Arte y gentrificación


La nueva clase cultural

Los artistas y creativos se han vuelto un activo estratégico para que financistas, gobiernos municipales y constructores desarrollen proyectos inmobiliarios. Las ciclovías, las cervecerías artesanales, la promoción de barrios emergentes, la proliferación de festivales auspiciados por bancos, enumera como ejemplos del fenómeno Martha Rosler. El rol de las artes como proveedoras de la materia prima para comprender las nuevas formas de la lucha de clases en la ciudad postindustrial. Un adelanto de “Clase cultural. Arte y gentrificación” (Caja Negra Editora).

Los liberales son felices celebrando a los artistas o, incluso mejor, a los creativos –ese grupo amorfo de cerveceros, panaderos, granjeros urbanos y baristas– en tanto sus festivales y sus celebraciones puedan ser patrocinados por bancos, corporaciones y fundaciones; y sus esfuerzos capitalizados cívicamente. Los institutos de arquitectura albergan encuentros y publican gacetillas promocionando ciudades “vivibles”. Las instituciones de arte obtienen beneficios al suscitar la atención de las fundaciones y de las agencias gubernamentales, pero los costos también son considerables. Los artistas, ya cómplices (a sabiendas o no) de la renegociación del espacio urbano para las élites, fueron llamados, hace tiempo, a involucrarse en el management social.

Hace tiempo, en efecto, que se han extendido las concesiones inmobiliarias a los artistas y a pequeños proyectos sin fines de lucro con la expectativa de mejorar el atractivo de barrios “emergentes” y convertirlos en grandes fajos de dinero producto de alquileres de lujo. La importancia del arte y de lo “arty” permite a museos y a estudios de arquitectura, así como a los artistas, colectivos de artistas y administradores de pequeños proyectos artísticos sin fines de lucro, insertarse en la conversación acerca de la actualidad cívica.

Difícilmente los artistas puedan no ser conscientes de cómo los posicionan las élites urbanas: desde los intereses municipales e inmobiliarios hasta los coleccionistas de lujo y las asociaciones de amigos de los museos. De un modo irónico, quizás también sea el momento en el cual el compromiso social por parte de los artistas se convierta en una modalidad cada vez más viable dentro del mundo del arte, y los curadores jóvenes se especialicen en proyectos de práctica social.

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Muchos artistas fueron a escuelas de arte con la expectativa de ganar mercados, y a menudo contrajeron para ello una pesada deuda. Las escuelas se volvieron gradualmente las gestoras y diseñadoras del desarrollo artístico; por un lado, preparan a los artistas para entrar al mercado del arte y, por el otro, a través de los departamentos de práctica pública y práctica social, moldean las restricciones disciplinarias de un arte que puede ser visto como un aparato menor de gobierno.

Estos programas son seminarios seculares de “nuevas formas de activismo, prácticas basadas en la comunidad, organización alternativa y liderazgo participativo en las artes” que exploran “los múltiples vínculos entre el arte y la sociedad para examinar las maneras en que los artistas […] se involucran en los asuntos cívicos y articulan su voz en el ámbito público”.

Para volver otra vez la mirada sobre los Estados Unidos –pero no solo– las instituciones de arte y arquitectura están muy contentas de ser arrastradas por la corriente del planeamiento urbano ligada a la clase creativa. La fábrica de automóviles de lujo BMW, que pertenece claramente a la matriz de la vieja economía, se ha asociado con el Museo Guggenheim para crear “un laboratorio móvil que viaja alrededor del mundo para inspirar ideas innovadoras para la vida urbana” en asociación con los nombres de algunos artistas y arquitectos de alto perfil.

 El “Lab” conecta con firmeza el museo, la corporación, el arte, la arquitectura y el entretenimiento con el aburguesamiento de las ciudades. La ciudadanía urbana reemplazó a otras formas de embellecimiento del aura citadina para los así llamados “ciudadanos corporativos”.

Dicho sea de paso, a todos ellos les gustan las bicicletas. Lo mismo le sucede a la liga de arquitectos Urban Omnibus [Ómnibus Urbano], a la cual también le gusta “el arte como activador urbano”. Urban Omnibus es un proyecto online de la respetada Liga de Arquitectos de Nueva York, y está financiado por fundaciones, por la ciudad de Nueva York y por el gobierno federal. Su reciente artículo “Civic Action: A Vision for Long Island City” [“Acción cívica: una visión para la ciudad de Long Island”] describe un nuevo emprendimiento, desarrollado por dos museos de arte contemporáneo locales, que “invita a equipos liderados por artistas a proponer visiones para el futuro de la ciudad de Long Island”, un barrio en el distrito de Queens, Nueva York, que es una ruina posindustrial con nuevos desarrollos residenciales de lujo en el frente costero.

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Otro artículo, “Making Room” [“Haciendo lugar”], presenta “un proyecto de indagación, diseño y apoyo para dar forma a los galpones de Nueva York haciéndole un lugar a las necesidades cambiantes de nuestro actual modo de vida”.

