Crónica

Postales de la rebelión popular


El 2001 no empezó ni terminó en diciembre

La rebelión que estalló el 19 y 20 de diciembre se gestó a fuego lento en piquetes, puebladas y asambleas de la Argentina profunda de los ‘90. Una potencia insurgente que forma parte de la genealogía de las luchas populares y tiene hoy a los feminismos y al ambientalismo como protagonistas centrales . Y que volverá a empalmar con las posibilidades y necesidades del futuro.

La rebelión que se gestó a fuego sostenido y estalló en nuestro país hace dos décadas puso en jaque al sistema. Mientras luchábamos por salir del infierno neoliberal nos permitimos soñar con otras formas de vida, con una sociedad regida por la solidaridad, el amor y la igualdad. “Soñar a condición de creer firmemente en nuestros sueños”, supo decir Lenin poco antes de su revolución soviética. Aun en medio de una crisis profunda y dolorosa, el 2001 fue un tiempo en el que pudimos creer en lo que soñábamos, como pocas veces sucede en la historia. 

Las imágenes del pueblo desobedeciendo el Estado de sitio, enfrentando a los opresores y poniéndolos a ellos a correr (a volar en helicóptero, valga la precisión), tienen la fuerza de la síntesis. Pero diciembre de 2001 fue resultado de una acumulación de hechos explosivos de larga data. Durante años de ajustes y represión se había ido agrandando la bomba y acortando la mecha. Las puebladas que se desataron a mediados de los 90 primero en Cutral Co, provincia de Neuquén, en Jujuy y después en Mosconi y Tartagal, en Salta, expresaron la bronca de pueblos enteros.

A fuerza de barricadas, enfrentamientos con las fuerzas represivas y levantamientos populares lograron resistir a las privatizaciones y al abandono. Los fogonazos se replicaron en Cruz del Eje, Rosario, Corrientes y tantas otras ciudades y pueblos de todo el país. En ese reguero de luchas residen las particularidades de la rebelión. Reducida al estallido final, la revuelta pierde los colores, los sabores y las esencias de la Argentina profunda que preanunció la revuelta.

Nuestro 2001 fue particular y a la vez parte de una serie de sucesos que se repitió en otros países latinoamericanos. La furia popular volteó a los gobiernos de Jamil Mahuad (2000) y Lucio Gutiérrez (2005) en Ecuador, a los de Gonzalo Sánchez de Losada (2003) y Carlos Mesa (2005) en Bolivia. El pueblo venezolano, con el Caracazo (1989), jaqueó al régimen bipartidista que lo oprimía y la insurgencia neozapatista se levantó en armas en México (1994) al grito de ¡Ya basta! Más reciente, la formidable insurrección chilena (2019), un nuevo levantamiento indígena en Ecuador (2019) y la insubordinación masiva del pueblo colombiano (2021). Todas rebeliones similares en tanto cumplieron o cumplen, a su modo, la generalidad anti-neoliberal, y distintas a la vez. El capitalismo global no repara en localismos, pero las resistencias sí. Cada pueblo apela a las armas que su realidad concreta, sus juventudes, sus tradiciones y utopías les brindan. Así, nuestro 2001 expresó la vía argentina de la rebelión latinoamericana. 

Aquel diciembre de 2001 no logró sus objetivos más radicales, pero dejó su legado: expandió un formidable abanico de iniciativas populares, creativas, radicales, autogestivas, que llegan hasta nuestros días. Algunas postales de todo aquello nos ayudan a dimensionar mejor lo que fue y a comprender lo que vino.

1. Conurbano, piqueterxs: rebelión en la Iglesia

Los métodos de la asamblea y la acción directa se venían expandiendo antes del 2001. Tanto, que no había espacio social ni institución que no estuviera atravesada por esas dinámicas. Ni siquiera la milenaria, ultrajerárquica y conservadora Iglesia Católica.

Como en tantos rincones del país, también en San Francisco Solano, Quilmes, hay un barrio llamado San Martín. Allí, en el sur del conurbano profundo, a una hora y media de la ciudad de Buenos Aires, está la parroquia Nuestra Señora de las Lágrimas en la que en aquellos tiempos turbulentos se dio uno de los principales –y más originales– focos de organización comunitaria.

