Crónica


Subido al caballo

Después de amansar unos 3.000 caballos, Roberto Vaccaro es hoy el domador más importante de la Argentina. El suyo es un trabajo de desgaste y continuidad. Casi se mata dos veces: tiene una pierna más corta desde que un caballo le cayó encima y se la fracturó en 19 pedazos y una parálisis facial de otra rodada en la que se le partió el cráneo. Hombre de campo, mató a un peón que quiso agredirlo: pasó 15 meses en un penal vestido de bombacha de gaucho, faja en la cintura y pañuelo en el cuello. En la cárcel, analizaba los movimientos de sus compañeros como si fueran parte de una tropilla. Una crónica anfibia del periodista Javier Drovetto y el historiador Eduardo Míguez.

La primera vez fue en Luján, en 1998. Hacía frío. Domaba un caballo mestizo y no vio el pozo. El animal tampoco: clavó una pata, se fue de boca, en el aire se dio vuelta y cayó, con todo su peso, quinientos kilos de fibra, sobre Roberto Vaccaro, sobre el mejor domador de la Argentina. Fractura de cráneo con desplazamiento, parálisis facial. No pudo trabajar durante dos años y perdió parte de la visión del ojo derecho y bastante equilibrio.

— Cuando un caballo corcovea mucho, lo siento acá —dice y, del otro lado de la tranquera, se pasa la mano por la cabeza. En la mano tiene una soga y la soga está atada al bozal de la yegua. No va a montarla. Todavía no se monta. Estamos en marzo y la doma arranca el 1º de julio, con los caballos que hayan cumplido dos años. No es un capricho sino una convención. El 1º de julio todos los pura sangre de carrera cumplen años. No importa si nacieron hace uno, dos o tres meses. Igual cumplen años. Es la forma que encontraron en el turf para organizar las carreras por edades.

Vaccaro sujeta las riendas: las piernas son flacas y no abultan la bombacha de gaucho. Por el viento, la camisa se le pega a los huesos descarnados. Sólo la faja que le aprieta la cintura mantiene en su lugar la ropa de este domador criollo apodado el Indio.  La yegua es robusta, fibrosa. A cada tranco, hunde los cascos en el barro. Vaccaro la hace trotar en círculos dentro del picadero, un corral que se usa para amansar caballos. Tensa las riendas que sujetan el bozal y el caballo trota más rápido. Ahora corre. Como si el paisano la quisiera remontar como un barrilete.

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Está bruta, cruda, pero es mansa de abajo —dice Vaccaro, agitado, del otro lado de la tranquera —Es la primera vez que la saco y no tengo que asustarla. Si corcovea y se da vuelta, se puede desnucar.

Aparenta 70 años. Un gaucho viejo que da la sensación que podría terminar lastimado si sigue tensando las riendas de ese pura sangre. Tiene el ojo derecho desviado y una pierna más corta que la otra. No llega a pesar 60 kilos. No parece que fuera el mejor domador de caballos de turf de la Argentina. Pero tiene 57 años y 2.500 domas en cima. 3.000, si cuenta los caballos mestizos, de polo y de equitación. Por su mano pasaron animales que entraron primeros en carreras como el Latinoamericano, Nacional, Jockey Club, Pollo de Potrillos, Carrera de las Estrellas, Polla de Potrancas, Dardo Rocha, Gran Premio Montevideo y Anchorena. No existe otro domador que haya amansado más caballos ganadores de carreras que él. Las competencias llegan a repartir en premios algo más de $ 1 millón. De esas, los caballos domados por Vaccaro ganaron por lo menos 100.

— El día que no pueda domar un caballo me quedo a tomar mate en casa –dice.

Dice que los caballos le dieron todo lo que tiene: la madre de sus dos hijos, amigos, casa y comida para toda la familia. Dice que por los caballos dos veces casi se mata, que de ellos aprendió mucho y que un tordillo le salvó la vida.

—  En la cárcel observaba cuando los presos salían al patio. Eran como una tropilla que se larga al corral. Pensaba, éste es noble, aquel otro es un traidor. Lo mismo que hacia con los caballos, pero más fácil porque al hablar se delatan.

