Crónica

El último rincón de Sudamérica: Guayana Francesa


Cohetes en la selva

El gobierno francés controla 83 mil kilómetros cuadrados en pleno continente sudamericano. En medio de la selva, administra una base espacial donde ofrece servicios a países de todos los continentes. Desde allí se lanzaron, entre otros, los satélites ARSAT y el telescopio James Webb. Pero el territorio está en crisis permanente por las movilizaciones de grupos independentistas que denuncian el colonialismo, problemas de seguridad, educación y el alto costo de vida. Afrodescendientes, hindúes, pueblos amerindios y refugiados de guerra conviven en uno de los últimos rincones olvidados de nuestro continente.

La cuenta regresiva es en francés. Trois. Deux. Un. ¡Top!

Entonces el burbujeo de fuego. Y un estruendo recorre la selva. El cohete despega entre densos borbotones de humo gris y en pocos segundos dibuja una línea vertical ancha, blanca y amarilla que se estira en el cielo. Luego se convierte en una parábola hasta desaparecer en el espacio.

A 18 kilómetros de la lanzadera, en un anfiteatro de fino alfombrado rojo y butacas de cuero, una multitud aplaude. Entre las caras de felicidad se ven las de políticos, científicos y hombres de negocios. En el centro del salón, como si estuvieran dentro de una pecera rodeados por las tribunas del anfiteatro, un grupo de ingenieros y asistentes nerviosos, sentados de espaldas al auditorio, controlan pantallas gigantes con distintos relojes, indicadores de telemetría e imágenes en vivo del cohete en su trayectoria. En la última fila, al borde del vidrio que los separa del público, está sentado Stephan Israel. El CEO de la empresa Arianespace es un cincuentón pulcro y saludable, de hombros angostos, cabeza grande y anteojos pequeños. Se pone de pie, se da vuelta y con un gesto medido saluda a los clientes, satisfecho. Cuando sonríe descubre unos incisivos separados que le dan un aire de niño nerd. Una vez por mes, Stephan Israel deja París y viaja 7.216 kilómetros hasta la Guayana Francesa para presenciar cada lanzamiento. El de hoy ha sido un éxito. No siempre lo son.

Esta vez el cohete no tiene ninguna misión ni lleva nada. Lo importante es la prueba del Ariane 6, un nuevo modelo más liviano, potente y barato. Los políticos, científicos y hombres de negocios están de parabienes. Es 9 de julio de 2024 y es un día para celebrar. Terminarán brindando con champán en el subsuelo de la sala de control.

Cuatro meses después, en el mismo anfiteatro, la escena que vemos es muy distinta.

La sala de control está vacía y entre las filas de los asientos de cuero ahora pululan señores con gorras deportivas y bermudas, las piernas canosas. Recorren el lugar con curiosidad infantil. Hay señoras de cabello corto y chicas jóvenes muy rubias. Un par de muchachos atléticos y piel blanquísima. Junto con Rudja Santos, la fotógrafa que viaja conmigo, y un mejicano que viaja solo, somos los únicos en el contingente de cuarenta personas que no venimos de Francia. Los turistas se sacan fotos con las maquetas de los distintos modelos de cohetes, le hacen preguntas a la guía, se divierten. Van y vienen dejando un olor a bronceador en el aire. Llevamos dos horas recorriendo las instalaciones del Centro Espacial de Kourou y recién podemos sacar las cámaras.

Casi todo lo hemos visto desde afuera, subidos a un colectivo con aire acondicionado, en el que recorrimos rutas, caminitos y rotondas, rodeados de selva que de cuando en cuando se abren a edificios imponentes. Sabíamos qué era qué cosa cuando nos apuntaban con el dedo: allá una estación meteorológica, allá una estación de radares, ese es un galpón de preparación de satélites, aquella una usina de gas y líquido propulsor. Pasamos por las cercas perimetrales viendo a lo lejos varios centros de control administrativo y tres lanzaderas. Toda la base es una fortaleza de 700 kilómetros cuadrados: siete veces el tamaño de París, apuntó al principio la guía, muy orgullosa.

