Crónica

Justicia Federal


Comodoro en llamas

Para la mayor parte de los argentinos, Comodoro Py es un entramado de poder desconocido. Tiene en sus manos las causas por corrupción, drogas, fraudes económicos y terrorismo de Estado. Cada decisión de un juez es un golpe al pasado y una advertencia al presente. La periodista Irina Hauser cuenta el submundo más complejo del sistema judicial, sus vínculos perdurables con los servicios de inteligencia y con los operadores de todos los partidos políticos.

La última vez que tomé un café con un juez en Comodoro Py faltaban más de dos semanas para que Cristina Kirchner entrara a esa mole de cemento por la puerta lateral que mira al río. La expresidenta todavía estaba en la Patagonia, pero ahí, en tribunales, no se hablaba casi de otra cosa. Estuve algo más de media hora. Conversamos sobre las posibilidades de que quedara presa y acerca de otras causas que algunos jueces federales utilizan en estos días para demostrar su poder y causar impacto en la vida política. Antes de irme, advertí la hermosa vista panorámica: la inmensidad de la costa y de la ciudad. La mayoría de los despachos del edificio tienen mucha luz. Es muy distinto al Palacio de Justicia, frente a Plaza Lavalle, donde algunas oficinas no tienen ni ventanas.

Cada vez que voy a Comodoro Py 2002 viajo en el subte D en combinación con la línea C. Tengo la costumbre de cruzar los parques de Retiro a paso acelerado, entre los vendedores ambulantes. Atravieso la ancha avenida Antártida Argentina; son unos cuantos metros. El segundero del semáforo peatonal me apura. Paso por el Correo, después surco el amplio estacionamiento de tribunales  y cruzo el escáner de la entrada. Siempre llego transpirada y despeinada. En Comodoro Py hay mucho movimiento y bullicio hasta las 13. Antes de esa hora, en la mesa de entradas de cada juzgado y fiscalía se agolpan los abogados, que maldicen cuando los hacen esperar por horas mientras ven cómo los periodistas, otros jueces y visitantes enigmáticos entran y salen sin demora por la puerta principal del despacho. Después del mediodía no vuela una mosca y en los pasillos se escucha el eco de los pasos. Y algunos viernes, el edificio tiene la vida de un fin de semana largo.

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Quizás el único lugar señorial del edificio de Comodoro Py sea el primer piso, donde está la Cámara de Casación Penal, con las paredes revestidas de madera y cortinados en la entrada. El peor: los baños. Están en los recodos de los pasillos, siempre sucios, los inodoros sin tapa y a las puertas no tienen traba. El papel higiénico falta desde siempre. Los doce juzgados federales se reparten entre el tercer y cuarto piso. El de Bonadío está en el cuarto. Además, en el edificio hay camaristas, fiscales, defensores, tribunales orales y salas de audiencia, empleados, secretarios, custodios, ordenanzas. En el último piso, el noveno, también hay un bar-restaurante que siempre tiene un plato del día casero, minutas y tartas. Muchos empleados comen ahí o se llevan la comida a las oficinas. Algunos de esos empleados, el miércoles 13, se agolpaban contra las ventanas que dan a la calle Comodoro Py para ver a una multitud que insultaba a un juez federal y vivaba a una expresidenta, algo inédito en la vida monótona de los tribunales.

La mañana del miércoles 13 me metí en el subte pensando que sería un poco más difícil que siempre hacer el trayecto hasta la reja de entrada. Cuando salí, me encontré con un paisaje apabullante e inesperado. No logré llegar más allá del correo, donde había dos fotógrafos trepados a las rejas. Ni ellos desde ahí podían distinguir el lugar donde habitualmente se detienen los taxis. ¿El hombre de pocos dientes que siempre abre la puerta a los abogados y abogadas apurados, estaría entre la gente? No se veían la parada del colectivo, ni el puesto de diarios, ni el lugar donde se ubica el vendedor de café con su carrito vertical. Esa antesala del mundo judicial estaba repleta de ciudadanos de a pie. Familias enteras, morenos y morenas, adolescentes con granitos. Tres cordobesas treintañeras que intentaban circular les iban contando a todos que habían viajado especialmente. Nunca, pero nunca, hubo tanta gente en la avenida Comodoro Py. Ni siquiera cuando empezó y terminó el juicio por el asesinato de Mariano Ferreyra. Aquella vez hubo una o dos cuadras colmadas de militantes, en su mayoría de izquierda.


