Crónica

Beca Universidad de Texas + Anfibia


Bolivia: Los linchados de El Alto

El Instituto Teresa Lozano Long de Estudios Latinoamericanos (LLILAS) y la revista Anfibia crearon una beca para que un doctorando de la Universidad de Texas y un cronista investiguen y escriban juntos un texto. Después de ganarla, el sociólogo Jorge Derpic viajó a Bolivia y trabajó con el prestigioso cronista Alex Ayala. No fue simple: no hay informes oficiales. La policía los registra como homicidios o tentativas de homicidio, pero basta leer los diarios o ver los noticieros locales para descubrir que todos los meses allí intentan ajusticiar a algún ladrón. En ellos participan desde jubilados a profesionales universitarios. A pesar de que algunos medios los venden como “Justicia comunitaria”, la Defensoría del Pueblo niega terminantemente esta asociación. Como en Fuenteovejuna los asesinos son todos y, a la vez, ninguno. Surge la masa y con ella el pacto de silencio.

Fotos: Álex Ayala Ugarte

Cuando alguien aprieta el botón blanco, Edson gira la cabeza esperando ver un rostro al otro lado de un vidrio.

Periodistas por el intercomunicador (P): ¿Cómo te sientes, Edson?

Edson (E): Todavía mal porque no puedo recuperarme del todo. Sigo con dolor. Tengo que caminar, pero no puedo. Nadie me ayuda. Ése es mi problema.

P: ¿Recuerdas quiénes son las personas que te han prendido fuego?

E: Los mismos vecinos. El presidente de la zona. Los que ayudan por ahí. Los jóvenes. Ellos más que todo. Son revoltosos, ¿no ve?

P: ¿Todos querían golpearte?

E: Sí pues. No me dejaban salir. No sé qué garantías querían, no se les entendía.

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Lleva más de dos meses rotando de cama en cama en la moderna sección de quemados del hospital Boliviano-Holandés de la ciudad de El Alto. Pasó de terapia intensiva a la sala cuatro, a la sala uno, a terapia intensiva nuevamente y, desde hace tres semanas, otra vez, a la sala uno. Lo asustan los sonidos inesperados: un cuchillo cuando cae sobre un plato, una puerta que se cierra de golpe. No es consciente aún de que sufre un trastorno de estrés postraumático. Dos veces a la semana, lo trasladan a un quirófano último modelo para hacerle injertos de piel en las regiones chamuscadas de su cuerpo. Y después lo devuelven dopado a su cuarto.

El 27 de mayo, cuando lo internaron, Jorge Romero, el médico que lo operó, cirujano plástico experto en reconstrucción de mamas acostumbrado a lidiar también con epidermis quebradizas y rostros desfigurados, interrumpió una cena privada en un restaurante de La Paz. Le habían dicho que el estado del paciente era realmente complicado. Su primer diagnóstico incluyó la posibilidad de que las heridas lo mataran. Edson, la primera víctima de linchamiento atendida en el Boliviano-Holandés, parecía un cuero de oveja viejo.

***

Cuando te queman, los huesos cambian de color —pasan de un blanco amarillento cremoso a un amarillo oscuro y luego a un negro parrillero—, la carne crepita mientras se derrite lentamente. Cuando te desnudan y te tiran agua helada, lo primero en congelarse son la nariz, las orejas, los dedos. Se adormecen poco a poco las articulaciones, la piel se convierte en una superficie pálida. Y después: el colapso, la muerte celular, las áreas gangrenadas. Cuando te dan una paliza, el cuerpo estalla: la cabeza explota, los párpados se hinchan, un brazo o una pierna se quiebran. Y el holocausto dentro: las hemorragias asesinas, las que te matan, son las internas.

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En los linchamientos, suele repetirse el mismo patrón: primero atrapan a alguien in fraganti cometiendo algún delito; luego, hombres y mujeres enfurecidos deciden aplicar la pena capital al extraño que invadió su espacio; un primer manotazo en la cara; patadas; más patadas; alguien que le echa gasolina al sospechoso; alguien, otra sombra, que le prende fuego; después silencio, un muro sordo como epílogo del ruido. Y al final, todos —la turba: decenas, a veces cientos de personas llenas de rabia— vuelven a sus casas como si no hubiera sucedido nada. Siempre, en el principio, el barrio. Siempre, en el final, una masa maltratada que antes era un cuerpo.

