“Hace ya tiempo descubrí, no sin sorpresa,
que los azares del periodismo
me acercaban con persistencia al tema de la muerte”
Tomás Eloy Martínez, Lugar común la muerte
¿Qué es lo que conmueve de una historia?
¿Qué es lo que conmociona?
¿Qué es lo que atrapa?
¿Qué hace que estemos prendidos a la televisión (mirando las noticias), siguiendo cada detalle del intento de esclarecimiento de un crimen cometido hace 40 años?
¿Será el misterio del paso del tiempo?
¿Lo truculento de los detalles?
¿Saber que todo sucedió puertas adentro de una casa de familia de clase media en un barrio acomodado de la Ciudad de Buenos Aires?
¿O la posibilidad de hipotetizar líneas de investigación o posibles motivaciones homicidas sentados en el sillón de nuestras casas como si todo se tratara de un juego de detectives?
Quizás, nada de todo eso. O, quizás, nos conmueva todo eso junto sumado a una idea certera: frente a determinadas circunstancias todos podemos terminar en una historia así.
Entonces, las posibles muertes de Diego Fernández Lima no solo pueden ser nuestras propias muertes sino, también, nuestros propios crímenes.
En el caso, hay una línea de tiempo con elementos esenciales.
Hay fechas, hay hitos, hay escenas difusas, pero sobre todo hay intervalos que nos hacen viajar a todas las argentinas que fuimos en los últimos años.
El pinchazo
Pochi teje todo el día sentada en el mismo sillón que ya tiene la forma de su cuerpo. No le gusta mezclar los colores de las lanas; por eso, de un tiempo a esta parte, solo usa algodón de color cremita. Sus dedos como arañas inquietas. Sus manos conocen mejor que nadie el “punto jersey”: dos agujas, una fila de puntos derechos y luego la combinación del revés. Así también fue su vida, una mezcla de instantes felices cruzados por momentos oscuros.
Pochi teje con la intención de terminar una bufanda para su nieta antes de que finalice el invierno. Pero también teje para no enloquecer. Como lo hizo durante más de 41 años, entrelazando datos, nombres, fechas, testimonios, pistas y silencios.
A Pochi se la conoce por su apodo en Villa Ortúzar, aunque su nombre real es Irma Lima, la madre de Diego Fernández, quien desapareció el 26 de julio de 1984 y cuyos restos óseos fueron hallados en el terreno de la residencia donde vivió Gustavo Cerati.
¿Qué es lo que conmueve de una historia?
¿Qué es lo que conmociona?
¿Qué es lo que atrapa?
Frente a determinadas circunstancias, ¿todos podemos terminar en una historia así? Las posibles muertes de Diego no solo pueden ser nuestras propias muertes sino, también, nuestros propios crímenes.
A pocos centímetros del sillón donde Pochi teje, está la mesita con la televisión. Pero la tele está apagada. Desde mediados de junio de 2025, su familia le pidió que no mirara más noticieros ni programas de panel. La misma indicación recibió respecto a la radio que tiene en la cocina.
—Mejor no la prendas, Ma. Nosotros te vamos a ir contando los detalles —le dijo Javier, el menor de sus hijos, cuidando cada palabra.
Pochi asintió en silencio y no preguntó más. Pero algo dentro suyo se había encendido. Lo presagió desde el momento en que vio aparecer en el living de su casa a ese hombre gigante de buenos modales y voz de locutor: era Maco Somigliana, antropólogo e investigador del Equipo Argentino de Antropología Forense (EAAF).
Fue Maco quien le explicó a los Lima Fernández los detalles del procedimiento que necesitaban realizar para dar un paso más en la búsqueda de Diego. Fueron pocas palabras, las necesarias. Pocos detalles, nada que permitiera generar una falsa expectativa.
Pochi no hizo preguntas. Miró a Marcela y Javier, sus otros dos hijos, miró a sus nietos y estiró la mano para que le pincharan el dedo índice con una lanceta y obtuvieran una muestra de su sangre que, en ese instante, fue a parar a un papel secante.