Mientras escribo, en marzo de 2012, veo un artículo en un sitio web en el cual un escritor freelance describe una “casa abierta” en una cárcel recientemente renovada, la Casa de Detención de Brooklyn, un hecho cuyo objetivo es aplacar a los gentrificadores del barrio.

Estoy valiéndome del Lab y Urban Omnibus para simbolizar los esfuerzos innumerables de las agencias de las ciudades y de las instituciones de élite, y de algunas instituciones independientes o vinculadas con universidades públicas que aún transitan un camino no corporativo, por adoptar la creatividad ahora virtualmente naturalizada y los memes que resultan amigables a los hipsters planteados en términos de imaginación, diseño y promoción; del mismo modo en que, en ciertos sentidos, estoy usando el nombre de (Richard) Florida en representación de la tesis de la clase creativa que su obra ha ayudado a convertir en jerga dominante de las políticas urbanas.

Como he sostenido, la versión de Florida acerca del modelo de transformación urbana del SoHo no logra captar la complejidad de la acción de los actores involucrados por fuera de sus escenarios reduccionistas. Así como la ciencia ha sido vista por la mente capitalista como un peldaño necesario hacia la tecnología (un término del mundo de los negocios), la creatividad es contemplada como el ingrediente necesario en términos de “innovación”.

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Las clases creativas, tal como las construye Florida, operan estrictamente dentro de la visión del mundo diseñada por la imaginería capitalista. Incluso aquellos que no son simples empleados en empresas de alta tecnología son considerados sencillamente como capaces de montar pequeños negocios o presentar una oferta de servicios retro-boutique que actualizan ecos de los negocios barriales o delicatessen de los Estados Unidos de la preguerra o incluso de “comerciantes” del siglo XIX (¡próximamente será el carro del lechero y el sodero!) así como también de los idealizados pequeños comercios franceses o italianos de pueblos y ciudades. No tienen una función por fuera de la aplicación de sus capacidades imaginativas para beneficio de los gentrificadores y de la gente pudiente. No tienen una función respecto de la política a gran escala y la transformación social. Es verdad que este modelo de Florida no está dedicado estrictamente a aquellos a quienes los lectores actualmente reconocen como artistas. Pero, aquí, la imagen que se tiene de la acción de los artistas en el mercado es aún peor, en tanto su potencial valor social es de modo bastante directo el de servir a los intereses de una clientela internacional satisfaciendo a las más enrarecidas cumbres de ingresos: un rol servicial que se paga muy bien y en cuya aspiración se formaron varias generaciones de artistas.

Pero esta no es la imagen que la mayor parte de nosotros como artistas, curadores o críticos quisiera reconocer. Al igual que los participantes de otros movimientos que tienen lugar alrededor del mundo, y al igual que los participantes de movimientos más antiguos, los artistas tienden a desear brindarse a sí mismos, sus energías y sus capacidades a los fines de la mejora social y de los sueños utópicos, y no necesariamente como actores contenidos dentro de los marcos institucionales autorizados. La imaginación artística sigue soñando con la acción histórica. En una recesión económica prolongada como la que estamos viviendo ahora, y mientras la tesis de la clase creativa muestra sus límites respecto a su capacidad para salvar ciudades en crisis, empieza a volverse más claro que los artistas y otros miembros de la comunidad del arte pertenecen a una clase pan– (o no) nacional cuya composición se forja cruzando fronteras y cuyos miembros se inclinan, como el cliché lo demanda, a pensar globalmente y actuar localmente.

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Los movimientos políticos son perpetuamente perseguidos acusados de tener nostalgia de los años sesenta e incluso del luddismo, un resultado del antimodernismo de gran parte de la contracultura de esa década. La gente de izquierda es rutinariamente ridiculizada por la derecha como “malditos hippies roñosos”, y una vez iniciadas las ocupaciones, la derecha no tardó en instrumentar esta imagen para desacreditar a los ocupantes. Pero las constelaciones del disenso cambiaron enormemente desde los sesenta. Si la gente está apuntando a separarse de la modernidad, lo hace recurriendo a otro rango de teóricos continentales y sin el modelo de impugnación política del Tercer Mundo –un modelo en el cual el campesino aparecía fuertemente como un ideal–, o el de la tribu nómade, para aquellos que no se inclinaban por la revolución socialista.

La revolución ahora parece más anarco-sindical, o tal vez al estilo de los consejos de comunas, y no tanto marxista-leninista. La ciudad no es solo un territorio a ser evacuado, ni el lugar de la guerra de guerrillas; es tanto un rompecabezas conceptual como un campo de batalla en el que las hogueras son la guerra de clases en cámara lenta, y la agricultura es incorporada no por soñadores en ropa informal sino por quienes quieren adoptar el garbo del apicultor o del paisajista profesional.