***

Algunos medios de comunicación venden a sus audiencias la idea de que los apaleamientos en áreas urbanas son prácticas aceptadas, bajo la etiqueta de “justicia comunitaria”. Muchos alteños creen hacer uso de ella cuando queman a un supuesto criminal o lo cuelgan de un poste. Pero si una cosa y otra fueran elementos químicos, ambas estarían muy alejadas en la tabla periódica.

La Defensoría del Pueblo sostiene que en ningún momento se pueden concebir estas agresiones como un tema de justicia paralela. “Vulneran el principio elemental del derecho a la vida, a un juicio previo, a la integridad”, señala uno de sus documentos.

Entre el año 2001 y el primer semestre de 2008 hubo por lo menos 88 intentos de linchamiento en barrios céntricos y alejados de la ciudad de El Alto. Nueve de ellos acabaron con la muerte de los linchados. Los datos surgen de una investigación del sociólogo boliviano Juan Yhonny Mollericona; no hay ningún informe confiable que muestre lo que sucedió desde 2008 hasta 2013. La policía registró esos hechos como homicidios o tentativas de homicidio. Pero basta un simple vistazo a la prensa y a los noticieros para darse cuenta de que hay entre uno y cuatro amagos de linchamiento al mes. Cambian las víctimas, los verdugos, los escenarios, pero las historias se repiten.

Un reporte del Observatorio de Seguridad Ciudadana advierte que cuatro de cada diez alteños identifican la delincuencia como su mayor problema. Ante la ola de delitos, algunos de ellos piensan que lo único que les queda es actuar: el ataque como mecanismo de defensa. Por eso a veces se recurre al linchamiento, que aparece en el imaginario colectivo de algunos sectores de la población como “justicia comunitaria”.

El profesor estadounidense Daniel Goldstein explica que la categoría “justicia comunitaria” nació a finales de los 90, tras una serie de estudios financiados por el Banco Mundial que intentaba interpretar la gran variedad de formas que se usan para resolver conflictos en las comunidades rurales de Bolivia. Hoy en día, está reconocida por la Constitución, que le otorga la misma jerarquía que a la justicia ordinaria y admite que, en las jurisdicciones indígenas, originarias y campesinas, las faltas se castiguen a través de asambleas que imponen diferentes penas: sanciones económicas, trabajo comunal, destierro.

En 2010, Félix Patzi, candidato del presidente Evo Morales a la Gobernación de La Paz por aquel entonces, fue condenado a fabricar mil ladrillos para su comunidad por conducir ebrio. En El Alto, es habitual que se expulse de un barrio a familias enteras si se les pilla robando. Pero la ley establece ciertos límites: dice que los linchamientos no son aceptables y que deben ser prevenidos y sancionados por el Estado.

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“Como unidad del orden, debemos resguardar la vida de todas las personas, se trate o no de delincuentes, tengan o no tengan antecedentes”, dice sentado en su despacho el ex director de la Fuerza Especial de Lucha contra el Crimen de El Alto, Ramiro Magne.
En conversaciones informales, cuando se les consultó sobre la justicia comunitaria, algunos dirigentes bastante experimentados mostraron que no hay una posición única sobre el tema. Dijeron tener claro que usar un cinturón para pegarle a un delincuente es aceptable, pero que jamás permitirían que se atente contra la vida de nadie. ¿Quién determina dónde parar?, eso no lo especificaron.
Goldstein se pregunta si, de acuerdo al énfasis implícito en la Constitución sobre el carácter rural de la justicia comunitaria, es legítimo atribuir su presencia en los centros urbanos con migración indígena o si estos migrantes simplemente se apropian del término en un “acto político de imaginación creativa” que les permite interpretar la confusión que los rodea. Mollericona, el sociólogo, considera que las acciones justicieras son una reacción ante la falta de una presencia efectiva del Estado, de seguridad y de castigo para los delincuentes; y define los ajusticiamientos como “fenómenos extrajudiciales” usados para castigar a los infractores de la ley y a los que no respetan las reglas mínimas de convivencia.