***

Una doma demanda 60 o 70 días. Pero Vaccaro tiene un estilo paciente y ha llegado a tardar cinco meses. Trabaja sólo y cobra por animal amansado: alrededor de $ 3.000 por caballo. Primero los manosea, para que le pierdan el miedo. Los acostumbra a que lleven recado o montura y los saca a caminar tirando de una soga de cuero crudo. No los monta hasta que estén “dóciles de boca y cogote”; que obedezca a las órdenes trasmitidas a través de las riendas. La primera vez que lo monta, no se baja hasta que no deje de corcovear. Después le sigue un trabajo de repetición para acostumbrar al caballo a no dar saltos, a no pararse de manos, a no espantarse.

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— Si me voltea, me tengo que subir al toque. Es un trabajo de desgaste y continuidad. Lo más difícil es ser paciente, tener buen trato y no lastimarlo.

Sabe que puede salir lastimado de un picadero. Sabe que el caballo, no. 

Ahí adentro, lo más importante (de todo) es el animal.

***

La primera montada fue a los siete años. No fue un caballo, apenas un colchón. Su abuela le armó un recado sobre la cama y ató las riendas al respaldo de hierro. En Moreno, donde nació, hizo la primaria y tres años de la secundaria.

A los 15 todavía no se sentía un hombre de campo, un criollo, como le gusta definirse a pesar de que todos sus genes son europeos.

Era el bisnieto de un genovés que escapó de la miseria y cuando llegó al país horneó los ladrillos de barro que se usaron para construir la estación de trenes de Moreno. Era el hijo del bufetero de los clubes Mariano Moreno y Los Indios cuando en Moreno se conocían todos y todos vivían del campo. Pero también era el nieto de Juan, el más gaucho de los Vaccaro, un peón de campo que domaba sus propios caballos, por Vedia y Santa Fe.

—De él debo haber heredado el oficio, el manejo del caballo —conjetura, como preocupado en dar un antecedente genealógico que explique el camino que tomó a lo largo de toda su vida.

Cuando su abuelo murió, Vaccaro heredó cuatro tesoros. Un poncho de vicuña, un cuchillo de plata, un reloj de bolsillo marca Longines y un 38 largo Smith and Wesson de 110 años.

— El revolver se lo quedó la policía —dice. Y asegura que sólo lo usaba para cazar liebres.

***

Y sepan cuantos escuchan

De mis penas el relato,

Que nunca peleo ni mato

Sino por necesidá,

Y que a tanta alversidá

Sólo me arrojó el mal trato.

José Hernández-Martín Fierro

***

En 2011 y parte de 2012, cuando estuvo en cárcel, leyó muchos sobre caballos. Leyó varias crónicas, esas del siglo XIX que aseguran que los pampas amansaban al animal “sin quebrarlo”, dormían con él y lo dominaban tan bien que podían esconderse en un pajonal y hacer que se voltease mansamente. Leyó sobre el rigor que le imprimían los gauchos al caballo, sobre la caballería del ejército argentino en el siglo XIX, conformada con ejemplares maltratados e inútiles para perseguir a los malones de indios.

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— El gaucho no lo educaba al caballo, lo sometía con el cansancio, el rigor y el miedo. Yo en cambio siempre domé con paciencia, manejo y tiempo, como los indios. Pero eso no quiere decir que yo no sea un tipo bien criollo. Yo sé enlazar, alambrar, correr un animal, embretar una vaca –dice y suelta una frase que desnuda cuáles son las banderas que siguen levantando en el campo, entre los paisanos incultos y a veces analfabetos:

— El criollo es el que no pasa vergüenza en ningún lado.

Cuestiones de honor y reputación; reglas no escritas que la mayoría de los paisanos respeta por tradición y hasta las peores consecuencias.  Reglas que brotan esencialmente donde la presencia del Estado es débil.

— Yo le dije al correntino: Nunca me peleé, pero tampoco me corrió un hombre pa pegarme, yo me crié entre hombres de verdad.

***

No había cumplido los 30 y ya era uno de los mejores domadores de caballos de turf del país. En el campo, era un peón más, aunque tenía esa llegada a los patrones que sólo consiguen los domadores.