La última imagen
La línea de tiempo se mueve al día de la desaparición de Diego: 26 de julio de 1984. Pochi era otra. Más jovial. Más enérgica. Menos temerosa. Era jueves. Llovía. Aquel mediodía, tenía la televisión prendida a todo volumen. Era su forma de llenar el silencio que muchas veces sentía en el departamento de Coghlan. Apreciaba el estilo de conducción ameno que ofrecía Ramón Andino en Realidad 84, por Canal 13. Algunas historias policiales, algo de consumo, poco de política, pero sobre todo le interesaba retener los datos del tiempo para recomendarle a cada uno de sus tres hijos de qué manera salir vestidos.
Pochi solo bajó el sonido de la tele cuando Diego, recién llegado de la escuela, le confirmó que se quedaría a almorzar. Su esposo Tito había telefoneado minutos antes para avisar que, finalmente, no llegaría. El local de repuestos de Auto Unión DKW que atendía en Belgrano estaba abarrotado de gente. Y como la situación económica no era buena había que aprovechar.
Pochi teje una bufanda para su nieta. Pero también teje para no enloquecer. Como lo hizo durante más de 41 años, entrelazando datos, nombres, fechas, testimonios, pistas y silencios.
Fue un almuerzo rápido: arroz con queso, como le gustaba a Diego. Después, él le pidió unos pesos para el colectivo (¿14, 15?) le dijo que iría a la casa de un amigo, que volvería a las ocho para la cena y se despidió con un beso.
—¡Llevate una mandarina de postre, hijo!— le gritó Pochi, mientras lo vio abrir la puerta del ascensor y el olor cítrico se fue con él.
Como era su costumbre, cada vez que uno de sus hijos salía, Pochi apuró el paso para espiar por la ventana de la cocina que daba a la avenida Donato Álvarez. Afuera, una llovizna oscurecía el asfalto.
Esa fue la última imagen: Diego de espaldas, con su andar decidido; Diego de espaldas, con sus rulos inconfundibles; Diego de espaldas, desdibujándose entre las ramas de los árboles.
El altar
La línea de tiempo vuelve al presente. A este 2025 que quedará marcado por siempre en la historia familiar.
El cuarto de Diego sigue intacto, como si fuera un altar: limpio y sin polvo. Todo está en el mismo lugar en el que estaba la última vez que se fue, hace 41 años. La misma cama. Las mismas fotos. Las mismas medallas de los torneos de fútbol que Diego ganó jugando al baby en la escuela primaria Jorge Ángel Boero.
A veces, Pochi entra sola al cuarto y se sienta en la cama. Y habla con Diego. Y lo llama. Y así llena el vacío. Y recuerda los buenos tiempos. Y se ríe. Y lo evoca.
Hay una foto de Diego con ocho años posando para el retrato escolar: flequillo desprolijo, sonrisa pícara, paletas prominentes.
Hay una foto de Diego guanteando con su tío boxeador: Celedonio Héctor Lima. El hermano de Pochi, al que todos conocen como “El Gato”, que perdió su primera pelea profesional ante Carlos Monzón. Diego sonríe pero tira una piña con la zurda. Celedonio está serio, mantiene la guardia alta.
Dentro del armario, el casco blanco que Diego utilizaba cuando salía con la Zanella 48 cromada que todavía conservan en un rincón del patio del departamento.
Durante cuatro décadas, Pochi lo buscó junto a su marido Tito. Fue una búsqueda incansable. Recorrieron comisarías, hospitales, juzgados. Aprendieron a leer expedientes, a interpretar silencios, a enfrentar la indiferencia de los medios.
Y todo lo que iban recolectando fue a parar a un cuaderno con la tapa negra símil cuero. Ahí está gran parte de su historia familiar, una crónica de la desesperanza, un relato de la desolación.
El cuaderno
Hipólito Yrigoyen y Sarandí. Parado en esa esquina fue que Tito empezó a convencerse. Tenía un dato. Una dirección. Sentía que, por primera vez, la información podía ser precisa. Alguien le había hablado de una secta que secuestraba jóvenes. Él usaba otra palabra. No le gustaba decir “secuestrado”, sino “chupado”.