Desde aquí se lanzaron, en 2014 y 2015, los ARSAT 1 y 2. Y decenas de otros satélites y componentes para estaciones espaciales, en operaciones con gobiernos y empresas de distintos países. El último gran lanzamiento fue en 2021: en cooperación con la NASA enviaron al espacio el telescopio James Webb, que trabaja a un millón y medio de kilómetros de la órbita terrestre en el estudio de la formación de las primeras galaxias y la búsqueda de vida en exoplanetas.

Somos como un gran taxi espacial, explica la guía.

También cuenta al pasar que en la base están instaladas las fuerzas armadas francesas y la brigada de bomberos de París. Y recuerdo mi conversación con Maurice Pindard, uno de los líderes del movimiento independentista de Guayana Francesa. Maurice es un maestro jubilado, un flaco de rulos blancos y barba hirsuta. Habla un español perfecto, arrastrando apenas las consonantes guturales de su acento francés:

—La base de Kourou es un enclave parecido al que hay en Malvinas —me dijo en una videollamada que hicimos antes de que fuera a conocerlo en persona—. Está lleno de militares. Por eso decimos que lo que tenemos aquí es una base de avanzada de la OTAN.

Pero hay otra cosa. Quizás más básica —y no por eso más transparente— que explica por qué Francia sigue aferrada a ese rincón olvidado del continente americano. No demoramos en comprenderlo.

 ***

Antes, la Guayana Francesa fue una gran prisión. Entre 1852 y 1953 funcionó allí una red de penales y campos de trabajos forzosos a dónde eran desterrados los presos políticos franceses, ladrones reincidentes y criminales de toda laya. Mayoría de hombres, pero también mujeres. Gente de distintas clases sociales. Casi toda era población blanca. 80 mil personas fueron condenadas y enviadas al sur en ese tiempo. 70 mil murieron allí. De hambre, de malaria, de tifus, de fiebre amarilla. Cuando no en algún enfrentamiento o intento de fuga.

El más famoso de los sobrevivientes fue Henri Charrière, un ex marino que en 1931 fue acusado de matar a un proxeneta en los bajos fondos de París y pasó doce años en las cárceles guayanesas. Intentó fugarse siete veces y lo consiguió en el octavo esfuerzo, subido a una rústica balsa que lo llevó a Venezuela. Escribió sus memorias y las tituló con el apodo que tenía en la cárcel: Papillón. Fue un best-seller y al poco tiempo Steve McQueen interpretó a Charrière en el cine, el rostro más famoso asociado a este rincón olvidado del mundo.

Los franceses habían ocupado el lado oriental de las guyanas, al límite con Brasil, entre los siglos diecisiete y dieciocho, excitados por las historias del oro que supuestamente podían encontrar allí. Espantaron a los pobladores originarios que terminaron replegados al interior de la selva mientras los colonos traían esclavos africanos para trabajar. No encontraron el oro que buscaban pero pusieron en marcha grandes plantaciones de azúcar. Cuando se abolió la esclavitud en 1845 los libertos hicieron lo mismo que habían hecho los pobladores originarios: se escaparon a la selva a formar sus propias comunidades. 

Entonces los franceses trajeron inmigrantes de India y China para usarlos como mano de obra barata. Pero no les había ido bien con la producción de azúcar. Tampoco con la madera, ni la pimienta, que en algún momento intentaron. Entonces el gobierno francés decidió darle otro uso a aquella tierra lejana y convertirla en el gigantesco depósito de malvivientes que fue durante los cien años siguientes.

Largas filas de presos con chaquetas a rayas rojas y sombrero de paja circularon por la selva durante décadas cortando madera y caña, vigilados por guardiacárceles de uniformes blancos. Después dormían en calabozos hacinados sin ventilación, donde siempre quedaba una lámpara encendida. Algunos se morían. Otros aguantaban. Y poquísimos lograban fugarse.

Al final de la Segunda Guerra Mundial el gobierno francés decidió cerrar las cárceles, que ya habían adquirido mala fama en la prensa. De los pocos miles que quedaban vivos, algunos presos fueron repatriados a penitenciarías europeas y otros liberados a su suerte. Quienes tenían dinero pudieron pagar su regreso a Europa. Algunos —como habían hecho los originarios y los esclavos libertos— escaparon a la selva. Otros perdieron la cordura y quedaron errando en libertad por Cayena y los pueblos más pequeños.

