Ensayo

#20AñosIDAES Luz, gas, agua


Tarifazo: del derecho a la mercancía

Luz, gas y agua potable, ¿son derechos básicos, mercancías o recursos naturales estratégicos? Según como lo entienda cada gobierno su costo afectará nuestro bolsillo. En pleno debate parlamentario por un tarifazo que aún con gradualismo parece obsceno, Martín Schoor y Francisco Cantamutto revisan el contraste de las políticas de las tres últimas décadas desde la perspectiva de la redistribución y los derechos sociales. Esta es una de las 20 notas que Anfibia publicará en este año celebrando los 20 años del IDAES a través del pensamiento de sus investigadores sobre los temas calientes de la coyuntura.

Las tarifas y los subsidios públicos se convirtieron en un tema candente ya desde la campaña electoral de 2015, cuando se construyó un consenso sobre la necesidad de activar una modificación. De hecho, Cambiemos lo tomó como uno de sus ejes de intervención ya que lo consideraba expresivo de las “distorsiones” de la economía kirchnerista. Dos años después, el sector se muestra como uno de los ganadores de la etapa. Por eso no resulta casual la creciente apropiación de excedente por parte de los prestadores de electricidad, gas y agua, y de servicios como transporte y comunicaciones.

El “tarifazo” ha sido un mecanismo de redistribución de ese excedente social en favor de un puñado de grandes empresas, las que detentan un poderío estructural relevante.

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El puntapié menemista

El gobierno de Macri estructura sus políticas en beneficio del poder económico concentrado, donde resaltan las empresas de servicios públicos. En este sector, el peso del capital extranjero y de un puñado de grupos nacionales es fundamental, y todo parece indicar que este sesgo se reforzará. Sin embargo, hay que considerar que tal “refuerzo” se monta sobre un legado que tiene larga data.

Las compañías prestadoras fueron desfinanciadas y sometidas a una campaña de desprestigio que puso en jaque su administración por la vía estatal. Tras las primeras privatizaciones periféricas de la última dictadura cívico-militar, y los fallidos intentos del radicalismo, la llegada de Menem al gobierno dio un impulso decisivo a este programa.

En el marco de la llamada Reforma del Estado se promovió un proceso acelerado de venta de las empresas estatales a asociaciones de capitales locales y extranjeros. Los primeros tendieron a retirarse rápidamente, ejecutando importantes ganancias económicas. Las regulaciones establecidas resultaron plenamente funcionales a las privatizadas: basta con recordar que, pese a las taxativas prohibiciones establecidas por la Ley de Convertibilidad, las tarifas quedaron dolarizadas e indexadas por la inflación estadounidense.

La Convertibilidad se asoció a un tipo de inserción externa que tuvo a las privatizaciones como modelo ideal. En el período se dio rango constitucional a los tratados internacionales, que incluyeron múltiples cesiones de derechos en ámbitos supranacionales. La desregulación de la cuenta capital y financiera de la balanza de pagos, que acarreó el libre movimiento de capitales, junto a un tipo de cambio fijo, permitió que las empresas remitieran al exterior gran parte de sus abultadas ganancias. Las mismas estaban garantizadas por la cesión de jurisdicción en materia de resolución conflictos, especialmente sustentadas en la firma de cerca de 60 Tratados Bilaterales de Inversión (TBI). Este entramado normativo sanciona la primacía a escala internacional del derecho de las corporaciones transnacionales por encima de otros derechos sociales.

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El volantazo kirchnerista

Tras la debacle del esquema convertible se aplicó una serie contrastante de políticas económicas. La Ley de Emergencia Económica, sancionada en enero del 2002, determinó la pesificación y el congelamiento de las tarifas de servicios públicos y estableció la necesidad de renegociar los contratos sin permitir por ello que las empresas incumplan sus obligaciones. Esto produjo roces con las prestadoras, muchas de las cuales demandaron al país en el CIADI, dependiente del Banco Mundial. Finalmente, se omitió la revisión de los contratos y se otorgó a las firmas una compensación en forma de transferencias a cambio del congelamiento tarifario, la suspensión de varias de sus demandas y un relajamiento extremo en las metas contractuales de inversión.