***

—Todo esto lo vamos a pavimentar —dice Esteban Ticona apuntando con el dedo hacia una avenida todavía sin asfaltar en la urbanización 30 de septiembre, donde en 2010 lincharon a una mujer que robó dentro de una casa. Ticona es uno de los policías de la División de Homicidios de la ciudad y el principal dirigente de esta zona. En El Alto, los vecinos organizan cada sector como si se tratara de una especie de gobierno en diminuto: escogen presidente, vicepresidente, secretario de hacienda, secretario de deportes. Desde hace unos meses, Ticona ocupa el cargo más alto de este escalafón.

—Y esta otra vía —dice— es la calle de las Flores.

La tierra parece desmentirlo. No se ve una sola flor. Ni siquiera hay un pétalo en el suelo. El paisaje es repetitivo, similar al que se puede encontrar en otros rincones de la periferia alteña: construcciones de una o dos alturas de adobe y ladrillo descubierto, basura en las esquinas, elevaciones no muy pronunciadas de arena y piedra.

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Ticona tiene 42 años y es petiso. Lleva anteojos y una funda de oro en uno de sus dientes. Viste pantalón deportivo y usa sombrero de ala. Se mueve despacio, con pasos anchos, como un dandy. Cuando llegó, este lugar parecía más una parcela de cultivo que un centro habitable. Tuvo que levantar su hogar en medio de rebaños de ovejas y de vacas.

—Ahora esto es otra cosa —aclara—. Ahora tenemos agua potable y hasta gas domiciliario.—Pero antes no, no había nada, antes no había más que pampa.

Aquí, en la calle de las Flores, dice Ticona que atraparon a la mujer, Rosa Huanca Mamani, que intentaba llevarse un televisor. La ataron con sus propias trenzas a un alambrado, la rodearon con llantas, la prendieron fuego. Según Ticona, murió ahogada por el humo. Otros dicen que calcinada. Nadie se apiadó.

—Yo la conocía —dice Ticona—. Tenía siete hijos y robaba para alimentarles. Yo la había salvado antes de otro linchamiento. La habían desnudado. Cuando escapaba con ella, me dejaron cojo de una pedrada (Ticona se remanga el pantalón y muestra la pierna como si aún le doliera). La segunda vez, fue demasiado tarde, no pude hacer nada. Me avisaron por celular. Cuando llegué estaba casi muerta. Llamé a mis compañeros de servicio, di media vuelta y me marché. No quería meterme en líos.

Aquel día, Ticona, el policía acostumbrado a los asesinatos, a levantar cadáveres, coleccionar escenas siniestras, prefirió escapar.
—No había ya ni cómo involucrarse.

LINCHADOS DEL ALTO

En Bolivia, el linchamiento como forma de organización colectiva para sancionar una injusticia de manera violenta no es nuevo. A los casos ocurridos durante las rebeliones indígenas de principios del siglo XX —en las que fueron asesinados corregidores y terratenientes de algunos sectores rurales del país—, se añade el del linchado más famoso de la historia nacional: Gualberto Villarroel.

En julio de 1946, el presidente Villarroel fue derrocado por una turba que lo apuñaló y lo golpeó con saña dentro del Palacio de Gobierno de La Paz. Tiraron su cuerpo a la Plaza Murillo desde uno de los balcones; lo colgaron de un farol, lo expusieron al público. Según los promotores de aquel linchamiento, con su muerte se evitó una guerra civil. Hoy, en los barrios de El Alto, algunos de sus habitantes dicen que con acciones similares buscan evitar que la criminalidad se extienda.

En Franz Tamayo, un barrio a media hora de distancia de La Ceja, el corazón de El Alto, cuando hay lo que ellos llaman “movimientos raros”, como si estuvieran en Carnaval, los vecinos se avisan entre sí con petardos y silbatos. A veces también lo hacen con sus celulares: por mensaje de texto. Todos están en constante alerta. Lo último que hicieron arder, dice Ricardo Peñasco —35 años, lentes ligeramente oscuros, bizco, dueño de una las carnicerías más prósperas de este sector—, fue un vehículo blanco, sin ocupantes.
—Era de unos ladrones. Se escaparon. Estábamos emputados por lo que había ocurrido con mis primos y les quemamos el carro. Lo que pasa es que a uno le da rabia y reacciona, no tanto por los hurtos, sino por las muertes.