Durante los años siguientes, la Guayana Francesa fue un páramo sin esperanza ni mucho movimiento, habitado por campesinos de distintas etnias, locos sueltos y burócratas hastiados. En 1962, cuando Francia perdió la guerra de Argelia y los africanos declararon su independencia, el presidente Charles De Gaulle acordó retirar la base de Hammaguir, un centro de pruebas de vehículos espaciales militares que los europeos operaban desde la década del 40 en el Sahara argelino. Y ahí se acordaron de sus tierras en Sudamérica.

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Crucé a pie el puente de hierro sobre el río Oyapoque, la única vía terrestre para entrar a la Guayana Francesa, a principios de noviembre de 2024. Iba con dos objetivos: conocer la base espacial de Kourou para tratar de entender qué ocurre ahí realmente y entrevistar a algunos de los líderes independentistas para comprender aquella persistencia anacrónica del último enclave europeo en el continente. 

Esa mañana pegajosa, durante unos minutos, cayeron gotas pesadas que provocaron una sonrisa escéptica en la cara del oficial de la aduana que me estampó el pasaporte al aire libre. Es que Guayana Francesa atraviesa la sequía más grave de su historia y cualquier gota es apenas el cruel amague de un alivio que no llega. El prefecto Antoine Poussier, la máxima autoridad gubernamental en el territorio, había confirmado el día anterior que el nivel de los ríos bajó casi un 50 por ciento. Muchos habían dejado de ser navegables y había varias comunidades aisladas a las que se iba a intentar asistir.

A ocho kilómetros del puente fronterizo está el pueblo de Saint Georges de Oyapoque, donde la gente se dedica a la pesca, a la minería de oro de pequeña escala o a pasar personas y mercadería en botecitos de un lado al otro de la incontrolable frontera con Brasil. Buena parte de lo que se hace allí es ilegal. Cuatro mil personas viven entre el río y el cementerio, donde envejecen casuchas de madera descascaradas, alguna de dos plantas con sus balconcitos de hierro oxidado. Una torre de electricidad en el medio del pueblo, como el esqueleto de un obelisco solitario, es la referencia para indicar todo: cualquier lugar se encuentra a tantos metros de la torre, antes de ella, después o a la vuelta. A la orilla del río, donde van y vienen los botecitos, una larga fila de combis recoge viajeros que, como yo, intentan llegar a la capital.

Todo el territorio de Guayana Francesa es más pequeño que cualquier país de la región: 83 mil kilómetros cuadrados. La mitad del tamaño de Uruguay. Y el 90 por ciento está cubierto por la selva amazónica. La mayoría de la población vive arrinconada sobre una franja llana de 380 kilómetros que corre pegada a la costa del Atlántico, sin playas. Todo termina en bancos de arena y fosas pantanosas antes del mar. Una larga carretera atraviesa el país por su margen litoral, y es el camino más importante de ida y vuelta a cualquier lado. Hacia la selva interior se estiran como venas rojas y azules algunos caminos de tierra difíciles de transitar y los ríos que están empezando a dejar de ser navegables por la sequía.

En el ingreso a Cayena las señales de tránsito aparecen con el mismo diseño que en París, junto a carteles de grandes marcas francesas: los supermercados Carrefour, la telefónica Orange, las antenitas de la televisora Canal+. Todo en medio de un paisaje tropical muy difícil de afrancesar.

Entramos por la Rue de la Madeleine, una avenida que se llama igual que el bulevar parisino bautizado en honor a una iglesia que aquí nadie conoce. La capital se recuesta sobre la costa norte, y, paralelas a ella, corren dos grandes avenidas de este a oeste: la Charles De Gaulle - el presidente francés más importante del siglo veinte - que que luego se convierte en avenida Jean d'Estrées - el colono más audaz del siglo dieciocho - y la avenida de la Libertad, que se convierte en el boulevard de la República. Hay algunas callecitas que recuerdan a próceres locales, como Félix Ebue, primer oficial colonial de origen afro, o Justin Catayée, fundador del Partido Socialista Guayanés. 

