Ensayo

“The Holdovers”, candidata al Oscar


Fuera del tiempo

Un profesor solitario, un alumno problemático y una madre de duelo: en “The Holdovers” cada personaje debe aprender algo del otro. Situada durante la navidad de 1970, las imágenes que crea Alexander Payne parecen hechas en ese momento. En un tiempo inundado de largometrajes con grandes presupuestos y cargados de efectos especiales, el director estadounidense retrocede cinco pasos y, como sus personajes, filma en un lenguaje olvidado. Su historia se parece a otras, ese es su valor. Ofelia Meza escribe sobre la película, en apariencia, menos pretenciosa entre las candidatas al Oscar de este año. La continuidad, lo que queda porque resiste, nos dice la autora, es lo que nos permite seguir.

Contar lo pequeño, o siquiera interesarse por ello, parece hoy una empresa de locos o soñadores, ¿por qué no ambas? En cualquier caso, se trata de un proyecto que se desarrolla fuera del tiempo cotidiano y productivo. Se trata de contar una pequeña historia que enlaza a dos o tres personajes para conmover a alguien, para hablarle de algo que pasa en esta historia singularísima, de algo que también puede pasarle a quien la mira. En un mundo cada vez más vertiginoso, ¿cuál es el sentido de la permanencia? ¿Es posible contar algo que quede, que encienda, que pueda escapar de las garras del tiempo y del  imperativo moderno de originalidad para perdurar? 

The Holdovers es una película de Alexander Payne que cuenta un cuento de navidad. Es diciembre del año 1970. Paul Hunham (Paul Giamatti), un profesor cascarrabias de un internado de lujo, es obligado a quedarse a cargo de un grupo de alumnos que no tienen donde pasar las fiestas, entre ellos uno en particular: Angus (Dominic Sessa). Los motivos de cada personaje son distintos: la distancia, el desinterés de sus familias. Para el profesor también es un castigo, un lugar secundario al que lo relegan sus compañeros de trabajo porque le reprochan su metodología de enseñanza “tradicionalista”, aunque tampoco tenga a donde ir. El grupo se completa con Mary (Da'Vine Joy Randolph), una mujer negra que administra la cocina y acaba de perder a su hijo, un ex estudiante becado del instituto, en la guerra de Vietnam. Todos los personajes están juntos en contra de su voluntad, todos son “los que se quedan”, los que sobran. 

Los personajes olvidados de Payne se insertan en un género también olvidado o, cuanto menos, un poco pasado de moda. Las películas navideñas son aquellas historias que se sitúan entre las fiestas y generalmente tienen un final feliz. Los episodios de navidad de nuestros dibujitos favoritos y la ilusión de ver los reencuentros en películas como Love Actually o The Holiday, para algunos constituyen una verdadera tradición de esas fechas, pero algo pasó en el medio y esas producciones fueron cada vez más escasas. Quizás corrieron la misma suerte de otros géneros, como las comedias románticas, porque como público dejamos de creer en los finales felices o en las historias que conmueven sin crueldad. Nos parecen sospechosas, ingenuas e incluso cursis. Pero, la película navideña es, ante todo, una película de crecimiento. Emparentada tanto con el melodrama como con el coming of age, allí los personajes se transforman en otra cosa. Son comedias, dramas y musicales en los que sus protagonistas recorren un camino para aprender alguna lección, ese constituye el fin último. La magia no reside tanto en la aparición de seres fantásticos –aunque pueden estar– o en la irrupción de lo sobrenatural, sino en la fe puesta en una humanidad que aún está a tiempo de ver lo importante.

Habitamos un momento de la cultura visual que nos tiene acostumbrados, cada vez más, a desconfiar de cada cosa que vemos. En cada imagen hay siempre una construcción y en cada relato un recorte, pero ¿qué sucede con aquello que explícitamente se presenta como falso? La inundación de contenido generado con pantallas verdes o, más recientemente, con IA en parte nos convirtieron en espectadores cínicos, cómodos y crueles. No hay representación que soporte el poder mostrarlo todo y ya nada es suficiente si la posibilidad de crear una imagen a medida –con todo lo que eso implica– está a un click de distancia. Con la falsedad, que es muy distinta a la magia ilusionista del cine, se pierde un rol fundamental del espectador: completar eso que no ve, eso que solo vive en su imaginación tan oscura como luminosa. En este contexto, en el que la mayoría de los directores que presentaron películas con grandes presupuestos este año, Barbie, Oppenheimer, Poor Things, entre otras, hicieron uso del despliegue de efectos especiales, Alexander Payne pareciera querer dar cinco pasos para atrás. Como sus personajes, él mismo filma en un lenguaje olvidado. Mientras el muestrario de películas premiadas explora universos llevados al extremo, The Holdovers elige quedarse en este e introducir otro mundo acá cerca.