Cerca de aquí, a unas pocas cuadras, unos meses atrás, alrededor de las cinco de la mañana, estrangularon a Víctor Hugo y a Verónica Peñasco, de 36 y 32 años, comunicadores de profesión, primos de Ricardo.

Durante el día, Franz Tamayo parece un pueblo lleno de mujeres solas. Los hombres —plomeros, artesanos, albañiles, oficinistas— salen a trabajar desde temprano y son muchas las mujeres que se quedan a cargo de los hogares: hacer mercado, cocinar, coser, limpiar, planchar. Roly Tarifa, tiene 27 años y es uno de los pocos hombres que paran de vez en cuando por el barrio: vende lechón al horno los fines de semana y entre semana se dedica a otras tareas.

—Aquí hace tiempo que ya no pasa nada —dice—, pero antes había raptos y robos en casas. Por eso nos hemos organizado. En cada cuadra, hay un encargado de seguridad. Y cuando pasa algo, damos la alarma.

Otro vecino, Jesús Zenteno, agrega que el problema es que ya nadie conoce a nadie porque el lugar ha crecido demasiado: “la cara vemos, corazón no sabemos”.

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En otros sectores de la ciudad de El Alto, sobre todo en los más periféricos, la vigilancia también se ha convertido en una rutina más. En Villa Egüez, organizan de vez en cuando rondas nocturnas utilizando estrategias similares a las de los uniformados. “Cuando vemos un taxi sospechoso, un vecino se para a un lado, otro al otro, revisamos la puerta y la maletera y al chofer lo interrogamos”, explica el policía Gonzalo Chura, presidente del barrio.

Lo dice como si fuera lo correcto.

***

De camino al domicilio de Ticona, hay un muñeco enorme, sin cara, colgado de una luminaria, con una estaca en el pecho y pintura que parece sangre.

—Es una advertencia, para que los delincuentes no se acerquen—explica.

En la pared vecina, una pintada también amenaza: “ladrón será colgado”.  

—Yo a mis vecinos les doy consejos: les digo que se compren una cadenita para la puerta, que si llama algún desconocido nunca le abran, que no se fíen jamás de los autos sospechosos. Es sencillo detectar a alguien de fuera. Acá todos nos conocemos.
—Y, por si acaso, en mi casa, tengo un fusil. Para defenderme.

Ticona también guarda allí los restos de un atropellado.

—Dicen que los cráneos humanos le ayudan a uno a vigilar sus propiedades. Como trabajo con muertitos, pude sacar algunos huesos de uno de ellos en la morgue de La Paz, de un tipo que nadie reclamaba. Y ahora le pongo velitas para que me proteja.

***

Juanito y Juanita son los nombres de las dos pequeñas calaveras que descansan en urnas de cristal en la División de Homicidios de El Alto. Están rodeadas de cigarrillos, hoja de coca y papeles de colores en los que la gente les deja sus pedidos. Son conocidas popularmente en Bolivia como ñatitas. Juanito lleva dentro del recinto policial alrededor de 30 años. Juanita, menos tiempo. A ambas les pusieron gorros de lana. Algunos, los que las visitan con más fe, hasta les conversan, les cuentan sus problemas. Confían en ellas porque tienen fama de velar por los más desvalidos. Dicen que han ayudado a resolver 200 crímenes.

Hace algunos meses, a Ticona, que pasa más tiempo aquí que en la urbanización 30 de Septiembre, lo acusaron de encerrar con las ñatitas a las sospechosas de un linchamiento para que confesaran.

—Es una gran mentira, ganas de molestar de las acusadas para que las investigaciones se dilaten —dirá Ticona otro día.
Hoy Ticona, quien también va a decir en tono de broma que para hacer hablar a alguien le basta con un cordón amarrado en los testículos, no dice nada. Duerme en un dormitorio de unos pocos metros, tapado con frazadas hasta el cuello, con la luz apagada, iluminado únicamente por el relampagueo de una vieja televisión prendida.