— El domador es la niña bonita del establecimiento. Cuando hay un problema con un caballo hay que buscarlo a él. Tiene más manejo, mayor destreza, es el más curtido a los golpes, el más fuerte. También, cree que es superior, el que sobresale —dice como si no estuviera hablando de sí mismo.

Cuando se instala en un campo tres o cuatro meses para domar un lote de caballos, Vaccaro suele dormir en la casa del patrón o en la de huéspedes, pero no con los demás peones. Un privilegio que ni siquiera suelen tener los capataces, mano derecha de los dueños de las estancias.

A Vaccaro lo admiran. Los patrones, como indefectiblemente los denomina por más confianza que tenga con ellos, quieren escuchar de boca del domador cómo es el carácter de cada animal, si a alguno le ve pasta de campeón o qué jockey sería el más indicado para montar tal o cual animal. En los campos dedicados a la cría de pura sangre todo gira alrededor del caballo. Ningún pura sangre mal domado gana clásicos, como le llaman a las principales carreras del turf nacional, ni se vende en cientos de miles de dólares.

Es el deportista y el que mueve el mercado. El haras El Wing se montó con la venta de un solo caballo. Endrigo Gennoni compró esas cuarenta hectáreas en Luján con los dólares que un stud de Arabia Saudita desembolsó por Little Jim, un potrillo que domó Vaccaro. Y no son tierras baratas. La zona tiene propietarios emblemáticos: empresarios, políticos y familias de la aristocracia argentina. Un ex banquero argentino tiene una estancia muy cerca a la de Endrigo. A fines del año pasado hasta esa estancia llegó el primer ministro chino Wen Jiabao para comer un asado.

— Ahora tengo cinco caballos corriendo. Forxs y Salsa Tabasco me las armaste vos, ¿te acordás? — le dice Endrigo, el patrón que le ganó la pulseada a otros cuatro haras que pretendían contratar a Vaccaro apenas dejó el penal de San Nicolás, en junio del año pasado.

Endrigo cría caballos pura sangre, pero además representa jugadores de fútbol, como Enzo, su papá, que jugó en River e Independiente . Los Genonni vendieron a Mario Kempes, al Burrito Ortega, al Mencho Medina Bello, al Piojo López.

Los patrones de Vaccaro suelen ser ricos o poderosos. O ambas cosas.

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En el caballo del pampa

No hay peligro de rodar,

Jue pucha y pa disparar

Es pingo que no se cansa;

Con prolijidá lo amansa

Sin dejarlo corcoviar.

José Hernández-Martín Fierro

 

***

 

La revista Argentina Turf Magazine asegura que Vaccaro domó por lo menos cien caballos ganadores de clásicos corridos en los hipódromos de Palermo, San Isidro y La Plata. Un record. Relata que metió un primer y segundo puesto en el Latinoamericano de 1982, la carrera más importante de Sudamérica, con los caballos Savage Toss y Octante. Otro record. Y que Eivisa Jet, una yegua que le costó cinco meses domar, ganó nueve de diez carreras que disputó. Otras publicaciones, como la Revista Palermo o el diario La Nación destacan su trayectoria en los haras La Biznaga, Centauro, Ocaragua, El cielo, De más de dos, La Pampita, Los tres vazquitos, Panamericano, Aconcagua y Arroyo Luna. “En el ambiente del turf, decís este caballo lo domó el Indio y es una garantía. Salvo el de Roberto Vaccaro, me cuesta recordar otro nombre de un domador. Es una autoridad, una marca registrada”, asegura Héctor Torres, jefe de la sección Turf de Clarín, hijo de un cuidador y hermano de un jockey. 

Pero los periodistas de turf no hablan de la vida privada de los protagonistas. Seguramente porque es un ambiente chico y casi no hay secretos. Cuando Vaccaro tuvo que escaparse con quien ahora es su ex mujer el turf se enteró. Todos supieron que para la familia de la joven de 19 años, un romance con un domador era un insulto a su condición social.

Marisa es de San Isidro, el reducto más aristocrático y burrero del conurbano bonaerense. Es la hija de Julio Félix Penna y sobrina de Angel Penna, dos de los entrenadores de caballos más destacados del turf. Angel es el único argentino que integra el Salón de la Fama de la Hípica de los Estados Unidos. Eran eso, pero sobre todo eran ricos.

