Crónica

Los anteúltimos | La feria de Villa Domínico


Armar, desarmar y resistir

Vista desde arriba, la feria de Villa Domínico, en Avellaneda, es como una Y griega de patas largas surcadas por el tren Roca. En esas tres calles confluyen lo laboral, lo festivo, lo espiritual y lo erótico. Nacida en los ‘70 como una feria de animales -se podían comprar desde iguanas y serpientes hasta tortugas y guacamayos- siempre funcionó como una especie de escudo para la comunidad, un refugio en el cual sobrevivir a las crisis y el desamparo y evitar el descenso social. Montar, armar y desarmar para resistir.

LOS ANTEÚLTIMOS | LA FERIA DE VILLA DOMÍNICO

Este texto forma parte de Los Anteúltimos, un proyecto de Revista Anfibia y Escuela Idaes que intenta comprender la experiencia de quienes luchan por no caer: trabajadores y trabajadoras que penden de un hilo, sin protecciones laborales ni representación sindical, que no viven en las zonas más relegadas de las ciudades pero que las bordean y circulan.

Vista desde arriba, la feria de Villa Domínico, en Avellaneda, es como una “Y” de patas largas surcadas por una línea del tren Roca. Sus patas son como los cauces de un río del interior que oscilan con caudales anchos y angostos y corrientes rápidas y lentas por donde cada domingo las gentes del conurbano sur de Buenos Aires avanzan para comprar, vender y regatear. Comprar, vender y resistir.

La calle principal de la feria circunda, acompaña y rodea el parque Los Derechos de los Trabajadores, nombre que evoca e invoca el mítico cruce de los obreros de zona sur a capital el 17 de octubre de 1945, día constitutivo del peronismo. Alrededor, la feria funciona como una especie de cordón comercial. Bordeando sus pistas de skate, canchas de fútbol 5, senderos, bancos y zonas de paso, en ese flujo vertiginoso de compras y ventas se encuentra desde una llave expansiva hasta un pez dorado de tres colas.

Comidas, sahumerios, juguetes, ropa, hilos, músicas, plantas, artesanías, verdulerías, cachivaches en general y cachivaches en particular confluyen en la feria. Vista desde abajo, a modo de paneo lento, parece una colcha de retazos donde cada vendedor diseña su propio espacio, cura su propia estética y hace su propia campaña. En ella confluyen lo laboral, lo festivo, lo espiritual y lo erótico. A diferencia de los shoppings u otros espacios comerciales más estandarizados, la feria va tomando su forma progresivamente, se contradice a cada paso y se rehace cada dos metros con la muchedumbre.

En Villa Domínico hay más de doscientos puestos repartidos en las tres partes de la “Y”. La principal es la Calle de los Regalos, donde se encuentran la ropa, la música, los zapatos y todo lo que se obsequia. Luego está la Calle de Los Libres, donde predominan las comidas: parrillas, puestos sangucheros y de panadería. Y finalmente, la pata larga paralela a la línea del tren Roca ramal La Plata–Constitución. En ella confluyen todos los rubros sin restricción.

A diferencia de los shoppings, la feria toma su forma progresivamente, se contradice a cada paso y se rehace cada dos metros con la muchedumbre.

Cada pata tiene su ritmo, su temperatura. La Calle de Los Regalos, por ejemplo, tiene un caudal más ancho, la gente camina más lento y va como a un paseo de domingo. La de Los Libres es más angosta y la gente avanza con estrechez. Pero la más vertiginosa es la tercera gran pata, que está paralela al tren. En ella la gente entra como en un embudo, a la altura de la Estación Villa Domínico, donde suben, bajan y avanzan como pueden y arman una convergencia de caminos. En esta última pata transcurren casi todas las historias que les vamos a contar.

