Crónica

Palermo, el barrio que sepultó su herencia afro


San Benito no es Bad Bunny

¿Qué tienen en común Juan Manuel de Rosas, Borges, la casa del Cholo Simeone, la arqueología y la parrilla asiática Niño Gordo? Todos los caminos conducen al barrio porteño de Palermo y al santo negro que lleva su nombre: San Benito de Palermo, patrono de las poblaciones afroamericanas, de los cocineros y los migrantes que trabajan entre bachas y hornallas lejos de casa. En la tierra de malevos y cuchilleros, de torres Townhouse y restaurantes que aspiran a estrellas Michelin, late “la Buenos Aires negra”.

Frente a la cocina abierta al público de Niño Gordo suena Black Flag a un nivel considerablemente alto. El salón tiene aires clandestinos. Parece un izakaya nipón de clase trabajadora con retoques pop, una estética que combina propaganda maoísta clásica de los setenta con animé y a Hokusai con Marvel o DC. Detrás de una fila de juguetes de personajes con reminiscencias eternamente noventosas -Goku, Yoshi, Sonic, los cazafantasmas, la selección completa de Hayao Miyazaki, las tortugas ninjas, los supercampeones- el cocinero Pedro Peña comanda una batalla contra el tiempo que no para de correr mientras brota fuego por doquier.

Pedro es un ex skater del ambiente del hardcore bogotano caracterizado por sus tatuajes de filos faciales y aspecto thrasher. Llegó a la Argentina sólo con lo puesto y 500 dólares. Sin título ni familiares o amigos que lo ayudaran. Peña tenía el sueño de estudiar gastronomía en una ciudad cuya comida quería revolucionar. Así, desde cero, se fue abriendo paso a los empujones en el pogo de la industria culinaria local. 

Mientras afila un cuchillo que parece una katana en miniatura, Peña cuenta que cuando se enteró que existía un santo patrono de los cocineros y los migrantes que trabajan entre bachas y hornallas lejos de casa, inmediatamente mandó a hacerse una estatua para tenerla siempre cerca.

Se dice que con la presencia de la figura de San Benito de Palermo los ingredientes nunca se acaban y las raciones alcanzan para todos. Al chef siempre le intrigó por qué en un barrio tan gastronómico como Palermo, que de hecho lleva su mismo nombre, nadie lo recuerda.

Desde hace años tiene una pelea con el Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires para que le permitan poner la estatua San Benito en la calle, para que la gente pueda verlo y sepa quién fue y es el santo afro de las ollas.

Mientras relata las frustraciones del proceso para conseguir la aprobación pública, Peña sirve una última medida de bourbon junto a la parrilla. La botella está vacía. El bogotano mira risueño moviendo el vaso seco de lado a lado. 

—No se le puede pedir tanto al Santo Negro, ¿no?

EL SANTO

Benito Manasseri Larcan nació en 1524 en la isla de Sicilia. Hijo de Cristóbal y Diana Larcan, una pareja de negros esclavizados que habían sido traficados desde  Etiopía. En esa época era habitual que esclavistas portugueses secuestraran personas en Etiopía para venderlas a los españoles. El intercambio de humanos solía darse en Sicilia, que en el siglo XVI era un virreinato de España. 

Así se conocieron Cristóbal y Diana, y tomaron el apellido de su patrón, Manasseri. Cuando se casaron prometieron no tener descendencia: no querían someter a sus hijos a la esclavitud. Pero el patrón les juró que el primero de sus hijos sería liberado. Ese primogénito fue el bendito y así lo llamaron: Benito. No correrían luego la misma suerte sus hermanos Marco, Baldassara y Fradella. 

La tradición cuenta que Benito era tan amble que cuando había cumplido los diez años ya era llamado "El Negro Santo", apodo que conservó toda su vida. A lo largo de su vida sorportó acosos y discriminación por ser negro. Los relatos franciscanos de testigos de la época dicen que, a pesar de eso, “él siempre mantuvo su dignidad y la actitud amistosa”.

La biografía más popular de Benito (San Benito de Palermo, de Fray Contardo Miglioranza) cuenta que cuando cumplió 20 años escuchó la voz de Jesús que lo invitaba a dejar todo lo que tuviera y seguirlo. Así se sometió “a la mortificación de no beber vino”, se volvió ermitaño y se comprometió con la abstinencia perpetua tras deshacerse de todas sus pertenencias. Pero Benito no sabía leer ni escribir, y su analfabetismo lo terminaría relegando a las tareas de cocina del convento.