Las buenas películas entrelazan sus formas con las historias que cuentan. Su orígen es esa intersección en la que no existe una sin la otra, o mejor dicho,  una existe por la otra. The Holdovers se sitúa en 1970 y las texturas de sus imágenes parecen hechas en ese momento. Ni como una reconstrucción histórica, ni como un pasado visual extravagante evocado desde el presente, es una película que convierte el parecerse a otras en un valor. Desde la secuencia de títulos sabemos que veremos algo que vimos muchas veces antes. El viejo logo de Universal, la imagen granulada con colores saturados que emula el fílmico y el sonido con interferencia nos abren las puertas a un mundo conocido. Pero, ¿por qué contar de nuevo una historia así? o más bien ¿Por qué se cuenta algo más de una vez? En un momento histórico y cultural donde las relaciones entre generaciones parecen un abismo intransitable, la película discute la dicotomía que ubica a la tradición como mala y a lo nuevo como necesariamente bueno. Al construir un puente entre ambos polos, toma una postura ética de crear un espacio en común y demuestra que, como la forma y el contenido del cine, no existe uno sin el otro. Al buscar en el pasado, en la tradición de una visualidad familiar, encuentra cristales para mirar el presente.

María Negroni dice, a propósito de la literatura, que “un día nos aburrimos de los libros que entretienen y nos volvemos adictos a la escritura indócil, la que acentúa su rareza, se concentra en la historia de nadie, los problemas de nadie, el significado del mundo y su eternidad”. Esto también es válido para el cine y, por qué no, para la vida. The Holdovers no es la historia de grandes personajes con hazañas extraordinarias sino más bien, a decir de Negroni, “una disposición a enfrentar lo que somos; lo que, tal vez, podríamos ser”.

Filmar en un lenguaje clásico, conocido, le permite a la película contar su historia: Un paisaje de colores cálidos pintados sobre el frío de Nueva Inglaterra, un profesor solitario, un alumno problemático con el que entabla una conexión particular y una madre de duelo. The Holdovers es una película de aprendizaje. Cada personaje debe aprender algo del otro completamente distinto. La cuestión de clase también está presente. Paul y Mary son trabajadores del instituto. El hijo de Mary, además, encarna históricamente a los jóvenes que al no venir de familias acomodadas, como el resto de los estudiantes, fueron los destinados a morir en Vietnam. Angus, por su parte, tiene a su disposición el dinero familiar, pero su vida está atravesada por el descuido y desinterés de sus padres. La película pinta así una Interseccionalidad no forzada. A diferencia de los white saviors, esos personajes blancos que siempre son los buenos y salvan a todo el mundo mientras esconden un racismo intrínseco, aquí los personajes son personajes. No son víctimas, o no son más ni menos víctimas que cualquiera que no es amado o mirado por quienes cree que deberían hacerlo. Son, ante todo, soledades compartidas. 

Lo aprendido es lo que permanece, lo que resiste los embates del tiempo. La condición de posibilidad de la lección es, precisamente, su constancia, es decir, lo que puede repetirse. Al contar de nuevo, sin llamar la atención sobre sus formas cinematográficas, la película pareciera advertirnos que la obsesión moderna por lo nuevo olvida que nada, nunca, se inventa de cero. Tal como le dice Paul a Angus mientras le muestra una antigua pieza con una figura erótica en el museo: “No hay nada nuevo en la experiencia humana, Sr. Tully”. De este modo, la figura de la tradición aparece no como lo conservador de un orden imperante, sino como algo que siempre existió como una potencia latente que necesita de lo nuevo para mirarse, reconocerse y crearse mutuamente todo el tiempo. The Holdovers nos recuerda que únicamente matando la originalidad es que finalmente podemos hacer. Es lo que nos permite seguir, saber que existe una continuidad y que siempre lo que queda es lo que se resiste a morir.