Ensayo

Spencer


Retrato de una princesa en llamas

Spencer (2021) de Pablo Larraín no es una biopic: no pretende narrar la historia de Lady Di ni centrarse en detalles de su biografía. La película es el retrato de un instante de su vida: las 72 horas que duró la celebración de navidad en 1991. “Solo tres días en la vida de Diana Spencer son suficientes para aborrecer la belleza de la realeza británica y abrazar el desborde que nos ofrece una princesa rota”, dice Julieta Greco en esta reseña.

La película de Pablo Larraín no es estrictamente una biopic, no ambiciona contar la vida de Lady Di: el casamiento, el vestido de 70 metros de tafetán de seda, ni el morbo después de su muerte. Spencer es un retrato, un instante de esa vida, las 72 horas que duró la celebración de navidad en 1991. Tres días de Diana Spencer, solo tres días, eso es todo. 

Tiene que haber dos Dianas, la auténtica y la fotografiada.  La película adopta la forma del pedido que Carlos le hace a la princesa en una de las escenas: es un relato partido en dos. Spencer juega entre antagonismos: la libertad y el encierro, la verdad y la apariencia, la carretera y el palacio, el tiempo preciso y la demora, la autonomía y la dependencia, la pulcritud y lo sucio, la inanición y la voracidad, lo sano y lo enfermo. El desafío para el director entre esos binomios es hacernos aborrecer toda la belleza precisa propia de la realeza y abrazar el desborde en el que nos ofrece a la princesa rota.

Spencer juega entre antagonismos: la libertad y el encierro, la verdad y la apariencia, la carretera y el palacio, la autonomía y la dependencia, lo sano y lo enfermo.

Dónde carajo estoy, es lo primero que escuchamos decir a Diana en la boca de Kristen Stewart. La película empieza con la princesa perdida manejando su auto sin custodia, sola, intentando llegar de Londres a Sandringham a tiempo (o no) para lo que serán los tres días de navidad en la residencia real. Nadie está por encima de la tradición, le dice un comandante a Diana al llegar cuando ella se rehúsa a pesarse en una balanza del siglo XIX en la que quedará asentado el peso de los asistentes al banquete y que deberán superar por dos kilos al retirarse como prueba de haber disfrutado la navidad. Porque aquí el placer también debe ser mensurable. Spencer es una película subjetiva porque nada en ese universo paradójicamente real lo es. Nadie está por encima de la tradición, u otro modo de decir que el pasado siempre se impondrá sobre el futuro. Aquí no hay futuro, el pasado y el presente son una misma cosa, les dice Diana a sus hijos y escapar de ese círculo para ella parece imposible. 

Lo que nos sumerge de manera definitiva en el ritmo asfixiante de Spencer es la música que hizo Jonny Greenwood. El diálogo que establecen imagen y sonido en esta película es palpable. El ritmo de la narración se mueve de manera intempestiva entre los arreglos de cuerdas barrocos y el free jazz: como Diana se mueve del corset de la tradición a la ropa llena de moho de su papá que encuentra en la intemperie. La música de Greenwood (guitarrista de Radiohead y compositor de varias bandas sonoras para Paul Thomas Anderson) es la gran aliada del director para introducirnos en el universo terrorífico y fantasmal que crea para Diana. La fotografía de Claire Mathon, que hizo el mismo trabajo para Céline Sciamma en Retrato de una mujer en llamas, los fotogramas del mar de las escenas finales, se encargan de recordarnos que también es necesario respirar. En Spencer el uso narrativo del plano es total. Larraín nos lleva del cenital al detalle como una forma de arrastranos de la realeza a la plebe, de lo magnánimo a lo pueril, de la mesura al desborde, de lo inmutable a lo voluble, del banquete a la náusea.

Diana come a escondidas y vomita. Se mete varios dedos en la boca y devuelve. Después limpia. Pasa un papel por la tapa del inodoro, se limpia las manos, las comisuras, la ropa, la piel. Come una pastilla: vuelve al grado cero del vómito. A Diana la persigue el fantasma de Ana Bolena, una reina del siglo XVI decapitada por incesto, traición y adulterio. La alucina, se espeja y le teme. La realeza y la condena. La realeza y los espectros. La realeza y el pasado. Un recordatorio: aquí pasado y presente son una sola cosa. Aquí Diana y Ana son una sola cosa. La princesa vive a mitad de camino entre la realidad y la alucinación pero los dos mundos se nos muestran pesadillescos.

¿La Diana que retrata Larraín es una víctima? Sí y no. Porque a pesar del sometimiento busca lugares para hackear el protocolo real que la asfixia. Está presa pero encuentra los pliegues en los que desbordarse.

¿La Diana que retrata Larraín es una víctima? Sí y no. Porque a pesar del sometimiento la Diana de Spencer busca los lugares en los que hackear el protocolo real que la asfixia. Está presa pero encuentra los pliegues en los que desbordarse. Algunos vitales: hacer trampa a los vestuarios, llegar tarde a las cenas, manejar sola, darle regalos a sus hijos en la mañana de navidad “como el resto de la gente”, bailar mirándose al espejo, escapar al mar con la única cómplice que tiene; y otros terribles: condenarse a la inanición, inducirse el vómito una y otra vez, clavarse un alfiler en el brazo hasta sangrar, escapar en la mitad de una noche helada y caminar por una escalera a punto de desmoronarse por los años de abandono. Diana se desborda y se rescata. Pero no lo hace sola. Maggie, su estilista y aliada le recuerda en un susurro algo fundamental para la princesa víctima: tú eres tu propia arma. Pero ser un arma puede significar defenderse y también destruirse.

Spencer es el retrato de una mujer en llamas. Lo interesante aquí es que lo que la incendia no es el control, el asedio, la humillación, el panóptico agobiante en el que vive, sino su insistencia en permanecer ahí. Los tres días que retrata Spencer son las 72 horas que le toman a Diana escuchar la frase de su amiga Maggie: ellos no van a cambiar, vos tenés que cambiar. Y esa será la llave para nuestra princesa en llamas. Como la canción de Mike & The Mechanics que escuchamos al final: el milagro que necesitaba.