Las narraciones de la época destacan que, como cocinero en el convento franciscano, Benito siempre tenía suficiente comida a pesar de los recursos limitados. Tenía un carisma muy particular y una ciencia infusa sobre los conocimientos sagrados y las cuestiones espirituales, por lo que personas de muy diversas condiciones se acercaban a él en busca de consejo.

Por las curaciones que realizaba en el convento y su capacidad inexplicable para alimentar a tantos con muy poco, su fama creció. Sus tareas eran cada vez más interrumpidas por novicios, devotos, clérigos y teólogos de jerarquía que buscaban consejos o milagros. Así, de mala gana, terminó volviéndose un líder del grupo que conformaba.

Benito fue exitoso al frente de la orden pero nunca se sintió cómodo ahí. Al final de su vida pidió retirarse a la cocina, donde reanudaría la alimentación de los pobres y el cuidado de los enfermos. 

Y Benito cocinó hasta morir.

EL BARRIO

Niño Gordo está en ese cuadrilátero comprendido entre las avenidas Juan B. Justo, Scalabrini Ortiz, Córdoba y Santa Fe. Es la zona que Jorge Luis Borges solía denominar como Palermo el viejo. Llamaba así con algo de desprecio romántico a un barrio que parecía estancado en el tiempo. Pero ese estancamiento se terminó a partir de finales de siglo y comienzo de los 2000, cuando grandes torres subdivididas internamente por finas láminas de durlock y gigantes proyectos inmobiliarios que prometían las amenities soñadas empezaron a brotar por doquier. Life Palermo, Palermo Twins, Townhouse Soho (I y II), Solar Soho, Palermo Uno.

En la ex-Serrano 2135, un pequeño Borges fue criado por la institutriz inglesa conocida como la señorita Tink. En un Palermo de malevos y cuchilleros, Jorgito creció sumergido en libros. De ese barrio hoy nada queda. Una gran torre se levantó sobre esos recuerdos. Si alguien quisiera visitar esa casa, se encontraría con una tienda de zapatillas de tenis.

La vecina calle Thames, ahora destacada por la revista británica Time Out como una de las 10 más “cool” del mundo, es otra de las arterias pintarrajeadas más visitadas de este destino turístico porteño. Al 1810 de ésta vía se encuentra Niño Gordo

Son las 21.30 de un martes y la esquina de Thames y Costa Rica está atestada de gente haciendo fila. Un público, en su mayoría extranjero, conversa en distintos idiomas. Alemán, portugués e inglés se entremezclan con distintas tonadas de español debajo de un inflable gigante de un niño gordo y tatuado que sobrevuela la escena. Hay una excitación casi infantil en el aire.

Pedro Peña empezó su carrera en el restaurante Típula, donde llegó a ser jefe de cocina. Pasó por la mítica Florería Atlántico y después, guiado por una obsesión con la carne local, peregrinó hacia Córdoba para aprender el arte de la charcutería. Básicamente, el oficio del charcutero radica en la capacidad de transformar materia prima, carne de descarte y despojos, en algo que pueda perdurar en el tiempo. Esa experiencia lo acercó aún más a la carne y los chacinados. Es en ésta cruzada cárnica conoció a quien terminaría siendo su partner in crime, El “Ruso” German Sitz, fanático de la carne y experto en materia de faena. Forjaron una amistad que se tradujo muy rápido en trabajo. El puntinazo de borcego lo dieron en diciembre de 2017 con la propuesta de parrilla asiática. Lo llamaron Niño Gordo. Este restaurante terminaría destacado por publicaciones como el New York Times, el Washington Post o la mítica Eater.

En medio de su trabajo, Pedro se toma un recreo y sale a la vereda a fumar un cigarrillo que toma de su oreja. 

—Toda esta gente podría irse de Buenos Aires con la sensación de que es una ciudad aún más rica de lo que es —dice—. Esa idea del ‘pueblo europeo que bajó de los barcos’ y bla, además de mentira, es incompleta. Hablar del Santo Negro es sumarle las raíces afro a una ciudad que efectivamente las tiene, y le suma mucha onda a todo lo que se habla siempre, que ya está muy trillado.