Trabajar con los sentidos: Gabriela

A Gabriela la persiguieron en España por tener tres hijos. El Estado la supervisó para evitar que concibiera un cuarto hijo, y la hicieron firmar un documento donde se comprometía a abortar si llegaba a quedar embarazada. Fue entre finales de los noventa y comienzos de siglo. En el 2001 argentino “cuando tuvimos 4 o 5 presidentes en una semana. En esos días nos fuimos”.

Viajó a España siguiendo a su esposo. Estuvo diez años. Considera que ese fue el peor error de su vida. Volvió a Argentina en 2012 y hoy resiste desde un puesto en la Feria de Villa Domínico donde vende pizzas.

—Lo primero que empecé haciendo fue sobres de papel. Después bolsas. Después cajas. Luego comencé a limpiar casas, cosa que sigo haciendo. Y luego salí a vender pan. Un poquito de acá y un poquito de allá. Así vas sobreviviendo, porque esa es la palabra: sobreviviendo —cuenta, siempre con una sonrisa en la boca.

Su historia es una historia de resistencia, pero también es una historia de ascenso. Luego de sus trabajos más informales entró a un restaurante a fregar platos. Un día le pidieron que pelara papas. Otro día que cortara la lechuga. Y un día la nombraron asistente de cocina. Y finalmente, jefa de cocina.

Entonces desarrolló una enfermedad congénita en la vista que la dejó progresivamente ciega. Dejó de cortar verduras, dejó de lavar lechugas, la despidieron y tuvo que ocuparse exclusivamente de su salud. Sus tres hijos aún estaban en el colegio y aunque insistieron, nunca permitió que la acompañaran a los hospitales porque implicaba que dejaran de estudiar. Luego de dos operaciones, una de ellas fallida, pudo ver de nuevo por un ojo y comenzar a preparar de nuevo comida. Así fue tomando impulso hasta que llegó a la Feria.

—Acá me tocó un grupito divino. Nos ayudamos los unos a los otros. Tengo 4 vecinos y nos llevamos muy bien. Acá el que llega primero ayuda a montar, armar y desarmar.

Montar, armar y desarmar para resistir. Montar, armar y desarmar para sobrevivir.

Trabajar con animales: Gabriel y Alejandro

La feria de Villa Domínico funciona junto al parque hace unos 50 años, desde la década del 70. Y desde entonces no ha dejado de ser amparo, refugio y espacio de subsistencia para evitar el descenso social. Una suerte de comunidad, una especie de escudo. En ese entonces se la conocía como la Feria de los Pájaros, aunque en realidad también pudo haberse llamado Feria de los Animales. En sus puestos se conseguían guacamayos, iguanas, serpientes, tortugas, gallinas, gatos, algún otro felino más grande y pájaros, muchos pájaros. 

La Feria llegó a tener 24 puestos de pájaros. Hoy solo sobrevive uno, el de Gabriel.

La feria de Villa Domínico funciona desde la década del 70. Desde entonces ha sido amparo, refugio y espacio de subsistencia para evitar el descenso social.

—Yo te pongo al campeón argentino al lado de este y me decís: es igual. Y no, no es igual. Las rayitas tienen que ser más profundas. Los ojos más centrados, el pico más chico —cuenta Gabriel detrás de una veintena de jaulas llenas de canarios.

Los criterios que menciona forman parte del Manual de Juzgamiento, una pequeña constitución interna de asociaciones como la Federación Ornitológica de Argentina, que reglamenta las características para elegir al campeón de los canarios de color del país según su variedad: amarillo, amarillo marfil, rojo, rojo marfil, blanco y blanco dominante, o según la categoría: intenso, nevado, mosaico macho, mosaico hembra.

El manual asigna la puntuación no solamente en base a la variedad o la categoría sino también de acuerdo a la parte del cuerpo de cada canario. Por ejemplo, la cabeza -o el casco, como lo llamanl- vale 10 puntos. Las cejas 5. El pecho 10. Y la joya de la corona en la puntuación del canario de color, el dorso, 25 puntos.