Sobre su escritorio, hay varios expedientes abiertos: unos 170 sin resolver.

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Ticona achaca los linchamientos a la falta de criterio y a la inexperiencia de los dirigentes vecinales. “No puede ser que 30 vecinos superen a 11 dirigentes. Otra cosa es cuando la turba está conformada por cientos de personas”.

Pero también los atribuye a la escasez de recursos de los investigadores. Sobre su mesa hay una computadora que compró con su propia plata. Y en los cajones, bajo llave, guarda decenas de implementos básicos que también costeó de su bolsillo: unas esposas de 55 dólares, un revólver chino calibre 38 por el que pagó alrededor de 62, un spray con gas pimienta en el que invirtió alrededor de 15 y un “torito” de 25 para dar descargas eléctricas que, según él, “saca lo bueno de los detenidos y mete lo malo”.

A esta particular cesta de la compra hay que sumarle el uniforme —le entregaron la tela y Ticona lo hizo confeccionar a su medida—, el papel para imprimir, las tarjetas para las llamadas telefónicas, el calzado de repuesto. Para Ticona, el policía es aquí como el albañil.“Cuando faltan herramientas, uno mismo tiene que costearlas”.

En Homicidios, ni siquiera disponen de una ambulancia en condiciones.

La que hay, que se emplea generalmente para recoger los cadáveres del día y ocasionalmente para ayudar en los patrullajes, es un Land Cruiser Toyota reconvertido con más de 30 años de recorrido que se estropea a cada rato, que funciona a medias, como un corazón tras un amago de infarto.

—Cuando los muertitos son muchos es un problema. Los colocamos ahí adentro, uno sobre otro, como sea—dice Ticona, que acaba de levantarse. 

***

Edwin Flores, el investigador del linchamiento de Edson en Puerto Camacho, identificó a dos sospechosos. Ramón Quino, un farmacéutico que supuestamente fue extorsionado por el linchado, y Antonio Rivera, un profesor retirado que hace poco fue elegido presidente de la zona por los vecinos. Según Flores, hay indicios como para suponer que fueron ellos los que lideraron a la turba. Ninguno de los dos ha sido aprehendido.

Hoy es sábado y en la farmacia de Quino está su esposa, que dice que no sabe muy bien lo que pasó el día que casi acaban con Edson. Cerca de allí, el dueño de una tienda de abarrotes dice lo mismo. En situaciones como ésta, los vecinos repiten: “yo no sé”, “pasaba por ahí”, “no lo vi”, “no hice nada”.

A metros de la farmacia, por la plaza principal de Puerto Camacho, camina Antonio Rivera.

—Yo no sé quién ha instigado. No sé nada. Nada, nada, nada. Nada sé.

Luego se queda en silencio unos segundos. Como si ocultara algo dentro suyo, tal vez culpa.

—Yo no estaba ahí, estaba descansando —explica—. Vinieron a verme y me dijeron: mire, señor presidente, ha ocurrido esta situación. Les dije que llamaran a la policía.

Trata de que las ráfagas de viento no le vuelen la gorra.

—Pero otros vecinos de por acá son rebeldes. Se presenta una persona desconocida y la agarran. Y no se puede. A la turba no se la puede controlar. Por más que uno les diga: no hagamos esto.

Según Mollericona, una de las características principales de la acción colectiva es el anonimato. Como la gente actúa en masa, dice, “desaparecen los autores visibles”. Además, entre los vecinos se establece un “pacto de silencio” que nadie quebranta.
En este contexto, una turba es el prototipo perfecto de asesino. Sus rostros —demacrados, gordos, jóvenes, arrugados— son todos y, a la vez, ninguno.

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Después de los linchamientos, las explicaciones que surgen son varias. Hay quienes hablan de la “ignorancia campesina”, de las inexplicables acciones de la “indiada”; y lo hacen como aquellos hacendados que en los 40 tenían pongos y esclavos en sus tierras.
Algunos de los acusados, sin embargo, son jubilados, profesionales o universitarios. Además, los linchamientos se producen a menudo en barrios como Puerto Camacho, que cuentan con todos los servicios: con una escuela, un párroco y una iglesia, con un centro de salud, con un retén policial cerca.