Como soy una “periodista judicial”, especialidad producto de la agenda de estos tiempos, hay datos que me veo obligada a escribir: Claudio Bonadío, juez federal, citó a indagatoria a Cristina Fernández en una causa que lleva pocos meses. La acusa de liderar una organización que estableció que el Banco Central podía vender contratos de dólar a futuro, a sabiendas de que, a la larga, causaría un daño económico. Es un delito grave. Los jueces usan la figura de asociación ilícita para generar detenciones, porque tiene una expectativa de pena alta, hasta diez años de prisión. Pero casi no existen antecedentes de condena por esa figura, que algunos juristas creen inconstitucional. Se utilizó mucho, hace años, para ejercer persecución sindical e ideológica.  

El texto de la acusación que se lee en el momento de la indagatoria, no dice expresamente el delito. “Usted entenderá que además de ser ex presidenta, soy abogada. Esto es una asociación ilícita”, le dijo Cristina a la secretaria del juez Bonadío que se aprestaba a tomarle declaración. El fiscal Eduardo Taiano estaba ahí casi de casualidad, porque en el fragor de la mañana los policías que custodiaban el cuarto piso no lo reconocieron y no lo querían dejar pasar. La ex presidenta pidió agua. Taiano se ofreció a servirle de una botella que había allí, pero ella quería la suya, que la tenían sus colaboradores puertas afuera. Como el agua demoraba, el fiscal le mostró, ante su desconfianza, que la botella estaba herméticamente cerrada. De tanto esperar, aceptó.

Cristina llevaba un largo rato en el despacho diminuto de paredes amarillas. El color le causó gracia, lo asoció con el PRO. “Me gusta el amarillo”, le dijo la secretaria. En la planta baja, Cristina había sido recibido por su hermana Giselle Fernández, el ex secretario de la presidencia Oscar Parrilli, el ex juez de la Corte Suprema Raúl Zaffaroni y el abogado Carlos Beraldi, su defensor en esta causa. En comodoro Py no hay ascensoristas, pero un ordenanza se ofreció para la ocasión. Ni bien vio a la ex presidenta le dijo: “Por favor vuelva, no quiero ser pobre otra vez”. Un rato antes sus compañeros le habían hecho sacar la remera que llevaba puesta con el logo de la Unión de Empleados de la Justicia, alineada con Hugo Moyano, porque podía parecer una provocación.

La idea de que Cristina podía quedar detenida se había gestado ahí mismo, en Comodoro Py. Basta que un juez, secretaria o secretario, le deslice apenas la idea a un periodista para que empiece a rodar el rumor, se propague entre otros periodistas y en cuestión de horas se pase de la probabilidad al hecho casi consumado. Además se sumaba el factor Bonadío, un juez que se hizo fama, según dicen sus propios colegas, de ser “capaz de cualquier cosa”.

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En la planta baja está la sala de periodistas. Trabajan para agencias de noticias, radios, algunos salen por teléfono en televisión. Como cualquier trabajador, los periodistas judiciales tenemos rutinas: recorremos despachos, hablamos con los jueces o sus colaboradores, tomamos café, recogemos chismes, novedades. A veces todos los medios van detrás de las mismas noticias y un juez prefiere atender a todos juntos. A veces nos atienden de a uno y otras veces les da información exclusiva a uno solo. Aquello de que los jueces “sólo hablan por sus sentencias” es una idea obsoleta, inexistente en los tribunales. Lo que existe es un acuerdo tácito de que todo lo que se habla allí con la prensa es “off the record”. Circula mucho, muchísimo material en off, pero lo habitual es que ningún juez, fiscal u otro funcionario judicial se haga cargo de ella. Es una rareza que alguien haga declaraciones que se pueden publicar encomilladas. Y es infrecuente que los periodistas especializados insistan para obtenerlas. Como si la materia con la que trabajan tuviera una condición distinta a la de, por ejemplo, el periodismo político, económico o policial. El círculo de los periodistas judiciales se ha transformado también en una especie de cofradía a la que, además, hay quienes no entran nunca y son ninguneados incluso por los jueces.

Un mal que nos aqueja a los llamados “periodistas judiciales” es que a veces de tanto relacionarnos con “fuentes informativas” utlraespecializadas y con los jueces mismos, adoptamos su lenguaje, formas y muletillas, nos mimetizamos sin darnos cuenta. Somos capaces de asumir como propios el mito de la objetividad, la neutralidad y la asepsia, algo que no los representa ni a ellos ni a nosotros.  Con un colega tuvimos un pequeño debate en un programa de televisión adonde estábamos invitados el mismo día de la declaración de la indagatoria Cristina. Él decía que los periodistas judiciales no podemos decir si algo es o no delito, a menos que seamos abogados. Seguramente no. Pero sí podemos apreciar –en especial si llevamos años en esto—cuándo un juez comete un atropello.  A la vez, para contar que un juez o un fiscal a quien quizás  vemos con cierta regularidad cometieron un atropello, hay que mantener la distancia justa.

