El sábado a la noche, en plena veda electoral y a pocas horas de la elección a legisladores porteños, las usinas digitales mileístas hicieron circular un video falso, elaborado mediante un programa de inteligencia artificial, en el que Mauricio Macri daba de baja a su candidata y apoyaba al de Milei. Aunque pretendía imitar la voz y los gestos del expresidente, el video era a todas luces falso, tanto por el tono y los movimientos de su protagonista como por lo absurdo del mensaje. Técnicamente, el video se clasifica como deep fake: a diferencia de las noticias erróneas, la descontextualización o la desinformación, los deep fake son contenidos audiovisuales manipulados mediante un software de inteligencia artificial y enteramente elaborados para generar engaño o confusión.
El discurso libertario en las redes sociales está plagado de este tipo de productos, a medio camino entre la verdad, la mentira y la ficción: memes, piezas audiovisuales realizadas con IA, pero también gráficos alterados, retweets de cuentas anónimas e informaciones dudosas. Milei es también un gran imitador de Trump, a quien copia u homenajea sin disimulo, un cultor del cosplay y del arte del disfraz, con sus maquillajes y peinados estridentes. El líder libertario pone permanentemente en tensión los límites entre lo verdadero y lo falso, y hace del artificio un estandarte, gritando a los cuatro vientos: todo es fake, empezando por la política misma, esa cantera de mentiras, engaños y falsedades. Y si todo es fake, hagamos del disfraz nuestra profesión.
Los mensajes políticos de Milei y los libertarios no pretenden ser verdaderos, ni siquiera verosímiles: si se nota la costura, mejor.
Pero lo cierto es que, como dice Dolores Amat, la mentira está atada a la política desde Platón hasta Hannah Arendt, pasando por Maquiavelo y Hobbes. Más aún: la verdad y la política tienen una relación tensa, casi incompatible: en una democracia, la verdad no puede ser una sola, a riesgo de devenir autoritaria. En el espacio público, la verdad no es única ni autoevidente; y la mentira, por su parte, es constitutiva del orden político. Ahora bien: si todos mienten, ¿entonces qué hay de nuevo en el estilo libertario de lidiar con la verdad y la mentira?
Cinismo y disfraz
Ante esas imágenes y expresiones disonantes, nos recorre una sensación de extrañamiento. ¿Saben los expertos en comunicación que rodean al presidente que ese gesto es una copia? ¿Se dan cuenta de que este dato suena falso? ¿Son conscientes de que se le nota el maquillaje? ¿Perciben que aquella pieza diseñada por IA, con personajes sin rostro y ojos vacíos, se siente inverosímil, hasta siniestra? Lo saben, y la sostienen. Porque la estética política de Milei es cínica, como diría Paula Sibilia, en tanto celebra el artificio, enarbola la copia, hace de la ficción una bandera. Sus mensajes no pretenden ser verdaderos, ni siquiera verosímiles: si se nota la costura, mejor.
Al mismo tiempo, muchos destacan la espontaneidad de Milei en las redes: despeinado, transpirado, mal vestido, en los TikToks y los reels la cámara en mano, temblorosa, muestra el detrás de escena, hace oír la voz en off de un asesor, trae al frente lo que normalmente estaría oculto. ¿Será que la realidad cruda también es un disfraz, o que detrás de la máscara yace una verdad?
Milei ingresó al mundo del cosplay por su asesora de imagen (y actual diputada nacional) Lilia Lemoine. En una entrevista televisiva en plena campaña electoral Lilia Lemoine se presentaba precisamente como una experta en disfraces, y afirmaba que su profesión de cosplayer consistía, ni más ni menos, que en disfrazarse de “lo que le pidan sus fans o sus clientes”: “Ahora mismo, por ejemplo, estoy disfrazada de candidata a diputada”, concluyó.
La mentira está atada a la política desde Platón hasta Hannah Arendt, pasando por Maquiavelo y Hobbes. ¿Entonces, qué hay de nuevo?
La declaración de Lemoine puede parecer a primera vista irresponsable o cínica, pero no deja de revelar una verdad, una percepción que recorre el mundo de lo político: la sensación de que la política, y en particular el discurso político, es un terreno de falsedades, una ficción, puro artificio. Todos mienten y engañan o, como se suele decir con desdén, “todo es relato”. Con el aumento de la desconfianza y la desafiliación ciudadana, la falsedad de lo político parecería ser, paradójicamente, la única verdad.
Las redes sociales amplifican esta sensación de irrealidad, en la medida en que hacen visible un rasgo inherente a cualquier discurso político: la palabra pública siempre es una puesta en escena. En las redes, la teatralidad es aún más palpable: construimos identidades virtuales, avatares, lenguajes y códigos específicos, subjetividades sin cuerpo.
Un estilo escandaloso
Cuando, en 2016, Trump asumió como presidente de Estados Unidos, la reacción generalizada fue el escándalo: intelectuales y pensadores se preguntaban azorados “¿Cómo fue posible?”. Querían decir: ¿Cómo fue posible que en el país de la democracia y el constitucionalismo, en la patria de los founding fathers en cuyas costas ancló el mítico Mayflower y se firmó la que acaso sea la más perfecta constitución sobre la Tierra, cómo fue posible que allí hubiera triunfado un bruto machista que dice “culo” en cadena nacional, que se refiere a la menstruación de una periodista, que reivindica el uso de las armas en medio de la 5ta avenida o se burla de los espasmos de un trabajador enfermo?