El Alto es una ciudad con mucha precariedad, donde la pobreza se percibe casi en cada esquina, pero la violencia no siempre la ejecutan, como muchos creen, los que menos tienen.

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Al frente de la División de Homicidios de El Alto, la Fiscalía alteña parece más un centro comercial que un complejo de oficinas: techos altos, barandillas por todo lado, habitáculos cinco por cinco sin cortinas.

La antesala de uno de los dos cuartuchos donde se acumulan los expedientes de homicidio está tan repleta que parece un supermercado en sábado al mediodía. Hay más de 20 personas de pie. Esperan la inspección ocular del caso 1830/2012, el caso Ventilla.

Ventilla es una zona inhóspita casi fuera de los límites de El Alto, un lugar de vientos fuertes y de casas sencillas donde es extraño ver circular un coche patrulla. Allí, el 25 de mayo del año pasado, lincharon al sargento segundo de la policía Rolando David Guarachi Javier, de 33 años. Lo ataron y le pegaron hasta destrozarlo.

En la carpeta del caso, varias fotografías muestran las marcas de un alambre de púas en el cuello de Guarachi. Según Sandra Paredes, una de las ayudantes de la Fiscalía, los agresores “no tenían pruebas”. Como si algo de eso importara, los vecinos acusaron al policía de ladrón, pero lo único que pudo demostrarse es que había entrado por equivocación en un colegio.

Con cara de aburrido, el fiscal Edgar Alarcón llama a los acusados, a sus abogados, a los fiscales, a los testigos.

Huanca de Vera
Mamani Condori
Eduardo Guzmán
Huanca Mamani
Gonzalo Valencia
Jorge Aruquipa Nina
Demetrio Mamani

—La defensa pública no está. Procederemos a la suspensión —anuncia.

—¿Podrían sancionar a los abogados que faltan? A mí me sancionan cada vez que no llego a mi trabajo —dice uno de los letrados de la parte querellante—Ya es más de un año que llevamos así.

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—Yo no puedo sancionar —dice el fiscal.

Es la novena vez que la inspección ocular se aplaza.

En 2012, de las 405 denuncias registradas en la división alteña de Homicidios apenas se esclarecieron 26. Entre los dos fiscales que se encargan de los crímenes de sangre, manejan alrededor de 1.500 cuadernos. Algunos esconden misterios que llevan diez años sin ser resueltos. Entre ellos, hay varios relacionados con linchamientos.

Las sentencias son escasas. A veces, ni siquiera tienen efecto, como pasó recientemente en Ayo Ayo, un pequeño pueblo del departamento de La Paz donde lincharon al alcalde en 2004. El proceso en torno a los sucesos de Ayo Ayo duró ocho años. Hasta el momento, según la Defensoría del Pueblo, ninguno de los 14 condenados ha sido encarcelado.

Según la locutora de radio Norma Barrancos, el problema es que los vecinos ya no confían en los policías. “Se llevan a los delincuentes, pero luego los sueltan y la gente se indigna. Por eso se lincha”.

Así, como si no la desesperara aquella simpleza: por eso.

***

Para Aníbal Rivas, el teniente coronel que dirige Radio Patrullas, el servicio de emergencias de El Alto, cualquier esfuerzo es poco. Acaba de recibir una inusual donación de 16 vehículos cero kilómetros y tiene claro que debe ponerlos pronto a patrullar porque lo más importante acá —dice— es “sentar presencia”. Dice además que poco a poco se está haciendo amigo de los presidentes de los barrios. “Yo les explico las cosas como son, pero les hablo siempre en sencillito, para que todo me entiendan”.

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Gracias a eso, según él, ha bajado el número de linchamientos. Quizás también haya tenido que ver la implementación del Plan Chachapuma, una acción coordinada de todas las unidades policiales—Radio Patrullas incluida— para frenar la delincuencia y prevenir faltas menores que, según los altos mandos, ha logrado reducir en un 60 por ciento el índice de delitos.