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— Fui a domarle caballos a la familia y agarré afinidad con ella. En el ambiente era muy raro que la hija de un cuidador se vaya con un domador. Era de novela. El padre recién había fallecido y la madre pataleaba. Por eso se vino conmigo —relata mientras con una mano envuelve un mate. La otra la agita en un intento por graficar lo que dice. Vaccaro tiene gruesa las manos, como la mayoría de los peones de campo.

Marisa lo acompañó por los campos donde fue a domar. Hasta que dos años después quedó embarazada. El ambiente había digerido la relación. No hacía falta que lo informasen los medios.

— El jockey, el entrenador, el criador y el dueño del haras pueden ser millonarios. Pero el domador la tiene que pelear. De pibe, domaba caballos en varios campos a la vez, juntaba plata todo el año y pude vivir bien. Además tuve la suerte de haber estudiado —dice y le saca brillo a un secundario incompleto que en el campo marca diferencias—. El domador, como cualquier peón, espera del uno al cinco para cobrar e ir al boliche a pagar una puta. Y muchos patrones los prefieren así, que el peón siga siendo un ignorante. Es más sencillo dominarlo. Pero yo no era cualquiera, no te olvides que iba a la tribuna del hipódromo con la hija de uno de los mejores cuidadores de toda la historia.

En el campo, la prostitución está relacionada con el tiempo libre desde que la llegada masiva de inmigrantes varones desequilibró la relación entre sexos, durante el último cuarto del siglo XIX. Pero en la tradición de los paisanos, criollos o gauchos, el alcohol llenó el tiempo de ocio. Vaccaro toma ginebra. La lleva en una petaca de acero inoxidable, la rebaja con agua. La toma en ayunas para calentar el cuerpo, para dormir una buena siesta o para bajar la cena. Toma, pero asegura que “no exagera”.

Vaccaro acepta que le gusta la ginebra. Pero al decirlo, le resulta inevitable volver sobre el tema que lo obsesiona, que salpica todo lo que cuenta. Dice:

— Antes de que me lleven en el patrullero, le dije al comisario y al médico que me revisaba que me sacaran sangre, para que vean que maté fresco, que no había tomado nada –hace una pausa, necesita ser claro, que le crean, consciente de que le otorga un tono épico a la frase. Y así se despega involuntariamente del argumento histórico usado por los criollos en los juicios de hace dos siglos, cuando estar borracho era considerado una atenuante.

— Yo maté a las siete de la mañana, fresco y peleando de a caballo

***

La pulpería La Rosadita tiene más de 150 años. Parece una ilustración de Molina Campos, con algunos agregados como un televisor en el que pasan la serie El Zorro. Las paredes son de barro, descascaradas. Detrás del mostrador hay muchísimos aperitivos y licores nacionales: Mariposa, Leguí, Amargo Obrero, Ferro Quina y Hespiridina: dice la etiqueta, “primer producto elaborado por Bagley, desde 1864”.

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Llueve. Para cubrirse del agua, Vaccaro usa un chambergo de ala ancha. Debajo, la bombacha marrón impecable. Las gotas de lluvia resbalan por la pomada de sus botas hasta terminar en el piso de ladrillo.

— Acá vienen cajetillas y petiseros, no tantos criollos.

Por cajetillas se refiere a las mujeres que los fines de semana visitan el campo de sus maridos, la mayoría polistas. Y petiseros llama a los cuidadores de los caballos de polo.  

Es mediodía. Pide ginebra. Está de mal humor. Pide que anotemos los nombres de los haras para los que trabajó, de sus amigos, de personajes del ambiente del turf. Parece advertir que va a ser una entrevista larga. Dice que quiere ser agradecido con todos, especialmente con su familia, que se bancó dos rodadas y la cárcel.