Alberto Spagnolo, un sacerdote treintañero, había llegado a la parroquia en 1996, cuando la crisis pegaba de la peor forma: desempleo, hambre, desesperación. En ese entonces la mayoría de las calles eran de tierra y las casas de las familias obreras se asentaban sobre terrenos fiscales. Alberto debía reemplazar a un cura que no quería saber nada con la Teología de la Liberación, ni siquiera con la más mínima labor social. Alberto venía con otras ideas, y no tardó en chocar:

–Llego a esta parroquia con la idea de que no hay que aceptar la realidad como algo del plano de la divinidad sino para ser transformada, eso era para mí la liberación –recuerda 25 años después—. Y fue semejante crisis encontrarme con una Iglesia que decía: “Para los pobres está Cáritas”.

Al poco tiempo llegó a la parroquia Neka Jara, una educadora popular que compartía con el nuevo cura el enfoque social. Tenían casi la misma edad. 

–Tengo en mi imagen de entonces mucha gente que se acercaba con problemas, mujeres con pibes, y la miseria alrededor de la parroquia, la gente que iba a juntar cosas en el basural para vender después en la Feria de Solano –recuerda Neka.

Jorge, el hermano de Neka, militaba en una organización guevarista en Florencio Varela, el municipio vecino, que organizaba piquetes para reclamar planes de trabajo de manera directa, sin la intermediación de los políticos locales. Los cortes de ruta convocaban a setecientas, ochocientas y hasta mil personas. El sacerdote lo invitó a conversar con la comunidad y al poco tiempo San Francisco Solano tenía su propio Movimiento de Trabajadores Desocupados (MTD) con sede en la parroquia.

De la mano de Alberto, Neka y Jorge la parroquia recuperó la orientación social que le había permitido a la Iglesia acompañar las tomas de tierras en los 80. Los vecinos, que tenían memoria de aquellas luchas, acompañaron los piquetes. La jerarquía católica se opuso: ya no querían involucrarse en conflictos sociales.

Alberto cree que el entonces gobernador de la provincia de Buenos Aires, Eduardo Duhalde, presionó al obispo de Quilmes para que impidiera la participación de los desocupados, bajo pena de quitarle los subsidios estatales a la Iglesia, que sostenían otra forma menos problemática -e insuficiente- de atender la crisis: la caridad. El condicionamiento del gobierno era, apenas, una forma de disimular el abandono.

Por el contrario, Alberto y Neka estaban cada vez más comprometidos. Una asamblea decidió que se diera cobijo a seis familias sin techo y el edificio de la iglesia se convirtió en morada para los más desamparados. 

En el obispado se enteraron y le ordenaron que expulse a las familias. Alberto llevó el tema a la asamblea.

—Era un domingo de Ramos. Hicimos asamblea para discutir qué hacer con lo que ordenaba el obispo –dice, y sonríe. 

No es una mueca burlona, sino la sonrisa amable del que está convencido de haber actuado bien.

La comunidad decidió: “Que venga el obispo y nos diga por qué tenemos que echar a las familias, por qué no tenemos que organizarnos”, dijeron. Alberto trasladó la respuesta y las autoridades eclesiásticas redoblaron la apuesta. Le ordenaron desocupar la iglesia y, además, dejar su lugar. 

—Si yo ejecutaba esa orden, hubiera terminado quebrado. Con ese abuso de autoridad me estaban presionando en mi conciencia, me ordenaron que me enfrentara a la comunidad —recuerda, ahora con el rostro serio.

La asamblea decidió desobedecer lo que entendían era una orden injusta. El cura se guió por los mandatos de su comunidad y rechazó la sacrosanta autoridad: a partir del 11 de marzo de 1998 la parroquia quedó ocupada de hecho. 

Sostener la toma no fue difícil. Los vecinos sabían de resistencias: los más grandes habían participado en las ocupaciones de tierras que habían dado origen a los barrios; los más jóvenes ejercitaban la acción directa en piquetes y tomas temporarias de hipermercados y oficinas públicas que se negaban a atender los reclamos de los desocupados.

Desde entonces, los domingos en la parroquia no solo había misa y catecismo, también proyectaban películas y documentales revolucionarios y daban clases de educación sexual. Organizaban reuniones con los desocupados de Lanús, Almirante Brown, Avellaneda o La Plata y recibían a delegaciones campesinas de Salta o Santiago del Estero. 