En el paisaje se mezcla la arquitectura colonial, las casas bajas con techos de tejas, negocios con poca gracia y cartelería sin gusto. Casi todo es viejo y lo que no está detenido anda lento. Andan lentos los autos, las motos y las personas. Como si no hubiera realmente un lugar a donde ir. Aunque en el siglo veintiuno sólo el 5 por ciento de la población es blanca, son blancos la mayoría de los mendigos que veo: un rubio fibroso de pelo largo y piel roja de sol camina como extraviado apenas con una bermuda rotosa y saluda a todos como si los conociera; una señora hiperflaca con un perrito me dice algo  que no entiendo mientras se rasca la entrepierna; un viejo parado en una rotonda mira a la nada y extiende una gorra vacía que pide limosna, los autos le dan la vuelta como en una calesita.

Al atardecer, mientras se apagaban las luces del centro y cerraban los negocios que venden frutas, juguetes de plástico, artículos de electrónica y ropa barata, entré a cenar a un bar vietnamita. Seis mesas de plástico, tres vacías. En una, un señor le hablaba en portugués a una parejita joven que escuchaba en silencio. En otra, cuatro adolescentes asiáticos discutían en francés inclinados sobre un bol gigante de arroz y salsa en el que sopaban verduras con palitos. En la tercera, yo frente a un plato de arroz picante con camarones. Desde ahí vi entrar dos negros tendinosos con rastas y ojotas, que inspeccionaron en silencio en el mostrador las bandejas con carne de vaca, mariscos y banana frita. Detrás de ellos llegó uno de piel café con leche que podría haber sido colombiano o venezolano. Llevaba una remera que decía Je vote Boris Chong-Sit and Patricia Torres. Boris es un candidato a diputado de origen asiático y aspecto indio, y Patricia una candidata latina. Con los años, en Guayana Francesa fueron adquiriendo distintos niveles de autonomía y hoy tienen elecciones periódicas. 

A nivel local se vota para alcaldes de los municipios y para  elegir 19 miembros de un Consejo General y  31 de un Consejo Regional. Son órganos legislativos que elaboran normas administrativas y de servicios, pero no pueden legislar sobre derechos cívicos, justicia o nacionalidad. El Prefecto, designado desde Europa, tiene la última palabra en cualquier decisión que se tome. También los guayaneses eligen dos diputados para la Asamblea Nacional de Francia, que se van a París como representantes de ultramar. Allí es donde se toman la mayoría de las decisiones y eso molesta a los francoguayaneses. Ya me lo había dicho Maurice Pindard:

—El hecho principal es que Francia niega nuestra existencia como pueblo. Como pueblo guayanés. Y dicen que nosotros somos franceses. 

En Guayana Francesa hay al menos siete pueblos indígenas diferentes, cada uno con su propia lengua: los wayana, los apalai, los kaliña, los wayampi, los emerillon, los arawak, los palikur. A esta enorme diversidad, que desde la metrópoli intenta asimilarse bajo el manto del francés, se le suman los afrodescendientes, las comunidades chinas e hindúes que vinieron cuando se abolió la esclavitud, vietnamitas que llegaron en los 70, y los cientos de refugiados actuales que escapan de las guerras de Medio Oriente. Es porque viajando a Brasil y de allí a la Guayana Francesa, encuentran una ruta a Europa que, aunque más larga, les resulta más accesible. Unas 200 familias de Siria y Afganistán viven hoy en un asentamiento en la costa de Cayena.

Debajo de toda esa melange, un poco se diluye y otro tanto se niega la identidad guayanesa. Y esa negación, claro, ocasiona problemas.

***

Jean Víctor Castor no esperaba a la policía. Lo fueron a buscar a su casa una mañana de abril de 1997. Tenía 35 años y ya era un importante dirigente sindical. Un afro más alto y atlético que la mayoría de sus compañeros. Habían pasado más de cinco meses de las movilizaciones de finales del año anterior, que reclamaban por la autonomía educativa en la Guayana Francesa. Después de una serie de investigaciones, la policía fue a capturarlo y lo deportaron a la isla de Guadalupe, otro territorio de ultramar francés 600 kilómetros al norte de Cayena. Allí fue a parar junto con otros once dirigentes vinculados a los movimientos independentistas.

La movilización la habían empezado los estudiantes secundarios en noviembre de 1996. Durante cuatro meses dejaron de ir a clases y organizaron protestas frente al edificio de la Prefectura, reclamando por las malas condiciones edilicias y carencias en la enseñanza: todo lo que se estudiaba, decían, venía envasado de Francia y no había contenidos sobre su realidad local. Al poco tiempo, se sumaron los dirigentes de la Unión de Trabajadores de Guayana. Hubo marchas masivas que se mezclaron con saqueos y terminaron en batallas campales contra policías y gendarmes.