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Cristina Kirchner se llevó una sorpresa al ver que la saludaban y aplaudían empleados y ordenanzas, algunos hasta quisieron sacarse selfies y la filmaban con su camarita del celular. Fue, para ella, una compañía inesperada. Un poco de calidez en ese edificio frío, en el que cada juzgado parece un departamento laberíntico, con expedientes apilados en el suelo, y múltiples ambientes en los que se reparten los secretarios que investigan y escriben los dictámenes o fallos.

Bonadío no estuvo en la indagatoria. Pero apareció al final con un genérico “buenos días” al asomarse por la puerta. Ella hizo una breve exposición dedicada a él, que se quedó parado a sus espaldas de modo que no se vieron las caras. Dijo que era arbitrario, parcial, orientado políticamente y que tenía incompetencia técnica y profesional.  En el juzgado dejó, además de un pedido de recusación para apartarlo, un descargo. Cuando le dieron para leer el acta, preguntó por qué le habían puesto Cristina Elisabeth. “Elisabeth no me gusta”, se enojó. Tampoco le gustó que dijera sólo su apellido, Fernández. “Que diga Fernández de Kirchner”, exigió. Y retó a la secretaria porque había puesto “nacido” “nacida”, sin respetar el género. Casi al final, con ella dueña de la escena, se hizo un silencio, y la música entraba por la ventana. Sonaba la voz de Vicentico, y Cristina se puso a cantar: “tú me das amor…”. “¿Están tocando en vivo?”, preguntó entusiasmada.

Cuando salió a la calle y se subió al camión que oficiaba de escenario, inauguró el momento político más esperado por el kirchnerismo y otras fuerzas desde el ya lejano 9 de diciembre de 2015, la última vez que había hablado en público. Comenzó con una explicación de esos papeles que había presentado, que tomaban el vuelo de un discurso. Expuso de qué se la acusa y se defendió.

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Cristina siguió una línea constante del kirchnerismo: mostrar ante la sociedad que el Poder Judicial, aunque no es un partido, opera como un poder que disputa poder en forma permanente, y que en pos de su protagonismo y subsistencia busca generar consecuencias sobre la vida política,  incidir en las decisiones de gobierno y hasta en la conformación de los partidos. 

El fuero federal es el que se ocupa de investigar los posibles actos de corrupción de los funcionarios políticos, los fraudes económicos, las causas sobre crímenes durante el terrorismo de estado y las relacionadas con drogas. Las primeras son las que hacen más ruido. Las de estupefacientes son las que ocupan más lugar en la estantería de un juzgado. Superan el setenta por ciento de los expedientes. Todavía la mayoría de esos casos son por tenencia de droga para autoconsumo (una persecución que la Corte considera inconstitucional) y no contra las grandes organizaciones de narcotráfico.

Una de las grandes habilidades de los jueces federales es manejar el timing de las causas: mantenerlas latentes por un tiempo, con medidas investigativas menores, y el día que les parece políticamente más apropiado, producir un acontecimiento con repercusión.

Es matemático que cuando un gobierno inicia su ocaso, y más cuando termina, afloran las imputaciones penales contra sus (ex) funcionarios. Pasó con Carlos Menem, preso y enjuiciado por la venta de armas a Ecuador  y Croacia. Pasó con Fernando de la Rúa, implicado (y luego desvinculado) en los sobornos del Senado y las muertes del 20 de diciembre. Algo menos con Eduardo Duhalde, a quien apenas rozaron los asesinatos de Maximiliano Kosteki y Darío Santillán.

La diferencia del kirchnerismo con aquellas administraciones, es que siempre cuestionó a la corporación judicial, desde el juicio político a la Corte Suprema menemista, en adelante. Cristina Kirchner quiso hacer la más drástica de las reformas, que ampliaba la participación ciudadana en la selección de jueces, y puso en tela de juicio la opacidad tribunalicia. La respuesta fue un contraataque desde el Poder Judicial.

Siguiendo esa línea de tiempo político-judicial, era esperable un ataque desde Comodoro Py que, además de darle impulso a causas en curso o a nuevas causas, intente erosionar su reaparecido liderazgo.


