Los Escogidos


Siento ganas de sacarte del silencio

Patricia Nieto encontró las palabras para narrar el conflicto armado colombiano -con 80 mil desaparecidos- en otra dimensión. Esta vez, con Los Escogidos, recarga de intimidad, dignidad y poesía el vínculo que la gente de un pueblo de la región de Antioquia establece con las víctimas civiles, cuyos cuerpos llegan con el agua de un río que se volvió fosa. Nieto vuelve relato lo que pasa cuando los vivos pintan su apellido en las lápidas de los NN del cementerio local, para adorarlos. No es un libro sobre la muerte. Dialoga con las grandes obras universales del olvido y la memoria, y es un libro sobre el futuro. Adelanto.

Los Escogidos pertenece a la colección Ficciones Reales, dirigida por Cristian Alarcón, publicada por Marea Editorial.

Vuelvo a ti, Milagros, esta tarde de lunes. Repaso tus letras. Sacudo el polvo de los pétalos con mi índice rígido convertido en palanca para fuerzas menores. No me acerco a la araña que se ha quedado inmóvil, ni al mosquito que lima sus patas, ni al caracol diminuto que trepa la muralla. No perturbo la vida que persiste en este pueblo de muertos. Caigo en el vacío de tu nombre falso, sin apellido, sin fecha, sin código. No te encontrarán nunca, Milagros, te digo. Pero no respondes.

 

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No vas a contestar tú, que vives solo en el recuerdo del que te espera. Tu voz se extinguió el día que te mataron y será solo por obra de los vivos que tu madre te lleve a casa en su regazo. Tendrías que decir palabras a borbotones si pudieras presentarte bajo la luz de este atardecer. Pero no lo harás porque esta que te interroga no sabe escuchar a los muertos.

 

Siento ganas de sacarte del silencio, Milag 100 arrastrar la madera cansada y observar el polvo que ha quedado de ti. A la luz de la mañana estarías más silente que ahora. Escucharte es buscar los cristales rotos de lo que fue tu vida y recomponerlos como a flores de jardín después de una tormenta. Y mi tiempo no alcanzaría para eso porque voy de prisa, Milagros. Y no te amo, Milagros.

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Solo por amor alguien hallará el camino para llegar al paredón trasero de este cementerio. La guerra convierte el destino de los hombres en laberinto. Y los únicos que no se rinden frente a los paredones ciegos, a las lenguas monstruosas de las gárgolas, a los cañones fríos de los fusiles son las madres y los hijos. Eso pienso cuando me reconozco carente de la compasión suficiente para enfrentar la tarea de averiguar quién eres para llevarte a casa.

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Por dónde empezaría la tarea si, después de la fatiga de Día de Muertos, decidiera descargar mis pesos y levantar solo el de encontrar tu nombre. Tal vez la primera pregunta vendría del último momento: ¿quién te dejó en este pabellón de los olvidados? Al pronunciar esa sentencia tendría que alistar mi reloj de muñeca para que anduviera hacia atrás. El relojero de mi pueblo lograría que a las seis les siguieran las cinco y a estas las cuatro y luego las tres. De ese modo, después de enero sobrevendría diciembre y después noviembre. Y del 2012, caería yo al 2011 y luego al 2010 y así hacia atrás hasta dibujar un caminito hasta tu cuna.

 

En las leyes de ese nuevo universo, las preguntas serían manivela para el paso de los segundos. Y ellas se verían como las hormigas que van ahora por el ribete de tu tumba. Una detrás de otra, sin pausa, con apuro: ¿llegaste en carreta, bestia o coche fúnebre? ¿Qué dijo el médico cuando exploró tu pupila? ¿Fue Pacho, el dueño de los muertos pobres, quien recompuso tus facciones? ¿Alcanzaste bendición del cura? ¿Alguna mujer te rezó un responso?

 

¿Quién divisó tu cuerpo detenido en un recodo del río? ¿A qué horas se sorprendieron los niños con tu cuerpo como toro desollado? ¿Cuántas horas permaneciste en ese pozo oscuro? ¿Se alimentaron los peces de tu carne? ¿Sorprendiste a los pescadores cuando emergiste del lecho frío? ¿Sabe a hierro la tierra después de la lluvia? ¿Te acompañó la luna?

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¿Ya se ponía el sol cuando te mataron? ¿Viste la cara del asesino? ¿Cómo se llama aquel que ordenó tu muerte? ¿Suplicaste piedad? ¿Percibiste el sudor oxidado del que te tapó los ojos? ¿Buscaste compasión en el rostro feroz que te apuntaba? ¿Te hirió las muñecas el alambre dulce con el que las amarraron? ¿Rasgaron la piel de tu cuello cuando te enlazaron como si fueras una fiera? ¿Se quebraron tus dientes con el primer culatazo? ¿Oíste el quejido de tus costillas cuando se partieron? ¿Te obligaron a caminar sobre leña encendida? ¿Te ataron a la cola de un caballo? ¿Le dieron fuerte al caballo para que volara? ¿Te negaron el tiro de gracia antes de cortar tus carnes? ¿El pánico te secó las lágrimas? ¿Llamaste a tu mamá en el último minuto?

 

¿Y tu alma? ¿Abriste la boca para que se fuera? ¿Sentiste cuando cayó en tus manos el hilito de sangre con que estaba amarrada a tu corazón? 13 ¿Dónde quedaron tus ropas y tus alhajas? ¿Ha salido tu hermano mayor a buscarte?

 

¿Dónde se quedaron tus hermanos niños? ¿Sigue en pie tu casa? ¿Ha florecido tu jardín? ¿Era dulce el perfume de tu padre? ¿Te gustaba la leche recién hervida? ¿Cómo se llamaba el perro que te meneaba la cola? ¿Eran azules tus días? ¿Jugabas en el regazo de tu madre? ¿Cómo te nombró ella?

 

Prolongo las preguntas como se encadenan las perlas de la camándula que repasan tus devotos. No se detendrá la marcha hacia atrás de mi reloj porque una vida no se rearma como se ordenan las estaciones. No a todos nos llega la primavera. Ya te dije, Milagros, que voy de prisa, y no tengo la vida entera para buscarte. No sabré quién eres si no me hablas al oído, Milagros. Estaré alerta para aprender a escuchar a los muertos. Dime, por favor, cómo llamarte para volver a nombrarte.

13 Tal y como Dorotea relata su muerte a Juan Preciado en Pedro Páramo.

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