A finales de noviembre de 1996, el presidente francés Jacques Chirac tuvo que enviar a Cayena al ministro de Educación y al ministro de Territorios de Ultramar. Allí negociaron la creación de un Rectorado de Guayana que administraría la educación a nivel local y un fondo de 500 millones de francos para acondicionamiento de escuelas. 

Cuando se calmaron las aguas, la policía aprovechó para detener a Jean Victor Castor y sus compañeros, que estaban hacía tiempo en la mira por el impulso que le daban al movimiento independentista en la región.

Los movimientos insurgentes no eran nuevos. En 1966 —el año en que se independizó la antigua Guayana Británica y la Guayana holandesa avanzaba hacia el mismo destino— en la Guayana Francesa se organizó la Unión de Trabajadores Guayaneses (UTG), que nucleaba a agricultores, pescadores, empleados de la construcción y la administración pública. Se inventaron una bandera con dos triángulos —uno verde y otro amarillo— y una estrella roja en el centro. Ese fue su símbolo y ellos encarnaron los primeros reclamos sociales, influenciados por los movimientos de izquierda que florecían en el Caribe y con quienes tenían contacto. 

Una segunda generación de dirigentes del sindicato, a la que pertenece Jean Victor Castor, fundó en los 90 el Movimiento de Descolonización y Emancipación Social (MDES):

—Nuestra formación era marxista-leninista —me dice Jean Victor Castor—. Luchábamos contra la explotación y por más autonomía. Queríamos la autonomía educativa y también queríamos impulsar la agricultura y la pesca. Todos esos sectores que a Francia no le importaba atender.   

En esos años Castor conoció a Maurice Pindard, que ya era un dirigente más veterano. Maurice había dejado Guayana en los 70 para ir a estudiar agricultura  en Le Havre. Al regresar de Francia trabajó cinco años en el organismo de tierras que dependía del gobierno central. Renunció, cansado de las políticas que no consideraban las necesidades de las comunidades locales y se dedicó a trabajar como maestro de física y matemáticas mientras organizaba el movimiento:

—El problema con la tierra es que el 90 por ciento le pertenece al Estado francés — explica Maurice—. Y como la población vive también cerca de la selva y puede autosustentarse con sus productos, hay un reclamo para acceder a la tierra. Pero quien quiere usarla, tiene que preguntar y pedir permiso al Prefecto y no siempre se puede. Todo se vuelve muy largo y muy difícil. Necesitamos la tierra para producir más y vivir mejor.  

El costo de vida en la Guayana Francesa ha sido siempre un problema: casi no tienen producción propia - apenas algunas frutas y algo de pesca - y la mayoría de los productos vienen de Europa, encarecidos por la distancia.

Al poco tiempo de crear el MDES, organizaron una huelga con veintidós piquetes en todo el territorio para reclamar al gobierno francés la construcción de una ruta de salida al Brasil. Esa ruta que consiguieron entonces les permite hoy cruzar a buscar mercadería más barata o a atender problemas de salud. Antes de eso estaban aislados y sólo podían salir en un avión, quienes tuvieran el dinero.

—Mi madre me llevaba desde pequeña a las protestas —recuerda Cindy Pollux, una de las dirigentes jóvenes del MDES—. Por eso para mí era muy natural el ambiente de los conflictos y las movilizaciones.

Cindy nació en Saint Georges de Oyapoque, el pequeño pueblito en la frontera con Brasil por el que yo había entrado. Allí la crió su madre, que se dedicaba a la agricultura y los cuidados del hogar. Cuando se organizaban los piquetes y movilizaciones viajaban en caravanas hasta Cayena: era común llevar a los niños, que no tenían en dónde quedarse. En las marchas de 1996 Cindy ya era una adolescente y fue una de las estudiantes secundarias que protagonizaron las movilizaciones. Hoy tiene 39 y es profesora. En un francés delicado, cuenta las revueltas en las que participó y cómo se convirtió en maestra de lenguas originarias:

—Mi familia es de la frontera con Brasil y ahí hay dos comunidades que están históricamente enfrentadas —relata Cindy—. Los originarios son los creole. Y después están los saramaca, que vinieron desde Surinam en la década del 50, cuando Francia firmó un acuerdo con Holanda para enviar hombres a trabajar como buscadores de oro. Ahí vino mi abuelo y conoció a mi abuela, que es creole. Y a pesar de las diferencias se casaron. Por eso yo tengo las dos culturas y trabajo desde hace mucho tiempo para conservarlas y difundirlas.