Vladimir Morales, sin embargo, hoy no habla de cifras, sino del frío.

—En El Alto, hasta el perro anda con chalina —bromea.

Vladimir es el supervisor designado por Aníbal para encabezar una de las rondas de vigilancia. Es además una enciclopedia ilustrada sobre el crimen. Mientras la patrulla avanza, explica lo que no se intuye, muestra las líneas invisibles de la urbe.
— Y esto otro es la zona 12 de Octubre —dice más tarde.

En la 12 de Octubre predominan las luces rojas y moradas. No es ningún secreto que el lugar es un gran prostíbulo, seguramente el más grande de Bolivia.

—Muchas de las chicas que atienden tienen sólo 13, 14 años —dice Vladimir.

En 2007, miles de vecinos incendiaron las viviendas donde funcionaban algunos de los burdeles clandestinos. También, muchos de sus muebles. Se quejaban de los robos, de los asesinatos, de la impunidad con la que los maleantes se hacían dueños de las avenidas. Las hogueras invadieron la calzada durante un par de jornadas y los periódicos acuñaron dos palabras para resumir el caos que amenazaba con arrasar la urbe. “Furia alteña”, titularon.

La última parada de Vladimir es en medio de una carretera solitaria donde uno se sorprende con el esqueleto de una minivan ardiendo. Sobre las llamas, un muñeco que cuelga de un poste de luz se ve borroso por el humo.

—Aquí hubo un intento de linchamiento —dice.

Los vecinos han convertido el vehículo en un vertedero y se acercan de vez en cuando hasta este punto para quemar residuos dentro. Tratan de mantener siempre el fuego encendido. Piensan quizás que la mejor manera de que un ladrón se aleje es alimentar su miedo.

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El día de la madre en que lo lincharon, Edson había discutido con su esposa. Llevaba dos meses sin pagar el alquiler de su departamento y acababa de perder una oportunidad de trabajo como seguridad privada en el Gran Poder, la fiesta patronal más importante del año.

Tras los gritos, salió de casa con rumbo desconocido: se sentía en la obligación de volver con plata y un regalo para la madre de sus hijas.

A las 10:00, se internó en Puerto Camacho, un barrio ubicado a media hora del centro de El Alto. Ubicó el que parecía ser el negocio más pujante en un radio de 500 metros: una farmacia con toda clase de remedios. Preguntó por el dueño, Ramón Quino, un bioquímico que llevaba en la zona pocos meses. Se presentó como oficial de impuestos y le pidió los balances de ingresos. Los revisó y dio su veredicto:

—Las irregularidades ameritan una multa: le debe a impuestos 4.500 bolivianos (640 dólares). Pero si me cancela ahora, le cobraré nomás 450 (64 dólares) —propuso.

Quino pagó, pero enseguida salió a buscar a su contador: el hombre le dijo que sus papeles estaban en regla. Luego, se dirigió a las oficinas de impuestos nacionales, donde confirmó su peor sospecha: no había ningún Edson en su nómina de empleados. Lo habían extorsionado.

De regreso a la farmacia, reconoció a Edson en el consultorio de un dentista y corrió hacia él.

—Tú no eres agente de impuestos nacionales. Nunca has trabajado ahí.

—¿Cómo pues? Ahí trabajaba. Te han dado información falsa —contestó Edson.

—Entonces, muéstrame tu credencial.

Edson buscó en sus bolsillos e intentó huir. Quino lo atrapó y algunos vecinos lo ayudaron a trasladarlo hasta la plaza de Puerto Camacho.

Como en muchas zonas de El Alto, la plaza central de Puerto Camacho es una ocre cancha de tierra. Aquel 27 de mayo, alrededor de 150 hombres y mujeres, muchos jóvenes y algunos curiosos de otros barrios le cubrieron la cabeza a Edson con su propia jersey y comenzaron a pegarle. En las siguientes cuatro horas, Edson perdió el conocimiento varias veces. No veía nada. Escuchó a alguien que decía: “A éste hay que quemarlo”. Luego, olió la gasolina.

Varios de los nombres de este texto son ficticios para proteger la identidad de algunos personajes implicados en casos que siguen abiertos.