Bajo el kirchnerismo las tarifas jugaron un rol de subsidio al capital productivo y de contención social que generó un peso creciente en las cuentas públicas. Además, en lo relativo a la energía, promovió un creciente déficit externo. A partir de 2012 el gobierno buscó modificar la situación, dando concesiones de precios a las empresas para fomentar la inversión. Aceptó pagar las deudas litigadas en el CIADI como gesto de conciliación con este segmento del poder económico. Sin embargo, no obtuvo grandes resultados. Fue de la mano de la reestatización parcial de YPF que hubo algún tipo de reanimación en la inversión en energía, sin cambios relevantes en otros servicios (en la mayoría de los cuales la desinversión fue la regla a instancias de una amplia gama de acciones y omisiones estatales).

El kirchnerismo no supo, no pudo o no quiso modificar al menos dos dimensiones relacionadas del problema. Por un lado, durante más de una década se sostuvo la vigencia de los TBI, aceptando la validez de tribunales y jurisprudencia extranjeras. Más aún, la Ley de Inversiones Extranjeras se mantuvo como normativa en la materia, adoptando solo regulaciones tardías respecto de la remisión de utilidades y dividendos. Es decir, persistió la institucionalidad que regula la presencia de capitales transnacionales en áreas sensibles como los servicios públicos.

Por otro lado, en parte como efecto de lo anterior, no se alteró la presencia sustancial de las empresas extranjeras en el sector. Todos los casos de estatización se vieron forzados por el abandono de los capitales foráneos, que además exigieron pagos de compensaciones y obligaron a cubrir inversiones relegadas. El Estado se esforzó previamente por sustituir por empresarios locales, que mostraron poca capacidad para cumplir ese rol y escasas diferencias de comportamiento respecto del capital extranjero.

En ese marco, Cambiemos no hace un salto de conexión a la década de 1990 desde el vacío: se monta sobre algunas continuidades legadas por el kirchnerismo, quitando todo aquello que las contradijera. La liberalización de la cuenta capital y financiera, la unificación del mercado cambiario y la estabilización del tipo de cambio, posibilitada por un crecimiento exponencial de la deuda externa, facilitaron la salida de recursos por diversas vías (remisión de utilidades y dividendos, pagos de intereses, etc.). Nuevas regulaciones como la llamada “participación público-privada” orientan las concesiones normativas en un sentido similar (por ejemplo, habilitando la resolución de eventuales controversias en tribunales internacionales).

Qué son los servicios públicos

En el fondo, hay un debate en torno a la concepción de los servicios públicos, que de manera esquemática pueden ser entendidos como derechos de la ciudadanía, recursos estratégicos (de planificación del desarrollo) o simples mercancías. Las políticas públicas se estructuran en función de lo anterior.

El kirchnerismo los tomó durante mucho tiempo como recursos estratégicos. Bajo esa concepción, el retraso tarifario cumplía diversos roles. Por un lado, le dio cierta legitimidad entre sectores sociales que se veían beneficiados y, del otro, le permitió subsidiar parcialmente los costos de producción industrial, reduciéndolos por dos vías: por un componente del costo directo y como salario indirecto.

Esta política generó costos que fueron cada vez más altos, por las transferencias económicas a las empresas prestatarias.

El peso de este rubro en las cuentas públicas terminó por ser casi equivalente al déficit fiscal. Y fue tomado por Cambiemos como argumento para atacar el problema a partir de una concepción de neto corte mercantilista. Así, se insistió con la vieja idea de que se trataba de una “mentira” que había que “sincerar”. Supuestamente, solo abriendo espacio a que los precios fluctuaran libremente se darían las señales correctas para estimular la actividad y la inversión, suposición ya rebatida bajo la Convertibilidad. Incluso, con escasos fundamentos, desde el gobierno se argumenta que este brío permitirá pasar de la situación de emergencia a la exportación de energía.