A pesar de la tendencia a licuar la cultura local para afrancesarla, en 2010 los guayaneses dieron un paso determinante, al menos en términos simbólicos. Los 56 miembros que integraban el Consejo General y el Consejo Regional aprobaron por unanimidad la bandera verde y amarilla con la estrella roja como su símbolo nacional. La misma que había diseñado la Unión de Trabajadores Guayaneses en los 60.

El Comité de Reflexión que se organizó entonces para analizar el caso y tomar la bandera, escribió: “El triángulo superior, de color verde, representa nuestro bosque. El triángulo inferior, de color amarillo como el oro, es la representación de las muchas riquezas contenidas en el subsuelo guyanés. En el centro, una estrella roja de cinco puntas, simboliza la orientación socialista del país”.

El gobierno central de Francia no tuvo otra que aceptarla, pero como una bandera regional. Para la mayoría de los guayaneses es la bandera de su país. Incluso aparece hoy entre los emojis de WhatsApp.

Durante los últimos tres meses, antes y después de viajar a Guayana Francesa, hablé muchas veces con Jean Victor Castor, Cindy Pollux y Maurice Pindard para conocer la historia del movimiento independentista. Cuando nos encontramos en Cayena y caminamos juntos por las calles de la ciudad, coincidieron en que, de todos los episodios de esos años, el más importante fue la gran huelga de 2017. En ese caso el motivo no fue la educación ni las rutas: fue el costo de vida y la violencia.

En 2016 se habían cometido 42 homicidios por robos, atracos y enfrentamientos. Casi uno por semana. El nivel de pobreza superaba el 50 por ciento de la población y el costo de vida se había vuelto inmanejable. Los sindicatos y el MDES salieron a tomar las calles de nuevo. Y esta vez se les sumó una organización hasta entonces desconocida: los 500 Hermanos Contra la Delincuencia. Eran cientos de hombres, mayormente afrodescendientes, casi todos enormes y musculosos, vestidos de negro y encapuchados, que habían salido desde los barrios marginales de la capital pidiendo el cese de la violencia.

Hicieron una huelga general que paralizó el país durante veinticinco días entre marzo y abril. Hubo más de 40 mil personas movilizadas en Cayena y otras miles en distintos pueblos del interior. La base espacial de Kourou estuvo rodeada y obligaron a suspender los lanzamientos de cohetes previstos para esos meses. Estuvo rodeado el edificio de la Prefectura. Las escuelas permanecieron cerradas y los maestros daban clases a los hijos de los manifestantes en los piquetes.

Jean Victor Castor participaba de una mesa estratégica en la que dialogaban los líderes de las distintas organizaciones sindicales, estudiantiles y de los 500 Hermanos. Maurice Pindard permanecía en un bloqueo en Saint Laurent, al límite con Surinam, donde había diez mil personas organizadas. Cindy corría en la capital entre dos piquetes donde estaban sus amigos y familiares. Eran los últimos días del gobierno de Francois Hollande, que en medio del conflicto decidió mandar a negociar a Ericka Bareigts, ministra de Territorios de Ultramar y Matthias Fekl, ministro del Interior. Pasaron días enteros encerrados dialogando con los voceros del movimiento.  

El 21 de abril de 2017, Ericka Bareigts salió al balcón de la Prefectura. Estaba contenida entre hombres de seguridad y la acompañaba el ministro del Interior. Su cuerpo pequeñito y el rostro delgado de pelo corto apenas se veían detrás del megáfono que levantó para hablarle a la multitud que rodeaba el edificio. Aquella escena pasó a la historia. Habían sido días de lluvia caliente. Miles de manifestantes rodeaban la prefectura a la espera de respuestas con banderas y paraguas de colores:  

—Para mí es un honor pedirle disculpas al pueblo guyanés —dijo la ministra, con la voz robotizada al atravesar el megáfono—. Por los años de desinversión en el territorio ultramarino.