—Los combino macho que no tiene sombrero, con las hembras de allá que tienen sombrero, porque si ponés los dos con sombrero tenés un 10 por ciento de canarios que te salen sin plumas en la cabeza. Este año salí campeón argentino en el consorte, es un pajarito como este (canario) pero blanco. Es una variedad de 500.

"Sí, soy pobre. Somos laburantes y estamos todo el día laburando".

Cría por vocación. Antes de llegar a la feria trabajaba en una imprenta de día y criaba los pájaros entre la noche y la madrugada hasta que decidió renunciar y dedicarse por completo a criar pájaros. No le fue tan bien. Abrió un local con un socio para importar ejemplares, pero en pocos meses se fundió. Luego lo sacaron de la feria y tras demostrar, un año de litigios de por medio, que los canarios son aves de cautiverio pudo volver.

—Además es carísimo. Una bolsa de alpiste vale 8 mil pesos y gasto una por semana. El pájaro nace y tarda 25 días en comer solo, hay que darle brócoli, huevo. Hacés la cuenta y un pájaro tendría que estar arriba de cinco mil pesos, pero no lo vendés. Entonces decís: para qué concursás. Por prestigio, así tu pájaro vale más, porque te dan medalla, pero plata no te dan. El tema es que todos los otros criadores que tienen la variedad que ganaste te van a comprar a vos. Ahí cotizás más en el mundillo de criadores”.

Ganar y cotizar. Se dice que algunos jilgueros valen más que un auto, que otros directamente no tienen precio. Ganar y cotizar es hacerse a prestigio. Por lo pronto, criar por vocación, por convicción, por persistencia, con resistencia.

Si tuviéramos que elegir un día fundacional en la vocación de Alejandro como criador de peces, podríamos elegir el día que murió su primer pez. Su hermano menor había ganado un ticket para un pececito y Alejandro decidió reclamarlo. En la tienda le advirtieron que el ticket valía solo para el pez, no para todos los insumos necesarios. Él lo llevó a casa y tomó el objeto más parecido a una pecera, la fuente de vidrio de su madre. La llenó de agua, puso el pez. Al día siguiente estaba muerto.

Si hoy le pidieran vender un pez solo, no lo vendería. Lleva 40 años en la feria y calcula que ha criado alrededor de cien mil peces. 

—Nadie que trabaje con animales es indiferente a ellos, por el contrario, es probable que tengan varios en sus casas. Yo mismo tengo varias peceras en casa. Los peces son las mascotas más aceptadas por las amas de casa. No ensucian y además son decorativos. No es lo mismo un ambiente con una pecera que sin una pecera.

Los peces son una compañía y ofrecen interacción. Se los alimenta, se los observa, se los mima. Además, tienen la nobleza de traer el agua a casa. Una ilusión de mar a los livings y a los pasillos. Alejandro vende los peces, las peceras, el alimento y las algas que purifican el agua. Como bosques en el océano. Alejandro los mueve, los acomoda. Con intención. Va armando como exhibición de peces en su puesto. Hace una especie de curaduría de las peceras. Arriba los peces más grandes, más dorados. Algunos ejemplares oscuros en lugares específicos para lograr contraste y algas casi inmóviles para generar una sensación de profundidad.

Llenar de agua las peceras, acomodar las algas y distribuir los peces. Esa sería la secuencia. Toda la secuencia hecha a mano.

Hoy sus ventas no son las mejores. “Los peces no son el mejor negocio. Es el rubro que primero se corta en la economía de un hogar. Además, la comida es muy cara”. Pero lo sigue haciendo. Hoy no tiene tanta variedad. Todos sus peces son nacionales y de agua fría. Negros y naranjas. Grandes y pequeños. Es todo lo que puede ofrecer. Pero lo sigue haciendo. “Acá, si vos hacés las cosas porque te gusta, acá te vas a quedar”, dijo en medio de una charla uno de los vecinos que ronda los puestos de peces y pájaros.