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Puede que los “creativos” no traigan consigo solo un cierto entrenamiento en el diseño y en el trabajo con las marcas– y también un conocimiento de las consignas históricas de la izquierda y de la actuación callejera– sino también la capacidad de trabajar con herramientas tecnológicas en investigación, estrategia e implementación de acciones en espacios tanto físicos como virtuales. Por lo general son de clase media, ya sea en términos reales o funcionales, y se sienten cómodos con los discursos y los modos de la iniciativa intelectual requeridos en la educación superior o media. El oficio y el talento se ven involucrados en un marco que difiere significativamente del de otras épocas; sin embargo, el rol hegemónico de las industrias del conocimiento y de los “dispositivos” de producción y comunicación electrónica hacen de ese marco algo prácticamente ubicuo.

Las agendas a menudo flexibles de los artistas y de otros miembros de los sectores precarios de las clases creativas/bohemias de Florida también permiten una libertad para participar de encuentros y acampadas, una capacidad para modificar compromisos de tiempo y de trabajo que no está disponible para todos.

Podemos ver a los activistas de la ocupación instalando un reclamo, creando una presencia, fundando una nueva esfera pública, reclamando el restablecimiento de ciertas políticas al no presentar pedidos a los gobiernos representativos y poniendo, en cambio, en funcionamiento la democracia por ellos mismos (la democracia ha sido parte de la marca nacional de los Estados Unidos por mucho tiempo, aunque usualmente combinada con el doble cañón del neoliberalismo o el neoimperialismo).

Al tiempo que le doy la bienvenida a lo nuevo, no puedo dejar de señalar lo viejo; no me refiero a las demandas por el autogobierno enarboladas en el siglo XVIII por un grupo de rebeldes burgueses en las colonias americanas sino al Movimiento por los Derechos Civiles de los Estados Unidos y a uno de sus hijos, el movimiento estudiantil de los años sesenta, de alcances mundiales y carácter antibélico, inspirado en el de la Libertad de Expresión, para el que la democracia –la democracia directa, sin representación– fue una idea fundacional, al menos como grado cero del movimiento de los primeros años.

En el contexto actual, la contribución de artistas célebres como Shepard Fairey (famoso por su póster de la campaña Obama/Hope [Obama/Esperanza] de 2008) fue ampliamente valorada, pero está al margen de la cuestión, y lo interesante es poder ver a las ocupaciones mismas como grandes obras públicas de arte procesual con un elenco de varios miles de personas.

La gran mayoría de los artistas –quienes forman el núcleo del ejército urbano no pago o mal pago de cuyas actividades quieren valerse los acólitos de Florida– vive en un estado de precariedad que puede llevarlos a buscar soluciones sociales en formas nuevas e inesperadas. Aquí es donde entra en escena el llamado modo artístico de producción. En un escrito de 1982, la socióloga de lo urbano Sharon Zukin identifica esta precariedad de la vida bohemia como una de las cinco formas principales en las que este modo artístico de producción afecta al entorno urbano.

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Las otras incluyen la “manipulación de formas urbanas [y] la transferencia del espacio urbano del viejo mundo de la industria al ‘nuevo’ de las finanzas, o del ámbito de la actividad económica productiva al de la actividad económica no productiva”; bajar las expectativas sobre la provisión de vivienda como resultado de la sustitución de las casas arregladas con estilo “bohemio” por viviendas contemporáneas; y, por último, la función ideológica: Mientras los trabajadores de cuello azul [los operarios] se esfuman del corazón de la ciudad financiera, se crea una imagen de que la economía de la ciudad ha llegado a una meseta posindustrial. Como mínimo, esto desplaza los asuntos de las relaciones de trabajo industrial a otro terreno.

Si la tesis de la clase creativa puede ser vista como una especie de himno a la armonía entre los “creativos” y los financistas –junto con los líderes de la ciudad y los intereses inmobiliarios– que guía a la ciudad hacia una condición posindustrial, quizás las actuales actividades comunitarias puedan entenderse como la erupción de un nuevo conjunto de cuestiones relativas a un nuevo conjunto de relaciones sociales de producción.

Recordemos que el modo de producción incluye no solo a las fuerzas de producción sino también a sus relaciones y que, cuando ambas entran en conflicto, emerge una crisis.

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En este sentido es interesante que el grito de guerra haya sido “Occupy” (“Ocupemos”, una consigna en la que resuena la instigación similar de Florida a gentrificar); esto es, ocupar el espacio, ocupar la imaginación social y política de una forma análoga a aquella en la cual movimientos anteriores radicalizaron los reclamos de libertad, república e igualdad convirtiéndolos en proclamas por la emancipación, la democracia y la justicia. Florida dice “gentrifiquemos”; nosotros decimos “ocupemos”. Esto nos lleva al próximo paso, ya en marcha. Lo que las ocupaciones lograron fue hacer visibles entre sí a miembros de distintos grupos sociales: agrupaciones barriales, grupos que luchan por los derechos de los inmigrantes, grupos de trabajadores –tanto organizados como no. En la primera fase de Occupy se trató de colocarlos en alianzas temporarias. Son estas alianzas las que forman el núcleo duro de la ocupación del presente y del futuro.