El gobierno francés frimó entonces un acuerdo en el que se comprometió a liberar mil millones de euros para financiar proyectos que mejoraran la seguridad pública, la atención sanitaria y el funcionamiento de la justicia. Además de estímulos para la economía local que ayudaran a reducir el desempleo.

También hubo un impacto político entre la población. Gracias a la visibilidad que adquirieron en las movilizaciones de 2017, en las elecciones de 2022, por primera vez, los dos diputados elegidos para representar a Guayana en la Asamblea Nacional de Francia fueron independentistas. Davy Rimane, dirigente sindical de la empresa francesa de energía en Guayana, y Jean Victor Castor, por el MDES:

—Sabemos que en Francia el Poder Legislativo no es muy fuerte —me advierte Castor en una charla por Zoom desde su despacho en París—. La mayor parte de las leyes las define el Ejecutivo. Aquí usamos el rol y la visibilidad para otra cosa. Hacemos campaña por la propiedad de las tierras, por la salud y por la autonomía, que es lo que seguiremos haciendo.

En los últimos años aumentó la presencia policial en Cayena y los pueblos del interior. La violencia ha disminuido relativamente. Pero la situación económica no ha cambiado. La Guayana Francesa sigue siendo un país que no produce y sostiene una forzosa dependencia de la metrópoli para sobrevivir a duras penas.

***

En enero de 1964 llegaron a Guayana Francesa Pierre Chiquet y Raymond Debony. Chiquet era el primer ingeniero del Centro Nacional de Estudios Espaciales (CNES) y Debony un coronel de las fuerzas armadas. Llevaban meses en misión tratando de encontrar un lugar para instalar la base que debían retirar del Sahara después de la independencia de Argelia. Habían visto opciones para negociar con Australia o con Brasil y también en otros territorios de ultramar franceses. 70 kilómetros al noroeste de Cayena, por la línea de la costa, encontraron entre los poblados de Kourou y Sinnamary el lugar ideal para lanzar cohetes al espacio. Por la estabilidad del clima, por estar cerca de la costa y sobre todo por el llamado efecto tirachinas: como la rotación de la tierra es mucho más rápida cerca del ecuador que en otras latitudes, cualquier cohete que despegue de esa región tiene un impulso inicial significativo que le permite ahorrar mucho dinero en combustible y llevar más carga.

Dos meses después de la visita de Chiquet y Debony, el propio general Charles De Gaulle viajó hasta el lugar y organizó un pomposo acto en las calles de la capital para anunciar la gran transformación de Guayana Francesa.

Faltaba un detalle: en la zona donde el gobierno había decidido instalar la base vivían 105 familias de pobladores originarios y afrodescendientes que se dedicaban a cultivar la tierra hacía varias generaciones. En marzo de 1964 recibieron una notificación que les anunciaba que serían relocalizados “en beneficio del CNES con miras a establecer una base espacial”.

Fueron casi 650 personas trasladadas en camiones a una orilla fuera del perímetro del lugar donde se construiría la base. El gobierno les pagó una indemnización y les entregaron pequeñas casitas de hormigón. Debieron dejar atrás sus campos, sus animales, e incluso sus muertos: nunca más pudieron volver al cementerio. Algunos se adaptaron y buscaron otra forma de vida. Otros se resistieron y terminaron vagabundeando por la selva, como pasó en tiempos de la colonización y de la construcción de los penales.

En 1967, después de trasladar a las familias, el gobierno construyó un hotel con pileta donde se alojaron los 3 mil trabajadores que vinieron desde Europa a construir la base y una pequeña ciudad residencial en el borde noreste de las instalaciones oficiales. En 1970 el CNES concretó el primer lanzamiento desde Kourou: el Veronique fue un cohete de diez metros enviado al espacio para realizar investigaciones en la alta atmósfera y probar sistemas de guiado y navegación.

Durante varias semanas antes y después de viajar a Guayana Francesa intercambié correos con Juliana Chocho Dufai, que tenía once años cuando su familia fue expulsada de Kourou. Durante la pandemia, Juliana se dedicó a entrevistar a amigos, familiares y sobrevivientes de aquella época, y este año publicó un libro que es el único testimonio en primera persona de aquel destierro.