Mientras conversamos, un amigo se acerca a pedirle fuego. Pedro le extiende el encendedor y sigue hablando. El joven intenta varias veces, pero no logra sacarle la chispa.

—¿San Benito no es Bad Bunny? —pregunta, ya con su Phillip Morris encendido. 

Lo afirma -evidentemente- porque ese (@sanbenito) es el usuario del artista puertorriqueño en Twitter.

—No ve lo que le digo... Hay que ponerlo en todos lados al negrito para que la gente sepa por qué mierda hasta este barrio terminó llamándose así.

EL CULTO

En el siglo XVII, los franciscanos llevaron el culto a San Benito de Palermo como una forma de evangelización de los esclavos africanos que trabajaban en las plantaciones del sur del Lago de Maracaibo, Venezuela. Por eso es justo en Maracaibo donde está su templo principal, que aún conserva una reliquia de la negra piel del Santo traída desde Italia en 1992.  

El rito de homenaje festivo se extendió por todo el continente. Una característica de los bailes en los que lo conmemoran es que se borran los límites entre lo religioso y lo popular. Por lo general, se celebran sus días del 27 de diciembre al 6 de enero. 

En muchos de los lugares donde se lo festeja suenan los tambores. Los ritmos, cada uno con una danza particular, van cambiando a medida que se desarrolla la fiesta y todo es dedicado al "Santo Negro Bailón". 

Las culturas del pueblo Fon (Benin), Efik y Efok (Nigeria) e Imbangala (Angola), también trasplantadas a ésta región bajo el régimen esclavista, lograron a través de éste ritual, lleno de música frenética y danza, canalizar las raíces en una manifestación auténtica que irradió fuerza y energía por todo Venezuela y Colombia, en principio, para luego continuar hasta el fin del mundo.

EL BARRIO

En 1836, Juan Manuel de Rosas, el Restaurador, compró unos terrenos en Buenos Aires y construyó una casona de una planta de 78 por 76 metros coronada por cuatro torres, una en cada esquina. 

La bautizó: Palermo de San Benito.

Tenía un salón de fiestas donde abundaban los espejos y los muebles de caoba. Estaba rodeada por un parque gigante que habitaban avestruces, teros y gavilanes. El cuarto de Rosas miraba al río. 

La quinta era un oasis en una Nación en conflicto, atosigada por los enfrentamientos entre federales y unitarios. En ese contexto de permanente tensión, Rosas buscó el apoyo de los afroporteños que, según algunas cifras históricas, rozaba el 30 por ciento del total. Esta población trabajaba esclavizada en las casas de las familias adineradas, hacía labores artesanales o se dedicaba a la venta ambulante para el beneficio de sus patrones.

Ya sea por interés político, compromiso social o una combinación de ambas, Juan Manuel de Rosas ubicó a los afroporteños en un lugar de relativo “privilegio” para la época. Si bien el ascenso social continuaba siendo un imposible, la población afrodescendiente tenía acceso a los bailes y candombes, expresiones culturales que hasta ese entonces estaban completamente prohibidas. 

—Existen dos visiones distintas de personas que se han ocupado de estudiar el tema —explica Miriam Gomes, profesora de literatura y activista afroargentina—. La de un Rosas amigo de los negros, y negros amigos de Rosas, en el período en el que Rosas era el más poderoso, el hombre más fuerte de nuestro territorio. Después están los que hablan solamente de la utilización que Rosas hizo de la población negra en su época. Yo creo que hubo una alianza política, real, de la comunidad negra y Juan Manuel de Rosas.

Desde joven, Miriam defiende los derechos de los africanos y afrodescendientes y lucha contra la invisibilidad de la herencia afro en la cultura nacional. Su familia proviene de Cabo Verde, un paradisíaco archipiélago volcánico ubicado frente a las costas de Senegal. Ella nació en Dock Sud, barrio de inmigrantes del sur de Buenos Aires, donde también se instalaron otras familias caboverdeanas. 

Miriam recuerda que las mujeres federales negras de la época, llamadas Negritas Federales, tenían un cancionero que incluía alabanzas a Rosas y a su hija Manuela. 