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El último tarifazo

A comienzos de 2016 se impulsó un aumento drástico de las tarifas que provocó una fuerte reacción social, marcada por protestas y reclamos por vía judicial. El escándalo se produjo al vulnerar incluso los mecanismos de consulta establecidos en la ley, con centro en la obligación de realizar audiencias públicas para contemplar las necesidades y posibilidades de los actores involucrados. Este activismo judicial y la obstinación oficial llegaron hasta la Corte Suprema, que resolvió la obligación de realizar las consultas correspondientes, contemplando principios de proporcionalidad y razonabilidad en los aumentos, y de participación democrática. De modo que el camino “gradual” no era la opción original del gobierno.

Se desoyeron pedidos de auditoría de la contabilidad de las empresas y de compromisos de prestación asumidos por éstas, se optó por proponer aumentos que impactan en el conjunto de la economía. En la versión del gobierno, este encarecimiento de insumos básicos para casi cualquier producción no impactaría en la inflación.

Por supuesto, la realidad ha desmentido esta elucubración, erosionando el poder adquisitivo de los salarios y amenazando la sostenibilidad de un sinfín de entidades de bien público (clubes, sociedades de fomento, etc.), lo mismo que de miles de micro, pequeños y medianos productores. Este último segmento se ve profundamente afectado no sólo por el “tarifazo” y la estrechez de la demanda interna provocada por la política de ajuste desplegada, sino también por la política monetaria y cambiaria que establece tasas de interés prohibitivas para casi cualquier proyecto de inversión en la esfera productiva. Todo esto en el marco de una pronunciada liberalización comercial que el gobierno implementa porque considera que gran parte del aparato industrial es “ineficiente” y que, como tal, debe estar “sujeto a reconversión”. Esta realidad, a fuerza de nuevas manifestaciones y reclamos, parece haber alcanzado recientemente el debate parlamentario, con resultado aún incierto.

En definitiva, la concepción propuesta desde Cambiemos supone una transferencia por la cual el costo de los servicios públicos y las ganancias de sus proveedores deja de ser fondeando en parte por el Estado y pasa a estar a cargo directo de los usuarios. En lugar de revisar y readecuar una mejor distribución de esta política, se traslada el cargo a los usuarios, maximizando las desigualdades propias del “mercado”. De allí el notable salto de nivel que experimentaron las ganancias de buena parte de las prestadoras de servicios públicos. Y más aún, parece que la carga en las cuentas públicas fue solo una excusa, pues el ahorro de la disminución de transferencias ha sido largamente sobrepasado por el sobrecosto ligado al endeudamiento. Es que tarifazo, ajuste y deuda son vértices de un mismo modelo.

El Instituto de Altos Estudios Sociales (IDAES) de la UNSAM reúne a sociólogos, antropólogos, historiadores y economistas que investigan y dictan clases de grado y de posgrado a casi 2000 estudiantes. Nació hace 20 años como una propuesta de un espacio innovador en la formación de posgrado; dos décadas después es uno de los institutos de relevancia en el campo académico argentino, con enorme vitalidad y vanguardismo. El IDAES ha acompañado a Anfibia desde su nacimiento, estando ambos proyectos hermanados por una misma concepción de la universidad pública, del rol de los debates políticos-intelectuales y de la exploración de nuevas formas de pensar y de contar la sociedad argentina. Anfibia acompaña al IDAES en la celebración de sus 20 años invitando a sus profesores e investigadores a ser autores de 20 notas que se publicarán durante el 2018 para reflexionar sobre las controversias y dilemas de una sociedad heterogénea, desigual y altamente politizada.