Ensayo

Cristina condenada


Mirá cómo tiembla la democracia

Las formas de corrupción propias de las democracias capitalistas transcurren bajo un halo de legalidad hasta que es desafiado. La instrumentalización de la justicia y el poder informacional para movilizar denuncias y condenas neutralizan el antagonismo político. La detención y proscripción de CFK se inscriben en un hilo histórico de intentos de borrar las luchas populares y, a la vez, abren una nueva temporalidad. Los poderes fácticos muestran sus cartas y la resistencia peronista se enfrenta otra vez al desafío de reinventarse.

La causa ausente

Cuando el código de todos los intercambios es el dinero, quien lo posee tiene poder. La forma abreviada de esa relación, dinero y poder, es la corrupción. Los propietarios de los medios de producción (de bienes materiales pero también simbólicos), los capitales concentrados y las autoridades más encumbradas suelen agenciar ese dinero-poder.  Cuando la relación recíproca entre sus respectivos “poderes-dineros” permanece en sus límites “normales/tolerables”, todo ocurre bajo un halo de legalidad. Apenas esa frontera es transgredida por alguna disputa, se convierte en algo ominoso: genera rechazo, repulsión y, también, pánico moral. Cuando aquello que es familiar en todo sistema capitalista revela  su verdad, deviene objeto de repulsión visceral. 

A la corrupción fuera de sus circuitos habituales, permitidos, la nutre el relato que construyen los medios masivos de comunicación que cargan las marcas de la información. Se ofrece en imágenes fragmentadas expuestas de forma ininterrumpida y acompañada de leyendas explícitas. Se trata de evitar que el espectador dude. Cuando cumple bien su rol, el relato obtura la pregunta por las causas estructurales, por el grado y escala de aquello que está corrupto. Corrupción e información, juntas, desplazan  la complejidad de lo que está en juego para producir el alimento ya deglutido de audiencias siempre más deseosas y gozosas de castigo. Apuntan, sin falla, a saciar la indignación moral, la sed de condena pero también el olvido selectivo. Dejando intacta, sin embargo, la aspiración de justicia.   

La política

Cuando la corrupción se vuelve el discurso dominante produce como efecto una fuerte despolitización. La imputación de un vicio privado o falta de virtud de alguno de sus protagonistas (no tan) circunstanciales neutralizan el antagonismo político. Que sea despolitizadora no significa que no se haga un uso político de ella: se la nombra para desviar la atención de los dramas auténticos de la sociedad, para contribuir a la deslegitimación de un proyecto, para justificar la deposición de un “enemigo” político, para disciplinar a quien ose salirse de sus goznes, para ocultar la pauperización del presente. 

El fruto maduro de este proceso desatado es la negación y el desprecio in toto de la política, una de las pocas vías que podrían develar el enigma de la relación sistémica entre dinero-poder. Cuando se sucumbe a ello con el dedo en alto, jactancioso y soberbio, se malogra una de las pocas chances de trastocar la distribución desigual (e injusta) de dinero- poder que es su causa.  

La condena de la justicia 

No se trata aquí de “perdonar” la corrupción sino de comprenderla en sus raíces y ramificaciones para diferenciar escalas, grados y, luego, responsabilidades históricas. Distinguir además esas prácticas micro corruptas cotidianas que experimentamos como conquistas mínimas de libertad ante un sistema opresivo, de aquellas otras acciones afincadas en engranajes de opresión perpetuada por ella. 

Nuestras infracciones más o menos domésticas son inconmensurables respecto del “halo de legalidad” que recubre la desigual distribución organizada y administrada de poder-dinero. Esas que están detrás de lo que, no casualmente, se llama “poderes económicos concentrados” y que no casualmente actuaron en las sombras del golpe cívico-militar que selló esos niveles tolerables de corrupción (sin juicio aún) bajo el amparo de enclaves judiciales no menos corruptos. Ese momento inaugural de una redistribución socioeconómica desigual de dinero-poder se continuaría bajo aquel “halo de legalidad”. 