La iconografía eclesiástica se transformó: a San Cayetano le cubrieron la cara con un pañuelo y lo llamaron San Piquete. Revistieron el frente de la parroquia con un mural en el que un Cristo, más flaco que de costumbre, abría sus brazos para recibir a los visitantes, flanqueado por una movilización y una consigna: “El hambre no se tolera, la dignidad no se negocia”. En los canales de televisión Alberto era conocido como el cura piquetero. 

La celebración de la autoorganización duró hasta el 22 de junio de 2000. Más de un año después de iniciado el desacato llegó la Guardia de Infantería de la policía provincial: expulsó al cura rebelde, a las seis familias que habitaban en el templo y al puñado de piqueteros que las acompañaban. Del otro lado de las vallas, Hebe de Bonafini, en representación de las Madres de Plaza de Mayo, le gritaba a los desalojadores: “Saquen a la policía! ¡No tienen vergüenza, no ven que hay criaturas!”

Aquella experiencia extraordinaria de organización, lucha y dignidad fue de las que más enriqueció a la Coordinadora de Trabajadores Desocupados que, al tiempo que se extendía por todo el país, pasó a llevar el nombre de Aníbal Verón, un trabajador salteño despedido y asesinado en una represión. 

El crecimiento de los movimientos de desocupados fue exponencial. Fueron la parte organizada del estallido del 2001. Después, multiplicaron asambleas y crearon proyectos autogestivos. El 26 de junio de 2002 dos militantes de la Coordinadora de Trabajadores Desocupados Aníbal Verón fueron asesinados por la policía: Maximiliano Kosteki y Darío Santillán.

2. Que se vayan todos… ¡los patrones!

El nombre de Raúl Godoy es inseparable del de la ceramista neuquina Zanon, que los y las trabajadoras tomaron en octubre de 2001 y con el tiempo rebautizaron FaSinPat (Fábrica Sin Patrones). El dueño, Luigi Zanon, había intentado cerrar la planta y dejarlos sin trabajo, pero ellos y ellas lucharon y la pusieron a producir bajo control obrero. De larga militancia trotskista, Godoy supo integrarse a la base obrera y, llegada la crisis, organizar la resistencia.

Zanon era un verdadero gigante: llegó a ser la fábrica más importante de porcelanato de América Latina, con 650 empleados. En su predio, de varias hectáreas, cabe prácticamente una ciudad. Los espacios cubiertos abarcan 74.000 metros cuadrados, el equivalente a cuatro canchas de fútbol. Además de las líneas de cerámicas y porcelanatos hay talleres de matricería, tornería, bobinado de motores, electrónica, mantenimiento y laboratorios de arcilla y esmaltados. En otra nave están el comedor y la enfermería. Más cerca del perímetro, el salón de ventas y las garitas de seguridad. Después de la ocupación, obreros y obreras sumaron una escuela y una biblioteca. El playón al aire libre albergó recitales solidarios a los que acudieron decenas de miles de personas.

En abril de 2001 habían resistido un intento de suspensión de todo el personal. Respondieron con una huelga que duró 34 días. Al calor de esa lucha, que finalmente se ganó, votaron una nueva comisión interna: la corriente de Godoy ganó representatividad y se fortaleció la organización sindical. 

En septiembre la patronal volvió a anunciar despidos masivos; los obreros y obreras ocuparon la fábrica e impidieron el ingreso de los gerentes. En noviembre marcharon a la Casa de Gobierno, donde fueron reprimidos con violencia. Pero eso no doblegó sus voluntades: se sumaron a otros sindicatos, corrientes estudiantiles y partidos de izquierda para conformar la Coordinadora del Alto Valle, un espacio de unidad para defender todas las luchas que se extendió hasta la ciudad de Cipolletti, en la vecina provincia de Río Negro.

Zanon se hizo fuerte y el ejemplo del control obrero se irradió hacia todo el país: cientos de empresas fueron puestas a funcionar por los trabajadores y las trabajadoras ante los intentos de vaciamiento de las patronales.