“En ese momento no hubo seguimiento ni apoyo psicológico ni de ningún tipo para los que éramos niños —me escribe Juliana—. Los enviados del gobierno trataron muy mal a mi padre porque se resistió a la decisión. Para suavizar las cosas, les hicieron entender a los vecinos que supuestamente podían regresar a la zona para cosechar y pescar. Pero nada de eso sucedió”.

A pesar de todo, Juliana hoy tiene una relación de diálogo con las autoridades de la base. Estuvieron en la presentación de su libro y se preparan para inaugurar un monumento dedicado a los expropiados de Kourou y Sinnamary para 2025, cuando se cumplan sesenta años de aquel episodio.

Nosotros tuvimos menos suerte. A pesar de un sinfín de correos, mensajes de Whatsapp con encargados de prensa y después de llenar varias fichas con nuestros datos y nuestras intenciones, no logramos que nos concedieran una entrevista con autoridades de la base. Terminamos entrando con Rudja como turistas. Ahí pudimos preguntar y entender varias cosas.

Hoy son tres agencias madre las que controlan la base: el CNES francés original; la Agencia Espacial Europea, fundada en 1975 e integrada por 22 países que tienen en Kourou su principal punto de lanzamiento; y la empresa Arianespace, fundada en 1980 como la primera compañía comercial de transporte espacial del mundo.

Cuando le pregunté a la guía de turismo cuánto costaba lanzar un satélite al espacio desde Kourou, me preguntó si tenía uno para mandar. Después de las risas y mi insistencia, respondió: 250 mil euros por kilo. 

El peso de los satélites es muy variable, según su tipo y función. Pueden pesar de cinco kilos a varias toneladas. Pero entre los más pesados lanzados en el último tiempo se pueden contar la serie de cuatro los satélites franceses Pleiades Neo (mil kilos cada uno), el coreano KOMPTAT-2A (3.500 kilos) y el luxemburgués Astra 3B (5.500 kilos). El telescopio James Webb, que lanzaron a finales de 2021, pesa 6.2 toneladas. El Ariane 6 —un cohete de 60 metros de largo— tiene capacidad de transportar hasta 10 toneladas.

Con un costo promedio de entre 50 y 200 millones de euros por lanzamiento, basta hacer las matemáticas para inferir que se trata de un gran negocio. 

Además, en la base hay 41 empresas que proveen servicios de distinto tipo —desde construcción hasta mantenimiento, investigación o servicios básicos de limpieza, alimentación o turismo— que también se benefician de todo el dinero que allí se genera y circula. Entre todas ellas trabajan alrededor de 1.600 personas. La mayoría profesionales europeos súper calificados que se han instalado en las zonas residenciales de la ciudad vecina de Kourou, que se construyó al mismo tiempo que la base.

Por eso viaja Stephan Israel siete mil kilómetros de ida y siete mil de vuelta a presenciar cada lanzamiento, a saludar a los clientes en cada oportunidad. Y por eso se queda con ellos cuando algún desperfecto retrasa o complica los planes. Y quizás deba venir más seguido: Arianespace quiere pasar de doce a dieciocho lanzamientos por año.

Pero fuera del microclima pulcro y organizado de la base, la Guayana Francesa sigue siendo un rincón detenido en el tiempo. Con muchas dificultades para superar los problemas económicos, educativos y de seguridad que tiene hace décadas.

El boom del petróleo que tiene agitados a la otra Guyana y a Surinam, donde ya empezó empezó a notarse el crecimiento y hay grandes pronósticos para el futuro, ha despertado algunas suspicacias entre los independentistas en Cayena. Francia tiene prohibido por ley explotar petróleo en sus territorios de ultramar. Pero es una empresa francesa, Total Energies, la que empezará la extracción de petróleo al lado, en Surinam. 

Antes de emprender rumbo hacia allí, para comprender qué ocurre del otro lado de la frontera, Maurice Pindard me explica cual es la trampa en la que se encuentran atorados los guayaneses:

—Hay una doctrina francesa: aquí el país no se debe desarrollar, para poder mantener sus actividades aquí en el patio trasero con la base espacial. Si hoy nos dieran la independencia, no podríamos sostenernos económicamente. Con el petróleo son sus mismas empresas las que explotan en otros países, pero aquí no. Nosotros no. Porque si el país se desarrolla la gente pensará en la independencia.

Fotos: Rudja Santos / Ilustración: Sebastián Angresano