Para él, Diego había sido “chupado” por un secta satánica que quería sus órganos para traficarlos. Y ahora estaba parado en el frente de ese edificio donde suponía que podía haber algún rastro de Diego.
La línea de tiempo vuelve a los años 80. Más precisamente al invierno de 1985.
A Tito también se lo conocía por su apodo en Villa Ortúzar, aunque su nombre real era Juan Benigno Fernández, el padre de Diego Fernández Lima, desaparecido el 26 de julio de 1984. Faltaban cuarenta años para que alguien desenterrara sus restos óseos en en el terreno de la residencia donde vivió Gustavo Cerati.
Ya había pasado el primer año de la desaparición. Ya habían consultado a esa parapsicóloga que les sacó los pocos pesos que le quedaban. Ya habían viajado a Orán, Salta, después de haber recibido aquella llamada anónima; ya habían transitado las rutas de Mendoza persiguiendo ese dato de que lo habían visto a Diego saliendo de una estación de servicio; ya habían recorrido los rincones oscuros de Lanús alertados de que un linyera se parecía a su hijo.
Ya habían hecho todo lo que estaba a su alcance cuando llegó la pista de la secta. Tito abrió el cuaderno y anotó: “secta Moon también conocida como Iglesia de la Unificación”. Anotó, con el pulso tembloroso, todos los datos que pudo. Y después de anotar se puso en marcha. El lugar de la sospecha no era en el radio de búsqueda que habían fijado en base al último testigo. Un amigo de Diego había marcado la esquina de Naón y Monroe porque el mismo día de la desaparición lo alcanzó a ver desde arriba del colectivo caminando sin problema.
Pero la pista de la secta lo llevaba a Balvanera, a metros del Congreso de la Nación. Entones, Tito agarró la bicicleta, puso en un folio los panfletos con la foto y los datos de Diego, y pedaleó hasta el lugar.
Ahora Tito estaba apoyado en la marquesina de un local sin dejar de mirar hacia el sexto piso de ese edificio. Porque ése había sido el dato que había anotado en su cuaderno. Ésa era la pista que perseguía: un edificio art decó blanco con ventanas de madera que daba vuelta la esquina.
Ahí podía haber algún rastro de Diego, por eso estuvo todo el día haciendo guardia. Por eso la noche lo encontró desabrigado en el lugar. Desde esa posición, Tito observó cómo las luces del sexto piso se encendían mientras los techos y las paredes se pintaban con las sombras de los habitantes del departamento. Figuras sombrías y amorfas que bailoteaban como marionetas gigantes.
El cuarto de Diego sigue intacto, como si fuera un altar: limpio y sin polvo.
Es acá, pensó Tito, pero no se animó a tocar el timbre. Tampoco a llamar a la policía.
La frustración fue enorme cuando el encargado del edificio, alertado por los vecinos de que había alguien sospechoso, se le acercó.
—Disculpe, señor, lleva todo el día mirando una ventana, ¿busca algo? —preguntó.
Ahí Tito pudo saber que la pista de la secta estaba errada. Era otra falsa alarma. En el sexto piso vivía una familia con dos criaturas que nada tenían que ver con ritos satánicos ni venta de órganos.
A los pocos meses, Tito siguió la búsqueda y logró que la prensa lo atendiera.
Fue una cronista de la revista “¡Esto!”, del diario Crónica, la que visitó a la familia Fernández Lima en su departamento de Coghlan. Querían reconstruir la desaparición de Diego. Querían ayudarlos. El 16 de mayo de 1986 se publicó la entrevista.
Ahí están Tito y Pochi de espaldas a la cámara del fotógrafo. Pensaron que la nota podía despertar interés en los noticieros. Se imaginaron a José de Zer recorriendo pastizales con su tono agitado y su pelo al viento. Se imaginaron a Enrique Sdrech interpelando a los policías que habían dejado de buscar.
Pero nada de todo eso sucedió.