—No puedo rebajarlo a una simple utilización, a una postura utilitaria de parte de Rosas. Yo pienso que él era un político muy hábil, y vio en éste sector importante de la población un potencial que utilizó, siempre en términos políticos. Y ellos también explotaron esa parcialidad hacia ellos. Lo que les valió, por ejemplo, que consiguieran mantener sus asociaciones, que implicaba reforzar los lazos culturales y comunitarios, que son aspectos muy importantes en las comunidades africanas y sus descendientes.

Rosas, por esa afinidad que también compartía con su hija, asistía a los candombes que hacían los afros en las Casas de Nación, que reunían a africanos y afrodescendientes con un mismo origen étnico o lingüístico.

—Y sabemos que éstas organizaciones incrementaron sus funcionamientos con los gobiernos de Rosas.

La conexión entre el barrio donde estaba la residencia de El Restaurador y la herencia afroporteña quedó literalmente sepultada.

Hasta que en 1985, el arquitecto y arqueólogo Daniel Schávelzon, fundador del Centro de Arqueología Urbana de la FADU (Facultad de Arquitectura, Diseño y Urbanismo de la Universidad de Buenos Aires), encabezó una excavación en esos terrenos.

—En su residencia de Palermo, Rosas tenía una capilla, bastante grande, dedicada a San Benito. Era una parte muy importante de la casa, y como todo lo que pasaba ahí adentro, tenía un sentido altamente político —dice.

A principios de los ‘80 Schávelzon acababa de regresar al país tras una década en México, donde la arqueología urbana era bastante común, y pensó que podía aplicar algo de esa experiencia en Buenos Aires. 

—En Argentina resultaba muy extraño —cuenta—. No sólo estaba la novedad de excavar arqueológicamente en el corazón de la ciudad de Buenos Aires, sino que encima el tema Juan Manuel de Rosas ya tenía su peso significativo.

En esa época una empresa estaba haciendo una serie de reformas urbanas en el barrio, en la zona del Parque Tres de Febrero, y había vaciado lo que se conoce en el trazado de la ciudad como “Lago Moa” para ponerle piedra. A pesar de no estar relacionadas con la labor del equipo de Schávelzon, los arqueólogos vieron en esas tareas de saneamiento la oportunidad para hacer sus propias exploraciones. 

—Con un grupo de amigos nos enganchamos con un trabajo de excavación que en el fondo era muy sencillo, muy modesto. La primera temporada costó 200 dólares. Esa fue toda la inversión. Pero éramos un grupo de pibes que estábamos muy enganchados y nos parecía importantísimo porque era volver a la Argentina, que había resurgido en la democracia —recuerda.

Fue entonces que aparecieron una enorme cantidad de objetos que los sorprendieron. 

—Para ese momento era un tanto impensable que hubiera una cultura afroporteña que mantuviera cultos ancestrales bajo tierra —comenta Schávelzon. 

Las cerámicas y otros objetos hallados no cuadraban con lo que esperan encontrar. 

—Era estudiar lo que había sido un proyecto nacional y popular. Y no es que éramos rosistas o antirosistas, queríamos hacer historia: no era un trabajo para exaltar la figura o denostarla. Queríamos saber realmente cómo fue y cómo era la cosa. 

Después de la excavación, Schavelzon viajó a Estados Unidos para trabajar con Leland Ferguson, un colega especialista en la temprana vida afroamericana y ganador del prestigioso premio James Mooney de la Sociedad Antropológica del Sur.

Una vez reunidos, Schavelzon recuerda que tomó las fotografías de los distintos hallazgos de su investigación buscando una respuesta sobre sus orígenes. Ferguson las observó y sonrió risueño, como si la consulta se estuviera contestando sola con la evidencia que tenían frente a sus ojos. “Eso es la diáspora africana. Esa cerámica es la misma que se encuentra en Brasil, Cuba o Estados Unidos. Porque eran personas que capturaban en África, pero después eran repartidas por todo el continente”, le explicó. 

—Había una pipa triangular que tenía unos puntitos y me intrigaba, porque no era ni indígena, ni criollo, ni español. Inmediatamente Leland tomó un libro de culturas de África Occidental y me mostró la misma. Luego en el lago vacío terminamos encontrando 50 —recuerda Daniel. 

En la excavación también encontraron un muñeco vudú tallado en madera y envuelto en chapa. Estaba ahorcado con un alambre de cobre revestido en tela verde. Medía casi 20 centímetros de alto y tenía una perforación cuadrada en el lado izquierdo, a la altura del corazón que estaba tapada por un pedazo de hueso del mismo tamaño. 