Godoy fue electo diputado provincial dos veces: en 2011 y 2015. Lo que pasó en el parlamento neuquino con su asunción fue tan disruptivo como las luchas que le dieron fama. Cuando asumió su primer mandato fue a la ceremonia en mangas de camisa, con ropa de trabajo y la gorra con el logo de Zanon colgando del bolsillo trasero del pantalón. Se acercó al estrado donde lo esperaba la presidenta de la Cámara y juró “por la patria, la lucha internacional de la clase obrera y sus mártires, los pueblos oprimidos del mundo y la memoria de los 30 mil desaparecidos”. 

Mientras el resto de las diputadas y los diputados le daban el saludo de bienvenida que marca el protocolo, desde las tribunas la barra entonaba: “Todos esos diputados son de los capitalistas, pero nuestros diputados son obreros y socialistas”.

Afuera del recinto, Godoy dedicó unas palabras a sus compañeros y compañeras que aún estaban dentro del edificio de la Legislatura:

—Esta es una tribuna, algo circunstancial, una trinchera donde todo va a ser más hostil. La militancia es nuestra fortaleza. Lo que jetoneemos acá se lo tenemos que hacer pagar en la calle, porque esa es la posta. Acá podemos hablar mejor, peor o más o menos, pero nuestra fuerza está en la militancia. 

Su gestión parlamentaria dejó un proyecto inédito en la vida política argentina, que propone equiparar las dietas de las personas con cargo político con los sueldos de docentes. El proyecto fue resistido por las demás fuerzas políticas, que defendieron sus ingresos seis o siete veces por encima del salario promedio de la población trabajadora. Godoy, y quienes lo siguieron en la banca, solo cobraron lo que propusieron. Donaron, cada mes, el resto de la dieta a fondos de huelga y causas solidarias.

Después de la gestión parlamentaria, Godoy volvió a Zanon.

—Ahora estoy laburando de nuevo en la fábrica —cuenta—. No tengo cargo ni en la cooperativa ni en el sindicato ni en ningún lugar. Estoy haciendo militancia fuerte desde abajo.

Zanon cumplió 20 años bajo gestión obrera, un hito difícil de igualar en las luchas anticapitalistas a nivel mundial. 

—El 2001 nos marcó mucho a varias generaciones. El método de la acción directa, de la asamblea, persiste. Ahora, hasta el burócrata más podrido tiene que hablar de asamblea para legitimarse. Las fábricas y empresas recuperadas seguimos siendo una pequeña trinchera de lucha.

Raúl Godoy sabe que, junto con sus compañeros y compañeras, todo este tiempo estuvieron haciendo historia. Se arremanga la misma camisa con la que pasó por el parlamento, la que llevó a seminarios internacionales, la que transpiró en más de una represión, y vuelve a concentrarse en la línea de producción. 

Sigue trabajando. Aún faltan varias horas para que termine su jornada laboral.

3. Todo el poder a las asambleas

El domingo 13 de enero de 2002, bajo el sol intenso del verano porteño, trescientas vecinas y vecinos se reunieron en el Parque Centenario, en el centro casi exacto de Buenos Aires. Habían pasado poco más de 20 días del estallido y las asambleas recién estaban dando sus primeros pasos en los barrios. Un domingo después, la participación se multiplicó por diez: llegaron más de tres mil personas. Graciela Gurvitz, de la Asamblea de Villa del Parque, fue elegida para hacer los resúmenes de las propuestas que llevaba cada delegado o delegada. Aún mantiene los apuntes de aquellos días: llegaron delegaciones de 81 asambleas barriales. Recuerda cómo cada asamblea hacía llegar sus planteos: “A veces los escribían en el papel de la cajita de cigarrillos, otras veces llegaban dentro de un sobre lacrado; era todo diverso y espontáneo”.

“Iban los dos o tres delegados, pero también otros vecinos de la asamblea, un poco para conocer y otro poco para controlar que lo que se dijera fuera lo que se había discutido”, cuenta Sergio Barrera, uno de los mandatados para llevar la voz de la Asamblea de Liniers.

