuadrado, que de algún modo desembocan, ya en los primeros años del siglo, en las imágenes marcadamente horizontales que empieza a tomar en negativos de 6x12 centímetros, primero en color y luego también en blanco y negro. El cambio de proporción fue determinante para la construcción de esas atmósferas desoladas, de precisión formal y espíritu crítico,más políticas que contemplativas. Escribe Julio Fuks en el prólogo a Paisajes (libro con fotografías de Travnik publicado en 2015 en Estados Unidos por la colección Antennae): “La obra de Travnik atraviesa como protagonista estos momentos de la fotografía argentina. El paisaje y el retrato son sus áreas de trabajo más destacadas. En tanto paisaje, al componerlos, demora su mirada en fragmentos de zonas urbanizadas, o en sus extramuros. Imágenes que alternan de manera dialéctica entre naturaleza y cultura, entre lo familiar y lo no visto, entre formas que se acoplan a partir de sus diferencias o su continuidad. Algo resplandece en la sequedad de los detalles fotografiados, en los elementos arquitectónicos más o menos cercanos, que salen al encuentro de quien mira, despojados de su fulgor inicial, abandonados por el hombre al flujo de las leyes de la naturaleza. Algo resplandece en la proximidad material de lo que se ve y se transfigura a través del señalamiento susurrado y crítico que nos expresa el autor”.


A mediados de los noventa, cuando aún trabajaba en sus paisajes, Travnik empezó a hacer retratos de ex combatientes de Malvinas. Para este proyecto obtuvo la beca Guggenheim, que le permitió viajar a las islas y completar el registro de ese trabajo. Fue un trabajo difícil para Travnik. Debió superar el miedo a que su proyecto se confundiera de algún modo con una reivindicación militar. Y en ocasiones estuvo cerca de inmovilizarlo la pregunta acerca del sentido y la pertinencia moral de inmiscuirse con su cámara en ese mundo de dolor y abandono.

—Los grupos de veteranos me ayudaron a dejar de lado las dudas. Me empujaron a seguir, me hicieron sentir que eran mi gente, mi país, me convencieron de que debía seguir adelante.

Acerca de ese trabajo, el que tiene una relación más directa con una realidad histórica, escribe Fuks en el prólogo de Paisajes: “…A través del uso de esa luz particular, de la conexión con lo real y con lo histórico, de la intervención con las herramientas del arte sobre las experiencias políticas, Travnik elabora su paisaje silencioso y vociferante de capas superpuestas. Pensamientos e impresiones que se presentan entonces como un punto de partida para reflexionar nuestro lugar en el mundo”.

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Al finalizar la serie de Malvinas, Travnik aprovechó la convocatoria a exponer que le había hecho Cristina Fraire, curadora de la galería de la Biblioteca Nacional, para cambiar abruptamente el registro. Alentado por ella, se puso a trabajar en una serie de fotos de souvenirs, en color y tomadas con una pequeña cámara digital. “Cristina me animó, me dijo hacelo, y como la quiero mucho y respeto su opinión desde siempre, le hice caso. Disfruté de la experiencia y me gustó el resultado, más allá de que claramente dividió la opinión de colegas y amigos y está muy bien que así sea”, concluye Travnik, que hoy día está buscando el modo y la oportunidad de reunir esas imágenes en una publicación “acorde al tipo de propuesta: un librito que te puedas llevar casi como un souvenir”.

Hemos llegado a la actualidad. El sol se ha puesto hace rato. Ya casi no se escuchan bocinas ni colectivos desbocados, algo notorio al desgrabar la entrevista. Pero ahora pregunto, ¿en qué anda Travnik por estos días?

Se ha puesto a estudiar magia, dice, “para divertir a los nietos”, pero le ha servido también para plantearse otras cuestiones. “Un fotógrafo no puede hacer otra cosa que trucos, más o menos inspirados, trucos al fin; la magia ocurre en la sensibilidad del que mira”.

De pronto Travnik se levanta del sillón. “Vamos a sacarnos la duda”, dice y va hasta la pared más próxima, se apoya de espaldas muy recto y acuesta un lápiz sobre su coronilla. Me pide que guarde la marca y va a buscar un metro, un simple metro inútil para medir estaturas que se agigantan.

Juan Travnik: 1,84m.

“Creía que medía un poco menos”, dice, y bromea sobre la posibilidad de que lo llamen para el relevo de la generación dorada del basketball argentino.

El aprendiz de mago, que el año pasado compartió con Adriana Lestido y Gabriel Díaz la curaduría de la histórica muestra “Aquí nos vemos” en el Centro Cultural Kirchner, ha logrado que su trabajo no quepa en libros ni en galerías, ni siquiera en una retrospectiva absoluta y en todo un museo. El aprendiz de mago ha disimulado su mejor obra: disuelta en el tiempo y entre la gente, se esconde en las fotos que firman los otros.