La herencia afro aparecía por doquier. 

Esa presencia quizá hoy no resulte tan extraña. Pero, hasta ese momento, la idea de una “Buenos Aires negra” no formaba parte del relato oficial con pretensiones europeizantes. Hay autores que incluso afirman que la mitad de la población en aquellos años tenía ascendencia africana. Por eso la capilla dedicada al Santo etíope de las cocinas era mucho más que un simple gesto político.

—San Benito era un santo negro, y tener un negro en el santoral era de suma importancia. Era uno de ellos. Por lo que también fue muy importante para los afro católicos que lo santificaran, aunque llevó muchísimo tiempo que el Vaticano lo decidiera —dice Schavelzon. 

A pesar de la resistencia inicial a darle el debido reconocimiento, la innumerable cantidad de milagros que se le atribuían a la intercesión del Santo Negro obligaron a  Benedictino XIV a beatificarlo en 1743. La presión popular creció aún más, y finalmente el papa Pío VII lo colocó en el catálogo de los santos 218 años después de su muerte. 

Se dice que cuando lo exhumaron para la beatificación, su cuerpo estaba intacto. 

A pocos metros de los famosos lagos palermitanos donde alguna vez estuvo la capilla rosista del Santo Negro, siguiendo por la Avenida Bullrich y tomando la curva de Plaza Italia hasta que se convierte en la calle Thames, está la única representación del santo palermitano en el barrio.

Se encuentra, sólo por casualidad, en la casa de la infancia de Diego “Cholo” Simeone, en la esquina de Thames y Costa Rica.

Hoy el lugar es punto de peregrinación pero para otras personas. Quienes ahí se acercan a tomar fotografías son ahora los fanáticos del Atlético Madrid, ya que es esa casa vieja donde el ahora entrenador del Aleti pasó su niñez y juventud. 

De la casa infantil del hoy ídolo madrilense hoy queda sólo su estructura, que funciona como depósito del restaurante Niño Gordo. Y, en ese almacén que abastece a la tropa de cocineros al mando de Pedro Peña, está la última estatuilla palermitana del Santo Patrono de los cocineros y migrantes, realizada por encargo del colombiano al escultor Lucas Deza.

EL SANTO

En la biografía de San Benito, el fray Contardo Miglioranza relata uno de los milagros que se le atribuyen al santo. Estaban por comenzar la elección de superiores en el convento de Santa María. Llevaba mucho tiempo nevando aquel invierno y la despensa de la cocina estaba pelada. Sin alimento y con tanto frío, era imposible recibir a toda la gente que planeaba reunirse.

Pero antes de irse a dormir, Benito dejó unos cántaros con agua dentro de su almacén.

Dice el relato: “A la mañana siguiente, antes de que la aurora pinte de policromas maravillosas el cielo de Palermo, Benito y el ayudante entran en la cocina, donde son acogidos por extraños chapoteos. Dentro de los cántaros se agitaban y perseguían una gran cantidad de peces los que, fritos en el perfumado aceite de oliva, son la delicia de los comensales”. Lo que se suponía que iba a ser una simple reunión electoral terminó en banquete y fiesta.

Mientras miro la estatua de San Benito, Pedro Peña toma otro cigarrillo por detrás de su oreja y me acerca la oración que yace junto al Patrono.

Acompáñame San Benito, 

durante las pruebas de la vida, 

en los momentos de mayor dificultad, 

ante la austeridad,

 y durante todas las aflicciones de la vida,

para que bañado de tu energía 

pueda tener la fortaleza suficiente

para levantarme y salir triunfante

de las vicisitudes.

—A mí los santos me gustan mucho, también los paganos, es la fe colectiva lo que me atrae. De Malverde a la Virgen de Guadalupe, del Gauchito Gil a Pancho Villa, suelo tener cerca siempre alguna referencia a ellos. Una estatuilla, una estampita, algo —cuenta el cocinero durante un nuevo receso lejos de los fuegos. 

Pero el Santo Negro, dice, es especial.

—Murió cocinando y eso lo hace más cercano aún. Por eso, la próxima vez que venga ya no debería estar aquí dentro, si no en la calle.

Para que todos lo vean. 

Para que nadie se lo olvide.