Más de la mitad de las asambleas que surgieron después del estallido tuvieron lugar en la Ciudad de Buenos Aires. En los barrios donde predominan sectores medios hubo varias, separadas por pocas cuadras: Almagro, Flores, Caballito, Villa Crespo, Palermo, San Telmo o Belgrano. En barrios más empobrecidos del sur como Villa Soldati, Parque Patricios o La Boca fueron menos las asambleas barriales concebidas como tal, aunque eso no significó menor ebullición social: allí las organizaciones piqueteras también hacían asambleas como parte de la dinámica interna de funcionamiento. Hacia el otro extremo de la pirámide social porteña, la cantidad de asambleas también se deshilacha: son contadas las convocatorias que se hicieron en barrios de clase media alta como Núñez o Recoleta. Estas fueron, además, las que menos duraron.

Cruzando el Riachuelo o la General Paz hacia el conurbano, hubo asambleas vecinales en el sur: Wilde, Avellaneda, Sarandí, Dock Sud, Lanús, Lomas de Zamora; en el norte: Carapachay, Vicente López, Florida, Munro y Villa Martelli; y en el Oeste: Merlo, Moreno, Haedo. 

En otras regiones del país la regla se mantuvo: las asambleas cobraron vida de la mano de los sectores medios urbanos. Las hubo en La Plata, Rosario, Córdoba capital, Mendoza, Paraná, San Juan y ciudad de Santa Fe. 

Si las asambleas, con su masividad y radicalidad, fueron un rasgo distintivo de la rebelión argentina, su composición social también lo fue: fue protagonista la “clase media”, un sector social heterogéneo que solo logra un sentido de identidad común en la distancia social tanto con los sectores de clase más enriquecidos como con los más pobres.

La crisis del 2001 facilitó el acercamiento de la clase media a las y los excluidos, de los que la separan no solo la condición social, si también los prejuicios. Es difícil imaginarse el estallido sin el protagonismo de esas vecinas y esos vecinos porteños que esparcieron cacerolazos y barricadas por toda la Capital.

El debate sobre lo público tuvo un espacio central en las asambleas. Después de una década de gobiernos promotores de privatizaciones, todo fue cuestionado: las empresas de servicios en manos de multinacionales y la situación ruinosa de escuelas y hospitales estatales. Pero además del debate sobre las grandes cuestiones, había un plano de disputa más a mano, que invitaba a la acción: la posibilidad de recuperar predios o edificios deshabitados para reciclarlos y darles uso social.

A siete meses de iniciada la onda expansiva que siguió al estallido, el portal Indymedia mencionaba ocho recuperaciones de espacios públicos: la toma de dos sedes del ex Banco Mayo, una en Parque Centenario a manos de la Asamblea del Cid Campeador y otra en Barracas a cargo de la Asamblea de Parque Lezama (allí mismo instaló sus oficinas el grupo de Indymedia, que fue parte del movimiento asambleario y, a la vez, por su web abierta y participativa, su principal canal de difusión). Otra sede bancaria en desuso, del Banco Provincia, había sido ocupada en Villa Crespo. La Asamblea Popular de La Paternal había tomado un predio del Gobierno de la Ciudad. En otros barrios apuntaron a locales comerciales abandonados: un lavadero de autos en Villa Pueyrredón, un complejo de canchas de paddle en Vicente López, otro local abandonado en Almagro; la ex pizzería La Ideal, también vacía, reconvertida en centro social por la Asamblea de Villa Urquiza. En ese barrio, además, derribaron un alambrado que la empresa Coto había puesto para apropiarse de un terreno baldío, acondicionaron el lugar y lo bautizaron Plaza de los Vecinos. En San Telmo, la Asamblea 20 de Diciembre recuperó un predio en la esquina de San Juan y Cochabamba, que convirtió en sede de una feria barrial. También ocuparon edificios en desuso las Asambleas de Palermo Viejo (el antiguo mercado municipal), la de Parque Avellaneda (el ex bar La Alameda); la de Saavedra (el predio lindero al ferrocarril cerca de la estación); la de las 7 esquinas (un antiguo mercado) y la de Corrientes y Juan B. Justo (un local sin dueño).

Como todo movimiento rebelde, las asambleas fueron resistidas por el poder. El entonces presidente Eduardo Duhalde declaró: “Con asambleas en las calles no es posible gobernar”. 

Tras sus palabras llegó la violencia de punteros y patotas con apoyo policial. La Asamblea Popular de Parque Avellaneda fue atacada a balazos. Un integrante de la Asamblea de Floresta fue secuestrado y torturado durante un día y medio por unos tipos de civil que actuaban como policías. Arreciaron los desalojos de los espacios recuperados: pocos lograron quedar en pie.