Quizás estamos ante otro momento inaugural de esas redistribuciones periódicas del complejo dinero-poder propias de un capitalismo mórbido que cada vez realiza menos esfuerzos paradójicamente para sostener su propio “halo”. 

Con la condena a esa corrupción (fuera de sus límites permitidos) por parte del poder judicial se consuma la condena de la justicia. Una “justicia” que se vuelve sobre sí misma para dejar al desnudo su vínculo con los poderes fácticos, asestando un golpe más a una institucionalidad democrática destartalada/abollada. Con la condena de la justicia se condena el ideal liberal de la república de la democracia capitalista sostenida en la promesa casi imposible de mantener a raya la dupla dinero-poder. Una dupla cuya hilacha, de la democracia a esta parte, cuelga de los golpes de mercado, del megacanje y los 38 muertos, del espionaje ilegal instrumentado por medios estatales, del blindaje y la fuga obscena de divisas ganadas con una deuda ilegítima, de los paraísos fiscales, de la evasión vuelta heroica, de la inconstitucionalidad de una ley que violenta la constitución.  “Si te preocupa la corrupción cuando entiendas la plusvalía vas a flashear”, graficaba una pintada anónima.

El mito 

La idea de que la aplicación del derecho es la realización de una justicia fue criticada con contundencia.. El derecho, decía Benjamin, es la reproducción mítica de la violencia: lejos de interrumpir una violencia la conserva o bien instituye una nueva. Sin  desentenderse de esa institución, invitaba a abrir en su ejercicio un momento de autorreflexión capaz de identificar cómo y en qué medida en su lengua se reproduce, intensifica, funda una violencia. 

La crítica a esa reiteración mítica de la violencia inmanente al derecho puede llevarse a cabo desde una posición capaz de interrumpir su curso desinstituyéndola. Pero sólo a condición de acompañar ese momento destructivo con otro constructivo. Esta tarea no será ya del derecho sino de la política, cuya trayectoria se orienta en el sentido de la felicidad mundana histórica. 

La lucha contra la corrupción se libra en nombre de la transparencia, un objetivo noble de la política. Pero el dominio de lo social es el de la opacidad. Si el ideal democrático de una sociedad de iguales nos obliga a bregar por la transparencia, sólo lo hace en la medida en que reconoce que ella no está dada y que será tarea de todos producirla. Pancho Aricó lo decía con palabras mejores: “pugnar porque la sociedad sea translúcida significa no aceptar como inevitable su opacidad”. 

Si la opacidad se articula con formas cada vez más sutiles de dominio, con la producción de desigualdad y la proliferación de múltiples violencias; la tarea de producir la translucidez  tendrá que apuntar a la inteligencia de una libertad fundada en lazos de igualdad, reconocimiento de la interdependencia, de la precariedad y justicia, en un sentido extrajurídico.  

Otra vez junio

La politización de la justicia, aún negada, es el gesto complementario de la judicialización de la política sobre la que tanto se dijo pero tan poco se hizo. La ratificación de esta condena entra en serie en el período corto de nuestra historia con otras: la que consiguió la destitución del presidente de Honduras en 2009, las causas a Correa en Ecuador, y la más reciente prisión de Lula en Brasil. Pero también se inscribe en una memoria histórica más extensa cuyos desbordes son impredecibles. 

En junio de 1955, en un día laboral cualquiera, aviones preparados para arrojar rosas regaron con bombas la plaza y otros sitios de la ciudad de Buenos Aires, dejando cuerpos desmembrados aún hoy sin justicia con la sóla voluntad de derrocar al “tirano”. Un 9 de junio de 1956 como represalia a la sublevación de una porción de la resistencia peronista realizaron 17 fusilamientos a la luz del día y 18 fusilamientos clandestinos en los basurales de José Leon Suarez. En cada caso se procuró extinguir no una persona particular  sino las memorias que pulsaban esas luchas. En ningún caso lo lograron. 

Con la proscripción viene la apertura de otra temporalidad capaz de revitalizar el compromiso con las expectativas igualitarias abiertas por ese mismo movimiento. Del hostigamiento, de la saña, de la mortificación y las ruinas que los actos de proscripción arrojan procede su débil fuerza redentora.