La línea de tiempo vuela a 1991. El comienzo de la década menemista. Otra esquina: Galván y Congreso.
Ahora sí, Tito, estaba bien orientado en el radio de búsqueda. Ahora sí estaba cerca de su hijo, cuando una camioneta de reparto lo pasó por arriba a pocas cuadras donde 40 años después encontrarían los restos de Diego, el 20 de mayo de 2025.
NN
El auto avanzaba por la ruta provincial 192 en medio de un silencio denso. Javier, el más chico de los Fernández Lima, iba al volante; su madre, Pochi, en el asiento de al lado ordenaba la carpeta con los recortes de diarios.
Una vez más, otra pista.
Una vez más, la posibilidad de que Diego estuviera vivo.
Quizás internado como un NN, quizás desmemoriado y perdido entre los pabellones de la Colonia Montes de Oca, el mismo lugar donde se había perdido el rastro de la doctora Cecilia Giubileo, el 16 de junio de 1985.
Quien los animó a hacer ese viaje a 80 kilómetros de la Capital fue María Esther Cohen Rúa, una mujer que dirigía desde hacía años la Comisión Esperanza, una institución dedicada a buscar gente que un día salió de su casa y nunca más volvió: “los desaparecidos de la democracia”.
María Esther conocía la historia de Diego. Se había entrevistado con su familia en más de una oportunidad.
Desde la desaparición de Diego hasta hoy, una línea de tiempo que atestigua todas las Argentinas que fuimos en estos 41 años.
Llegaron a la colonia a media mañana. El aire olía a eucaliptos y desinfectante. Un enfermero los orientó hasta uno de los pabellones. En una sala despojada, los esperaba el joven con la mirada perdida y el cuerpo flexionado.
Pochi no dijo nada. Solo lo miró. Y supo enseguida que debían irse.
No era Diego. Ni siquiera se parecía.
Javier intentó preguntar algo más, tal vez para confirmar lo que ya era evidente, pero su voz se quebró antes de llegar a la mitad de la frase. El muchacho los observó con una mezcla de curiosidad y distancia. Ni siquiera entendía lo que buscaban.
Fue en ese momento, frente a la nueva pista falsa, que volvió a emerger con fuerza el viejo fantasma de la ausencia. El mismo que arrastra a una madre y a un hermano hasta los límites de la esperanza, solo para confirmar otra vez que el vacío sigue ahí.
Los huesos en el jardín
La línea de tiempo vuelve al presente. 20 de mayo de 2025 a las dos de la tarde. La pala golpeó algo duro. No era un cascote. Tampoco restos de cemento. El albañil frenó el ritmo mecánico de su brazo. Se agachó, retiró un poco de tierra húmeda con la mano y se quedó inmóvil.
Lo que había quedado al descubierto no era parte de los escombros ni del pasado arquitectónico de la casona que alguna vez había sido hogar del músico Gustavo Cerati. Era un hueso que parecía humano mezclado con “un trozo de tela color bordo”.
Entonces raspó un poco más y, enseguida, la tierra fue escupiendo más restos: “un fragmento de tela azul, fragmentos de calzado, un llavero color naranja, una llave, un fragmento metálico tipo dije con inscripción en idioma extranjero, un fragmento de reloj con inscripción ‘CASIO 134 CA-90 STAINLESS STEEL BACK JAPAN R 270908’ y un fragmento de etiqueta”.
Todos fragmentos de una época, las piezas de una vida trunca que permitieron fijar la década del ochenta como el momento probable del homicidio.
El encargado de la obra, Fernando Daniel Scarfo, un joven arquitecto y técnico en Seguridad e Higiene, se encontraba en el lugar monitoreando los avances y la preparación del terreno para un desarrollo inmobiliario.
Cerca suyo, Chuky, uno de los albañiles, paleaba en la zona de la medianera con la propiedad contigua. Fue él quien primero notó cómo, al ceder la tierra en un rincón del pozo, algo extraño rodaba hacia abajo. No había dudas. Era un fémur. Recién ahí se convencieron de que debían llamar a la policía.