Pocos, tal vez poquísimos, de quienes se movilizaron el 13A a Comodoro Py pueden enumerar a los jueces que allí tienen despacho. En la actualidad, en el fuero federal conviven, entre los jueces de primera instancia, tres generaciones. Un subgrupo fue nombrado en los noventa, son los jueces que no rindieron examen y que fueron designados a dedo por el menemismo, entre quienes está Bonadío, junto con María Servini de Cubría, Rodolfo Canicoba Corral, y el recién jubilado Norberto Oyarbide. A Sergio Torres lo designó Fernando de la Rúa y fue el primero en pasar por un concurso. Néstor Kirchner, en 2004, nombró a Daniel Rafecas, Julián Ercolini  y Ariel Lijo. También a Guillermo Montenegro, se fue a la política, de la mano de Macri. Y Cristina en 2012 designó a Sebastián Casanello, Marcelo Martínez de Giorgi, Sebastián Ramos y Luis Rodríguez. En edad, hay dos generaciones. También en formación. Los más nuevos, que rinden examen, tienen pergaminos y suelen ser profesores universitarios.

Los jueces federales ganan espacios en los medios por acción u omisión en los expedientes que llevan. Un repaso corto y al pie:

Bonadío, quien trabajó en la secretaría legal y técnica del gobierno de Menem, tuvo la causa por el accidente ferroviario de Once y mandó a juicio a un gran abanico de funcionarios, empezando por el ex ecretario kirchnerista de Transporte, Ricardo Jaime, a quien procesó en otras causas y a su sucesor, Juan Pablo Schiavi.

Servini de Cubría es la jueza electoral, a quien el macrismo le concedió también la subrogancia de los asuntos electorales en la provincia de Buenos Aires. Ahora citó a tres ex jefes de gabinete (Juan Manuel Abal Medina, Aníbal Fernández y Jorge Capitanich) por supuestas irregularidades en el programa Fútbol Para Todos.

Canicoba Corral tiene la causa AMIA  y mantiene la calma con otros temas.

Torres hizo en los últimos días un allanamiento en Santa Cruz para ver cómo se financió el mausoleo donde descansan los restos de Kirchner. 

Ercolini nunca avanzó en la causa sobre el desapoderamiento de Papel Prensa, donde están implicados los dueños de Clarín y La Nación. Y fue quien detuvo a Jaime un fin de semana.

Rafecas se animó a ir contra la corriente al archivar la denuncia de Alberto Nisman contra Cristina Kirchner por encubrimiento en AMIA. Ahora tiene en sus manos la causa Hotesur.

Lijo procesó a Amado Boudou por Ciccone, después que fue desplazado Rafecas, complicado por hacer sugerencias a un abogado.

Martínez de Giorgi y Ramos mantienen perfil bajo, igual que Luis Rodríguez, quien llegó a su cargo cuestionado en parte por su vínculo con el operador judicial Javier Fernández (padrino de su hija) vinculado a la ex Side y denunciado por complicar el esclarecimiento de los sobornos para favorecer a José Pedraza en la causa del asesinato de Mariano Ferreyra.

Casanello, el más joven de todos, 41 años, sobreseyó a Mauricio Macri por el espionaje porteño y mandó a detener a Lázaro Báez y su contador. Ahora se ocupa de los Panamá Papers y de las muertes en Costa Salguero.

Oyarbide, quien antes había procesado a Macri por las escuchas, se jubiló, entre amenazas de juicio político. Tuvo una intensa historia en los tribunales federales desde el menemismo, que inlcuye internas con policías y servicios de inteligencias. Casi pierde el puesto a fines de los noventa, acusado de proteger prostíbulos.


La Corte Suprema no es ajena a lo que sucede en el fuero federal. En especial su presidente, Ricardo Lorenzetti. Cualquier acto le sirve de excusa para bajar línea a los jueces sobre lo que él considera “políticas de estado”. En lo que va del año, ya dio tres discursos. En todos dijo que es deber de los jueces impedir la impunidad en los casos de corrupción. La última vez, en un homenaje al ex fiscal del Juicio a las Juntas, Julio Strassera, trasladó el pedido de un “Nunca Más”  a la corrupción, una analogía con la lucha contra las crímenes del terrorismo de Estado que cayó pésimo hasta en de Comodoro Py. Repitió la idea en la apertura del año judicial y luego en la inauguración de una base de datos de corrupción y crimen organizado. Y en reuniones individuales les sugirió a los jueces federales que muestren destreza en el manejo de los expedientes y que avancen porque deben responder al “reclamo social”.

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En otros tiempos, los jueces no tenían una guía política y espiritual en la Corte. Hoy, si no siguen esa guía podrían sufrir represalias. Les costará, por ejemplo, conseguir nombramientos de empleados, ascensos y contratos extras si necesitan. Tampoco los invitarán a dar ponencias ni escribir en libros de la Corte. 