La segunda rodada fue en Palermo, en el hipódromo, en 2003 con un caballo de carrera. Estaba esperando para entrar a la pista de vareo. Un peón levantó un lienzo lleno de bosta, el caballo se espantó y cayó en una zanja. El peso del caballo le explotó la pierna derecha: tuvo 19 fracturas. Le llegaron a dar morfina para que dejara de llorar del dolor. Otros dos años después volvió a domar, aunque tiene el tobillo deformado y varios clavos de titanio reemplazan huesos deshechos del empeine, el tobillo, la tibia y el peroné. La pierna le quedó más corta.

— Mi ex mujer me cuidó, tomó las riendas y me sacó adelante. Y es difícil con un tipo como yo,  que me acostumbré a contestar mal. Pero cómo querés que sea si estoy todo el día con los animales. Yo te puedo asegurar una cosa, con los dos accidentes y la cárcel, de diez tipos los diez dejan de domar. Pero yo no quiero.

***

No me hago al lao de la güeya

Aunque vengan degollando

Con los blandos yo soy blando

Y soy duro con los duros

Y ninguno en un apuro

Me ha visto andar titubiando.

José Hernández-Martín Fierro

***

“La sangre llegó a Arroyo Luna”, decía un titular de El Informante, un periódico digital de San Nicolás. El portal Areco Noticias era menos metafórico: “Crimen en la estancia La Luisa”. Era febrero de 2011. “Aproximadamente a las 7:30 se escucharon dos disparos que sonaron como truenos en el silencio del amanecer del campo”, arrancaba la crónica de El Informante.

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El sábado 12 de febrero a las 6 de la mañana, Vaccaro decidió montar un tordillo sabino para sacar a trotar un caballo que estaba domando. Cuando ensilló, se puso el 38 de su abuelo en la cintura. Dice, y se lo dijo a los jueces, que tenía miedo por las amenazas que venía sufriendo durante unos seis meses de parte de Pedro Leguizamón, un peón de la estancia La Luisa, un haras ubicado entre Arrecifes y Carmen de Areco. Pedro, un correntino de 30 años, estaba celoso de que el patrón lo hospedara como huésped, que cenaran juntos, que no fuera uno más de la peonada. El día anterior la veterinaria le había contado a Vaccaro que Pedro había dicho que lo iba a matar. Creyó que si lo veía con un arma “no iba a atinar a hacerle nada”.

Todavía estaba en el galpón de cuida, montado en el tordillo, cuando escuchó que le gritaron por la espalda: “Indio, no sabía que eras tan hijo de puta”. Cuando torció la cabeza, vio que Pedro venía al trote montado en un caballo. Con el cabo del arreador, Pedro le pegó en la espalda y en el brazo. Después le tiró el caballo encima para voltearlo. Pero Vaccaro lo paró a “caballazos”. Dice que el tordillo que montaba era muy superior al de Pedro, y que él supo acomodar mejor el animal.

— Ese caballo me salvó la vida.

Pedro se alejó y Vaccaro se bajó del caballo. Le sangraba un brazo, tenía dormida la espalda y le costaba respirar. Caminó hasta alcanzar la sombra de unos eucaliptus, un amparo ilusorio.

Al galope, Pedro lo encaró de nuevo. Amagó atropellarlo, pero Vaccaro se quedó parado. Pedro frenó, saltó del caballo. Casi en la misma acción, le tiró un palazo con el arreador, le erró. Y ahora Vaccaro dice que vio que Pedro “hecha mano a la cintura”.

— Saqué el revolver y le tiré a la pierna. Le pegué en el muslo, pero era un criollo bárbaro; se alcanzó a parar y hechó mano atrás, a la faja. Yo le volví a apuntar. Y vi la mirada que me decía: no me mates.

Vaccaro volvió a gatillar. Esta vez el tiro fue al pecho.

Lo primero que hizo después Vaccaro fue despertar al patrón. Le contó que había matado a Pedro. Le pidió órdenes:

— ¿Qué hago Gastón, me escapo o me quedo?

***

En esa estrecha prisión,

Sin poderme conformar,

No cesaba de esclamar.

Qué diera yo por tener

Un caballo en que  montar

Y un pampa en que correr.