Trabajar con el cuerpo: Luis y Nancy, Luis hijo, Nicolás

Luis y Nancy se conocieron en el trabajo. Trabajaban en una chatarrería. Ella era cajera y él balancero, pesaba todo lo usado. Ambos son ágiles. Él es grueso. Ella es enérgica. Deben tener unos setenta. Y siempre van juntos. Venden las bolsas en cada uno de los puestos de la feria. Las llevan en un carrito que visto desde lejos parece una parafernalia de dos metros y medio. Recorren toda la “Y” y sus tres patas. Enteras. Como un tranvía. Lento. Como un tranvía traccionado con el cuerpo. 

Cuando se conocieron tenían unos 18 años. Al poco tiempo se quedaron sin trabajo. Fue en la década del 70, cuando el gobierno militar abrió las importaciones. Entonces inventaron su propio laburo alrededor de la venta de bolsas. Salían a recorrer las ferias de Avellaneda. Ambos en bicicleta. Ella en una Aurorita y él en un triciclo. Hoy son los únicos autorizados para vender bolsas en la feria de Villa Domínico. “Ocupación de vía pública”, dice su autorización.

Venden todo tipo de bolsas. Bolsas de regalo, bolsas de boutique, bolsas sobrecito, bolsas de verdulería. Bolsas, bolsas, bolsas. Para los aritos, para los tomates, para pantalones, para las cerámicas y para los churritos. Vasos, bandejas y rollos de cocina venden también. Y la bolsa reina, la bolsa de nylon, la blanca universal, la que todos nos imaginamos. A esa le dicen la bolsa camiseta. Tiene el mismo tamaño de una camiseta y es la que más se vende. La que casi todos piden. Algunos piden fiado. Su modo de venta es el siguiente: llegan temprano el domingo sobre las ocho. Recorren todos los recodos de la feria. Ambos dejan bolsas. Y ambos anotan. Algunos pagan todo, algunos la mitad y otros no pagan nada. 

Cuando terminan el recorrido, Luis y su nieto Nicolás hacen otra ronda, la ronda de cobro. Lo hacen Luis y su nieto porque Nancy evita caminar todo lo que pueda. Tiene artrosis. El cuerpo le habla y ella le atiende. Tanto como puede.

Luis y Nancy pasaron todas las crisis. La del 2001 la recuerdan como la época en que su mercancía no valía nada. Y la del Covid como la del encierro en que no pudieron trabajar.

El negocio ambulante de Luis y Nancy ya lleva tres generaciones. Pasaron todas las crisis. La del 2001 la recuerdan como la época en que su mercancía no valía ni la pena. Y la del Covid como la del encierro en que no pudieron trabajar. Por su edad ninguno de los dos tenía autorización para circular. Pero su hijo Luis, padre de Nicolás, sí.

Luis hijo sacó la robustez de su padre y la energía de su madre. Es un cuerpo que avanza. Ingenioso y hábil para las matemáticas. Él tenía un permiso especial para circular y podía distribuir las bolsas, los rollos de cocina y los artículos de aseo que vende en su propio puesto de la feria: de espaldas al parque Domínico y de frente a la línea del tren Roca, un puesto siempre concurrido.

Nunca sintió que hubiera un quiebre en que descubriera una vocación o tomara la decisión de tomar el trabajo de sus padres. Sencillamente lo ejerció, lo tomó y se quedó. Es un oficio heredado que lo enorgullece, que lo gratifica. “Si hacés algo que no te gusta, vas a chocar con todos, o vas a sentir bien pesada la carga. Yo hago lo que me gusta, por eso puedo hacerlo bien y hacerlo todo el día y todos los días”.

–O sea que laburás los siete días.

–Sí, soy pobre. Somos laburantes y estamos todo el día laburando.

Coordinación foto: Cristina Sille