Los vínculos fuertes con el fuero federal se advierten en algunos  nombramientos: el camarista federal porteño Martín Irurzun quedó al frente de las escuchas telefónicas (que antes tenía la Procuración como Dirección de Interceptación de Comunicaciones o DICOM), y como director ejecutivo fue nombrado Juan Rodríguez Ponte, quien trabajaba con el juez Lijo.  El secretario privado de Lorenzetti, trabajaba antes con Ercolini. Ambos, Lijo y Ercolini, se convirtieron en los últimos tiempos en el nexo entre el alto tribunal y el fuero federal.

La denuncia penal que hizo Elisa Carrió por supuesto enriquecimiento ilícito contra Lorenzetti, apenas prosperó. La cerraron Ramos y el fiscal Gerardo Pollicita.

Los jueces, algunos, batallan también en otro frente: se resisten a que Argentina adopte el “sistema acusatorio”. Este sistema se usa en la mayor parte de los países: los fiscales son los protagonistas de la investigación, restándole a los jueces posibilidades de “manejo” de los expedientes. El año pasado se aprobó una ley para instalarlo, que promete además investigaciones más rápidas y procesos orales. Pues los jueces no quieren. Por ahora, los magistrados lograron que el macrismo detenga esa reforma: se hará, pero en cámara lenta. Y resisten otras que están en puerta, como la que plantea el ministerio de Justicia para crear juzgados en todas las provincias, más de cien, que se ocupen del narcotráfico, que hoy sigue concentrado en Py.

Así como queda claro que Lorenzetti busca propagar su influencia y a la vez consolidar su fuerza, el Poder Judicial, especialmente el fuero federal, ha estado históricamente atravesado por la influencia de la ex Side, de personajes colaterales vinculados a ella y operadores. Elisa Carrió habla del presidente de Boca, empresario del juego y abogado Daniel Angelici. Lo acusa de reunirse y acordar con los jueces. El kirchnerismo hacía sus intentos a través de algunos jóvenes de La Cámpora. El nombre de Javier Fernández, en cambio, parece sobrevivir los cambios de gobierno. Fernández es, en los papeles, auditor general de la nación. Pero en el mundo judicial y político le atribuyen una gravitación enorme para obtener determinados resultados en expedientes del fuero federal, en nombre de determinados políticos y en sociedad con el ex jefe de operaciones de la ex Side, Antonio Horacio Stiuso. 

La muerte de Alberto Nisman puso a la vista el caso más emblemático de los vínculos entre el fuero federal y los servicios de inteligencia. Stiuso, desplazado por Cristina Kirchner de su cargo, estaba prácticamente metido dentro del expediente del caso AMIA. Stiuso declaró por primera vez en febrero del año pasado y dijo cosas menores, sin dar una explicación convincente de por qué no le atendió el teléfono al fiscal el fin de semana que apareció sin vida. Luego se fue a Miami. En el ínterin, la ex esposa del fiscal, Sandra Arroyo Salgado, jueza federal en San Isidro, y asidua concurrente a los actos de Lorenzetti, se la pasó pidiendo que la causa, que tenía a cargo la fiscal Viviana Fein, con mayoría de pruebas que se inclinaban por un suicidio, pase al fuero federal porteño. En marzo reapareció Stiuso: declaró durante horas y dijo que a Nisman lo habían asesinado. El resultado: la causa ya está en el fuero federal.  Como quería Arroyo Salgado y como quería el gobierno de Mauricio Macri.

El entramado fuero federal-servicios de inteligencia sumó otro episodio el día que se sorteó a qué juez le tocaría el caso Nisman. Ese día se colgó el sistema informático de la Cámara Federal. Primero trascendió que el caso le tocaba a Casanello, pero luego la información oficial aseguró que el sorteado fue Ercolini. El presidente del tribunal de alzada, Martín Irurzun denunció la posible irregularidad. Para investigar, primero salió sorteadó Casanello, quien se excusó. Después, increíblemente, le tocó a Ercolini.

Para los políticos, para muchos de los que se movilizaron frente a los tribunales, no es fácil entender el termómetro ni el péndulo de Comodoro Py. Cuando se empezaron a multiplicar las causas contra el kirchnerismo, el macrismo lo celebraba. Después de la manifestación del 13 de abril, ya no festejaron. Los jueces son inamovibles, no los elige el pueblo ni pagan impuesto a las ganancias.  Y en momentos de la historia como éste, en los inicios de un gobierno, cada paso que dan es un golpe hacia el pasado pero una advertencia concentrada en el presente.