José Hernández-Martín Fierro

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El primer policía que llegó a la estancia fue el oficial Rubén Darío Tenorio, jefe de la patrulla rural de Arrecifes. Vaccaro seguía con el arma en la mano pero, según dijo Tenorio en el juicio, en “actitud pacífica”. El domador se acercó y le confesó que le había pegado un tiro a quien días antes “lo andaba buscando”. Le entregó el arma y le aseguró que era la que había usado para matar al peón.

Gastón Balbi, dueño de La Luisa, y otros patrones que hacían dormir a Vaccaro en la casa de huéspedes se habían ilusionado con la posibilidad de que la causa se abriera como un caso de legítima defensa, exceso de legítima defensa o en todo caso homicidio en riña. Pero el fiscal caratuló el crimen como homicidio simple. No hubo excarcelación.

— ¿No era más fácil salir corriendo?, me preguntó el fiscal. Pero si salgo corriendo, yo a pie, él a caballo, me mata de un palazo.

Vaccaro pasó 60 días en una celda de la comisaría de Arrecifes. Y 15 meses en el penal de San Nicolás.

—Me acuerdo de él —dice el subdirector del penal, donde conviven unos 500 presos—. No era un líder, pero nadie le faltó el respeto. Andaba de bombacha de gaucho, alpargatas o botas, una faja en la cintura y un pañuelo en el cuello.

Rezó para no deprimirse, se ofrecía para limpiar los pasillos, hablaba por teléfono con su familia, y hasta medió entre los presos jóvenes y los guardias.

— Los presos me adoraban, los manejé con esto –dice y se toca la frente con el dedo. Otra vez muestra un entusiasmo medio ingenuo—. En la cárcel me dejaban entrar chorizos crudos, sabía cómo conseguir un churrasco. 

Ahí adentro, seguía domando.

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El juicio oral duró dos días. Declaró Vaccaro, Balbi, los policías que llegaron a la estancia el día del crimen y varios empleados del campo. El fiscal del juicio no aportó ningún testigo que desvirtuara, ni siquiera parcialmente, el relato que hizo Vaccaro. Los distintos testimonios coincidieron con lo que contó el domador. Ningún familiar de Pedro viajó desde Corrientes para seguir el proceso.

Según la sentencia, “las pruebas reseñadas, valoradas en forma armónica e integral permiten concluir que el imputado actuó al amparo de la legítima defensa”.

Por dos votos contra uno, el tribunal ordenó, el 18 de junio de 2012, dejarlo libre.

— En la pericia psiquiátrica sale que mi personalidad y manera de ser determina que en ese hecho puntual, mi reacción es esa, es él o yo. Es distinto a buscar lío. Yo estuve acorralado.

***

Con mi deber he cumplido,

Y ya he salido del paso;

Pero diré, por si acaso,

Pa que me entiendan los criollos:

Todavía me quedan rollos

Por si se ofrece dar lazo.

José Hernández-Martín Fierro

***

En el campo que cuida en Jauregui, Vaccaro tiene nueve caballos, todos de andar, ningún pura sangre de carrera. El que más monta es un tordillo de 12 años. Se llama El Candil. En ese caserón toma rondas interminables de mate con quien “le alegró la vida”, una mujer joven de Moreno que conoció cuando salió de la cárcel y ahora es su pareja. Dice que es una “potranca doradilla, ni zaina ni alazana”. Habla mucho de ella, se muestra agradecido. Pero nada más de lo que dice quiere que se publique.

En el haras El Wing hay 50 caballos. Este año, a partir de julio, tiene previsto domar varios animales. Entre ellos está Valentina Spell, la yegua que durante una de las entrevistas hace girar en el picadero como si fuera un barrilete.

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— Al caballo hay que dominarlo en libertad. Adentro del box se queda tranquilo, pero acá afuera es donde el tipo empieza a hacer problemitas. Los caballos son como las personas. Hay caballos humildes, muy inteligentes, pero también soberbios y traicioneros.

—¿Y qué tipo de caballo serías vos?

— Soy un caballo de mucho genio, mucho respeto y obediencia al dominio. Tengo la autoestima muy alta para no ser mediocre –recita, como si hubiese preparado la respuesta, como si alguna vez se analizó viendo los caballos. Y reconoce:

— En el fondo, humilde no soy. Y no me gusta que me rigoreen. Si lo hacen puedo llegar a rebelarme.