Una chispa
En la casa lindera, donde aparecieron los restos óseos, vive la familia Graf. Llegaron en 1974, durante el gobierno de Isabel Perón, cuando Susana Elena Grassle y Federico Alberto Graf soñaron el nido familiar. Barrio de familias alemanas, con escuelas cerca y un movimiento adecuado para las edades de sus hijos.
Hay una coincidencia ineludible en la historia. Cristian Graf, el menor de esa casa, iba almismo colegio que Diego Fernández Lima: la Escuela Nacional de Educación Técnica N° 36 Almirante Guillermo Brown, ubicada en la esquina de Ballivián y Donato Álvarez.
¿Cuál era el vínculo entre Diego y Cristian?
¿Qué pasó aquella tarde?
¿Qué lo llevó a Diego hasta el lugar?
Cuándo se despidió de Pochi y aceptó la mandarina de postre, ¿fue directo a la casa de los Graf? ¿O hubo alguna escala?
¿Diego llegó solo a lo que luego se convertiría en la escena de su crimen?
La línea de tiempo, ahora, vuelve al día de la desaparición: 26 de julio de 1984.
Es difícil saber qué ocurrió exactamente cuándo Diego cruzó la puerta de la casa de su compañero de escuela. Lo que pasó ahí adentro quedó grabado en las marcas de sus huesos: una muerte violenta, seguida de un fallido intento de descuartizamiento con una herramienta que bien podría haber sido un serrucho.
Un plan desesperado e improvisado.
En cada asesinato, lo que más compromete al asesino no son las pruebas recolectadas en la escena, sino lo que cuenta el cadáver. El cuerpo siempre es un testigo mudo.
Tampoco está claro quién (o quiénes) estaba (o estaban) adentro de la vivienda de Congreso 3742. Pero sí es posible inferir algo que resulta decisivo: el crimen no fue planificado, no hubo cálculo sino una chispa que encendió la muerte.
¿Una discusión? ¿Un impulso? ¿Un instante de confusión?
El asesino (o los asesinos) usó (o usaron) lo que tenían a mano: un arma impropia, encontrada en la escena primaria del crimen.
¿Una cuchilla de cocina? ¿Una herramienta con punta? Nadie lo sabe con certeza.
Lo que sí arroja la pericia forense es que Diego murió producto de una herida punzante en la cuarta costilla derecha. El expediente lo describe con precisión clínica. “En el tercio esternal del cuerpo costal, sobre borde inferior, corte lineal; en cara external… lesión consistente con trauma cortopunzante, de dirección derecha a izquierda.”
También presentaba heridas similares en las articulaciones, como si se hubiese intentado desmembrar el cuerpo.
El plan macabro era claro: intentar borrar lo ocurrido.
A Diego lo enterraron en una “sepultura criminal” de 60 centímetros de profundidad, entre las raíces de un banano y una Santa Rita.
Las excavaciones en el terreno lindero revelaron el secreto y empezaron a cerrar la historia.
La sangre del dedo de Pochi logró el match genético tras un trabajo arqueológico de los antropólogos argentinos. En cada asesinato, lo que más compromete al asesino no son las pruebas recolectadas en la escena, sino lo que cuenta el cadáver.
El cuerpo siempre es un testigo mudo. Entrega rastros a los investigadores. Por eso, el asesino casi siempre intenta tomar distancia del cadáver. Transportarlo. Moverlo. Pero no siempre puede. Entonces, enterrarlo en el mismo lugar del crimen emerge como una decisión tan práctica como desesperada. Y, en muchos casos, se convierte en el primer error. Y ese error conduce directamente al esclarecimiento.
Pochi sabe poco del curso de la investigación. Sabe lo que tiene que saber. Ni más ni menos. No conoce detalles truculentos ni hipótesis apresuradas. No sabe que la ausencia de su hijo se convirtió en un tema de discusión nacional.
La tele y la radio siguen apagadas; y ella sigue tejiendo esa bufanda de lana de algodón cremita que quiere regalarle a su nieta antes de que termine el invierno.