El agotamiento de la Interbarrial –y de muchas asambleas– tuvo que ver con rispideces internas y choques con la izquierda partidaria, que se había propuesto ser parte, aunque con modos muchas veces prepotentes, de aparato. Con los años, una parte del activismo asambleario terminó volcándose a distintas formas de participación en el marco de la política institucional. Otras personas, en cambio, decidieron insistir con proyectos sociales de base que mantuvieran viva la llama de la horizontalidad. Graciela participa de una radio autogestiva: FM La Colectiva. El proyecto nació en el edificio tomado que fue sede de la Asamblea del Cid y que después se mudó a la Mutual Sentimiento. 

—Nos sentimos sujetos de nuestro propio destino, nos organizamos en forma autónoma y autogestionada. Nuestras decisiones las tomamos de forma horizontal, en asamblea —reafirma. 

—Yo ya tenía muchos años de militancia: milité en la dictadura, milité después, pero esa emoción... esos seis meses… ¿Viste cuando sentís que se desborda todo? Siempre charlo con los compañeros, les digo que un momento así no hubo jamás. Nunca a la burguesía se le fue de las manos el control ideológico, el control del régimen político, nunca pasó, como en esos meses del 2001 y 2002, que la gente se atreviera a soñar, que se atreviera a pensar otro mundo...

Sergio duda si seguir hablando de lo que no fue. Pero retoma el hilo y su voz suena nostálgica, contundente.

—Fue extraordinario. Fue un tiempo en el que pudimos.

4. 20 años

El legado de la rebelión se expresa en caminos diversos y debates aún abiertos. Tras el estallido hubo luchas que se desplegaron con más fuerza, como las que protagonizaron los feminismos populares. Supieron compenetrarse con las nuevas formas de organización popular y, con singular destreza, interpelar al conjunto de la sociedad. 

Las organizaciones de pequeños productores rurales hicieron un proceso similar: no es posible dimensionar la resistencia pos 2001 a la continuidad neoliberal expresada en el extractivismo y la concentración de la tierra, sin la irreverencia que aportaron las luchas campesinas y ambientales. 

La potencia explosiva del movimiento piquetero devino en el surgimiento de un sector que se delimitó con identidad propia dentro de la clase trabajadora: el de la Economía Popular, y su novedosa forma de sindicalización. En la nueva etapa política que siguió a la rebelión las instituciones se mostraron más permeables. Parte del movimiento popular vio en esa apertura la posibilidad de releer al peronismo en clave de posibilidad y pujar por hacer cambios desde el Estado. Por otro lado, la izquierda también aprendió: más allá del modesto crecimiento electoral hay experiencias emblemáticas que supieron proyectarse políticamente, como la de las obreras y los obreros de Zanon. 

Estas son apenas una parte de las diversas dinámicas surgidas del 2001 que impregnaron al conjunto de la sociedad. Costumbres combativas y antiburocráticas quedaron incorporadas en el pueblo con más fuerza de lo que se percibe a primera vista.

Así como las puebladas y las resistencias al menemismo fueron una suerte de inicio de la etapa 2001, también podemos establecer un cierre del ciclo de la rebelión: la llegada del kirchnerismo al gobierno en 2003, con toda su complejidad y ambigüedad, inauguró otra etapa. 

El estallido quedó atrás, pero a la hora de evaluar las demandas y los horizontes que parió la rebelión, se muestra como un proceso inconcluso, aún abierto. Los anhelos de revolución que nos permitimos poner a prueba hace dos décadas siguen pendientes. Ya reempalmará de mejor modo la memoria latente de aquella potencia insurgente con las posibilidades y necesidades del mañana.

Para que cada rebelión no deba empezar de nuevo separada de las luchas anteriores, para que la experiencia colectiva no se pierda y las lecciones no se olviden, siempre será válido recuperar nuestra historia, tender puentes, cimentar caminos comunes. Para que, como propuso Rodolfo Walsh, la próxima vez sea posible que se quiebre el círculo.

La obra que ilustra la portada de este ensayo es parte de la exhibición 19y20 del Centro Cultural de la Memoria Haroldo Conti