El escándalo procede de la sensación de que los pilares de la cultura y la estética política vigentes durante, al menos, el último siglo, están en crisis: la política como ilusión de consenso, la importancia de las formas, el discurso público como vehículo de sentidos comunes, el valor de la verdad, el rechazo moral hacia la mentira.
La cuestión de la verdad ha estado especialmente en el centro de atención: con Trump, el término posverdad se consagró como palabra del año del Oxford Dictionary 2016 y emergió como la gran preocupación de analistas y expertos. Parecería que el republicano le terminó de dar un golpe de gracia a la ya vapuleada verdad: aparentemente, se puede mentir deliberadamente desde el centro del poder, tergiversar la realidad o simplemente moldearla de acuerdo a los propios intereses.
Algo parecido sucede con otros líderes de las nuevas derechas en el mundo, y en particular con Javier Milei en Argentina. Milei habla y genera escándalo: por momentos, sus palabras, sus gestos, sus modos y sus signos son incluso más escandalosos que cualquier decreto o política pública. Milei miente deliberadamente, ataca a sus adversarios con un lenguaje soez y desafía permanentemente los límites de lo políticamente correcto con su estilo, su verba y sus muecas. ¿En qué consiste este estilo político y en qué se diferencia de las formas tradicionales de intervenir en el espacio público?
Hay quienes chequean la veracidad de las fake news, denuncian desinformación y alertan sobre el avance de la posverdad, pero esas distinciones estallaron por el aire, y vivimos tiempos de celebración del artificio.
Barroquismo digital
Hay quienes señalan que las mutaciones (del capitalismo, de la democracia) activan una suerte de restauración: del capitalismo hacia un “tecnofeudalismo” (Yanis Varoufakis), de la democracia hacia un nuevo tipo de monarquía (o diarquía) liderada por CEOS de empresas tech (en palabras de Curtis Yarvin). Siguiendo esa misma intuición, puede pensarse que en el plano de los estilos y las estéticas políticas vivimos un nuevo tipo de barroco, un barroquismo digital.
Como dice el crítico literario Carlos Gamero, el barroco tiene, por un lado, una dimensión ornamental. En su acepción más corriente, lo barroco es lo sobrecargado, lo atiborrado, lo ultradecorado. Un poema de Quevedo, confeccionado como una selva verbal plena de figuras; una catedral plagada de motivos, adornos y pliegues. La estilística digital es barroca en este primer sentido: las redes de Milei se muestran como un mosaico hipertextual donde conviven materiales eclécticos y sincréticos: una cita erudita de Friedman, un fragmento del Antiguo Testamento, un meme, una viñeta, un recorte periodístico, una entrevista televisiva, una pieza audiovisual hecha con IA. Virales, sarcásticas y populares, muchas de estas piezas son artefactos deliberadamente manufacturadas para su circulación digital, collages capaces de concentrar, en pequeñas cápsulas, el rumor social de la época. Por esa intensa hipertextualidad, el discurso digital de Milei se configura como una suerte de patchwork barroco, atiborrado de referencias, citas y alusiones que ponen permanentemente en tensión los límites entre la verdad, la mentira y la ficción.
En la era del barroquismo digital los discursos se vuelven grotescos, cínicos y subversivos de los valores de la política.
Pero existe un segundo sentido de lo barroco, menos evidente: es el que encontramos en Cervantes, en Shakespeare o en Las Meninas de Velázquez. Es el barroco que pone en crisis el estatuto del referente, aquel en el que se superponen los planos de la realidad y la ficción, del sueño y la vigilia, de la representación y lo representado, de la copia y el original. Como sucede con la cultura del carnaval, el Barroco produce una inversión de los valores establecidos: lo alto y lo bajo, lo popular y lo noble, lo sagrado y lo profano, lo elevado y lo grotesco. La estética digital libertaria es barroquista y carnavalesca también en este segundo aspecto: los límites entre verdad y mentira, entre ficción y realidad, entre las bambalinas y la propia escena teatral se desdibujan hasta el punto de hacernos pensar si acaso esa distinción es todavía pertinente. La discursividad libertaria en las redes nos muestra permanentemente el detrás de escena, rompe la cuarta pared y nos advierte: Las apariencias engañan, todo es disfraz.
La crisis de autoridad que vivimos en la actualidad tiene, entre una de sus tantas consecuencias, impacto en los estilos y las estéticas políticas. El barroquismo digital es una expresión de este momento estético-político en el que los discursos se vuelven grotescos, cínicos, mentirosos y subvierten los valores tradicionales de la política.
El discurso político en las redes sociales nos confronta a diario con la pregunta por la verdad. Ante tanto flujo de palabras, signos y datos, las certezas se desdibujan. Frente a esto, hay quienes, con rigor periodístico y científico, defienden las antiguas verdades, verifican los datos, desmienten las falsedades, denuncian la desinformación y alertan sobre el avance de la posverdad. Pero lo cierto es que las distinciones entre la verdad y la mentira estallaron por el aire. La verdad, tal como la conocíamos, está en crisis, y en su lugar advienen discursos que celebran el artificio, el disfraz y la ficción, recordándonos que, en democracia, la verdad está en permanente disputa.